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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “261”

ARGENTINA

 

 

El Pipa Roberto, experto en fierros, iba al volante. No bien agarraron la autopista Córdoba-Rosario, miró al Tano Marrale, a su derecha: ya había empezado a dividir en partes iguales el botín de la Shell del Parque de la Independencia.

En el asiento de atrás, el Chueco Ibarra y el Pelado Vázquez iban pasándose una botella de cerveza y tomaban del pico mientras entonan cantitos de tribuna alusivos a Rosario Central.

En el interior del Honda, la adrenalina y el alcohol iban aumentando al igual que la aguja del cuentakilómetros.

—¡Tano, contá bien los billetes! —dijo el Chueco, tras un trago largo de cerveza—. ¡No te hagas el boludo, eh!

Le pasó la botella al Pelado Vázquez, que festejaba la orden. El Tano juntó todos los billetes, se dio vuelta y se los tiró al Chueco en la cara.

—¡Tomá, contalo vos, pendejo! —le dijo. Y, en un movimiento rápido, le quitó la botella al Pelado.

Los de atrás reaccionaron con un par de manotazos, mientras Roberto miraba sonriente, por el retrovisor.

—¡Ya dejen de pelear como pendejos! —dijo, y miró al Chueco por el espejo— ¡Vos, Chueco, siempre haciendo cagadas! ¿Me querés decir por qué carajo le disparaste al pibe? Ya te había dado toda la guita. Ahora, por tu culpa, en cualquier momento, tenemos a la yuta encima.

—’Ta bien, pipa, no te calentés.

—Y pónganse el cinturón, hagan el favor.

—¡Bah! Ese culiao era un puto leproso —dijo el Chueco sin darle bola—. Tenía el escudo tatuado en el antebrazo. ¡Que se cague!

—¡Que mueran todos los leprosos! —gritaron a dúo el Chueco Ibarra y el Pelado Vázquez.

—Vos manejá tranquilo, Pipa —dijo el Chueco—. Con esos cascajos viejos que tiene la yuta, ni habrán llegado a la cabina de peaje.

Y estallaron las risas.

—Chueco, ¿le dijiste a tu hermana que somos cuatro, no?

—Sí, Pipa, quedate piola. La Pocha es de fierro. Nos guardamos una semanita en Córdoba, y no se acuerdan más de nosotros.


Ilustración: Tut

El Pipa sonrió y le guiñó un ojo por el retrovisor. Y estiró el brazo hacia su acompañante.

—¡Tano, dame un trago! —dijo.

El Tano le pasó la botella.

—¡¡¡Cuidado, Pipa!!! —el Tano se desgarró la garganta y manoteó el volante—. ¡Un ternero, un ternero guacho se cruza, nos va a…!

El Honda Civic pierde la estabilidad, choca contra el ternero y da tumbos hasta quedar volcado contra el guardarrail en la vía rápida.

 

 

Un rato después, el Pipa Roberto se despierta, con el Tano Marrale encima suyo. Le ve el cuello cortado por un pedazo de chapa del capó. El Tano está muerto. Roberto se da cuenta de la situación, hay vidrios por todos lados, y sangre. Mucha sangre. Con dificultad logra desabrocharse el cinturón, y se saca de encima el cuerpo de Marrale.

Se desliza y sale por la ventanilla. En la parte trasera, el Pelado Vázquez tiene la botella de cerveza incrustada en el pecho. El Chueco no está por ninguna parte.

Lo busca por los alrededores. Y lo encuentra tirado a un par de metros del auto, destrozada la cabeza contra el asfalto.

Roberto se agarra de los pelos, grita pidiendo auxilio en medio de la nada.

Se toca el cuerpo, la cabeza, se mira las piernas, se toca la cara. Todo está bien, todo está en su lugar. Decide caminar hacia la estación de peaje, que pasaron hace un rato, en busca de ayuda.

—¡Estoy con vida por un milagro! —Roberto habla solo—. ¡Les dije a estos idiotas que se pusieran el cinturón!

¿Qué hago, qué hago ahora? ¡El celular, sí! ¿Dónde habrá ido a parar?

Busca entre sus ropas. Nada.

Vuelve y mira en el interior del auto. No aparece. Lo que encuentra es el celular del Tano. Pero no sirve, se le partió el visor. Revisa al Chueco y al Pelado. Encuentra el teléfono del Chueco que sí anda, pero… no tiene señal. Lo estrella contra el asfalto.

—¡La puta madreeee! —sigue buscando su celular, y luego de unos minutos desiste de la idea. Opta por caminar en dirección al peaje, treinta kilómetros atrás.

Tras media hora de caminata por la autopista, ve por fin acercarse un auto. Le hace señas desesperadas, pero pronto advierte que el automovilista no tiene intenciones de frenar. El Pipa apenas alcanza a tirarse a la banquina antes de que se lo lleve puesto.

—¡Hijoeputa! ¡Mal nacido, desgraciado! ¡Ojalá te revientes contra un camión! —Se limpia la ropa y sigue caminando hacia la estación de peaje.

Más allá alcanza a ver uno de esos teléfonos de emergencia de la autopista. Corre hasta el poste y descuelga el auricular.

—¡Auxilio, auxilio! Tuvimos un accidente. ¡Mis amigos están muertos! ¡Muertos!

Del otro lado, nadie contesta.

—¡Holaaaa! —sigue él—. ¿Hay alguien ahí? Tuve un accidente. ¡Hola, carajooo! ¿Me escuchan? La puta madre… ¿me escuchan?

Nadie responde. De bronca, el Pipa destroza el auricular contra el poste. Lo deja colgando, y continua su camino hacia la estación de peaje. Ya cae la tarde, y Roberto repasa las vivencias del día: el triunfo de Central en el clásico, el festejo descontrolado de los canallas a la salida del estadio, el porro que se fumaron entre los cuatro —con sus amigos, ahora muertos—. Ese porro que les dio coraje para robar el Honda Civic en la Shell, además de la recaudación al playero. Ese porro que ayudó en la estúpida decisión del Chueco para dispararle al pibe, que ya le había entregado todo. Pobre pibe, no merecía morir, a pesar de ser leproso, a pesar de ser hincha de Newell’s.

No podían quedarse en Rosario, no. Por eso la llamaron a la hermana del Chueco, que vive en Córdoba para que los aguante por una semana. Y después, la autopista y el accidente. «Un mal día», pensó Roberto. «Un mal día».

Unas luces allá en el infinito: luces de patrullero que se acercan. Se acercan a toda velocidad. Y la sirena se hace escuchar cada vez más fuerte.

El Pipa Roberto duda. Si les hace señas y se detienen, sabe que terminará en la cárcel.

Entonces decide ocultarse a un costado entre los pastizales.

Sigue caminando y, a los cinco minutos, otra sirena y más luces. Esta vez, una ambulancia.

Sale al cruce en medio de la autopista, y si no se corre a un costado lo pasan por arriba.

—¡Hijoeputaaaa!¿Pero, qué les pasa? ¡Acá estoy, soy el único sobreviviente, regresen por mí carajo!

En la zanja de la banquina, ve una botella de Coca-Cola. La agarra y se la arroja a la ambulancia, que se pierde a lo lejos.

 

 

Medita la situación. Mejor vuelvo al auto y me entrego. De todos modos, fue el Chueco quien disparó y mató al playero. Yo solamente iba al volante. Un buen abogado me saca en un par de días.

Comienza a caminar y se detiene: la botella de Coca-Cola está otra vez en la zanja.

Primero pensó que se trataba de otra botella. Pero mirando hacia el asfalto vio que la botella que había arrojado ya no estaba ahí.

El Pipa no entiende nada. «Será producto del accidente», se dice tratando de convencerse a sí mismo.

Agarra otra vez la botella y la arroja con más fuerza que antes, para que no queden dudas.

Convencido, comienza a trotar hacia el lugar del accidente. Levanta la vista al cielo: pronto va a oscurecer. Pasa por donde arrojó la botella y no está, se detiene y mira hacia atrás, la botella volvió a la zanja.

Mira en todas direcciones. El silencio lo asusta. Ahora, en vez de trotar, corre. Corre desesperadamente sin mirar atrás. Llega al poste del teléfono de emergencia: no está roto ni descolgado como él lo dejó; está en su lugar, como si nadie lo hubiera tocado.

Truenos, relámpagos, nubes negras.

El Pipa corre. Corre y corre sin parar. Se da cuenta de que no siente cansancio alguno, a pesar de estar corriendo hace un rato. Los automóviles pasan velozmente a su lado, pero no se detienen. Él tampoco.

Finalmente divisa el Honda volcado. Y ve a unos polis desviando el tránsito por un solo carril. Debe ser el patrullero que vi pasar hace un rato, se dice.

Al costado, los de la ambulancia le están practicando reanimación cardiaca a una persona.

Roberto mira todo: el Chueco no está. ¡Todavía está vivo!, piensa.

Se va acercando poco a poco, disimuladamente. Nadie le presta atención. Nadie, ni siquiera los morbosos que descendieron de sus vehículos para ver el accidente y los muertos.

Entonces, al estar más cerca de la ambulancia, observa tres bolsas negras con cadáveres. La policía ha hecho una valla de seguridad con cintas amarillas. No dejan pasar a ningún curioso. Los médicos siguen tratando de reanimar al único sobreviviente.

Roberto traspasa la valla sin problemas. Nadie lo detiene, nadie lo mira, ninguno de los policías. Nadie.

Las luces rojas y luces azules se mezclan frente al Pipa Roberto que, absorto, mira su cuerpo en el piso. No lo puede creer. Se restrega los ojos.

Y todo sigue igual: al que los médicos tratan desesperadamente de reanimar es a él.

Finalmente el médico se incorpora y negando con la cabeza da por muerto al cuarto ocupante del Honda.

—Hora del deceso: 20:25 —dice mirando el reloj en su muñeca izquierda. Su compañero toma nota en la planilla.

—¡No, no, nooo! —grita él—. ¡Acá estoy, mírenme! Sigo acá, ¿no me ven? ¡Acá al lado de ustedes! Oiga, doc, mire. ¡Míreme carajo, doctor! ¿Qué les pasa? ¡Acá estoy!

Nadie escucha al Pipa Roberto. Colocan su cuerpo en una bolsa negra y lo cargan a la ambulancia junto con los otros tres. La ambulancia enciende la sirena y se aleja. La policía desarma la valla y habilita la autopista.

Todo el mundo se pone en marcha, se van. Todos, menos Roberto, que comienza a comprender.

—Soy un fantasma. Soy un maldito y puto fantasma.

Y alza su mirada al cielo.

La luna emerge pálidamente en medio de las oscuras nubes del cielo cordobés. La poca luz que logra filtrarse resplandece la niebla que rodea al Pipa Roberto; le da un aspecto dantesco. A él un escalofrío le recorre la espalda.

¿Y ahora qué hago? ¿De qué me disfrazo? Veamos el lado positivo, se dice. ¡Puedo entrar gratis a la cancha todos los domingos! Perooo… ¿Con quién voy a festejar los goles? ¿Habrá otros fantasmas? ¿Qué habrá pasado con el Tano, el Chueco y el Pelado? Tal vez están acá a mi lado y no me ven, tal vez no podamos vernos entre nosotros, y todos nos estamos haciendo las mismas preguntas.

¿Iremos al cielo?

 

 

El Tano Marrale se despierta encima del Pipa Roberto. Lo ve bañado en sangre y con la palanca de cambios enterrada en el estómago. El Tano logra salir por el parabrisas. Y se siente raro, ligero, liviano como el panadero que flota en el aire con su semilla y viaja con la ayuda del viento a través de los campos de maizal. Así va el Tano, alejándose. Hasta que luego de recorrer un buen trecho se da cuenta de que vuela y se detiene en el aire. Flota mirando cómo su cuerpo se va esfumando en un perfecto degradé con transparencia en su parte inferior, donde antes hubo un par de piernas.

¡No puede ser!, se dice horrorizado. Y vuela hasta el lugar del accidente, ahora cercado por una valla con cinta amarilla. Varios policías desvían el transito, y unos paramédicos tratan de reanimar al Pipa Roberto, a un costado del Honda.

¿Pero…?, se pregunta girando en el aire para ver qué más hay ahí. Y ve: a su doble dormido lo introducen en una bolsa negra. Cierran esa bolsa y la meten en la ambulancia, donde hay otras dos bolsas exactamente iguales.

—Hora del deceso: 20:25 —escucha decir al médico que intentaba reanimar al Pipa. Lo meten en otra bolsa negra y lo cargan a la ambulancia.

En un par de minutos, la autopista queda liberada. Y el Tano Marrale, flotando en el aire en medio de la incipiente niebla, mira la hilera de autos. Las luces traseras se pierden en el horizonte, y él se pregunta si será el único fantasma de la autopista.

 

 

El Pelado Vázquez se despierta con el rumor de una sirena. Se separa de su cuerpo elevándose, como una especie de humo sin forma, traslúcido, que se torna azulado o rojizo según lo iluminan las luces de la ambulancia o del patrullero. Lo asusta verse a sí mismo tendido en el asiento trasero del Honda, con una botella de cerveza incrustada en el corazón. Y se escapa por un pequeño agujero del techo: un humo que sale por una chimenea.

Se eleva un par de metros por encima de la trágica escena, y se queda suspendido en el aire, como una nube más de esa amenazante tormenta que lo reodea. Desde ahí arriba observa todo: cómo van introduciendo los cuerpos en las bolsas negras, y el fallido intento de los paramédicos por reanimar al Pipa Roberto.

—Hora del deceso: 20:25 —dice alguien.

 

 

El Chueco Ibarra se despierta con un amargo gusto a brea quemada, está tendido boca abajo en el asfalto caliente. Se pone de pie, da media vuelta, y se encuentra con el Honda patas para arriba.

—¿Qué pasó? ¡Por Dios! —dice agarrándose la cabeza.

El ternero que atropellaron agoniza en la banquina.

El Chueco Ibarra se tantea la cintura para ver si aún tiene el fierro: está, se dice.

Se acerca al animal y, de dos cuetazos, le vuela la cabeza.

—¡Por tu culpa, bicho de mierda!

Oye la sirena del patrullero, y amaga a salir corriendo campo adentro. Pero la policía llega en ese preciso momento.

—¡Allá hay uno con un arma! —grita un oficial.

Y el Chueco se detiene y suelta el arma.

—¡No disparen, me entrego! —dice, de espaldas al patrullero.

—¡Está muerto! —grita otro de los oficiales—. ¡Se reventó la cabeza contra el asfalto!

El Chueco Ibarra gira muy lento hacia el patrullero. El ternero continua quejándose en la zanja. Ni un agujero en la cabeza.

—¿Pero…? ¡Qué mierda pasa!

Se acerca mansamente a la escena, donde un policía levanta el arma del piso.

No puede creer lo que está viendo.

¿Soy yo?, se dice.

Se para al lado de su propio cadáver y del policía, que lo ignora. Se arrodilla en el asfalto y estira el brazo para tocar su cuerpo. Y su mano lo traspasa.

—¡Estoy muerto! ¿Estoy muerto? ¿Esto es la muerte? ¿Así nomás? ¿Eso era todo?

Se levanta y camina hasta el auto, pasando a través de los cuerpos de los policías y los curiosos. Los atraviesa igual que un fantasma. Un fantasma asustado. Llega justo a tiempo para escuchar el anuncio de la muerte del Pipa Roberto.

—Hora del deceso: 20:25.

Y ve cómo van embutiendo el cuerpo de su amigo dentro de una bolsa negra. Y la cargan a la ambulancia.

Un oficial de la policía, en un acto compasivo, sacrifica al ternero de un disparo.

Tras cargar los cuatro cuerpos, la ambulancia abandona el lugar sin siquiera encender la sirena. La policía desarma la valla de cinta amarilla, y todo el mudo se pone en marcha.

En un par de minutos, el Chueco Ibarra se queda solo junto al charco de sangre que dejó su propio cadáver.

Así, los cuatro fantasmas permanecen en silencio, cada uno en su propia dimensión, sin poder ver a los demás.

 

 

La luna asoma pálidamente por entre las oscuras nubes que cubren el cielo cordobés. La poca luz que se va filtrando resplandece en una niebla que rodea a los cuatro nuevos espectros y le aporta un dantesco aspecto a la escena. Poco a poco las figuras fantasmagóricas comienzan a tomar forma. Primero se asustan ante la novedad, pero luego se reconocen.

Se miran, se estudian, no dicen palabra alguna.

El Pelado Vázquez desciende como una bruma negra y abraza a los otros tres, parados sobre el asfalto.

—¡Fue tu culpa, Chueco! —dice el pipa Roberto—. ¡Vos le disparaste al pibe! Y mirá cómo terminamos.

—¿Mía? ¡Fue tu culpa, por no mirar para adelante… pelotudo!

Se insultan y se tiran trompadas y patadas en el aire, atravesándose uno al otro varias veces.

—¡Ya! ¡Ya basta! —les grita el Tano Marrale—. ¿No ven que es al pedo? La culpa no es de nadie y es de todos… De todos, ¿entienden?

 

 

Una carcajada lúgubre quiebra la tranquilidad de la noche. Y unas sombras se van acercando a ellos: horrendas figuras sin rostro, deformes, que levantan en andas al Chueco Ibarra y al Pelado Vázquez. Como un tornado se los llevan y se pierden en el horizonte del asfalto.

Y al Pipa Roberto y al Tano Marrale un escalofrío les recorre las espaldas. Imploran al cielo en una súplica salvadora. Y se entregan a lo que venga.

Y miran aterrados cómo sus pies se van enterrando en el hirviente asfalto de la autopista. Descienden a las profundidades. Ven pasar velozmente las distintas capas del suelo, y sienten el calor de las entrañas más profundas de la tierra. Llegan a un pavoroso mar de llamas, oyen gritos desgarradores que son cada vez más intensos. Y… ese olor. Ese penetrante y asqueroso olor a azufre se hace más fuerte cuando llegan a las puertas del infierno.

 

 


Hugo A. Ramos Gambier es de Merlo, Provincia de Buenos Aires. Gusta de escribir cuentos y hace taller con la escritora Claudia Cortalezzi. Ha publicado en las revistas «Fantasía Austral» (Chile) y NM (Argentina). También ha publicado un cuento en una antología de autores de habla hispana, «Cuentos lejanos», que se editó en USA.

Este es su primer cuento publicado en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con PAREIDOLIAS, de Daniel Flores, y LOS FUNES, de Jorge Durán.


Axxón 261 – diciembre de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Fantasmas, Infierno : Argentina : Argentino).