«El peso de la moneda», Christian Flores
Agregado en 14 octubre 2013 por dany in 247, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
Aunque el propio autor del hallazgo juró hasta el dÃa de su muerte que el descubrimiento de la moneda se remontaba a principios de los años sesenta, se cree, en base a la información ofrecida por supuestos testigos (entre quienes se encuentra Oscar Marino, el ayudante en la expedición que tuvo lugar en El Cofre), que fue realmente adquirida a mediados de los cincuenta y que su descubridor la escondió durante, aproximadamente, cuatro años, que fue el tiempo que transcurrió antes de que la existencia de la moneda se volviera inocultable.
Para entender mejor la historia es preciso que nos remontemos a su hallazgo. Y aunque no podamos pretender una fidelidad total a los hechos, presentaremos un artÃculo testimonial que data de mayo de 2010, en el cual el famosÃsimo explorador mexicano Carlos Sánchez accede a relatarnos desde la cárcel cómo llegó la moneda hasta él.
1961
Cálida primavera; las hojas empezaban a florecer y todo parecÃa ideal para iniciar una aventura, pues alguna cosa en algún lugar pedÃa ser descubierta, como siempre digo. HacÃa tiempo que Perú se me habÃa metido en la cabeza, gracias al lector empedernido que llevo dentro (o acaso por su culpa), que supo maravillarse e, incluso, obsesionarse con la historia y la geografÃa de aquella tierra, acerca de la cual mi imaginación me dibujaba el más bello boceto, y que no habrÃa de decepcionarme después. Además, aunque mi carrera aún se encontraba en etapa de despegue, ya me habÃa hecho de ciertas influencias y, gracias a esto, pude recolectar algunas referencias acerca de mi objetivo: todas apasionadas, palpitantes. Mi primera escaramuza espeleológica tuvo lugar en una humilde cueva cercana a la frontera boliviana, en donde realicé un trabajo que, aunque extensivo, dio pobres resultados. Años más tarde, un oriundo de allà volvió a interesarse en ella y descubrió que constituÃa una falla subterránea, minúscula, sin dudas, pero aún con cierto margen de peligro. Después, en busca de algo que resultara más fructÃfero para mis estudios y más honorable para mi prontuario de aventuras, tildé en el mapa como próximo objetivo una fosa cuzqueña de inciertos contenidos, que habÃa sido examinada con poco entusiasmo por un grupo de investigadores yanquis, según me informaron. Asà que me preparé para la expedición, busqué por el centro de la ciudad un ayudante que se me antojara fiel y útil (sobre todo fiel), y temprano al otro dÃa me dirigà a la fosa con la firme convicción de que, de acabar aquel proyecto en un nuevo fracaso, volverÃa a mi paÃs con la bandera baja para continuar con mis estudios.
La fosa que luego de mi hallazgo se convino en llamar «El Cofre», en relación al descubrimiento que allà tuvo lugar, era una extensa garganta formada casi en su totalidad por piedra caliza y rocas que por su aspecto parecÃan Ãgneas, lo que me indujo a pensar que podÃa tratarse de un foco volcánico en suspensión. A lo largo de su vertiginosa altura, las paredes mostraban con irregularidad picos puntiagudos («como cuernos de toro», señaló el cuzqueño desde la superficie), que luego se alisaban dejando la superficie casi como cualquier pared de edificio, solo que más rugosa. Hacia abajo, iban abriéndose cuestas que se notaban frágiles, entre las que no llegaba a haber más de cuatro metros de distancia, rociadas por una ceniza colorada que también teñÃa mi ropa. A decir verdad, en ninguna otra expedición que haya emprendido alguna vez mis brazos acabaron tan cansados ni tan lastimados; afuera, a la luz de la primavera, parecÃan haber sido atacados por las fieras garras de algún terrible animal. Era un sitio en el que habÃa que andarse con cuidado.
Bajé hasta la última cuesta visible, una muy estrecha y un poco empinada; abajo, el haz de la linterna era tragado por una oscuridad absoluta: parecÃa como si solo hubiese caÃda. Asà que busqué un sitio en donde pudiera trabar el gancho de la cuerda y, por lo menos, hacer el intento de seguir bajando. Eché un vistazo y hallé una acumulación cerrada de bultitos prominentes que parecÃan ser la primera fase de los «cuernos de toro» ; trabé el gancho y descendà unos seis o siete metros: más caÃda. Seguir bajando habrÃa sido una locura; con ese cable medio gastado y con lo endeble que se veÃa todo allÃ, sin dudas algo hubiera salido mal.
Frustrado, comencé la vuelta a la superficie. Al llegar casi a la mitad de la fosa, alcé la vista hacia la siguiente cuesta y enfoqué la mirada en un hueco que se abrÃa entre ella y la de abajo, pero un poco a la izquierda. El hueco era bastante amplio y, al confundirse la trama de su fondo rupestre con la reinante en las paredes de la fosa, era casi ilocalizable. Sentà deseos de llegar a él, asà que trepé unos metros por la piedra caliza hasta poder alcanzar de un salto la cuesta que coronaba el hueco. Al llegar a ella, me posicioné en su borde y bajé con paciencia para alcanzar la abertura. Recuerdo que mi pie derecho que es mi pie traicionero resbaló justo cuando estaba incorporándome en el piso de la abertura, haciendo que me golpeara la cabeza contra la pared, además de tajarme la mano izquierda al aferrarme a un violento pico que me ayudó a reincorporarme. Y aquà es donde comienza la parte, para algunos, más turbia de mi relato, que pocos sabrán apreciar como en verdad lo merece, haciendo a un lado la incredulidad.
Comencé a recorrer el sitio. Un metro delante del borde, el camino se bifurcaba de manera abrupta hacia la derecha en un pasillo incansablemente largo y de una pulcritud inmaculada; la trama de las paredes ya no era heterogénea y azarosa, sino que se conformaba por bloques de casi medio metro cuadrado cada uno, ordenados de modo preciso y asombrosamente milimétrico. El material utilizado pertenecÃa al oscuro universo de mi ignorancia: su contextura era similar al granito, pero sumamente rasposa, como si hubiera sido repasada con arena, y tenÃa una apariencia tornasolada que, al ser vista de frente, definÃa un color similar al bronce, pero vista desde un ángulo, destellaba con un furioso tono carmÃn. Invariablemente en ambas paredes el alto era de cuatro bloques, mientras a lo largo la serie se interrumpÃa cada seis, para dar espacio a dos gruesas columnas del mismo material que iban del suelo al techo del pasillo, con unos extremos curvos, acanalados y medios ocre que poseÃan una hermosa incrustación de brillosas gemas y sobresalÃan un poco de la pared. El aspecto de la galerÃa era de un inconfundible estilo marroquÃ. Todo era tan simétrico, tan bello a la mirada, que no pude menos que fascinarme y entrar en un estado de semiinconsciencia, una especie de trance causado por la belleza y por la incomprensión ante tal armonÃa. Durante el tiempo que duró, la imagen se me escurrÃa de la mirada, los colores se diluÃan y las paredes se abrÃan con sus columnas, se cuarteaban: era como si mi mente no aguantara registrar aquella hermosura y su mejor mecanismo de defensa fuera tratar de afearla, bajarla a un nivel más cotidiano. Cuando escapé del trance, un poco atontado, un componente del paisaje captó mi atención: era una pila de pequeñas piedras brillantes en el centro del pasillo, unos veinte metros delante de mÃ. Asumo que recorrà con desconfianza el camino hasta su encuentro y que de nuevo me sentà como en un trance, aunque esta vez muy breve. Cuando regresé, revolvà con apuro las piedras hasta que di con un objeto enterrado en ellas. Se trataba de un ostentoso receptáculo de forma cilÃndrica, más bien pequeño, conformado por un material que, aunque macizo, se hundÃa al ser presionado con un poco de fuerza, para volver luego, memoriosamente, a su forma original. Se dibujaba sobre él un extenso garabato rosado que abrazaba su circunferencia dos veces, creciendo desde abajo, sobre un fondo violeta oscuro que predominaba en casi todo el objeto. Al sujetarlo, se notaba que no estaba lleno hasta más de la mitad de su capacidad; al agitarlo, se escuchaban ruidos de metales que chocaban, como finos alaridos de moneda. A punto estuve de quitarle el tapón, que parecÃa metido a presión, cuando el cielorraso empezó a desprenderse en dorados abanicos y los bloques de cada pared a juntarse con los de la pared opuesta. Por supuesto, no tuve más opción que correr.
Cuando llegué a la abertura que me devolvÃa a la garganta de la fosa, grité a mi ayudante que bajara hasta la cuesta inmediata para asistirme; y para evitar algún titubeo, le prometà el doble de lo acordado (o tal vez el triple, o el cuádruple, no lo recuerdo, mi memoria resbala un poco). Cuando por fin el ayudante se estabilizó por encima de mÃ, le lancé el recipiente con toda la destreza y punterÃa que mis brazos acertaron a tener, mientras la galerÃa se cerraba a mi alrededor con ferocidad. Unos segundos después, en medio del conjunto de imágenes solo pude ver el contenedor cayendo al vacÃo, lo demás era registrado por mis ojos como oscuridad. El objeto caÃa lentamente, como si buscara burlarse de mi suerte, de mi esfuerzo magnÃfico pero vano. Evidentemente, no era buen momento para un nuevo trance, asà que me despabilé y con un salto desgarrador alcancé el pie de la cuesta y luego la cima. Apenas estuve a la par de mi ayudante, sin mediar palabra y con la más profunda perplejidad en su rostro, me mostró una esfera medio violácea, hendida de un lado por una fisura perfectamente redonda: era el tapón del misterioso jarrón, en el cual se veÃa depositada una pequeña moneda dorada, tan tierna, tan inalterablemente preciosa que casi ostentaba luz propia. Ahora de nuevo, pero por las razones inversas, sentà que todo a mi alrededor, todo, el ayudante, el fondo del paisaje captado por mis ojos, desaparecÃa para dar inapelable atención a la moneda. Inquebrantable, nos estudiaba desde el fondo del tapón del perdido receptáculo con el pudor de un niño que conoce la gravedad de su falta, pero también con el mismo pensamiento que a ese niño se le ocurrirÃa a la hora de enfrentarse a la ineludible ley parental: la inutilidad de plantearse que no debió haber hecho lo que hizo.
Eso es todo en cuanto a la fosa. Llegamos a la superficie, nos subimos a la camioneta de alquiler y escolté a mi ayudante hasta el centro de la ciudad, en donde le pagué lo prometido. Aun asÃ, me miró con aspecto descontento, como diciendo: «Soy más que un tonto cuzqueño que sólo sirve de mula; soy un cuzqueño ambicioso que tiene cierta idea de que lo que encontramos allà es más que lo que aparenta ser». Pero no pasó a mayores. Arranqué la camioneta, la deposité luego en el rentado de automóviles frente al aeropuerto y compré un boleto para el viaje más inmediato que hubiera hacia México, por el cual no debà esperar más de una hora. La moneda empezó a crecer poco después.
Mi primera sospecha la tuve en el avión, mientras me embobaba con su forma destellante a kilómetros de altura, y la confirmé al dÃa siguiente en la habitación de un hotel que alquilé para permanecer un dÃa antes de volver a mi casa en Guadalajara (para no apestar de posibles maldiciones el hogar luego de una estadÃa en un lugar maldito, se rumorea que hay que permanecer un dÃa entero en una casa no frecuente antes de volver a la propia, tabú que preferÃa respetar a pesar de mi escepticismo). Al tomarla en mi mano, vi que la circunferencia de la moneda superaba la mitad de mi palma, es decir, casi una mitad más del tamaño que tenÃa al tomarla por primera vez en la fosa. Es indecible la cantidad de pensamientos que poblaron mi mente con felicidad e inamovibles esperanzas de fama y nobleza aquel dÃa, sólo el recuerdo ya pesa más que la moneda. Pero claro, yo no era un reconocido arqueólogo como lo soy ahora; en ese entonces yo empezaba a tejer la madeja de mi irregular carrera y los hallazgos, sean grandiosos o mediocres, producen maravillosas maquinaciones en el recién nacido en el rubro. Ahora voy a tratar de explicar cómo fue mi convivencia con la moneda en Guadalajara.
Calculo que ese perÃodo habrá durado una semana y media o más. No recuerdo haber ingerido ningún alimento sólido durante ese lapso, aunque de seguro sà lo hice. Sólo recuerdo los litros y litros de agua que tragué intentando acabar con una sed que parecÃa insaciable, la misma sed que podrÃa sufrir un náufrago o un esclavo, que me producÃa un calor y una pesadez infernales, jaquecas intermitentes y jadeos. SentÃa la garganta irritada por beber tan desesperadamente y con tanta frecuencia. Llevaba la moneda siempre encima, en el bolsillo y, de a ratos, la tomaba entre mis manos y la miraba hasta la abstracción, hasta lograr entrar en un magnÃfico trance. La manoseaba como a una mujer, la besaba, la olÃa, para luego devolverle con una gasa el brillo quitado por mi enfermizo roce. Casi siempre le hablaba. Y como si fuera poco, casi siempre me parecÃa recibir respuesta.
Durante todo ese tiempo no bebà una gota de alcohol, lo sé porque no recuerdo haber salido de mi habitación rentada ni recuerdo haber tenido antes algo de bebida, pues en ese tiempo aún no habÃa probado más alcohol que el ron que mi tÃo me habÃa obligado a probar cuando alcancé los dieciocho años. Fueron dÃas los que pasé, pero años los que padecÃ, controlado por un tiempo que se prolongaba de manera inexplicable, como si estuviese conformado por un material gomoso en vez de por horas, minutos y segundos. En (lo que yo recuerdo como) dos ocasiones, adquirà la lúcida contemplación de mi estadÃa en la fosa, mientras me conducÃa hacia la moneda, como si la estuviera reviviendo en carne propia, otra vez… el mismo camino, los mismos trances, el mismo hallazgo. En la primera de las ocasiones no interpreté nada, me costaba mucho razonar; fue recién la segunda vez que revivà ese momento cuando supe qué estaba mal: o bien yo me habÃa vuelto loco (hasta pensé por un momento que la moneda sólo era una moneda normal, estática, inanimada y para nada creciente), o bien la moneda estaba maldita y todas esas magias, encantaciones y mÃsticas en las que nunca habÃa creÃdo ni por un segundo realmente existÃan. Fue en los últimos dÃas de convivencia tal vez en el último cuando vi el tamaño real de la moneda, mientras mantenÃa mis ojos clavados en ella, cansado, bostezando, pero todavÃa dotado de una extraordinaria energÃa que prolongaba mi desvelo, seguramente ungido por influencia propia del objeto. Me quedé dormido, sosteniendo aquel brillo entre mis dedos. Y aunque me habré dormido solo por un rato, cuando volvà a despegar las pestañas descubrà ante mà un enorme sol dorado y resplandeciente que me superaba en altura por poco más de una cabeza, y que yo mismo sostenÃa aún por los lados, aunque ya no con los dedos sino con la entereza de cada mano. La moneda se habÃa vuelto gigante. Y también pesada, pero yo seguÃa maravillado. La dejé caer hacia atrás y la habitación entera se quejó con un largo estruendo rocoso. Fue entonces cuando sentà que volvÃa a ser yo mismo, que volvÃa a ser aquel que entró a la habitación con un misterioso inquilino dentro del bolsillo, pero que allà fue suspendido en el tiempo y reemplazado por un doble inalterable hasta el momento en que pudiera apreciar el tamaño real de la moneda. No sabrÃa afirmar si habÃa crecido de golpe en ese instante, si ya lo habÃa hecho antes pero mi estado no me habÃa permitido darme cuenta (tal vez en el primer momento de mi perÃodo de hipnosis), o si el exuberante crecimiento se habÃa dado gradualmente a lo largo de mi confinamiento. Sólo puedo decir con certeza que lo que se hallaba ante mà era un increÃble titán de oro que me encandilaba con un brillo que él mismo parecÃa crear sin necesidad de ser encendido por otra luz.
Inmediatamente tomé una decisión: doné al Museo de Maravillas de mi tierra, México, aquel objeto que tan bien habÃa sabido hechizarme, luego de demostrar la insólita habilidad de la moneda y de rechazar el jugoso ladrillo de billetes que me ofrecieron por ella. No me arrepiento de eso: el dinero no hubiera cambiado en nada las cosas.
Por supuesto que, incluso alejado de la moneda, mantuve cierto vÃnculo de observación durante más de un año, realizando visitas semanales al museo. De algún modo, esa situación me hacÃa pensar en mà mismo como un padre divorciado al que, periódicamente, se le permitÃa ver a su propio hijo; aunque en mi caso esto ocurrÃa por voluntad propia, pues no podÃa descuidar mis proyectos, ni los viejos que ya arrastraba hace tiempo ni los nuevos que pudieran surgir.
Tres años más tarde, habiendo dejado de lado por completo el tema, me estremecà al ver en la tapa de un diario la foto de la moneda, aquella que cuando tomé por primera vez era tan minúscula y, en apariencia, inocente. Las cosas habÃan cambiado. Ahora la moneda era un coloso que coronaba el antiguo Palacio de Leyes en pleno Parque Azteca. Desconozco los artilugios utilizados por el Gobierno para hacerse del tesoro que yo mismo doné a una entidad privada sin fines de lucro, con la seguridad de que su existencia y el uso que se le pudiera llegar a dar serÃan meramente artÃsticos o atractivos. Luego entendà que el error, desde el principio, habÃa sido exactamente ese: darla asÃ, sin más. Y no me refiero con «asÃ, sin más» a la recompensa que jamás sugerà a los directivos del museo, sino a mi falta de perspicacia con respecto a la relación que surgÃa de dos premisas muy claras: el incalculable valor de la moneda, y el ilimitado poder del gobierno.
En su momento, contacté a un viejo conocido que trabajaba en el Museo de Maravillas. No estaba seguro si mediante él podrÃa averiguar algo, pues nos habÃamos perdido la huella años atrás e ignoraba qué vÃnculo guardaba con aquella organización. En efecto, no existÃa ningún vÃnculo, pero al menos habÃa continuado en su puesto casi un año entero después de que finalizaran mis visitas a mi «hijita». Asà me enteré que, desde que el gobierno supo de la existencia de tal maravilla, habÃa comenzado una constante puja entre las entidades gubernamentales y los directivos del museo, cada vez más y más tirante, reclamando cada uno y a su manera el debido derecho por la posesión de la moneda. Originalmente, la intención de los directivos no habÃa sido entregarla. «Son incansables en eso de defender los patrimonios, siempre lo fueron, y más si es el gobierno quien trata de meter los dedos en el pastel; tú ya sabes, siempre están en pugna los privados y los públicos.» Claro, y cómo no iba a ser en este caso especialmente chispeante la batalla si los roles se veÃan invertidos: la entidad privada luchaba por un bien público, mientras la pública se ensañaba por privatizar ese bien, por sacarle provecho de alguna forma. «Pero la suerte ya estaba echada, como dicen, Carlos, y es asÃ, cuando la suerte está echada hasta una jaurÃa de dioses puede intentarlo y fracasar en revertirla. El ultimátum sobrevino cuando un directivo del museo se hizo humo, se esfumó por completo, ya no hubo rastros de él; aunque, según rumores apañados por la existencia de un supuesto espÃa que supo seguirle la huella, se habÃa pasado de bando al ver que la balanza se inclinaba cada vez más a favor del gobierno, teniendo en cuenta lo gordo del premio. Dicen que aportaba mucho dinero, mucho más que otros, pero se habrá cansado de los principios y habrá querido recibir una porción de la torta, es claro. O, más técnicamente, una porción de la moneda concluyó, y rió a carcajadas.
Asà permaneció la rueda, como siempre: girando. La moneda no paraba de crecer. Y no hace falta ser un Einstein para entender que desde el poder que sostiene a una institución tan grande como lo es un gobierno se pueden maniobrar muchos hilos. Es evidente que la mejor cuadrilla de cientÃficos que pueda conseguirse en el mundo habrá sido convocada para revelar los poderes de la moneda, su misteriosa composición, sus más profundos secretos: su magia. Completamente ajeno a ese seguimiento secreto de la moneda que otros tuvieron la suerte (o la maldición) de llevar, intuyo que no lograron descifrar nada de ella, porque de lo contrario, las cosas no habrÃan llegado a este extremo. Mucha gente ya lo sabe: Carlos Sánchez es el culpable, es responsable de este incidente mundial, responsable de inyectar la desgracia en la humanidad. Y sÃ, asà es, lo sé bien. Y sin querer pecar de fatalista admito que muy dentro de mÃ, muy acurrucado en mi cabeza, digamos, lo sé desde el primer momento. Desde aquel momento en que arranqué a la moneda del Cofre liberando su poder maldito, como una especie de segunda Pandora, un pequeño gusanito comenzó a rondarme por la culpa. Porque, ahora lo sé, esa fosa limitaba su poder, evitaba que creciera. No se trataba del jarrón, de ser asà ahora las cosas estarÃan muchÃsimo peor, pues cuando el jarrón se dirigió hacia el abismo el resto de las monedas escapó de él. Produce vértigo pensar que detrás de un acto que solo duró segundos, un acto que juzgamos tan pequeño, tan intrascendente, puede esconderse una tremenda revolución.
Falta sólo un año para que se cumpla medio siglo del descubrimiento, y desde esta sucia cárcel les digo que, al igual que todas las personas del mundo, fui testigo del imponente proceso evolutivo de la moneda. A lo largo de los años ha sido anfitriona de innumerables eventos, Ãcono de múltiples edificios soberanos. Hoy, desterrada de su posición aristocrática, observa el mundo desde el fondo del océano Atlántico sin dejar de crecer. En los continentes aledaños a su circunferencia se advierte un desplazamiento geográfico anual que varÃa sin superar el cuarto de kilómetro. Se ha ido observando a lo largo de los años la creación de diversos accidentes telúricos inducidos por su potestad, en especial en la zona central de América, en donde gran parte de las Antillas se han agrupado dando origen a una polémica fusión de paÃses que, hostigados por la ONU, debieron hallar un término medio entre sus formas de gobierno. Se fusionaron historias, mitos, patrimonios y cultura, con más gente en contra que a favor, originando cierta rivalidad entre los que pertenecÃan a tal o cual paÃs y que desde entonces se vieron mezclados. La fusión más masiva abarcó cinco paÃses: hoy no se entiende bien qué son sus habitantes. El negro de la celda contigua viene de allÃ, nadie lo comprende del todo, habla con un tono agudÃsimo, más o menos como deberÃa sonar un disco de vinilo en llamas, y a veces se rÃe de sólo ver la pared, es muy extraño. La moneda provocó muchas cosas, y las sigue provocando. Allà está, en constante expansión, acaso favorecida por el agua, como conjeturan algunos. Es una de las mayores preocupaciones del planeta. Por más terrible que sea admitirlo, nunca dejará de crecer: viviremos hasta el fin al acecho de su dominio y, algún dÃa, será la mismÃsima tierra que habitaremos.
Christian Ariel Flores nació en Buenos Aires en Enero de 1991, es músico, escritor por vocación y aspira a la docencia. Actualmente cursa materias del Profesorado en Lengua y Literatura en el Instituto JoaquÃn V. González. Realizó un curso de escritura dirigido por Diego Paszkowski. Hoy en dÃa continúa residiendo en su ciudad natal, en donde desarrolla sus estudios, su escritura y su música. Es hermano del (también escritor) Daniel Flores.
Este es su primer cuento publicado en Axxón.
Este cuento se vincula temáticamente con EL HOMBRE DEL SIGILO, de Pé de J. Pauner; TOPACIO, de Graciela Lorenzo Tillard y Fabio Ferreras; y LA PATA DE MONO, cuento clásico de W. W. Jacobs.
Axxón 247 – octubre de 2013
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : FantasÃa : Objetos mágicos : Argentina : Argentino).