«Siempre contigo», Ismael RodrÃguez Laguna
Agregado en 31 marzo 2013 por dany in 240, Ficciones, tags: CuentoESPAÑA |
Oà abrirse la puerta. Eras tú. Noté algo diferente en tu rostro. SonreÃas.
—¿No ibas a estar de viaje durante toda la semana?
—Se ha cancelado. QuerÃa volver contigo. Por cierto, quiero contarte algo muy importante.
—Dime.
Fue entonces cuando me lo contaste. No todos los dÃas te cuentan que tu novio tiene dos hijos de una relación anterior.
Por supuesto, me enfadé. Después de ocho meses de relación y tres viviendo juntos, pensaba que era el tipo de cosas que tendrÃa que saber ya de ti.
Tras mucho insistir, finalmente me convenciste de que te perdonase por no haberme dicho nada hasta ese momento. Me propusiste presentármelos. Acepté.
Aquel encuentro con tus hijos fue extraño. El pequeño, de tres años, era una ricura. Respecto al mayor, de doce, su reacción al verme fue difÃcil de describir. Me miraba fija y constantemente con sus ojos abiertos como platos, como si yo fuera una extraterrestre. Pensé que ese niño tenÃa algo raro.
Los siguientes dÃas estuviste simpatiquÃsimo conmigo. A pesar de nuestro desencuentro inicial, fueron maravillosos. Recuerdo que fue uno de esos dÃas cuando me regalaste mi colgante, esta baratija con nuestros nombres inscritos de la que nunca me he desprendido desde entonces.
Pero apenas unos dÃas después, cambiaste. Empezó tu locura. Cierto dÃa, poco después de que entraras a casa, te hablé de las cosas que habÃamos hecho durante los últimos dÃas. Sorprendentemente, parecÃas no recordar nada. DecÃas que realmente te habÃas ido de viaje y que acababas de volver en ese momento.
Aquella noche fue rara. Cada uno decÃa al otro que debÃa recibir tratamiento porque probablemente se habÃa vuelto loco. Te hablé del dÃa en que me presentaste a tus hijos. Me dijiste que no tenÃas hijos. También te enseñé el colgante que me habÃas regalado. No lo reconociste, dijiste que me lo habrÃa comprado yo. Nada tenÃa sentido. Discutimos.
La situación fue tensa hasta que unos dÃas después volviste a irte a otro de tus viajes de trabajo, que supuestamente te tendrÃa fuera una semana. No sabÃa cómo serÃan las cosas cuando volvieras.
Sin embargo, volviste a presentarte en casa apenas unas horas después de irte. VenÃas con tus hijos. Me dijiste que el viaje se habÃa suspendido y que habÃas aprovechado para recoger a los niños. VolvÃas a estar amabilÃsimo conmigo, como si nunca hubiéramos discutido. Volvà a notar algo diferente en tu rostro, como si hubieras trabajado mucho últimamente, pero no te recordaba asà cuando saliste por la puerta.
De nuevo, los dÃas siguientes fueron maravillosos. Cada vez traÃas más a tus hijos a casa y, poco a poco, fui acostumbrándome a ellos.
Pero aquello duró poco. Unos dÃas después, cuando entraste a casa, volviste a decir que en realidad regresabas de un viaje de una semana. Volviste a no recordar nada de los últimos dÃas que habÃamos pasado juntos. Negabas que hubieras estado en casa y ni siquiera admitÃas la existencia de tus hijos. Volvimos a discutir y a llamarnos loco el uno al otro.
Continuamos instalados en esta extraña rutina durante meses. Cada vez que volvÃas de un supuesto viaje, que obviamente no habÃa tenido lugar porque habÃas estado conmigo, tu rostro volvÃa a estar pletórico, pero tu espÃritu enloquecÃa, no recordabas nada y me gritabas. Llegué a preguntarme si utilizabas algún tipo de cosmético que te estaba afectando al cerebro. Por tu parte, tú no dejabas de llamarme loca, decÃas que me inventaba amigos imaginarios. Nuestras discusiones se oÃan en toda la planta del edificio, y más de una vez nuestro vecino de planta, aquel señor tan mayor y tan amable, llamó a la puerta preocupado, intentando mediar. Incluso hubo algunas veces en que, cuando su hijo estaba de visita en su casa, se presentaban ambos en nuestra puerta ante nuestros gritos, siempre con rostros compungidos, tratando de evitar la disputa.
En realidad, sólo nuestras fogosas reconciliaciones conseguÃan que nos aguantásemos mutuamente durante esos dÃas. Pero los momentos posteriores al sexo eran extraños: sabÃamos que el otro seguÃa creyendo su propia versión, totalmente incompatible con la otra. SeguÃamos pensando que el otro estaba loco, asà que evitábamos hablar para no volver a discutir. No te sale discutir con quien acabas de hacer el amor. Al menos, no inmediatamente.
Cada vez que te ibas de viaje, volvÃas de repente al cabo de unas horas, con tu rostro más curtido pero con tu alma más amable y cariñosa, y hacÃas como si jamás hubiéramos discutido. VolvÃa a ver a tus hijos, a esas pobres criaturas de las que renegabas en tus momentos malos. Les tomé verdadero cariño, y tras unos meses se atrevieron a llamarme mamá. Se les veÃa faltos de cariño por parte de su propia madre. Los pobres habrÃan llamado mamá a cualquier mujer adulta que les hubiera tratado como yo lo hacÃa.
Tu otra personalidad, la que volvÃa de los viajes, aumentó su paranoia. Un dÃa me confesaste que, viendo que alguien usaba tu ropa y tus cosas en tu ausencia, contrataste a un detective privado para que vigilase nuestra casa. No obstante, admitiste que el detective no vio entrar en casa a nadie que no fuera tú mismo. Incluso mandaste a analizar restos de pelo en la casa para demostrar que tenÃa un amante. Todos los restos que encontraste en la casa eran tuyos o mÃos, salvo unos pocos que, según los tipos de la clÃnica de análisis genéticos, eran de un familiar directo tuyo. ¡Por supuesto, eran de tus hijos, tal y como te decÃa una y otra vez sin que me escucharas! ¡Tus hijos! ¡TenÃas que reconocerlos, maldita sea!
Cierto dÃa, hablando con tu yo amable, el que siempre volvÃa cancelando sus viajes, el que tenÃa el rostro cada vez más envejecido, me revelaste que tu padre era, en realidad, uno de mis compañeros de trabajo. Se trataba de un tipo con barba y gafas, muy afable, al que le faltarÃan un par de años para jubilarse. Llevaba años coincidiendo con aquel tipo en el descanso para el café, y de hecho solÃamos charlar. ¡Menuda sorpresa! Él mismo me lo pudo confirmar al dÃa siguiente en la hora del café, cuando le pregunté por su familia. Se mostró muy gratamente sorprendido de que yo fuera aquella novia de la que su hijo le hablaba.
Pero, tal y como me imaginaba, la siguiente vez que «volviste» de viaje negaste que tu padre fuera tal persona, e incluso negaste que tu padre viviera en la ciudad. Decididamente, vivÃamos en realidades paralelas. Tuvimos más discusiones y más reconciliaciones.
Mi embarazo desató la euforia de tu personalidad amable, que por aquel entonces ya aparentaba unos diez años más que la otra. Tu otra personalidad también se ilusionó, y esto sirvió para rebajar el nivel y la frecuencia de nuestras discusiones. Llegamos a un punto en que los dos aparentamos aceptar la locura del otro y evitábamos cualquier tema de conversación que la recordase. Cuando «volvÃas» de tus viajes, ninguno de los dos comentaba los dÃas anteriores. SabÃamos que, si lo hacÃamos, volverÃamos a discutir.
Siempre ocurrÃa que, horas después de irte a cada viaje, regresaba tu yo algo envejecido y maravilloso. Tus hijos se entusiasmaron cuando mi tripa empezó a ser visible. Se pasaban el rato acariciándomela, especialmente el mayor. El chico miraba a su hermano y, volviendo su mirada hacia ti, te decÃa que se acordaba de todo. Era bonito ver el entrañable recuerdo que parecÃa tener de cuando su madre habÃa quedado embarazada de su hermano pequeño.
El dÃa del parto ocurrió en una de tus fases de aspecto juvenil en las que me tomabas por loca. No obstante, me trataste muy bien. HacÃa tiempo que evitábamos totalmente cualquier tema de conversación que nos hiciese discutir. Aquel dÃa era importante y nada podÃa estropearlo. Tras un parto sin complicaciones pero agotador, conociste a tu bebé.
En tu siguiente viaje, tu yo algo envejecido se dedicó con devoción al cuidado de su nuevo hijo. Tus otros dos hijos recibieron con entusiasmo a su hermano, especialmente el mayor, que era capaz de estar largos ratos contemplándolo sin decir nada.
Un dÃa, mirando al bebé y a tus otros dos hijos, no pude contenerme.
—Antonio, dime la verdad —conseguà articular al fin.
—¿Qué quieres decir? —respondiste.
—El bebé no se parece mucho a sus dos hermanos. Esa no es la palabra apropiada.
Callaste.
—No se parece mucho —volvà a hablar— porque, de hecho, el bebé es ellos. Los tres son la misma persona exactamente.
SeguÃas en silencio.
—Y el mayor de los tres lo sabe —continué—. Sabe que se mira a sà mismo cuando mira a su supuesto hermano de cuatro años o cuando mira al bebé.
Tu rostro se transfiguró. No esperabas que me diera cuenta. Subestimaste la capacidad de una madre para reconocer a sus hijos.
—ExplÃcamelo todo, Antonio. La maquinita esa que estabais haciendo en tu empresa… ésa que por la que tanto tenÃas que viajar a los laboratorios y a las fábricas… funcionó finalmente, ¿verdad?
Inicialmente no lograste articular palabra. Poco después, por fin hablaste.
—Vale, creo que debes saber la verdad —admitiste, finalmente—. La máquina funcionará.
Ahora todo cuadraba en mi mente.
—¿Cuántos años más tienes?
—Cuando vine por primera vez, hace año y medio, tenÃa tres años más. Ahora tengo doce años más. Todo este tiempo he estado yendo y viniendo desde mi tiempo hasta aquÃ. No puedo quedarme aquà porque tengo que pasar tiempo allÃ, en el futuro. Es su verdadero tiempo —dijiste mientras señalabas al bebé, y luego a los otros dos chicos—, no puedo robarles su tiempo. No puedo permitirme envejecer aquÃ, le debo a él mi tiempo de juventud, y su verdadero tiempo es aquél. Pero cada dos o tres meses viviendo allà vuelvo aquÃ, donde sólo han pasado una o dos semanas. No puedo evitarlo. A veces me voy a sus respectivos tiempos —dijiste, mientras señalabas al chico de trece años y al niño de cuatro— y me los traigo para que te vean.
Guardé silencio.
—¿Por qué? ¿Tan mal envejeceré? —pregunté entre risas nerviosas—. ¿Tan fea seré en el futuro como para que tengas que volver para recordarme joven? ¿Por qué no te quedas en el futuro envejeciendo conmigo?
Miraste al suelo. Entonces sentà una punzada en el corazón. Fui incapaz de pronunciar una palabra.
—Ya te has dado cuenta… —dijiste por fin—. Solo aquà estás. Allà nos dejaste. QuerÃa volver a verte. Y ellos… quiero decir, él merecÃa volver a verte.
—¿Cu…cuándo ocurrirá?
Me tapaste la boca con la mano.
—No… Dejémoslo en que aquella máquina funcionará un par de años después de… no, es mejor que no lo sepas.
Mi hijo de trece años se acercó para abrazarme. Su versión de cuatro años se sentÃa confusa. Su versión de bebé seguÃa feliz en su cuna.
—¡Cuánto te eché de menos cuando nos dejaste…! ¡Cuánto…! —dijiste, mientras me acariciabas la cara—. No podÃa evitar hacer todo lo posible para volver a verte. ¡No podÃa! Al poco de que lográsemos hacer funcionar aquella máquina, recordé y lamenté todo el tiempo que habÃa pasado durante los años anteriores sin ti por culpa de mis viajes de trabajo, todo el tiempo que perdà sin pasarlo contigo. Recordé también lo que siempre creà que fue tu locura, todas aquellas historias que me decÃas de que yo volvÃa poco después de irme y me quedaba contigo. Por aquel entonces, yo pensaba que todo aquello era un truco de tu mente para hacerte olvidar que te encontrabas sola. Nunca lo admitÃ, pero en esa época me sentÃa culpable porque creÃa que era mi actitud, mi tendencia a dejarte tanto tiempo sola, lo que te habÃa vuelto loca. Pensaba que esos supuestos hijos mÃos de los que me hablabas eran tu proyección del deseo de tener hijos… Recuerdo también que, durante algún tiempo, me planteé que quizás la explicación fuera más simple y que tuvieras un amante, pues mis cosas siempre estaban desordenadas cuando volvÃa de mis viajes de trabajo. Cuando el detective me dijo que sólo yo entraba en casa, pero que habÃa restos genéticos de alguien que parecÃa un familiar directo mÃo, pensé que la cosa no tenÃa sentido pues ni siquiera tengo hermanos. Pero años más tarde… cuando ya no estabas con nosotros… cuando por fin logramos que aquella máquina funcionase… recordé aquello y descubrà que todo cuadraba. No sólo podÃa hacerlo: iba a hacerlo. Era más plausible que todo fuera el resultado de lo que iba a hacer y no el fruto de tu locura. La posibilidad de que aquel misterioso visitante siempre hubiera sido yo mismo tenÃa mucho más sentido que cualquier otra explicación.
Me sentÃa aturdida por lo que decÃas. Seguiste hablando.
—Decidà que me presentarÃa en tu tiempo cada vez que mi yo de tu tiempo se fuera de viaje. Literalmente, aprovecharÃa el tiempo perdido. Me di cuenta de que, cada vez que me presentase en casa y te dijera que el viaje se habÃa cancelado, sólo podrÃas creerme mientras yo no fuera mucho más viejo que mi yo de tu época. Sólo podrÃa presentarme como yo mismo hasta una determinada edad. Sé que, cuando tenga más edad, ya no podré presentarme como yo mismo. Me tendré que limitar a tenerte cerca y a mirarte. Si piensas un poco, sabrás de quién estoy hablando.
Entonces recordé a mi compañero de trabajo, aquel tipo que estaba a punto de jubilarse.
—¡Mi compañero de trabajo, el que dices que es tu padre!
—Efectivamente, no es mi padre. Seré yo. Y más adelante seré el anciano que ahora tienes como vecino en la puerta de enfrente. Cuando nuestro hijo sea mayor y ya no me necesite constantemente a su lado, empezaré a vivir en este tiempo permanentemente para seguir estando junto a ti. Siempre contigo.
Me llevé la mano a la boca.
—Entonces, el hijo del vecino, aquel hombre que viene a veces a visitarle, es… —logré articular mientras miraba la cuna, luego al niño de cuatro años, y luego al de trece.
—Efectivamente.
No pude contener mis lágrimas. Me abracé al chico de trece años, que ya no podÃa ocultar su propia emoción. Luego, me abracé a ti.
—¿Cómo moriré? —pregunté por fin.
—No es bueno que te hayas enterado. Cuanto menos sepas, mejor. Sólo sé que no puede evitarse. Lo intenté, muchos yo lo intentamos. No pudimos, no podremos. La lÃnea del tiempo es única, el futuro es consecuencia del pasado y, desde que aquellas máquinas entrarán o entraron en juego, el pasado también es consecuencia del futuro. No se puede cambiar. Por ejemplo, no puedo viajar al pasado y matar a mi madre antes de concebirme, pues entonces yo no habrÃa nacido y no podrÃa haber llegado a viajar al pasado para asesinarla. Si viajo desde el futuro al pasado, al llegar al pasado sólo podré hacer cosas que de hecho den lugar al futuro del que efectivamente procedo. Sólo hay una lÃnea temporal en la que el futuro es consecuencia consistente del pasado y el pasado es consecuencia consistente del futuro. Me temo que lo de ir al pasado para cambiarlo y crear lÃneas temporales alternativas es sólo cosas de las pelÃculas. No funciona asÃ.
Medité sobre aquello. TenÃa que prepararme.
Al dÃa siguiente, al llegar la hora del café en el trabajo, esperé a quedarme sola con tu yo mayor que estaba a punto de jubilarse, tu yo de sesenta y pico años al que habÃa tomado por tu padre. Sin mediar palabra, te dije que me acompañases a los baños de la empresa. Allà comencé a besarte y cerramos con llave. Llorabas de alegrÃa.
Aquel dÃa me despedà del trabajo.
Al volver a casa, llamé a la puerta del vecino. Saliste, anciano, leal y enamorado como siempre. Te besé en la boca. Nunca he visto un rostro de mayor felicidad en un ser humano.
Entonces sacaste un colgante de tu bolsillo. Era igual que el que llevaba puesto yo misma desde que me lo regalaste tanto tiempo atrás.
—No es igual, es el mismo —dijiste, con tu voz quebrada por la edad—. Lo guardé cuando nos dejaste, y desde entonces lo he tenido siempre conmigo.
Me llevé la mano al cuello para tocar mi propio colgante. Mientras tanto, tu mano nudosa y arrugada mostraba, extendida, el otro colgante.
—Estará conmigo hasta el dÃa en que yo mismo muera —continuaste—. Ese dÃa, mi yo más joven vendrá y lo tomará para regalártelo a ti el dÃa que recuerdas que él te lo regaló. Fue asà como llegó a ti, asà que procedÃa del futuro. Pero, en el futuro, yo lo tendré porque tú lo tuviste. Asà que en el pasado procede del futuro y en el futuro procede del pasado. Nunca fue forjado y nunca será destruido. Es tan eterno como nosotros —dijiste, mientras me cogÃas la mano.
Me emocioné mientras miraba mi propio colgante, que era el mismo que el que tú sostenÃas en tu mano aunque unos años más viejo… o unos años más joven, según se mirase.
—¿Cómo es posible que tenga nuestros nombres inscritos?
Te encogiste de hombros.
—Supongo que, si no los hubiera tenido, no habrÃa decidido regalártelo —respondiste.
No creo que las personas estemos hechas para entender la causalidad circular ni las cosas sin principio ni fin, asà que simplemente decidà que no perderÃa el tiempo que me quedaba intentando entender aquello. Por el contrario, pasé las siguientes semanas tratando de aprovechar cada momento, cada segundo, contigo y con el niño (los niños). Salimos, reÃmos, hicimos pequeñas cosas que siempre habÃa deseado, disfrutamos, nos amamos.
Esta mañana, una versión tuya apenas algo mayor que la que corresponde a este tiempo se presentó en casa y, acalorada, se empeñó en que me tomase una pastilla y en que nos fuéramos al hospital. Entonces, tu yo anciano salió del apartamento de enfrente y trató de frenar a tu yo más joven, diciéndole que serÃa inútil. No logró hacerle desistir.
Ya en la calle, nos encontramos con otro tú que cargaba con un desfibrilador. Otros tús más mayores se presentaron y trataron de convencer a los dos más jóvenes de que era inútil. Se sumaron a la escena más tús de diferentes edades.
Ahora me encuentro en el coche, yendo hacia el hospital, acompañada por otros cuatro tús. Varios coches nos acompañan y tú vas en todos ellos. Comprendo que no has podido evitar volver una y otra vez a este momento.
Me encuentro rodeada por la persona que más me ha querido y me querrá jamás.
SonrÃo. No podrÃa estar más plena.
Admito mi destino. No tengo miedo.
Ismael RodrÃguez Laguna es profesor universitario en la Facultad de Informática de la Universidad Complutense de Madrid. Es editor de Sci-Fdi, la revista de ciencia ficción de su facultad, donde publicó dos cuentos. El resto de sus relatos accesibles al público están disponibles en su blog, Historias tras salir del Mundo Ciénaga. Respecto a sus gustos literarios afirma que, tanto cuando lee como cuando escribe, siente especial debilidad por las historias de ciencia ficción algo desconcertantes que, súbitamente, cobran una armonÃa diáfana al llegar a un desenlace sorprendente, asà como por la ciencia ficción donde la ruptura de la realidad y los casos extremos se utilizan para mostrarnos algo sobre la naturaleza humana, algo que quizás no podrÃa expresarse tan bien desde un mundo normal.
Con este cuento se presenta ante nuestros lectores.
Este cuento se vincula temáticamente con SOBRE LOS DIVERSOS USOS DEL CEDRO, de Geoffrey W. Cole; DESHECHO, de James Patrick Kelly y MUERTE, de Eduardo Carletti.
Axxón 240 – marzo de 2013
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Viajes en el tiempo: Amor: España: Español).
¡Muy buena trama! Excelente cuento. Felicitaciones.
¡Gracias, Ricardo! Me alegra que te haya gustado.
Por cierto, muchas gracias a Duende por su ilustración. Es elegante, sugerente, y capta la esencia del cuento (incluido un guiño metafórico al colgante), todo ello sin desvelar nada.
[…] (creo que es uno de los que más gustaron a todo el mundo) en la revista Axxón pulsando aquÃ. Además, podéis encontrar “Tierra de adictos” y “Mundo ciénaga” en dos […]