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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ESPAÑA

 

 

Los siete hombres más poderosos de la ciudad tenían por costumbre intercambiar historias de terror, a manera de cromos. El administrador de su club les reservaba todos los jueves un salón privado donde deshacían el ovillo de sus relatos sin temor a enojosas interrupciones. Poco imaginaban los miembros de esta exclusiva cofradía que acabarían protagonizando su propio cuento de brujas.

Aquella noche, el señor A fue el primero en pasar al salón. Encontró el fuego encendido así como una buena provisión de leña y licores en cantidad suficiente para afrontar la velada. Sentado junto a la chimenea, racionando un Martini, esperó a que llegasen los demás: K y su inseparable bufanda color Burdeos, T y O juntos, trayendo aquél una caja de habanos y éste un escocés añejo; L y sus horrendas corbatas… Los socios se saludaron con ademanes mudos y no formaron los grupos habituales. Cada uno regateaba la mirada del otro.

Fiel a su costumbre, N fue el último en llegar y pidió un té de inmediato. Rumió en silencio las pastas de limón cuyas virtudes había ponderado antaño y no pudo evitar alguna que otra furtiva mirada a la única silla vacía en torno a la mesa. T ordenó que se dispusiese una taza de té también frente al asiento vacante y despidió a los camareros. L cerró el salón y se guardó la llave.

—¿Hay alguna novedad? —dijo A.

O negó con la cabeza.

—Ahora vengo de allí —dijo—. Le han inducido un coma farmacológico. No creen que pase de esta noche.

T miró de nuevo la silla vacía.

—¿Y qué hacemos? —dijo—. ¿Suspender la reunión?

—¡No! —exclamó A—. ¡Él nunca nos lo perdonaría! El mejor homenaje que podemos ofrecerle es celebrar la reunión, como cada jueves.

El silencio cayó de nuevo sobre ellos. Removían el té, jugaban con las pastas y evitaban la mirada del otro. A carraspeó.

—Me hago cargo de que ninguno de nosotros tiene el cuerpo para fiestas… —dijo—. Pero, si nadie se opone, doy por inaugurada esta reunión del Club de los Fabuladores.

Hizo una pausa, que ninguno de los otros socios aprovechó.

—Dado que hoy le tocaba presidir la reunión al señor U, ausente por enfermedad, nuestro primer acto de la velada debe ser nombrar un nuevo presidente. Propongo a…

—Quiero presentar una moción propia.

La voz pertenecía a una mujer morena en la que ninguno había reparado. Alta, de ojos felinos, iba vestida como ellos: traje masculino y corbata. Los socios se levantaron en unánime protesta.


Ilustración: Tut

—¡Pero… esto es indignante!

—¡¿Cómo ha entrado usted aquí?!

—¡Váyase ahora mismo!

—¡Llamaremos a la policía!

—¡Señores, por favor! —exclamó K, intentando aplacarlos con aparatosos ademanes—. ¿Y sus modales? ¡Estamos en presencia de una dama!

—Gracias por el rescate, señor K.

K se volvió hacia ella estupefacto.

—¿Cómo sabe mi nombre?

Ella se acomodó en la silla libre, sonriendo.

—Sé todo cuanto necesito saber acerca de ustedes —afirmó.

La intrusa poseía una fuerte presencia de ánimo, un aura casi tangible de majestad. Sus ojos felinos resplandecían con la luz del fuego. Parecía demasiado bonita; bella y perfecta como una muñeca de porcelana. Tomó la taza del socio ausente, bajo las miradas hostiles de sus compañeros, y la alejó de sus labios haciendo una mueca. Le añadió una cantidad monstruosa de azúcar y removió el té sin perder su sonrisa altanera.

Fue el señor K quien se atrevió a romper el silencio.

—Señorita… Éste es un club privado, comprenda que no puede entrar por las buenas y esperar ser bien recibida por unos perfectos desconocidos.

—Conozco su club —replicó ella, dejando la taza sobre la mesa—. Sé mucho más de él, en realidad, que algunos de sus miembros más antiguos.

—Entonces sabrá que en este club…

—No se admiten mujeres, sí, lo sé… ¿qué otra cosa podría esperarse de los siete misóginos más poderosos de la ciudad?

K abrió la boca, pero ella detuvo su réplica con un gesto.

—Ahórreme los argumentos en su defensa. Como ya he dicho, sé cuanto necesito saber de todos ustedes.

Pero ¿quién era aquella mocosa, que no aparentaba más de veinticinco años? ¿Cómo se atrevía a cuestionar sus valores y tradiciones? Los socios se estudiaron unos a otros, esperando a que alguien se decidiese a hablar. Fue M quien recogió el guante.

—¿Podemos saber el motivo de su presencia en nuestro club, señorita…? —preguntó.

—Mi nombre no es importante —contestó ella—. Pueden ustedes llamarme como les apetezca.

—¿Lo dice en serio? —quiso saber O.

—Naturalmente —dijo ella, con sencillez. O lamentó haber atraído la atención de la desconocida. Su mirada era tan impersonal como la de una cámara fotográfica. Más que ojos, parecía mirarle a través de dos agujeros de bala.

—¿Puedo llamarla Carla, entonces? —intervino M.

Ella bebió un sorbo de té y miró al sonriente M con sorna.

—¿Debo sentirme halagada porque me haya puesto el nombre de su yegua favorita?

La sonrisa de M se desintegró.

—¿Cómo sabe usted eso? —exclamó. Su agitación se propagó a los otros socios, entre los cuales pocos conocían el nombre de su yegua favorita.

—Para haberse labrado una sólida reputación en los tribunales dedica usted muy poca atención a sus oídos, señor M —dijo la mujer, removiendo su té—. Ya he dicho que sé cuanto necesito saber de todos ustedes. ¿Por qué se resisten a creerme?

Los socios regresaron a sus asientos, dando por hecho que librarse de la intrusa no iba a ser tan sencillo como les habría gustado. La estudiaron con gesto huraño, atentos al menor de sus ademanes y maldiciendo su inalterable sonrisa, su belleza turbadora. Una preciosa muñeca de alabastro; una beldad casi irreal.

—Está bien —concluyó ella—. Carla me gusta. Es un bonito nombre.

—¿Qué desea de nosotros, Carla? —preguntó otra vez O, exponiéndose de nuevo a aquella mirada inhumana que parecía diseccionarle. Imbécil ¿qué has hecho? Odiaba aquellos ojos grises, que reflejaban el fuego de la chimenea con un fulgor maligno. Ojalá alguien le cerrase los malditos ojos con un buen par de hostias.

—Sí, Carla —intervino N—. ¿Quiere ser tan amable de exponernos el motivo de su presencia entre nosotros?

Carla se retrepó en la silla y juntó delante de la cara las yemas de los dedos, tocándose los pulgares.

—Quiero contarles una historia, caballeros —declaró.

—¿Qué?… —exclamó O, anonadado—. Sólo los… lo… miembros de… del… club o los aspirantes a serlo… tienen derecho a… ¡Dígame que no la he entendido bien…!

—Me ha entendido perfectamente. Quiero entrar a formar parte de su Club. Y quiero presidir la reunión de esta noche.

—¡Por encima de mi cadáver! —gritó O—. ¡Si consienten a esta presuntuosa jovencita mancillar nuestra honorable institución romperé de inmediato mi amistad con ustedes!

—Serénese, señor O —dijo Carla—. Sé que hay serias objeciones contra mi ingreso. Lo único que pretendo es que se sienten y escuchen sin interrumpir la historia que quiero contarles. Sólo eso. Les prometo que la narración merece la pena. Después me quedaré, si me invitan a quedarme, o me marcharé y no volverán a saber nunca más nada de mí. Podrán volver a sus vidas y olvidar que alguna vez una mujer profanó su sacrosanta y honorable institución.

—Yo quiero oír la historia de la señorita —dijo K, fiel a su sentido de la caballerosidad—. Me da lo mismo lo que penséis los demás, pero si la historia me gusta me propongo avalar a Carla en su moción de ingreso. ¡Ya va siendo hora de que entre aire fresco en este club!

—Te enfrentarás a todos nosotros —prometió M.

—Caballeros —dijo Carla—. Estos asuntos no me conciernen en absoluto. Les ruego que me digan si están dispuestos a escuchar mi historia.

Aquella parecía ser la única manera de librarse de ella. Asintieron de mala gana. Carla se aclaró la garganta y comenzó su relato.

—Imaginemos esta misma ciudad hace casi treinta años. Todos ustedes vivieron aquella época. ¿Recuerdan cómo eran las cosas entonces? Todavía no se había construido la biblioteca municipal ni el puente nuevo. En aquella época los soviéticos lanzaron al espacio su primer Sputnik, fue creada la Comunidad Económica Europea… y un joven y prometedor licenciado en Medicina celebraba su recién adquirido título en compañía de unos amigos.

 

 

 

El cuento de Carla

 

 

Perplejo, desenvolvió su último obsequio: un mechero Zippo plateado, con sus iniciales grabadas. Los otros regalos habían deambulado entre lo caricaturesco y lo ridículo: una escribanía de saldo cubierta de grabados obscenos, la suscripción a una revista pornográfica holandesa, un ídolo africano de la fertilidad, un vale descuento para la peor barbería de la ciudad… Pero éste era el más absurdo de todos.

—¿Y esto qué? —protestó el licenciado—. ¡Estáis hartos de saber que yo no fumo!

—¡Pero todos nosotros sí! —replicaron entre carcajadas sus invitados, presentándole sus cigarrillos. Les dio fuego con su nuevo regalo y fumaron como si en ello les fuese la vida, al tiempo que trasegaban cantidades homicidas de alcohol y ponían a prueba la paciencia del vecindario.

El licenciado no veía la hora de quedarse solo junto al fuego, en la única compañía de un buen libro, y soportó el alboroto de la fiesta con heroico estoicismo, hasta que la bebida comenzó a hacer estragos. Dos de los invitados, abrazados al perchero, se disputaban el privilegio de sacarlo a bailar. ¡Absenta! ¡Absenta! ¡Quiero morir ahogado en absenta!, gritaba alguien. Un vecino sensible llamó a la policía, que amonestó al homenajeado. Un disco de Edith Piaf acabó triturado bajo las nalgas de un invitado poco observador y este último accidente decidió al licenciado a dar por terminada la fiesta; pero aún tuvo que bregar con sus amigos, que insistían en llevarle a un nuevo pub. Viendo los andares de marinero borracho que les alejaban de su casa, fantaseó con la posibilidad de que sufriesen una monumental resaca e hizo inventario de daños.

Confió a la criada el desastre a que había conducido la fiesta y se encerró en su gabinete. Después de encender la chimenea, se sentó a leer bajo la lámpara un volumen cualquiera de su biblioteca.

A medianoche, oyó marcharse a la criada. Pasó revista al salón y se llevó al gabinete un café muy cargado. Las primeras gotas de lluvia cayeron cuando el reloj del pasillo dio los cuartos.

Despertó a una hora indeterminada, con el libro sobre el regazo y las gafas colgando de la punta de su nariz. El fuego de la chimenea había quedado reducido a unos rescoldos, y el cuarto comenzaba a enfriarse. Más allá de la luz proyectada por la lámpara reinaban las sombras.

Un silencio sobrecogedor se había enseñoreado de la casa. Cerró con fuerza el libro sólo para oír su sonido, el cual le llegó amortiguado. ¿En el último instante no había tenido el valor de cerrar el libro con todas sus fuerzas… por temor a provocar… qué…? ¿O la atmósfera enrarecida del gabinete amordazaba los ecos?

Salió al pasillo. La lluvia golpeaba los cristales, agigantando la quietud de la casa. Al pasar frente al salón, giró la cabeza hacia la reproducción de «El jardín de las delicias» que colgaba sobre la chimenea. De niño tenía pesadillas con los seres deformes que pueblan el mundo imaginado por El Bosco. No podía conciliar el sueño sin comprobar primero que ninguna de aquellas criaturas infernales había anidado bajo su cama o dentro del armario. Sus sentimientos no cambiaron al hacerse adulto. Mantenía el cuadro a la vista, presidiendo el salón; así podía vigilarlo y asegurarse de que sus monstruosos inquilinos permanecían atrapados en él. Los comentarios de las visitas, que no dudaban en calificarlo de «obsceno» o «siniestro», le traían sin cuidado.

Llamaron a la puerta. El primer timbrazo se confundió con la campana del reloj de péndulo anunciando la media. ¿La media de qué? ¿Qué hora era en realidad? La lluvia arreciaba. ¿Quién se atrevería a vagar por las calles bajo semejante aguacero? ¿Algún amigo borracho, incapaz de recordar la dirección de su propia casa?

Prevenido ante una posible gamberrada, quitó los cerrojos y entreabrió la puerta. Se encontró en el rellano a una mujer en avanzado estado de gestación, envuelta de mala manera en un abrigo empapado. Sus labios articulaban la palabra «ayuda» sin que su garganta emitiese sonido alguno.

—¡Cielo santo! —entró a la mujer y la fusiló a preguntas—. ¿Le duele mucho? ¿Ya ha roto aguas? ¿Cada cuánto son las contracciones? ¿Es su primer hijo?

La mujer intentó hacerse entender. En lugar de palabras empleaba ágiles y elocuentes aspavientos. El joven doctor se hizo cargo de lo que sucedía.

—Es usted muda —adivinó.

La mujer asintió. Su carita aniñada se torcía por el dolor, sus manos mesaban el vientre hinchado.

—Está bien, no se preocupe. Todo saldrá bien. Va a tener un niño precioso, se lo prometo.

La hizo pasar al salón y encendió la chimenea. En cuestión de minutos había puesto a hervir agua y aparejado todo cuanto necesitaba; una bata seca, toallas, algo con que cortar el cordón umbilical… Unos cuantos cojines y almohadones convirtieron la mesa baja del salón en una improvisada camilla de obstetricia donde tendió a la mujer.

—Abra las piernas, vamos a… ¡Dios bendito, señora, sí que tiene prisa! ¡Está dilatando a una velocidad increíble!

Trajo el agua hervida… el cuchillo… ¿dónde lo puse? No se concedió un respiro. Había atendido partos en la Facultad muchas veces, como parte de su formación, pero allí disponía de todo lo necesario con que afrontar posibles complicaciones. Trató de aparentar una seguridad que no tenía.

—Parece que su hijo tiene prisa, señora —informó, colocándose de nuevo entre sus piernas. La futura madre sonrió a pesar de los dolores del parto—. ¡Eso es, empuje fuerte! ¡No tenga miedo, yo me ocupo de este futuro corredor de maratón! ¡Empuje!

La mujer aferró un cojín con cada mano, emitió un grito mudo y empujó con todas sus fuerzas.

—¡Aquí está! —exclamó, exultante, el joven doctor—. ¡Empuje un poco más…! Pero no se olvide de respirar, ¿eh? —cogió la cabeza y tiró de ella con exquisito cuidado. A la cabeza siguió un cuerpo y se encontró entre las manos una diminuta criatura pataleante que berreaba y se retorcía, protestando el desahucio de su cómoda madriguera.

El doctor había enmudecido. El recién nacido le arañó la muñeca con sus uñas amarillentas. A lados de su cuello se dilataban y contraían dos vejigas gelatinosas. Al fin pudo gritar.

—¡Por Dios bendito!

Se frotó las manos con cepillo de esparto, asperón en polvo y lejía. El agua de la pileta presentaba un color rosado, pero siguió frotando. Temía no librarse jamás de la repugnancia que había sentido al tocar… Aquello. Escupió varios juramentos capaces de fulminar a un obispo, maldijo su caridad, maldijo a Esculapio y Apolo. Si no hubiese abierto la puerta, si no hubiese tomado aquel jodido café ahora probablemente estaría empalmado en la cama, evocando las piernas sin fin de L. En lugar de eso, trataba de desprender a fuerza de cepillo el recuerdo de la abominación que había profanado sus manos. ¡Dios bendito, ¿por qué has permitido que yo precisamente tocase… eso?! Soy buen cristiano, temeroso de ti, voy a misa todos los domingos, guardo tus santos mandamientos, estudié medicina porque quería aliviar el sufrimiento de mis semejantes… ¿Por qué me sometes a esta prueba?

En el aula de Patología de la Facultad se custodiaba una colección de fetos con dos cabezas, cuatro brazos, siameses, sin ojos o pulmones, hermafroditas, hidrocefálicos… Por lo general, estos pequeños engendros eran abortados, o morían poco después de nacer. También se sospechaba que varios de ellos habían sido ejecutados por los propios doctores que habían asistido al parto, asumiendo la responsabilidad de ahorrarles a aquellos seres tarados la miseria de sus vidas.

Pero esa cosa no es un monstruo bicéfalo, ni un hermafrodita, ni un mongólico, se dijo. Sea lo que sea, no es humano.

Matar a los débiles e incapaces, corregir los errores de la Naturaleza. Él, que siempre había abominado de la eugenesia y la eutanasia, comenzaba a pensar en ellas como la máxima expresión de piedad. ¿Qué posibilidades tenía aquel enano monstruoso de llevar una vida normal… de sobrevivir por su propia cuenta? De llegar a la madurez, cosa de la que dudaba, acabaría sus días en una caseta de feria o en un circo. A su muerte, la Medicina reclamaría su cadáver, privado de toda dignidad en nombre del «interés científico», y expondría su esqueleto en una vitrina.

No entendía la morbosa fascinación de la masa iletrada hacia aquella clase de fenómenos. Se sentía sucio, corrupto, y a duras penas lograba admitir que acababa de asistir al nacimiento de un engendro de ojos saltones. Debí estrangularlo mientras lo lavaba, pensó. ¡Lástima de oportunidad perdida! Nadie podría reprochárselo… Si el niño… o lo que fuera… pudiese ver lo que le deparaba el futuro, pediría la muerte ahora mismo. Su desdichada madre es hermosa y muy joven. Concebirá otros hijos; hijos sanos. Tenía que pensar en sí misma, ¿qué clase de vida sería la suya, encerrada con un monstruo, absorbida por sus infinitas necesidades?

Aún se estremecía recordando la reacción de la madre. Trató de evitar que viese a la cosa, quiso evitarle la conmoción. Lo último que necesitaba era un ataque de histeria. Pero ella le arrancó de las manos a su grotesco retoño, besó su cabeza, jugó con los retorcidos deditos y lo acunó con maternal ternura. Aquella mujer estaba loca. Sólo así se explicaba que pudiese tocar a aquel engendro sin una mueca de asco.

Ahora la joven madre estaba acomodada en el cuarto de invitados, dándole quizá el pecho a su pequeño horror.

Reparó en el cuchillo de cocina con el que había cortado el cordón umbilical. Seguía sobre la mesa. Puedo cogerlo, subir los escalones y… No. No. La madre se interpondría entre él y su desventurado retoño. Sería mejor una inyección. Un poco de aire en las venas. Le diría a la mujer que era una vacuna o algo así. Después, cuando la cosa muriese, sería fácil inventar cualquier pretexto: una dolencia congénita, una complicación post-parto, y deshacerse del cadáver. Y quizá, con un poco de suerte, olvidar aquella maldita noche.

Matarle es la única cosa humana que se puede hacer.

Estaba decidido. Buscó una jeringuilla. En el botiquín había.

Al salir al pasillo miró por encima de su hombro el Jardín de las Delicias y compadeció a El Bosco. ¡Quién sabe si él obtuvo su inspiración de una experiencia similar!

La casa estaba fría. Podía ver su aliento frente a la cara. Maldijo de nuevo. A esta hora solía estar durmiendo, calentito bajo las sábanas. Buscó la jeringuilla en su bolsillo, pero lo que reconoció al tacto fue el Zippo. Frenético, encontró en otro bolsillo lo que buscaba. Se concedió un respiro antes de encarar la escalera.

Puedo hacerlo, pensó. Debo hacerlo. Dios lo quiere así. Y si la madre estuviese en sus cabales, también lo querría. Es lo mejor para ella, para su hijo, para todos.

Peldaño tras peldaño, el frío se agudizaba. Descartó esa impresión. Pensó: son los nervios, son los jodidos nervios. Se detuvo frente a la habitación de invitados. Nada más tocar el pomo, retiró la mano. Estaba tan frío que casi quemaba. Protegió la mano en la bocamanga del batín y abrió la puerta.

Se quedó paralizado en el umbral.

A la cabecera de la cama, velando el sueño de madre e hijo, se alzaba un ser monstruoso, un espectro sin atributos humanos ni miembros visibles, salvo un pene fláccido que colgaba hasta el suelo. Todo él era un bulbo opaco, una bolsa de vejigas palpitantes que olía a huevos podridos. La cabeza era una protuberancia apenas perceptible donde ardía un único ojo polifémico, rojo y brillante como una linterna.

Aquella aparición le miró con su ojo ciclópeo y habló. Habló.

—Quiero que sepa que estoy enormemente agradecido por la ayuda que ha prestado a mi esposa e hijo, doctor. No le quepa duda de que sabré recompensarle del modo apropiado. Mi familia es muy rica e influyente. Seguro que encontraremos una retribución por sus servicios que nos complazca a ambos.

El doctor retrocedió ante el ojo sin párpado. ¿Qué haría el monstruo si adivinaba sus planes? ¿Cómo reaccionaría si supiese que planeaba asesinar a su vástago? Retrocedió otro paso, oyendo todavía la voz del espectro.

—Somos una especie de refugiados en su mundo, doctor. No nos conviene la publicidad. Le recompensaré generosamente por su discreción.

El ojo único se partió en dos, luego en cuatro. Algunas vejigas colgaron a un costado de la criatura, formando un patético tentáculo rematado por una especie de dedos. Está cambiando, pensó el doctor. Aún no ha decidido qué forma va a adoptar y está cambiando.

Aquello fue demasiado. Corrió escaleras abajo, con el corazón a flor de garganta, dio un traspié en los últimos escalones y rodó hasta la puerta del salón, sobresaltando al espectro de miembros largos y cabeza triangular que avivaba los rescoldos de la chimenea. Tenía tres dedos en cada mano y parecía hecho de gelatina. La luz del fuego permitía apreciar su anatomía inhumana. Un enorme corazón en forma de diamante bombeaba sangre negra por todo su cuerpo.

—¡Una copa para el padrino! ¡Una copa para el padrino!

Había otros monstruos en el salón. Acababan de reventar el mini-bar y escanciaban los más caros licores en la cristalería de lujo. Vio una criatura semejante a un búfalo de dos jorobas, cola bífida y cabeza de mantis; vio un ser parecido a una serpiente de harapos. Por todas partes pululaban engendros de pesadilla como ni el mismísimo Bosco osó retratar. Fumaban, bebían, danzaban, bromeaban y reían, parodiando la fiesta celebrada horas antes en aquella misma habitación. El traslúcido saludó al doctor sosteniendo una copa de coñac en la mano y bebió hundiendo en el líquido una lengua serpentina.

Huyó de los monstruos y se encerró en su gabinete, sosteniendo la puerta por si alguna de aquellas gárgolas le seguía o intentaba atraerle a su escalofriante aquelarre. Jadeaba, creyó desfallecer. Se habían abierto las puertas del infierno; de su propio Jardín de las Delicias. No quiso hacerse preguntas. No quiso saber nada. Les oía cantar, reír, y sólo pensaba en librarse de todos ellos. Estaba en juego su cordura.

Se vació los bolsillos. Ya no iba a necesitar la jeringuilla, pero se quedó mirando el encendedor. El fuego todo lo purifica, se dijo.

Estrépito en las escaleras. Las Cosas subían al primer piso. Felicitar a la mamá. Felicitar a la mamá, canturreaban, contaminando la moqueta con sus pies diabólicos. Un sonido deslizante. El gusano de retales, sin duda. No quiso mirar. No salió hasta asegurarse de que se hacía de nuevo el silencio en la primera planta.

Abrió las espitas de gas de los infiernillos de la cocina y se proveyó en el garaje de dos latas de disolvente y un bidón de nafta. Roció las posibles vías de escape: la escalera principal y la de servicio, la puerta del jardín, el montaplatos… Destripó cojines y empapó de petróleo el relleno, los cuadros y la moqueta. No echaría de menos nada de lo que habían tocado aquellos seres. Los libros de su gabinete, los bonos de la caja fuerte, el mobiliario antiquísimo… Todo quemado. Todo purificado. Un precio pequeño a cambio de conservar la razón. Extendió el charco de combustible hasta la puerta principal. Por fortuna, había dejado de llover. Hacía un poco de viento, pero se estaba mucho más caliente que dentro de la casa. ¿Qué olvidaba? La compañía de seguros. No sería difícil demostrar que el fuego había sido provocado. ¡Al diablo! Renunciaría a la indemnización.

Sostuvo el encendedor entre sus manos ateridas de frío —por un momento, temió haber agotado el petróleo— y accionó la espuela: la chispa se abatió sobre la mecha y surgió una débil llama amarilla. Riendo, arrojó el Zippo al zaguán. La onda expansiva le derribó. Olió sus propias pestañas chamuscadas. El fuego alcanzó pronto los pisos superiores. Esperó, con el alma en vilo, hasta asegurarse de que ninguna silueta alienígena había surgido de entre las llamas ni saltado por una ventana. Se sentó en la acera, viendo entre carcajadas cómo ardían todas sus posesiones, incluida la maldita reproducción del Jardín de las Delicias a la que, en su fuero interno, culpaba de cuanto había sucedido aquella noche.

Cuando llegaron los bomberos, no quedaba nada que mereciese la pena salvar.

 

 

 

El Club, ahora.

 

 

Los socios del Club digirieron en silencio el cuento de Carla. Ella no les apremió. T fue el primero en pronunciarse.

—Es… es una historia interesante —dijo.

—Honestamente, yo la encuentro bastante vulgar —dijo A—. Pretende ser una historia de terror, pero en conjunto es bastante risible.

—¿De veras? —dijo Carla, divertida—. ¿No he conseguido asustar a ninguno de ustedes?

O estaba pálido como la cera y el sudor recorría su cara. N Fue el primero en notarlo. Se inclinó hacia él y le tocó el brazo.

—¿Qué le sucede, amigo?

—¿Se encuentra mal? —preguntó M.

—¿Quiere que le acompañemos a tomar el aire? —quiso saber A.

—¡Coñac! ¡Lo que este hombre necesita es una copa de coñac! —afirmó K.

—¡Basta ya! —explotó O, aporreando la mesa con ambas manos—. ¡Esta bufonada ya ha durado bastante! ¡Expulsen ahora mismo a esta puta o no respondo!

Los demás Fabuladores censuraron su reacción. Carla observaba la escena sonriente, saboreando el momento. N advirtió ese maligno deleite en sus ojos y sintió que acababa de revelársele un secreto.

—¡Hasta aquí lo que estaba dispuesto a aguantar! —vociferaba O—. ¡O la echan a la puñetera calle ustedes o la echo yo!

—¿Qué sucede, señor O? —quiso saber Carla—. ¿Mi historia ha herido de tal manera su sensibilidad que sólo se le ocurre exteriorizarlo con este derroche de virilidad agresiva?

—Estoy seguro… —intercedió A— de que la reacción de nuestro compañero ha sido provocada por su soberbia, señorita, no por ese vulgar cuento de miedo que ha compartido con nosotros.

—¿Eso es lo que todos ustedes piensan? —preguntó ella— ¿Que no es más que una historia de ficción?

—¡Naturalmente! —exclamó A.

—Pues a mí me gusta el cuento de Carla —insistió T—. Pero no entiendo su reacción, amigo mío —agregó, mirando a O, abotargado y trémulo.

—¡No quiero verla delante mío ni un segundo más! —rugió, y varios miembros del club tuvieron que sujetarle—. ¡Echad a esa puta ahora mismo o juro que la mato!

Sin inmutarse, Carla tomó uno de los habanos de T, se lo puso entre los labios y lo encendió con un viejo Zippo que había perdido gran parte de su baño plateado. Al verlo, O emitió un estertor y se quedó rígido como el mármol de una lápida.

Carla cerró el encendedor y lo puso sobre la mesa.

—Debo reconocer que tuvo bastante éxito, doctor —dijo—. Mi padre y dos de sus hermanos resultaron gravemente heridos y mi madre murió pocos días después, pero yo sobreviví así que, a fin de cuentas, usted fracasó.

O se zafó de los brazos de los otros socios y retrocedió hasta la pared haciendo aspavientos. Parecía al borde del colapso. Su rostro congestionado pasó del blanco al rosa y luego se tornó azul. Miraba idiotizado el encendedor, con sus iniciales grabadas en la caja. Los demás socios del club, mudos de estupor, no se atrevieron a intervenir.

—Puedo perdonarle por tener miedo, doctor —siguió hablando Carla—. Yo también he sentido miedo. Miedo de parecerme un día a los seres como usted en el seno de un linaje donde se les considera monstruos. Tengo miedo de mí misma, me avergüenzo de mi cuerpo deforme. Seguro que puede entenderme tan bien como yo le entiendo.

O jadeaba; se apoyó en la pared, aflojó el nudo de su corbata, boqueando.

—No imagina lo que es ser mestizo entre mi gente, doctor… Significa que en las orgías tienes que revolcarte con los más estúpidos y menos agraciados, que nunca te casarás, que no tendrás hijos. A veces deseo que hubiese tenido usted éxito, doctor. Mi vida ha sido un valle de lágrimas… pero este día es suficiente recompensa.

—¡Se está ahogando! —exclamó T, y fue en socorro de su amigo.

—No tenía derecho a decidir sobre la vida de mi madre, doctor —decía Carla—. Espero que tenga oportunidad de reflexionar sobre ello… dondequiera que vaya a parar.

—¡Parece un infarto! —exclamó T.

—¿Se siente mal, doctor? ¡«Médico, cúrate a ti mismo»!—se burló Carla.

Con un gemido, O cayó al suelo. Los Fabuladores se arremolinaron a su alrededor sin una idea clara de lo que debían hacer. Ninguno de ellos tenía la más mínima noción de primeros auxilios.

—¡Una ambulancia, deprisa! —gritó alguien, y el señor A. corrió hacia la puerta, pero Carla le detuvo con sólo dos palabras:

—Está muerto.

Y tumbó el Zippo, empujándolo con un dedo.

—Es cierto… —confirmo, lívido, T—. No tiene pulso.

—Tenía que ser así —dijo Carla—. Una vida por otra. La del señor O por la del señor U. Me tomé la molestia de cambiar sus destinos en deferencia a este último. Después de todo, es el miembro más antiguo del club.

A fue el único que osó romper el silencio.

—¿Qué… dice usted?

—Me ha oído perfectamente, señor A.

Carla se acomodó en su asiento, sin mostrar piedad alguna por el cadáver que yacía ante sus ojos, y dijo:

—¿Por qué no llaman al servicio? Que retiren al señor O y nos traigan más té y algunas pastas. Y que alguien cuente otra historia, por favor. No hay nada mejor para acompañar el té que una buena historia.

Ninguno de los socios se atrevió a protestar. El club contaba con un nuevo y siniestro miembro. Tendrían que modificar los estatutos.

 

 


Nos cuenta Felipe Alonso Pampín:

«En cuanto a la pequeña reseña biográfica, baste decir que soy licenciado en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y biblioadicto desde que tengo uso de razón. He colaborado en el pasado con pequeños fanzines de más bien escasa notoriedad y desempeñado diversas actividades profesionales mientras dedico, en mis horas muertas, a perpetrar relatos como el que les ofrezco y novelas que reciben casi tantos elogios como rechazos editoriales (a menudo, y valga la paradoja, de las mismas fuentes)»

Este es su primer trabajo publicado en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con ENTRE HUMANOS, de Claudia Cortalezzi; ALGO NUESTRO, de Juan Ignacio Maisonnave; MONSTRUO DE FERIA, de David Vivancos Allepuz; DULCES CUENTOS, de E. Verónica Figueirido y ATAUN, de Guillermo Echeverría.


Axxón 249 – diciembre de 2013

Cuento de autor europeo (Cuento : Fantástico : Terror : Monstruos : Venganza : España : Español).

4 Respuestas a “«Club privado», Felipe Alonso Pampín”
  1. Agustín dice:

    Excelente relato. Felicitaciones.

    Haber descubierto el modo de vista de articulo en el kindle para leer estas joyitas me alegra el dia.

    Saludos!

  2. Rafael dice:

    Excelente relato, felicitacioens

  3. Edel "Krioko" dice:

    Muy bueno, original y fresco. Que sea el primero de muchos!!! ;)

  4. Pablo Vigliano dice:

    Impecable también. Me remitió a algunas historias clásicas de fantasmas y, en un punto, a FANTASMAS de Peter Straub, por esto del club cerrado, que todos son hombres y que Carla es medio Eva Galli/Alma Mobley.

  5.  
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