«¿Ha oÃdo llorar a los lobos?», Daniel Flores
Agregado en 30 junio 2013 por dany in 243, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
A la niña se la llevaron los hermanos BenavÃdez. Fue el último catorce de abril, en el dÃa de San Justino Madrigal, a la hora de la siesta. Lo sé porque fui testigo de ello. Sà señor, y no solo yo, porque aquà Venancio no me dejará mentirle: justo esa misma tarde estábamos a todo sudor haciendo unos arreglos en el techo del corral; parte de la estructura se habÃa caÃdo con el último temblor y nos habÃa matado una vaca y algunas gallinas. No querÃamos volver a pasar por eso. ImagÃnese, señor, una desgracia… Sucede que la noche anterior a la llegada de los hermanos, es decir, el trece de abril, los perros habÃan chillado como nunca antes, y usted sabe que cuando los perros chillan de noche es porque alguna desgracia anda cerca. Asà fue que, ante la posibilidad de otro temblor, decidimos con mi hijo ponernos manos a la obra de una vez y asegurar bien los listones del techado. Como le digo, esa tarde hacÃa un sol que daba coraje, la mayorÃa de la gente descansaba, no se oÃa ni un respiro en el pueblo. Fue Venancio el que advirtió a los caballos acercándose en la distancia. Me dijo «mire a esos, pá». Entonces me paré sobre el techo y tapé el sol para ver más claro. Por allá venÃan tres hombres apretando el galope; uno traÃa encima un fusil. Enseguida supe que se trataba de los BenavÃdez, por el sarape, ¿sabe?, siempre llevaban el mismo sarape los tres: uno rojizo con texturas blancas. «¿Qué chingados andarán buscando estos?», preguntó mi hijo, y le dije que no sabÃa. Y, a decir verdad, señor, era ya muy sospechoso que se vinieran de Plaza Grande hasta Las Cruces; raras veces tenÃan algo que hacer por aquÃ. No podÃa ser nada bueno, eso estaba cantado.
Pongamos que eran las cuatro y tanto de la tarde. Anote eso, cuatro y media, calculado. Vimos que, en lugar de acercarse al dispensario (porque ¿qué más podÃan robar aquà que unos pocos antibióticos y vendas?), los tres hermanos encararon hacia la casucha de doña Lupe. Y ahà yo me pregunté lo mismo que Venancio: ¿qué chingados querrán? Y más, ¿qué querrÃan de la pobre vieja, si ya estaba bien jodida? Me juego a que apenas si tendrÃa medio costal de harina y unos pollos en el fondito de la casa. Pero Venancio me espabiló: no, pá, me parece que la buscan a la niña, a la Rosita. Y le confieso, señor, que esa muchacha es quizá la joven más hermosa que se haya visto por estas tierras, una morenita de buenas carnes, asà de alta, los cachetes rojos y salientes, y unos ojitos azules que dan sueño. Como se puede imaginar, mientras los bandidos entraban a la casa, nosotros seguimos trabajando sin darles señas; no querÃamos tener problemas con los caciques de Plaza Grande, a ver si todavÃa nos ligábamos un tiro de arriba por andar metiendo el hocico en saco ajeno, ¿me entiende? Nada, pos, ni las buenas tardes.
Resulta que a esa hora Lupe no estaba en la casa. SolÃa ir a vender o a trocar sus bollitos por los pueblos de más arriba y por allá, por las casitas del llano, y a veces también por el pie del Cerro Chico. En ocasiones conseguÃa algo y en otras no, como todo. Igual, imagÃnese que la pobre no hubiera sido un impedimento para estos corridos; en cierto modo fue una suerte que no estuviera ahà porque la hubieran dejado bien aplomadita. Aunque, con lo que pasó después, no estoy tan seguro…
La cuestión es que para eso de las cinco, los bandidos ya estaban partiendo de nuevo hacia Plaza Grande. A la chica la habÃan sacado de las greñas, a chingadazos, y si bien la joven luchó como una fiera, se enfrentaba a tres hombres fuertes y era nomás cuestión de tiempo. Al final, la vi irse con la cabeza toda cubierta con una tela y el cuerpecito bien amarrado al lomo del criollo que montaba Rosendo BenavÃdez. Los otros dos iban más atrás, gritando como coyotes, festejando como bárbaros sin madre.
Lo que le voy a contar de ahora en adelante es más una impresión mÃa que una verdad. Usted después decide si esto también va al diario o si no, a mà tanto me da.
Cuando la Lupe volvió a la casa, nosotros ya habÃamos terminado la mayor parte del trabajo. El cielo todavÃa estaba claro, serÃan las siete y cuarenta, minutos más, minutos menos. Al pasar junto al corral, la mujer nos saludó con una mano cansada; la pobre venÃa casi arrastrándose, un sombrero de ala ancha mal puesto sobre los pelos, la canastita todavÃa con algunos panes. ImagÃnese todo el calor de un dÃa acumulado en ese cuerpo flaco y entrado en años… Ni usted ni yo sobrevivirÃamos a cosa similar. Si la viejita todavÃa estaba en pie era por lo devota que fue siempre. Yo creo que eso explica muchas cosas.
Al pasar la mujer, Venancio estuvo a punto de advertirle lo que habÃa ocurrido, pero yo lo detuve. No querÃa ser responsable de una muerte súbita, a ver si todavÃa nos maldecÃa o algo. La vieja Lupe tenÃa medio fama de bruja, pero usted ya sabe cómo es esto en los poblados chicos, habladurÃas. No obstante, por si las moscas… Lo cierto es que cuando la mujer entró a la casa, pegó tal grito que, señor, le juro que hasta hoy se me pone la carne de pollo al recordarlo. Era, no como un grito, sino más bien como el lamento de un animal peligroso, ni hablar, cómo decirlo… ¿alguna vez ha oÃdo la pena de la loba, ese aullido que es capaz de dividir el alma de un hombre, capaz de dejarlo vacÃo como un finado? Pos eso, señor corresponsal, eso fue lo que oÃmos.
…y algunos salieron a consolarla. Una mujer, Jacinta, esa que vive allÃ, en la casita con dos ventanas, le contó a Lupe lo que habÃa pasado. Después vaya y pregunte. Me consta que también fue testigo de lo ocurrido.
En fin, luego de todo esto viene la parte que hizo que usted viniera hasta acá.
Lupe se encerró en su casa a poco más de las nueve, ya cuando la noche era completa. Con Venancio estuvimos atentos a cualquier movimiento. TenÃamos miedo de que la viejita se quitara la vida, ¿sabe? Es que tan débil se la veÃa que… Bah, por la Virgen que todos pensábamos lo mismo. Algunas señoras hicieron vela en la puerta de su casa, por si ocurrÃa alguna tragedia. Pero al final ni salió. No señor, ni la nariz dejó ver. Y permaneció asà hasta el diecinueve del corriente, es decir, cinco dÃas encerrada sin comer ni beber. Ya se la daba por muerta. Incluso más de uno dejó flores en la puerta de su casucha, a modo de corona. Pero ese diecinueve, señor, con la luna llena como un ojo muerto, la viejita salió.
Nosotros, es decir, Venancio y yo, nos asomamos a la calle alertados por los gritos de las señoras que seguÃan haciendo guardia en el hogar-sepulcro de doña Lupe y la niña Rosita. «Arriba, Venancio, que hay bronca afuera», le dije, levantándolo de la cama. El muchacho, sin vacilar, se calzó un pantalón, tomó la escopeta de debajo de su catre y salimos.
¡Ay, mi Dios! Contarlo no es tan fácil, señor, qué decirle…, viéndola de lejos, con la luna desparramada en su rostro, la Lupe parecÃa una Catrina furibunda. FÃjese que iba todita desnuda, como una loca, puro huesitos bajo la piel y los pelos como plumas largas. Asà es, señor, desnuda cual recién nacida, de pies a cabeza. Ese detalle no puede quedar afuera, anote. ¿Que qué hora era? Pst, ni idea, pongamos que entre la una y las tres.
Doña Lupe, le grito, Doña Lupe, no haga pendejadas… Pero la pinche vieja no me escuchaba o se hacÃa la sorda. Caminé unos metros, luego troté un poco más. Me di cuenta enseguida de que la mujer estaba encarando por el camino que lleva a Plaza Grande y, con más fuerza, le grité: «¡Vuelva para la casa ahora mismo, mujer, ¿o acaso quiere que la maten a usted también?!».
Y entonces se dio la vuelta.
Quizá porque se hallaba a la sombra del dispensario, no habÃa notado que los huesos de la espalda de Lupe ahora estaban más grandes, como asà tampoco habÃa prestado atención al tamaño de sus piernas ni al grosor de los brazos. Cuando giró la cabeza era algo asà como un demonio alargado y babeante; en las cuencas brillaban dos puntos blancos como estrellas y la dentadura, señor, por mi Virgencita que la dentadura era tan grande como el largo de mi brazo. Pero no se crea, en algo seguÃa pareciéndose a la Lupe, solo que ahora la carne se le habÃa crecido por todo el cuerpo. Anote, sÃ, anote. Y también las orejas, ahora que pienso, se le caÃan un poco a los lados… No, no nos atacó. No creo que lo hubiera hecho a menos que nosotros intentáramos algo, o esa fue la impresión que me dio. Igual, por si acaso, Venancio y yo no dejábamos de apuntarle (¡cómo nos temblequeaba el pulso, mamita!). Los demás no tardaron en encerrarse en sus casas, y aun desde dentro seguÃan meta pegar gritos. La vieja dio un gruñido largo con el que, según Venancio, dio a entender que no la siguiéramos. Y no lo hicimos, por supuesto. Al instante desapareció por el camino. La seguimos con la vista un poco más, alumbrada por la luna, hasta que ya no vimos nada.
El resto de la historia es lo que ya se sabe. La mujer volvió a aparecer pocas horas después, casi cuando empezaba a clarear. VenÃa toda ensangrentada y traÃa a la Rosita en brazos. Ya no era la bestia que habÃamos visto salir de la casa, no señor, ahora simplemente era Lupe, la viejita, que medio venÃa derrumbándose por el camino con el peso de su hija. Algunos habÃamos decidido no dormir esa noche. Apeamos unas sillas cerca del corral y nos quedamos allà conversando sobre el hecho; éramos cuatro, porque se nos habÃan sumado doña Eulalia y el viejo Perico González, que se habÃan enterado del asunto por los gritos y no habÃan llegado a ver nada. En el momento en que Lupe apareció, y vimos que era Lupe nomás, corrimos hasta ella y la socorrimos. Tan chiquita parecÃa la vieja ahora, tan chiquita y arrugada. Perico, que no sé de dónde sacó fuerzas, la cargó en andas y la llevó hasta la casa. Venancio y Eulalia atendieron a Rosita, que estaba mal herida de bala en el pecho. Les dije que sacaran todo lo que habÃa en el dispensario y que despertaran a Carmela Reina para que la auxiliara; aquà la Carmela es la que más maña se da para la curación. Yo, entretanto, tomé un caballo del establo y cabalgué por el camino a Plaza Grande. TenÃa una corazonada terrible.
Tardé cerca de cuarenta minutos en llegar. Y ahà fue cuando vi la carnicerÃa, señor, cientos de cuerpos destrozados como si fueran pedacitos de papel desparramados por el piso. Enormes lagunas de sangre por aquÃ, algunos cráneos acumulados por allá, gente que intentó defender lo suyo, presumo. El sol del amanecer comenzaba a dar brillo a la intensidad roja del pueblo y, segundo a segundo, avivaba los olores de la carne. En poco más, ese lugar serÃa insostenible…»¿Quién vive?», grité al llegar a la zona de casas, y pronto un puñado de supervivientes salió a mi encuentro. Le juro, y por mi Venancio se lo juro, que dos de ellos se habÃan quedado sin habla y balbuceaban como recién nacidos. Fue un viejo el que comenzó a explicarme el desarrollo de la matanza. Pero, bueno, eso usted ya lo sabrá porque ya se lo han contado con pelos y señas. En lo personal, lo que más me impresionó fue ver a los hermanos BenavÃdez…, eso me lo llevaré a la tumba en cada sueño que me quede. La cruz que se yergue en el centro de Plaza Grande era un monumento al horror: en el medio, como un Cristo infernal, estaba Rosendo BenavÃdez atado por el cuello con un alambre de púas; del cogote para abajo ya no habÃa carne, nomás huesos y una pierna menos, la cara intacta pero como en un alarido de dolor, los ojos hacia atrás. En cada brazo de la cruz habÃa un hermano. El procedimiento habÃa sido el mismo, como ya sabe, la cara enterita y el cuerpo descarnado, apenas coloreado por la tinta de la sangre. De los cuerpos bajaba un riacho rojo que se amontonaba en una hondura de tierra, a pocos metros. Los supervivientes no quisieron hablar de esa parte de la noche y yo no iba a insistir. SabÃa que ellos tenÃan un telégrafo, asà que lo que hice fue obligar al viejo a que llamara a El PaÃs para que mandaran a los reporteros y a la policÃa cuanto antes. HabÃa trabajo para rato en ese pueblo, y supongo que aún queda mucho por hacer ahÃ. Supe que algunos ya se largaron hacia el norte, para la zona del rÃo. No los culpo, señor.
Y como bien sabe, gracias a Carmela Reina, la niña Rosita se fue recuperando. Sigue con la venda cruzada en el pecho y el andar medio trunco, pero con el reposo correspondiente se va a poner buena. Y Lupe, pos, Lupe anda igual que siempre, ya ve usted, cansada, trajinando de sol a sol con sus bollitos. ¿Qué otra cosa iba a hacer, la pobre? Eso sÃ, ahora todos nos turnamos para cuidar a la Rosita por las tardes. ImagÃnese, si no.
Daniel Flores nació en Buenos Aires en julio de 1983, es músico, escritor y docente por vocación. Cursó estudios de Corrector Literario en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y, actualmente, cursa materias del Profesorado de Lengua y Literatura. Realizó varios cursos de escritura, con Alberto Laiseca y Cecilia Sperling, entre otros. A los 25 años decidió mudarse a la provincia de Tucumán (Argentina), en donde hoy reside, y en donde dirige un taller de escritura creativa y cuento breve. Es autor de Bajo un cielo carmesÃ, un libro compuesto por catorce cuentos que oscilan entre lo fantástico y el horror. Daniel mantiene su blog Verba et Umbra.
Hemos publicado en Axxón: EL PEZ POR LA BOCA, DESTINO KOMALA EN TIEMPO, LUNA DE ARENA, TODOS LOS CAUTIVOS, EL ENIGMA HUMANO 1921514915, LOS JARDINES DE HEIAN, HIDDEN PARADISE, SOPORTA POCO LA PENUMBRA y PAREIDOLIAS.
Este cuento se vincula temáticamente con LOBO, de Carlos Almira Picazo; LOBOS ERRANTES, de Jenny Kangasvuo y 1807, de Alejandro Alonso.
Axxón 243 – junio de 2013
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : FantasÃa : LicantropÃa : Argentina : Argentino).
Una historia impactante, pero lo mejor es el que la cuenta, debil y temeroso al principio, pero tremendo final.
impactante la declaración… casi se siente el estar en esos páramos…
¡Muy bueno, Daniel! El estilo del narrador ambienta el cuento.
Muchas gracias por la lectura y la devolución, gente!
Saludos, nos leemos.