«Buenafortuna», Ángel M. Hernández
Agregado en 21 diciembre 2014 por dany in 261, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
La fuente de nuestros actos reside en una propensión inconsciente a considerarnos el centro, la razón y el resultado del tiempo. Nuestros reflejos y nuestro orgullo transforman en planeta la parcela de carne y de conciencia que somos.
E.M. Cioran
Noche oscura. Zona de montañas.
La luz de unos faros cortó las sombras, avanzaban por un trecho de la ruta, lleno de curvas.
El hombre al volante iba nervioso. La expresión fija en la ruta, sus manos apretando el volante. A su lado, en el asiento, un maletín oscuro. Lo observó un segundo y enseguida se aflojó la corbata, nervioso. Volvió su vista hacia el camino. Luego, una vez más, hacia el maletín. Creyó oír un extraño sonido saliendo de su interior. Como un rasguido. Sin saber exactamente qué podía ser, lo abrió.
Pero no hubo tiempo de explorar el interior. Unas luces de frente, le cegaron la mirada. Luces inmensas. Acercándose con velocidad.
El hombre gritó. Dio un volantazo. El auto atravesó el vallado de la ruta y salió despedido. Directo a las sombras de la noche.
*
El vehículo dio un giro completo. Sus ruedas permanecían fijas; sus luces, encendidas.
Dos figuras de pie, al costado de la ruta, lo observaban. Sin saber qué hacer. El más viejo tomó la iniciativa, avanzando hacia el descampado donde descansaba el auto, solo con su linterna. Su compañero lo esperó, dubitativo, pero enseguida lo acompañó a la espesura del terreno. Ambos se detuvieron ante el vehículo.
El conductor tenía su cuerpo atrapado en el amasijo de metales. Su rostro denotaba pánico. Manchado en rojo desde la mitad, suplicaba auxilio.
El más viejo exploró alrededor con su linterna, tratando de tener algún dato acerca del conductor. Su linterna no tardó en iluminar un maletín. Se acercó para ver el nombre. No pudo distinguir bien lo escrito. Notó que el maletín estaba semiabierto. Y no pudo contener su curiosidad. Miró dentro, asombrado. Y una sonrisa se dibujó en su rostro. El maletín estaba lleno de fajos de billetes verdes con tres cifras impresas.
No lo pensó mucho más. Cerró el maletín y se alejó por el mismo lugar por el cual había venido. Su joven colega le dirigió una mirada asombrada, ¿acaso no deberían ayudar a aquel hombre? Pero finalmente lo siguió. No le interesaban las lamentaciones del conductor.
Se subieron a una vieja Ford 100 color rojo y desaparecieron en las sombras del camino.
Unos segundos después, el conductor expiró.
*
El más viejo le dijo al joven:
Mantendremos esto en secreto un tiempo. Lo enterraremos y, en cuanto los periódicos olviden el hecho, nos lo repartiremos en partes iguales.
Aturdido, el joven asintió con la cabeza. Sentía una extraña culpa a raíz de su accionar.
Tomaron un desvío, una ruta de tierra. Se detuvieron pocos kilómetros más adelante, frente a un cartel que decía PROPIEDAD PRIVADA. NO PASAR.
Con una pala que tenía en la caja de la camioneta, el viejo indicó el lugar y el otro comenzó a cavar.
Una vez estuvo hecho, le pidió el maletín para enterrarlo. Pero el viejo se arrodilló ante el pozo y lo acomodó él mismo, no quería que el otro hiciese las cosas mal.
El joven se dijo que quien hacía las cosas mal era el viejo. Podía ver la codicia desprenderse de sus ojos desde el momento mismo en que había hallado aquel maletín. Sin lugar a dudas no lo repartiría nunca, vendría al día siguiente y se lo llevaría a primera hora.
El joven se dijo que debía matarlo.
Pesada, la pala cayó sobre la nuca del viejo. Quedó tieso al instante. Su cuerpo cayó torpemente sobre el maletín.
El joven miró el cadáver un segundo. Lo había hecho. Era lo justo.
Empujó el cadáver y tomó el maletín. Se subió a la camioneta y retomó la ruta.
Iría al norte.
La oscuridad de aquella noche sería su cómplice perfecta.
*
Se detuvo poco antes del amanecer. Estaba exhausto. Necesitaba descansar.
Desde el interior del Motel, el casero lo vio llegar.
Era extraño. Casi nunca se detenía gente por aquel lugar en aquella temporada.
El joven entró despreocupadamente, maletín en mano. Pidió un cuarto y una bebida. Le dieron el cuarto número cinco y una botella de vino.
Pagó con todo lo que tenía en la billetera, su sueldo de un mes.
Ya no tendría que andar preocupándose por eso.
Le entregó el dinero al casero, quien lo observó con expresión turbada.
No le gustaba cómo se veían las manchas de tierra sobre las manos del recién llegado.
Era extraño.
*
El joven subió las escaleras. No tardó en abrir la puerta del número cinco. El casero, por su parte, tampoco tardó en comentar a su joven esposa aquello que había visto. Tenía un extraño presentimiento.
Entonces creo que deberías ir a ver le sugirió su mujer, encendiendo un cigarrillo.
Justamente eso es lo que haría el casero.
*
El número cinco era exactamente tan estéril como cualquier otro cuarto de motel. La cama de dos plazas en el medio y el ventilador rechinante encima.
El joven depositó el maletín sobre la cama. Lo abrió lentamente.
Los fajos de dinero seguían allí.
*
Desde una rendija en el techo, tras el rechinante ventilador, el casero observaba. Su vista pegada al suelo del ático, vio al joven contando una inmensa suma de dinero sobre la cama. Y se veía mucho más dentro del maletín. El casero ahogó un suspiro, pero no pudo evitar la tos producida por la humedad del ático.
El joven la oyó claramente. Detuvo su cuenta, clavó su vista en el fajo que tenía entre sus manos. Entonces se dio cuenta de que lo espiaban.
Sin perder un segundo más, guardó todo el dinero nuevamente en el maletín.
Pensó en la cantidad que había contado. Y aún no lo había contado todo. No podía perder aquello.
Vio la tierra en sus manos, bajo sus uñas inclusive. Se las enjuagó en la pileta que había a un costado.
*
El casero abandonó el ático y se dirigió a su cuarto. Dio unos pasos, antes, frente a la puerta del número cinco.
El joven lo escuchó atentamente, pegado a la puerta del cuarto. Escuchaba la respiración del otro lado, los pasos que se habían detenido. Por la rendija de la puerta vio asomarse unas tenazas. Luego el caparazón y finalmente el aguijón.
Un escorpión.
El joven lo miró con sorpresa, luego sonrió.
Los pasos se alejaron del corredor enseguida.
El joven tomó el vaso que le habían dado para el vino y el cartón de NO MOLESTAR que debería haber dejado colgando en la puerta. Así habría evitado que el casero se molestara en espiarlo y enviarle aquel regalo.
Cubrió al escorpión con el vaso y colocó el cartón debajo. Luego lo levantó y lo dejó al lado de la mesa de luz del motel.
Destapó el vino. Dio unos tragos. Y cerró sus ojos.
*
Abrió los ojos ni bien oscureció.
Estiró sus miembros.
No había notado lo cansado que estaba hasta que despertó, renovado.
Espió al exterior por la ventana. La noche parecía fría una vez más.
Se arregló un poco y se acomodó para proseguir el viaje.
Tomó el maletín.
Dejó el vaso de vino vacío y con la boca hacia arriba, impecable, sobre la mesa de luz del Motel.
*
Escaleras abajo, había una joven mujer haciendo de recepcionista. El joven le entregó la llave del cuarto, despidiéndose.
Ella le preguntó, como de pasada, a dónde se dirigía.
Al norte contestó el joven.
¿Sin rumbo, eh? preguntó ella enarcando una ceja.
El joven asintió: Prefiero andar de noche.
La mujer le ofreció un trago antes de partir. No pudo negarse. A pesar de sus nervios, del maletín, del comportamiento extraño del dueño del lugar, del escorpión…
La mujer lo hipnotizaba, con sus ojos verdes posados sobre él, sus labios rojos incitando conversación y su terso cutis moreno.
*
Bebió lo que ella le sirvió.
Ella le guiñó un ojo.
Entonces, sintió cerrarse su garganta.
Se llevó la mano al cuello: sentía que se asfixiaba.
La mujer del casero lo miró, asombrada. En realidad, no esperaba resultados como aquellos.
El joven sintió un dolor en el pecho y se llevó la mano, instintivamente.
Luego cayó, de espaldas, sobre el suelo de la entrada. Inmóvil, la mirada vacua.
La mujer gritó el nombre de su marido.
El casero no tardó en aparecer, con una mueca severa en su rostro arrugado.
Arrastraron el cuerpo al patio trasero. El casero cavó una fosa no demasiado profunda, y echó el cuerpo del joven dentro.
*
Su mujer lo recibió, al regresar, con una copa. El casero la tomó de un trago y le ordenó que le enseñe el maletín.
La mujer se lo mostró.
El casero se lo arrebató de las manos y se dirigió al baño.
Se sentía cansado y sucio.
Se quitó la ropa, abrió la ducha y se metió bajo el agua. La radio sonaba, encendida, a un costado. Su mujer la dejaba allí cuando se bañaba, y muchas veces se la olvidaba. Debería golpearla cada vez más fuerte hasta que dejara de hacerlo. La pobre idiota.
El agua caliente resbalaba por el cuerpo del casero, relajando sus viejos músculos.
Lentamente, su mujer entró en el baño. En silencio absoluto.
Tomó la radio con ambas manos, enchufada a la pared y sostenida por un cable largo.
Corrió la cortina de baño y su marido la miró, sorprendido.
La radio fue directo al agua, y la corriente se expandió por el interior de la ducha.
El casero apenas alcanzó a aferrarse a la cortina de baño.
*
La mujer improvisó un bolso y se largó. El cadáver del casero permaneció en el baño, mojado y rígido.
Ella tomó el maletín, se subió a su auto y encendió las luces. Iría al sur.
Avanzaba a toda velocidad por la noche sin luna. Sintonizó una radio, le dirigió una mirada al maletín.
La luz de sus faros era lo único que cortaban las sombras del camino.
Kilómetros y kilómetros. Noche oscura. Zona de montañas.
La frecuencia de la radio se pierde. El camino queda en silencio a no ser por la estática que se desprende, molesta. La mujer apaga la radio con una mueca de disgusto. Continúa avanzando. Unos cuantos kilómetros más adelante, un sonido captura su atención.
Primero creyó que venía de su auto, alguna falla quizás. No tardó en descubrir que venía del interior del maletín.
Era algo que rascaba el interior.
Se preguntó qué había allí realmente.
El viejo asqueroso que tanto odiaba le había dicho que había una fortuna. Que seguramente aquel joven había robado a algún empresario, o había cobrado algún secuestro, y había conseguido aquel maletín lleno de billetes.
La mujer se dio cuenta que hasta entonces no había revisado el maletín. A lo mejor el viejo la había engañado. A lo mejor había puesto otra cosa en su lugar.
La mujer abrió el maletín, sin detener la marcha del vehículo. Echaría un rápido vistazo solamente. Levantó la tapa con una mano, y enseguida se apartó con un salto.
El dinero estaba allí, por cierto. También un escorpión del tamaño de un puño que saltó sobre ella.
De frente, una luz la cegó repentinamente.
Lanzó un grito. Dio un volantazo. El auto atravesó el vallado de la ruta y salió despedido. Directo a las sombras de la noche.
*
El auto había quedado con las ruedas hacia arriba.
La mujer permaneció un buen rato intentando salir, agitándose entre el amasijo de metales.
No lo consiguió.
El maletín descansaba unos pasos más allá y semiabierto. Desde aquella posición podía vislumbrar los billetes.
Sin tan solo pudiese salir…
Siguió retorciéndose de un lado hacia a otro, pero fue inútil. Sangraba con cada movimiento. Se detuvo, tratando de pensar. Cómo salir. Qué hacer entonces.
Y justo en aquel momento notó dos figuras de pie, al costado de la ruta, que la observaban.
Sin saber qué hacer.
Ángel M. Hernández vive en la provincia de Entre Ríos, en la mesopotamia argentina. Desde allí nos envía esta historia, que así se transforma en su primer relato publicado en Axxón.
Este cuento se vincula temáticamente con PAREIDOLIAS, de Daniel Flores y CÍRCULOS Y ENGRANAJES, de Germán Amatto.
Axxón 261 – diciembre de 2014
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantasía : Terror : Maldición : Objetos malditos : Argentina : Argentino).
Excelente, impresionante, atrapante! Gracias por compartirlo.