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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

 

Flanqueado por dos números primos, el doce acompaña a la humanidad desde que ésta aprendió a contar: doce lunas marcan normalmente el ciclo de las estaciones, y eso significó durante mucho tiempo la diferencia entre la supervivencia y la muerte. Tal es así que hoy aparece en lo cotidiano (en las horas de cada medio día, en los meses del año) y en otras cuestiones más místicas o religiosas (sin escarbar demasiado, doce fueron los apóstoles que acompañaron a Jesús, y antes fueron doce los dioses principales de los griegos).

Como no se daba desde hace mucho tiempo, esta extensa Ficción Breve setenta y seis está formada por doce historias, y si hay algo que las unifica es, paradójicamente, la diferencia que hay entre ellas. Hay para todo, mire: terror, fantasía, ciencia ficción, realismo mágico e historias que rozan el filo del realismo. Puntos de vista muy variados, imaginación, humor, poesía, metaliteratura, referencias y contextos que el lector puede encontrar entre líneas y degustar con paladar exquisito.

A leer y disfrutar, entonces, estas doce historias que conforman esta muy bienvenida Ficción Breve número setenta y seis.

Dany Vázquez

 

 

 

EL ESPEJO NEGRO DE ANTIMATERIA – Enrique Urbina Jiménez
México MÉXICO

 

Cayó del espacio. Nadie se dio cuenta, sólo Julio. Dijo que escuchó un silbido después de ver un brillo negro que salía de las estrellas. Luego sintió que temblaba. Al principio no le creían porque nadie más lo percibió. Pero un haz de luz salió del pozo junto a su casa, delatando el lugar del impacto.

Gente del gobierno fue por el espejo para que nadie se lo robara. Julio reclamó que era suyo por haber caído en sus terrenos. No le hicieron caso. Lo sacaron del pozo con una grúa. No era más grande que una piedrita de río. Pero no lo escondieron. Lo metieron en una caja blanca y lo pusieron en la plaza para que todos lo vieran.

Muchos se acercaron a ese artefacto tallado por el universo. O por algo. Miles se miraron, pero nadie quiso contar qué veía en él. Algunos terminaron vomitando un líquido negro y viscoso. Otros uno blanco.

Hubo abortos, suicidios, orgasmos, maldiciones, epifanías, muertes. Científicos que lo estudiaron, que se vieron en él, inventaron propulsores espaciales. Otros, armas de destrucción masiva elemental. Al final, perdidos en el recuerdo de su reflejo, todos se olvidaron del espejo. Se extraviaron en sus revelaciones.

Pero Julio no. Él se había preparado como las voces de arriba le dijeron. Fue a rescatarlo.

Lo encontró olvidado, solo. Lo sacó de la caja, lo guardó en su bolsillo y regresó a su casa. Se miró en él según los rituales. Pero nada. No sentía nada. Aguantó los embates de la anti roca pero no transformó al mundo como le habían dicho. No vio ni un pequeño cambio.

Una noche, desesperado, se vio en las aguas muertas del pozo. Su lejano reflejo era igual que siempre. Regresó a su casa a colgarse.

Al amanecer, las aguas del pozo se estremecieron. El reflejo de Julio se había quedado toda la noche ahí, y al fin había conseguido escalar los muros de tierra. Al salir, Julio secó el agua de su rostro y caminó a la ciudad. Una explosión lo seguía.

 

 

 

 


AMOR CASI TOTAL – Miguel Dorelo
Argentina ARGENTINA

 

La conocí en circunstancias poco habituales.

En un principio me llamó la atención (no era para menos). Y, poco a poco, lentamente, me fui enamorando de ella.

Todos hemos viajado alguna vez en uno de esos cruceros intergalácticos que prometen hacernos conocer veintisiete planetas exteriores en cuatro días venusinos, no lo nieguen.

Era mi primer viaje, me tocó sentarme en el tercer nivel de la cuarta cubierta de popa.

Me acomodé en mi asiento ergonómico y casi al instante noté lo que usualmente sucede en estas naves interraciales: supuestamente diseñados para terriformes no se adaptaban del todo a mi cuerpo. El resto de los "asientos" eran el caos habitual: cilindros contenedores para los seres de plasma de Antares, poliedros para los ciudadanos de Haumea, pequeños pesebres para los "niños celestiales" o "jesusitos" como por lo habitual se los conocía, etc.

¿Ella? Ella estaba a un par de metros de mi asiento, inequívocamente femenina, así lo aseguraba el código de barras tridimensional que la acompañaba a unos pocos centímetros por encima de su cuerpo. Aunque la multisexualidad era aceptada universalmente, aún existían razas de las periferias que tenían algún tipo de prurito sobre esta cuestión y solo practicaban el sexo a la manera antigua: macho con hembra. En lo personal, por lo general me siento más cómodo en esa forma de relación, aunque he experimentado con todas las formas del amor. En el fondo, sigo siendo un romántico.

Contenida que no sentada (no poseía un equivalente a las asentaderas humanas, por lo menos en apariencia) y totalmente inmóvil si no tomamos en cuenta los destellos que emanaban desde la parte color magenta de su cuerpo. No tuve oportunidad alguna de poder establecer un contacto directo con ella, ya que las normas de un crucero de esta naturaleza exigen una serie de tediosos protocolos para interactuar con seres de distinta procedencia "a fin de evitar malentendidos que afecten la armonía del resto del pasaje", según reza en la letra chica del contrato que todo pasajero debe firmar al reservar su boleto de viaje. Una boludez total, pero imposible de soslayar. Debería esperar. Mientras tanto, mi mente trazaba planes de conquista de diversa índole, desde impresionarla con mis dotes de cantante lírico a subyugarla a través de esas caídas de ojos que tantas satisfacciones me habían proporcionado con las representantes femeninas de innumerables razas alienígenas. De lo que no estaba seguro es si Ella podía escucharme o verme a la manera humana, porque lo que seguí cavilando durante casi todo el resto del viaje sin que mi afiebrado cerebro diera con una solución segura. Llegado el caso, cuando estuviésemos frente a frente, improvisaría. Soy un optimista empedernido, sobre todo en cuestiones amorosas.

Nuestro primer destino era uno de los satélites de Júpiter, Aitné, en donde tendríamos la oportunidad de inaugurar el nuevo Hilton siete cuásares.

Ya en nuestro destino, volví a verla en el salón principal del complejo; ya no lucía el destellante magenta de la nave, toda Ella se había vuelto traslúcida con un ligero tinte violáceo: su forma de desnudez. No me pregunten por qué; el amor, el verdadero amor, no admite explicaciones de ningún tipo, solo sé que esto incentivó mis sentimientos hacia Ella de un modo que bien podía equipararse a los grandes amores de la historia intergaláctica.

Me dirigí hacia donde se encontraba. Estaba sola y algo apartada del resto, así que me ubiqué cerca para contemplarla mejor. De forma ligeramente oblonga, no poseía ningún tipo de apéndice equivalente a nuestros brazos y piernas, no se observaba tampoco algo que se asemejara a una boca, ojos, nariz ni oído.

Era todo un desafío el que se me presentaba; mi corazón estaba desbordado con su presencia tan cercana, comprendí que ya mi vida no tendría sentido si no lograba que Ella correspondiera a mis sentimientos. Noté que otro de mis órganos, algo más prosaico, también estaba reaccionando ante su cercanía de una manera que hacía mucho tiempo no hacía.

—Tengo que conquistarla —me dije mientras hacía malabares para ocultar mi tremenda erección.

Surgió el cómo de inmediato; todas las razas conocidas tienen insertados en sus cerebros el CCU (Chip de Comunicación Universal) con el cual se había logrado vencer las barreras idiomáticas por medios telepáticos. Tuvimos una primera charla de lo más interesante e incentivadora.

Resumiendo: soy el hombre más feliz del Universo; Ella siente lo mismo que yo, me lo ha hecho saber.

Nuestro amor es algo sublime, superior en todo sentido, nuestras almas ya no son dos entes individuales sino una sola y fantástica cosa.

Hasta aquí la narración de los hechos acontecidos hasta llegar a este presente mezcla de felicidad e intensa frustración. Aquellos inconvenientes que nuestro amor tuvo que superar en estos dos días (unos cuatrocientos seis días terrestres), costumbres, hábitos alimenticios, períodos de sueños, etc., fueron superados con creces por la intensidad de nuestro Amor, no me canso de mencionarlo; el más hermoso que alguna vez existió.

Pero… Cuatrocientos seis días son muchos para un auténtico representante de la raza humana. Corrijo: para un representante macho de la raza humana, joven, hormonalmente sano… Y más que ansioso por consumar esta relación idílica pero incompleta.

Sexo, claro que sí. Indispensable, irremplazable. Complementario del amor, si lo prefieren así. Hermoso y satisfactorio: Sexo, sexo, sexo…

Aunque mis deseos carnales ya son de un tenor imposible de contener y soportar, debo tratar de ser lo más delicado posible; las hembras de Isthar son seres sumamente sensibles y muy reservadas. Es costumbre milenaria y secreto muy bien guardado el procedimiento de la cópula con el macho, sea éste de la raza que fuera. Cualquier desliz en el intento de unión puede incluso terminar con la vida de uno o ambos integrantes de la pareja.

Como bien dice el "Libro Único y Verdadero de la Consumación Final" de la cultura Istharita, "El verdadero Amor guiará a las partes sin necesidad de comunicación alguna en el momento culmine". Yo la amo y ella me ama; o eso creo. No tendría que haber ningún inconveniente en la cópula, pero…

Mi amor por Ella es muy grande y a estas alturas mi deseo de poseerla es aún mayor, pero también lo es mi miedo a la muerte, por qué negarlo. Y es por eso que ruego encarecidamente a aquel que lea este relato, haya pasado por una situación similar y tenido la dicha de consumar su relación me guíe, responda al interrogante que he tratado en vano de dilucidar en todo este tiempo.

¿Por dónde, por dónde, carajo?

 

 

 

 

ENCARGO LITERARIO – Álvaro Ruiz de Mendarozqueta
Argentina ARGENTINA

 

Siempre pensé, y a veces lo dije, que jamás sucumbiría a escribir por encargo.

Que jamás toleraría que alguien me dictara la idea, la trama, los personajes y que hasta se metiera de lleno en el estilo.

No sé si recurrió a mí por mi trayectoria, más bien escasa, en revistas de ciencia ficción de aficionados —alguna de ellas de poca categoría—. La cuestión es que ahora me pide que cuente la historia de unos huevos que, descubiertos por curiosos astronautas, se abren y dejan salir una especie de cangrejo reptil que se adhiere a la cara de los astronautas. Posteriormente el bicho ese muere y se desprende de las caras, los astronautas creen estar bien hasta que les surgen horribles dolores y una especie de reptil homínido sale al exterior de sus propios cuerpos haciendo explotar sus entrañas.

Una vez fuera de los cuerpos matrices, crecen rápidamente y se dedican a hacer toda suerte de tropelías (frase inaceptable para mi cliente). Atacarlos es un evento peligroso porque la sangre de los reptiles, de color verde claro y consistencia gomosa como el adhesivo de contacto (metáfora considerada desafortunada por mi cliente), es altamente corrosiva para casi todas las sustancias y para el cuerpo humano, lo que los torna peligrosos en extremo. A su vez, su voracidad es ilimitada y, ayudado por un par de portentosas fauces una dentro de otra, es un arma letal cuando se decide a atacar. Para procrear caza humanos para hacer que los cangrejos pongan el embrión dentro de las víctimas. Para evitar que se extinga la raza humana, dado que la necesita para procrear y comer, crían rebaños de personas como si fuesen ganado.

Hice varias versiones que mi cliente revisa con detalle; lo conozco, gruñe cuando algo no le gusta. Me desata el brazo para que lo corrija y así lo hago. Tuve mi dignidad, lo recuerdo perfectamente, una vez no quise corregir y el cliente se lastimó un brazo y dejó que su sangre cayera sobre mis rodillas; perdí mis piernas en segundos. Todavía sigo pensando en lo que pasó y no sé si incluirlo en la historia.

La historia hoy es casi una novela y, la verdad sea dicha, está quedando muy buena.

 

 

Ilustración de M.C. Carper

 

LA BALADA DE DUIR Y SU AMOR GALANTE – Daniel Frini
Argentina ARGENTINA

 

Mi amado me habla siempre con palabras suaves. Acostumbra describirme, dulcemente, alabando mi tersura al contacto de sus manos, mi perfil marcado, mi aroma "a majestuosidad de la madera del roble" como suele decir, y razón por la cual me llama Duir; que es la palabra con que los viejos druidas nombraban al Árbol. Él dice que tengo su energía, su nobleza y su fuerza, y también dice que soy resistente, flexible y ágil como el acero de Mondragón, el mismo con el que hacen las espadas toledanas los tenaceros de las ferrerías de Soraluze y Tolosa.

Con voz cansina, me cuenta de su pasado en las filas del ejército del Rey Carlos, cuando participó en el incendio a Medina del Campo, bajo las órdenes de Adriano de Utrecht; y las victorias sobre los comuneros en Tordesillas y Villalar; y de su intervención en las ejecuciones de Padilla, Maldonado y Bravo; de sus cabezas expuestas durante nueve días en el garavato de la Plaza Mayor; y cómo después el mismísimo Rey lo elevó al cargo que mi dulce caballero ocupa hoy.

Me habla con los ojos empañados en lágrimas de emoción. Dice que así se siente al verme y acariciarme; y yo me veo transportada a la gloria de la felicidad. Dice, también, que cuando me abraza, es el hombre más poderoso del mundo; más aún que Carlos, aunque éste reine sobre Castilla y Sicilia y Nápoles y las Indias y todo el Sacro Imperio. Entonces, me siento una princesa y brillo aún más para él.

Él me sujeta con sus brazos fuertes y seguros. Recorre mi figura con sus manos ásperas y siento, sin embargo, sus suaves caricias. Me toma firmemente y eleva mi cuerpo en el aire. Allí quedo estática, por un instante que es toda una eternidad. La visión es hermosa: yo, en lo alto, sostenida por el hombre que es mi razón de existir; él, gigante, con su cuerpo atlético tensado hasta el punto en que parece estallar, su melena azabache apenas movida por la brisa veraniega; su torso desnudo, sudoroso; parado sobre los dos pilares que son sus piernas, separadas apenas para lograr un correcto equilibrio; en una danza que hemos repetido cientos de veces. A los pies de mi amado, arrodillado y con su cabeza en el cadalso, está el Maestre Condestable Don Martín de Cardés, reo acusado de pecado nefando por el Santo Oficio de la Inquisición, y relajado a la Justicia del Rey que lo condena a morir decapitado bajo el hacha, en esta muy noble y leal Villa de Calahorra. Alrededor nuestro, en los tablados y las ventanas, los muchos asistentes venidos de todos los lugares de esta comarca, se desgañitan gritando groserías.

La eternidad se acaba y mi querido me impulsa para caer con fuerza. Su destreza en estas artes y mi filo separan, limpiamente, la cabeza del cuerpo. Me apoya suavemente a su lado y toma por el cabello a la cabeza del ajusticiado que aún abre y cierra sus ojos de pupilas dilatadas. La muestra al populacho, que estalla en una explosión de regocijo.

Después, cuando el cadalso queda solo y los monjes mendicantes se han llevado el cuerpo del ejecutado, me toma nuevamente con cariño y con un trapo mojado en aceites livianos; lentamente, mientras me habla otra vez con palabras tiernas, va limpiando de sangre el acero de mi hoja, venido del hierro de las laderas del Udalaitz, y fraguado a la calda en Bergara, según la antigua usanza de los maestros espaderos vascos. Cambia de trapo y seca mi mango de madera de roble quejigo nacido en la llanada de Álava, y en el que él, mi enamorado, grabó mi nombre con su daga. Luego baja la escalera del patíbulo cargándome en equilibrio sobre su hombro derecho, mi cabeza a su espalda; y toma con su mano izquierda la pequeña bolsa de cuero que contiene los dos florines con que los familiares del muerto le pagaron para asegurar que él, mi luz, me hubiese afilado adecuadamente, y que no fuesen necesarios más que un par de golpes para acabar con la vida del infortunado.

 

 

 

 

DEL TIEMPO Y LOS INSECTOS – Cristian Nuñez
Argentina ARGENTINA

 

No bien empecé mis vacaciones, Mónica aprovechó para recordarme que debía terminar de armar el mueble del baño.

—Mi amor —dije—, si te prometí que lo iba a arreglar, lo voy a arreglar —y le aclaré—: no es necesario que me lo recuerdes.

—Todos los años te lo tengo que recordar, Omar.

No tuve más remedio que poner manos a la obra, con mucho amor —aunque con muy poco entusiasmo—. El aburrimiento llegó antes que el cansancio, y dejé la tarea por la mitad. En mi biblioteca busqué Solaris, a ver si la leía de una buena vez. La tarde era serena, calurosa y húmeda. Acomodé la silleta de cara al jardín, y me dispuse a leer.

A los pocos minutos, oí el impertinente revoloteo de un moscardón. Lo miré un par de veces con cara de malo, pero al bicho no le importó una mierda: insistía, dale que dale, y ya con zumbido de enjambre. Entonces fue a posarse en mi antebrazo. Lo espanté teatralmente, fastidiado. Tampoco resultó: al rato lo tenía revoloteando otra vez.

No conté las vueltas que me dedicó, fueron demasiadas para mi paciencia. Llegué a pensar que lo hacía a propósito. Agité las manos para ahuyentarlo y, como si el bicho pudiera escucharme, ensayé algunas malas palabras.

Segundos después me raspó el dorso de la mano con sus patas, y de un solo zarpazo lo vi caer pesado y final. Experimenté lástima, vergüenza. Pensé en lo frágil de la vida, aun en la de un insecto que ni siquiera sabe que está vivo. ¿Acaso estamos más vivos los hombres, sólo porque creemos conocer el concepto del tiempo? Saber del paso de las horas y lo que se llevan nos convierte en mortales, y acaso las otras criaturas, por ignorar la muerte, sean eternas.

Volví a la lectura, pero no podía concentrarme. Fui a la heladera y destapé una Heineken.

 

Cuando volví me llamó la atención un reguero de hormigas que se me venía desde algún escondrijo del jardín. Con destreza, aquella línea esquivaba las macetas y hojas caídas. Llegaba con impecable orientación hasta el moscardón, que yacía patas arriba junto a la silla.

Me senté y seguí leyendo. Cada tanto veía cómo lo desarmaban con eficacia de mecánicos, y se llevaban los restos a su hormiguero, quién sabe con qué oscuro propósito. Después de unos minutos, del molesto bicho sólo quedaba un molesto recuerdo. Seguí leyendo hasta que se hizo de noche.

 

A la mañana siguiente me levanté tarde. Me llevé el mate al patio y me atornillé a la reposera, dispuesto a seguir conviviendo con la gente muerta de Lem.

Me habían estado esperando: después de la cuarta página y el sexto mate caliente, apareció el intermitente desfile de hormigas. Como si un extraño sentido del deber las hubiera atraído de vuelta, ahora trasladaban su cargamento con lentitud de procesión. Primero armaron las patas, con delicadeza de cirujano. Después —como si resolvieran un rompecabezas— tres insectoides piezas anatómicas fueron formando un tórax. Le adosaron las patitas. Con esfuerzo y paciencia encastraron un robusto y lobular abdomen que habían dejado en un rincón. Acomodaron una bolita con dos grandes puntos rojos. Por último, dos translúcidas alas estilizaron el modelo. Entonces, sin prisa —acaso con satisfacción por la labor cumplida—, se replegaron a las humedades y sombras del jardín. El mosco quedó en el mismo lugar en donde había caído muerto.

Lo miré como se mira un eclipse o una lluvia en un día radiante. Solté el mate y el termo, me di vuelta y me dediqué a observarlo: panza arriba, pataleaba con vigor de resurrección. Iba a tocarlo —porque a veces el tacto es menos mentiroso que la vista—, y cuando le acerqué el índice se dio vuelta, batió las alitas y levantó vuelo.

Dio un par de vueltas con zumbido de lejano motor. Fue y vino varias veces entre las flores y la parra, hasta que se decidió a sobrevolarme, arriesgado, con la descortés osadía del que se cree inmortal.

Me levanté libro en mano, hice unos cálculos y apunté muy cuidadosamente: en medio de una de sus incursiones iba a sacudirle un violento revés. Pero no pude: cometía una infamia, y sentía una paralizante curiosidad en medio de mi terror. Me controlé, lo dejé vagar tranquilo, y al rato se fue.

Seguí leyendo, y al atardecer me levanté a buscar algo fresco para tomar. Llegando al umbral de la cocina —que da al patio— vi una mancha negra huidiza sobre las lajas, que se me cruzó por delante. Reaccioné dando un paso atrás, y la cucaracha se detuvo en seco. Giró vigorosa, parecía dispuesta a correr hacia la casa. Por instinto —o por costumbre, no sé— adelanté un paso torpe y la aplasté con el taco.

Me sacudió una culpa inmediata. Después de mirarla como se mira una flor deshecha en el asfalto, la levanté con la conciencia de estar realizando un acto tan sagrado como repugnante. La llevé al borde del jardín, y con delicadeza la dejé junto a la silleta. Y me senté a esperar.

 

Ya la tarde se pausa, caliente y rojiza. Tras los tapiales, los árboles filtran un cielo anaranjado. Un hilo de puntuales hormigas ya se mueve zigzagueante.

Y yo me quedo a ver, aunque se haga de noche. Mañana seguiré leyendo, o quizá termine de armar el mueble del baño.

 

 

 

 

LLUEVE POR FIN – Jorgelina Etze
Argentina ARGENTINA

 

La tierra, agrietada y amarillenta, recibe el agua con avidez. Desde que había caído la última gota pasaron seiscientos cuarenta y tres días.

Ya no hay vegetación. Ni sembrados, ni flores, ni césped.

Nada.

Los animales también se perdieron. Miles de cabezas de ganado muertas de sed y hambre.

Pero ahora no ocurrirá lo mismo que la última vez. Ahora estamos preparados: el sistema recolector almacenará hasta la última gota.

El gobierno estableció un plan de racionamiento. Parte del agua se embotellará y distribuirá con extremo control, otra parte se utilizará para riego de los cultivos autorizados. Con el tercio restante, se saciará la hacienda que aún resiste.

 

Llueve, por fin, y parece que no amainará pronto.

El cielo enviciado, gris y feroz, anuncia una tormenta memorable. Torrentes cayendo del cielo. La humanidad se regocija en este festín de humedad.

Probablemente los prados nunca volverán a ser verdes, quizá ya no veremos ríos caudalosos; pero, con tanta agua, se llenarán los cauces de los riachos.

Llueve, y abro las ventanas, ansioso de inspirar el aire fragante, cargado de tierra mojada.

Pero no es eso lo que huelo.

Azufre, ácidos, podredumbre.

La lluvia no es transparente, el agua no es cristalina…

Llueve, por fin.

Pero ya es tarde.

 

 

 

 

LOS ESTANDARTES AZULES – Maximiliano E. Giménez
Argentina ARGENTINA

 

El ataque comenzó antes del alba: no lo esperábamos. Las máquinas de guerra de los invasores rompían la tierra a su paso, mientras las armas aéreas llenaban el cielo del amanecer como inverosímiles enjambres trepidantes.

Se trataba de una raza horrenda proveniente de las cercanías de la Nube Mayor. No habíamos sabido de ellos hasta que fue demasiado tarde, en parte porque a pesar de nuestro denodado esfuerzo, en casi cien años de desarrollo espacial no habíamos logrado aun romper el cerco de los planetas interiores y saltar hacia las estrellas. En parte, también, porque las prioridades de la población (y del gobierno) no habían contemplado hasta entonces la vigilancia intergaláctica.

Como parte de mi unidad de defensa, los Bravucones del Río, acosamos a los monstruos mientras se desplazaban a través de los distritos del sur, dejando a su paso la peste maloliente que los acompañaba. Las fuerzas de la Guardia Amarilla y los Bastardos Colosales se nos sumaron en cuanto cruzamos Las Canteras, y logramos desviar a una columna de alienígenas y separarlos de su grupo.

A corta distancia eran aun más horribles de lo que parecían. Sus cuerpos hinchados, bulbosos, su andar pesado y amenazador, los asemejaban a espantosas bestias carroñeras que corrompieran el territorio para poder medrar en él. Muchos de los nuestros cayeron en la maniobra, pero no nos amilanamos. De a poco logramos conducir a las criaturas hacia un corredor flanqueado por altas paredes del que sólo se podía salir ascendiendo una empinada elevación. Del norte nos llegaban noticias desoladoras: los monstruos habían cruzado los anillos de defensa y avanzaban ya hacia las sedes de gobierno. Al oeste la resistencia se mantenía, pero contaban con nuestra firmeza como última baza.

Frente a nosotros, las bestias observaban un comportamiento errático: atacaban, se reagrupaban, avanzaban y retrocedían. Por un momento el combate se detuvo. Mientras parecían celebrar conciliábulo, pude divisar bestezuelas de menor tamaño que impresionaban oficiar de auxiliares para la batalla: seres deformes y achaparrados, obviamente diseñados para funciones específicas fuera de las cuales su existencia no tenía sentido.

De improviso los alienígenas se coaligaron e intentaron romper el cerco que habíamos montado. El combate se reanudó y forzamos a los monstruos a retroceder hacia las elevaciones desnudas, donde deberían rendirse o ser aniquilados. La sombra profunda de la noche y las luces de los fuegos recortaban las formas del enemigo sobre la hierba corta, las estrellas familiares anunciaban nuestra gloria, el sabor de la victoria.

Súbitamente un clamor surgió de nuestras tropas, que estaban abajo. Sobre el borde de la colina había aparecido una nueva oleada de monstruos, que avanzaba hacia nosotros bajo impíos estandartes azules como un ejército alucinatorio. Sobre ellos colgaban las alas de pesadilla de los pájaros de guerra, reluciendo en el espacio nocturno mientras diseminaban la muerte a sus pies.

Nuestras tropas se lanzaron al encuentro de una destrucción segura bajo una lluvia de plomo y azufre, sin pensarlo y sin dudar. Pero fue el reconocer esos estandartes nefandos lo que me quitó el alma mientras atacaba al enemigo tantas veces superior. Sabía que no perdonarían a las larvas, a las crías, a las reinas. Sabía que destruirían el planeta, lo destriparían y lo despedazarían, y consumirían a todas las criaturas vivientes hasta no dejar más que una piedra calcinada, que luego vaporizarían o utilizarían como combustible. Eran una raza tan terrible que el relato de sus crímenes era casi todo el conocimiento, y el más sustantivo, que había logrado legarnos la Antigua Raza. Reconocí las banderas de la Tierra y me sentí morir mientras moría, mientras los míos caían sobre el suelo de mis antepasados.

Estábamos perdidos: nos invadían los terrestres, los asesinos de mundos.

 

 

Ilustración de M.C. Carper

 

NIMIATEK – Álvaro Morales
Uruguay URUGUAY

 

Nimiatek comenzó siendo una ingeniosa broma. Hoy es el sistema tecnológico que permite revelar la naturaleza de la realidad. No pida que lo explique, no podría. Tan sólo eso, en el centro de una gran sala oval, una pantalla semicircular de tres metros de diámetro perpetúa en soledad sus inapelables mecanismos. En sus cuadriculas puede verse todo, el diagrama del mundo humano y de su intelecto. Pero algo ha fallado hace unos momentos. La pantalla tintineó, estuvo unos inigualables segundos a oscuras, y luego volvió pero presa de una extraña interferencia. Los analistas, situados a miles de millones de kilómetros de distancia, no salían de su asombro, pues en la pantalla sucedía otro inaudito. Mostraba algo «que no estaba ahí». Desconcertados, llamaron al técnico experto para que reparara el error. Ingresó a la sala con gesto de displicencia. En el overol, manchado y de un color que era apenas el recuerdo de otro color, decía Nimiatek S.A. Recorrió los diez metros hasta la pantalla y la quedó mirando. Luego, sin ningún tipo de preámbulo, le propinó una violenta patada en la base con la suela de su zapato. Las imágenes fantasmales desaparecieron de la pantalla, todos los cuadrantes volvieron a su estado original, la realidad en su conjunto encontró las torres de sus castillos, los dinteles de las grandes puertas de sus fortalezas y a cada uno de sus guerreros como se suponía debían estar. El orden volvió a estar en orden. Sus pilares volvieron a estar tan firmes como para sostener un mundo. La tranquilidad volvió al rostro de los asesores, y éstos, casi al mismo tiempo pensaron que difícilmente volverían a saber lo que era el asombro en el resto de sus vidas y que aunque esto fuera inapelable, en realidad era una suerte y debían estar agradecidos.

Desde aquí he visto todo esto sin demostrar mucho asombro, pero sintiendo que las ansias me desgarraban desde adentro. La pantalla ha tintineado. Luego se ha quedado a oscuras. Pero yo lo vi antes, como parte del todo, no como una imagen borrosa o plagada de interferencia, sino como una parte más, constitutiva de la realidad. Lo he visto en esta otra pantalla también semicircular, la real, la que igual que la placa en mi nuca, lleva en letras doradas el logo de la verdadera Nimiatek.

 

 

 

 

LA NOCHE DE LAS FIERAS – Sergio Bonomo
Argentina ARGENTINA

 

A veces, Violeta se pone de espaldas. No la ves, pero está ahí, con sus labios pintados rojo furioso.

De espaldas a la ciudad, ella imagina un destino de fiera agazapada, de felino que trepa sobre el filo de la noche.

Violeta husmea en la basura, en las bolsas mugrientas. Inaugura en cada crepúsculo el hálito sumiso del hambre, la mansedumbre de lo que no fue.

Compañera de la noche, ella se acurruca en el porche de un edificio de lujo, para que la luna la bese en la distancia, esquiva, reconcentrada, iluminada de desolación con la marca de la muerte.

Una gata en celo arquea su lomo frente a Violeta, y una multitud de estrellas se avecina junto al agua oscura del cordón de la calle. La canaleta exuda un simulacro de navegación: los excrementos de la ciudad. La mierda que quieren ocultar en la luz del día, iza sus velas en la noche. Esa singular embarcación emprende el viaje solitario hacia la esquina muda, y desemboca en un mundo siniestro, donde media docena de ratas roen desechos que las justifican.

Violeta se acurruca contra al vidrio iluminado. Un hombre ruge desde adentro. La voz rebota contra la puerta como fauces acechantes. El hombre la observa, se agazapa. Lleva un bastón pegado a su cadera. Y una gorra, como de policía. Ahora el hombre levanta su mano hacia ella: ¿una garra voraz, o es la luz poderosa que confunde las realidades?

La realidad, Violeta: un animal salvaje que te levanta la pollera, que merodea tus muslos con su lengua áspera, que escarba aquello que oculta tu pudor, y que puja y se enciende ante tus piernas abiertas.

La realidad: ese hombre de ojos hambrientos que te hace señas, que amenaza con saltar sobre el picaporte para lanzarse sobre vos, Violeta, muda, límpida, inofensiva en el umbral.

Ella intuye que en cualquier momento deberá levantarse, que las intenciones de él no se limitan a la mera intimidación. Violeta deberá recoger bártulos y desesperanzas, y cruzarse al amparo del Parque Las Heras.

Son horas rotas, Violeta, nada que hacer, nada que ver, nada en donde desmoronarse ahora. Madrugada extraña, solitaria, extrema.

La luna gira: un espejo en la soledad de los cuerpos que deambulan a estas horas. La pareja que se sienta en el banco —el sabor de sus besos, la voracidad de sus caricias te traspasa—. El tipo que pasea el perro en la negrura desolada. Una botella que grita su vacío.

Sólo ella, Violeta, la luna, la calle, las migajas de sueño. Lo sucio, lo bello. Nada.

Violeta recostada en el pasto, de cara al cielo, no ve al tigre que se acerca, no huele su hedor de selva. El tigre, sigiloso, relamiéndose entre maldiciones, sube por Salguero. Deja atrás la placa que conmemora a Valle: tiene a tiro a Violeta. Corre. Sediento de sangre y de vida se arroja sobre esa presa que no lucha, que se entrega con una convicción que ni ella misma entiende.

Y el tigre la cubre con su lengua, con sus patas, con su cuerpo de tigre, con sus rayas borgeanas que nombran el universo entero.

Y luchan ahora. Ahora sí. Ahora le hierven a ella las entrañas, el instinto de supervivencia.

Y el calor de la sangre acude a los poros de la piel, a la boca de Violeta, a los pelos de punta del tigre.

Es noche de luna, debió presentirlo, debió darse cuenta. Pero es tarde. Ya el tigre ha saciado su hambre, su sed de carne y alma. Violeta, con la noche, con la luna, recoge sus bártulos y su desesperanza, sola en el pasto, aguarda. Se duerme.

Sueña.

Sueña que está viva, que su corazón late, que es de día, que el sol se alza entre los edificios, y que la noche está ya lejos, muy lejos, en donde un tigre la devora.

El tigre, sigiloso, relamiéndose entre maldiciones, sube por Salguero.

 

 

 

 

EL PUNTO – Ricardo Manuel Hermida
Brasil BRASIL

 

Al principio sólo fue un punto, un punto que nada insinuaba pero que insistía en hacerse notar.

Había estado allí durante algún tiempo, algunos días quizás; el tiempo no era algo que notara con claridad, a pesar de que el reloj despertador percutía débilmente para recordárselo cada segundo.

No sin esfuerzo, logró sentarse en la cama y miró hacia donde, sabía, se encontraba la puerta. El resplandor que entraba por la abertura le hizo creer que era de día. En realidad no lo era, pero su vista ya no le permitía diferenciar la luz eléctrica de la cálida luz solar; rascó su canosa cabellera, que afortunadamente la edad no le había quitado aún, pensando en donde estarían sus hijos en ese momento. Palpó sus manos sintiendo las profundas arrugas y así, pensando, con un poco de hambre que comenzaba a canturrear en el estómago después de mucho tiempo, se acostó nuevamente.

Tiempo, pensaba justamente, cuánto tiempo más viviría para seguir molestando a sus hijos. Se había convertido en algo más frágil que un bebe, por no decir también muchísimo más desagradable.

Sus nietos, que al principio lo visitaban con frecuencia, ya no lo hacían más. Los comprendía y los perdonaba. Después de todo, pensó, no los molestaría por mucho tiempo más.

En ese momento, ese punto que brillaba débilmente, creció un poco y alumbró con mayor fuerza; era lo único de todo lo que veía que no aparecía empañado.

Un punto.

No notó su importancia en ningún momento; tampoco se le ocurrió tratar de deducir su origen; ni siquiera cuando, contándoselo a su hija, ella aseguró no ver nada.

Pero allí estaba.

Su pareja hacía tiempo que había partido. Recordó que ambos habían tenido alguna vez pequeñas metas, de las cuales no pudieron cumplir ninguna. Nunca supo por qué. Pero a pesar de dejar truncas muchas ideas, había tenido una vida feliz, que era más de lo que se podía decir de mucha gente. Y eso, por supuesto, lo veía ahora cuando su vida estaba llegando a término.

El punto se agrandó más, convirtiéndose en una mancha luminosa. En ese momento, se sintió raro, y un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Con miedo trató de agarrar los anteojos que se encontraban en la mesita de luz, pero su mano golpeó todo lo que se encontraba sobre ella, arrojándolo al suelo. Fue entonces cuando notó que no veía nada más que la mancha de luz, una negrura total se abrazaba a su cuerpo y sólo la mancha se dejaba ver.

Ruidos extraños llenaron el ambiente, pudo notar que sus huesos y articulaciones ya no le causaban dolor, lo cual era un alivio, pero la situación era desesperante, ya que sabía que estaba muriendo.

El reloj despertador dejo de sonar, reemplazado por insólitos ruidos que jamás había oído, entre ellos una mujer que gritaba dolorosamente, casi con desesperación.

El miedo ganó terreno. Él se preguntó si ahora era su turno de pagar sus pecados en el infierno.

La mancha comenzaba a agrandarse, las voces estaban conmocionadas, el intestino se le soltó por el miedo y sintió vergüenza, la fría habitación se volvió cálida; y el pensar que quizás el fuego del infierno era lo que provocaba el aumento de temperatura le causó pavor, sus pulmones dejaron de respirar y de esta forma abandonó el mundo.

Aún escuchaba sus latidos golpear con fuerza, mucha más fuerza de lo normal. La mancha había crecido hasta el punto de ocupar casi todo su campo visual, había apremio en las voces y la mujer gritaba ahora terriblemente. De pronto la luz fue tanta que lo cegó, sintió dolor y no sin esfuerzo pegó la primera bocanada de aire, las voces que hace unos minutos estaban alteradas habían callado, sintió miedo y rompió a llorar.

Fue en ese momento que escuchó su última frase estando consciente, era una voz masculina que dijo:

—Felicidades, es un varón.

 

 

Ilustración de M.C. Carper

 

LO QUE JAMÁS TE PERMITE QUE DEJES DE GRITAR – Cristina Chiesa
Argentina ARGENTINA

 

Ella tenía miedo esa noche. Un miedo impreciso, neutro. Algo le molestaba, y no podía dormir. No supo en qué momento, pero sintió que en la escalera se movía algo. Un sonido sibilante, un arrastrase de un cuerpo, como si una sombra se estirara entre las sombras.

Quiso abrir los ojos y no pudo. Porque el sueño era como una plancha metálica sobre su cabeza.

Se agitó y manoteó a los costados, ahogada. ¿Qué era esto? ¿Era el sueño, era la realidad, era su grito, su jadeo? ¿O un algo que se transformaba en un escenario palpable, visible? Algo que se arrastra, que sisea, que viene hacia ella en la penumbra gris de una madrugada, que no se apura en clarear.

Se incorporó en la cama, sudada, erizada: sólo sombras. La puerta, en su sitio, permanecía entornada.

Cerró los ojos, inquieta. Y un peso leve en los pies la desconcertó. El gato, seguramente. Pero no, con horror ve la cosa que trepa por la cama. Una cosa oscura, larga, pegajosa. La cosa repta hacia su cara, saca una lengua angosta y le roza la boca.

De un manotazo la aparta, asqueada, pero los brazos le pesan, igual que los párpados. Y la cosa insiste: empuja sus labios, los abre y se mete en su garganta. Ella tose, trata de escupir, pero la cosa, imperturbable, sigue y baja y baja hasta sus tripas, se anuda, las revuelve, las muerde. Y el dolor estalla.

Y ella, en una agonía roja, grita y grita. Grita por encima de las sirenas que espantan al tránsito. Grita y grita. Y hasta el final, eso jamás le permitió que dejase de gritar.

 

Esa mañana, cuando a las 7.30 por fin aclarece, el médico le da el parte a la familia: sub oclusión intestinal, con complicación peritoneal, shock súbito. Con cara impersonal agrega: lo siento mucho.

 

 

 

 

NÁUFRAGOS DE LA TIERRA – Hugo Ramos Gambier
Argentina ARGENTINA

 

Horacio no puede quitar sus ojos de Elvira. Ella, su esposa, tiene la vista perdida en el horizonte.

—¡Te ves tan bella, en la proa del Titanic!

El cielo parpadea un par de segundos, como el cartel de una marquesina en cortocircuito. Se apaga y enciende intermitente.

—Igual que ayer —dice, ofuscado.

—Fue solo un instante, mi amor —Elvira le resta importancia al asunto—. ¿Ves? Ya está estrellado y limpio de nuevo.

Junto a la baranda del transatlántico, él la abraza y la besa apasionadamente.

—Date la vuelta y extendé los brazos —le dice—. Mirando al mar.

—Déjate de joder, Horacio. —Ella se ruboriza—. Ya no estamos para estas cosas. Se van a reír de nosotros.

—¿Cómo que no? —dice él, haciéndose el enojado—. ¿Me estás diciendo que estamos viejos? Fijate en aquel pelado y la pelirroja, deben de tener nuestra edad, se divierten como dos tiernos adolescentes.

—Está bien. —Se convenció Elvira—. Pero agarrame fuerte, esto me da vértigo.

—Dale, subí a la primera baranda, que yo te tengo.

—¿Así? —Elvira sube y extiende los brazos.

—Así —Horacio sube detrás, la agarra de la cintura y después extiende los brazos junto con ella. La besa en el cuello y le pide que cierre los ojos. Él también los cierra. Y se dejan acariciar por la suave y helada brisa del Atlántico Norte.

Un sacudón del barco y quedan apretujados.

—¡Epa! —dice ella con un tono irónico—. Te estás aprovechando.

Horacio ni alcanza a contestar: otro sacudón mucho más fuerte y prolongado los desparrama por la cubierta.

Suena una sirena, y la gente corre por la cubierta del barco; algunos desesperados, vociferando los nombres de sus hijos, de sus padres, de sus parientes.

Los tripulantes del Titanic se apuran a desenganchar los botes salvavidas.

En el medio de la cubierta y del caos, una mujer grita con terror que qué fue ese sacudón.

Un tripulante flacucho, que no llega ni a los veinte, la mira más aterrado que aquella señora.

—¡Chocamos contra un iceberg, señora! ¡El Titanic… el Titanic se hunde!

La mujer echa a correr como loca por toda la cubierta del barco. Finalmente, no puede controlar el pánico y se arroja por la borda.

Horacio y Elvira la ven perderse en las aguas del océano, junto a otras personas, que no saben si tomaron la misma y desgraciada decisión de la pobre mujer o no tuvieron la misma suerte que ellos de mantenerse sobre la cubierta.

El Titanic se está hundiendo. La proa se eleva cuarenta y cinco grados, el agua se mete por todos lados. Y el cielo vuelve a parpadear.

Elvira se desliza por la cubierta y va directo al interior del barco. Horacio se suelta de la baranda y la sigue.

—¡Elvira! —grita con fuerzas mientras ruedan hacia el fondo del Salón de Fiestas.

La orquesta continúa tocando una música alegre que contrasta con ese infierno, donde los muebles flotan acá y allá.

Elvira cae escaleras abajo, y Horacio sigue el mismo camino unos metros atrás. Por fin chocan contra algo, se detienen.

Todo es penumbra. La luz de la bodega es muy pobre y titila, pero alcanza para ver un automóvil. Es un Rolls-Royce.

—¿Estás bien? —dice Horacio, ayudando a levantarse a Elvira.

—Sí, estoy bien. ¡Qué caída! Fue tan…

Y él se sobresalta cuando algo aparece y golpea en la luneta del Rolls-Royce. Una mano contra el vidrio empañado. Se oyen gemidos desde el interior del auto.

—¡Shhh! No hagamos ruido —dice Horacio—. Están garchando.

—¿Qué hacemos? —pregunta Elvira. El agua ya le llega a las rodillas.

—Y… nos vamos —dice el marido—, el auto ya está ocupado —se ríen.

Horacio da un golpecito al baúl del Rolls-Royce y salen de la bodega en busca de una salida.

Se cruzan a mucha gente con chalecos salvavidas.

En uno de los pasillos, encuentran al pelado y a la pelirroja.

—¿No es fantástico? —dice el pelado—. Nunca imaginé que llegaría a vivir esta experiencia.

Horacio está a punto de contestarle, cuando el capitán hace su aparición en el pasillo. Pasa entre medio de ellos, parece mirar a Elvira. Seguramente se dirige hacia cubierta.

Los cuatro caminan con el agua hasta la cintura. El pelado no para de hablar boludeces: recita hasta el último detalle de la construcción del Titanic, las medidas, los materiales, el tiempo que emplearon en construirlo, el nombre del ingeniero. Tantas cosas que Horacio piensa que le va a estallar la cabeza.

Y entonces… sucede: el capitán voltea hacia ellos, parece mirarlos. Su imagen parpadea unos segundos y se desvanece en el aire. Horacio mira a Elvira y maldice en voz baja.

Han llegado hasta el salón de fiestas. La orquesta aún sigue tocando. La barra de tragos se va desvaneciendo. Y el decorado, el techo, el piso, las paredes y el agua desaparecen. Desaparece el Titanic entero. Ya no se oye la música.

El cielo se prende y apaga. Y hasta el océano y el cielo mismo se esfuman.

—¡La puta madre! —dice Horacio ahora, caliente como una pipa.

Se quita el casco de realidad virtual y lo estrella contra el piso del cine. También arroja el traje con todos los sensores y la conexión Wi-fi.

—¡Pero… Tranquilízate, Horacio! —dice Elvira.

—Cálmese, hombre —dice también el pelado.

—¡Pero cómo me voy a calmar, si este cine de mierda es el segundo día que se burla de mí y de usted! De usted, pelotudo, que no deja de hablar boludeces todo el tiempo. ¡Me cago en Virtualmovie y en la bosta de sistema que tiene! Vine porque hoy entraba gratis.

—¿Cómo conseguiste entrar gratis? —largó el pelado.

—Ayer nos pasó lo mismo, ¿sabés? Lo mismo, pero antes. Recién empezada la película.

En ese momento, una imagen algo borrosa, confusa, parpadea hasta quedar nítida ante ellos.

—Le pido mil disculpas —dice el holograma de un tipo con uniforme de Virtualmovie—. El problema es general, no es solo nuestro.

—¿¡Pero por qué no apagás ese holograma de mierda y venís a decírmelo en la cara!? —brama Horacio.

—No se puede, señor. El holograma es generado por computadora, la imagen es para su comodidad de interlocución. No existe esta persona física.

—¿No me digas? ¡Mirá vos! ¿Pero qué te crees, que nací en el siglo XX, yo? A esta computadora y al holograma de mierda que genera lo manejás vos, quien carajo seas y donde mierda te encuentres.

—Solo soy un empleado, señor —dice la voz metálica de la imagen.

El tipo tiene razón —piensa Horacio—. Es nada más que un empleado de Virtualmovie.

—Es que ayer nos pasó lo mismo —dice Horacio más calmado—, y nos dieron un pase libre para hoy.

—Lo sé, y le pido disculpas en nombre de Virtualmovie. Como le dije anteriormente, es una falla general.

—Comprendo —dice Horacio con un relajado tono de resignación.

—Mire —dice la imagen—, vamos hacer lo siguiente… Están reparando la falla, y pronto van a reiniciar el sistema. Apoye su mano acá (y aparece una pantalla virtual de reconocimiento táctil, en el aire). Virtualmovie le pide mil disculpas y le regala un año de entradas gratis para todas las funciones. Incluidas las Premium. Para usted y un acompañante.

Horacio abre los ojos bien grandes, y coloca la mano en la pantalla antes de que el holograma se arrepienta.

—¿Y nosotros? —dice el pelado sabelotodo.

—Para usted también hay —le dice el holograma—. Apoye la mano, vamos.

—¡Genial! —exclama el pelado—. Esto es gracias a vos, hermano, que la peleaste lindo —le dice a Horacio, y hace un gesto de que lo tiene en el corazón—. Vamos, yo invito la pizza.

—¿Y las cervezas?

—Y las cervezas también. ¡Un año gratis de Virtualmovie! Pedí las cervezas que quieras.

A Horacio, el pelado ya le está cayendo bien.

Contentos con el regalo, saludan al holograma. Y salen por avenida Corrientes para el lado del obelisco, en busca de una pizzería.

La noche está tranquila. La mayoría de la gente utiliza la cinta deslizadora, pero ellos prefieren andar a la antigua: caminando por la vereda. Las callecitas de Nueva Buenos Aires tienen ese… qué sé yo.

El obelisco asemeja una postal con los aerotaxis iluminados. Sobrevuelan los distintos niveles de la Avenida 9 de Julio, hasta llegar a verse como pequeñas e inquietas luciérnagas, en la parte más alta de la ciudad.

Los bares y restaurantes, atestados de gente recién salida de cines y teatros.

—Podemos tomar un aerotaxi hasta el nivel tres —dice el pelado—. Me hablaron muy bien de un nuevo restaurante italiano.

—Mejor quedémonos acá —dice Horacio con su mejor cara de no me gusta tu idea—. Además, los otros niveles siempre están llenos de pibes boludeando con los deslizadores y la música al mango.

Caminan un par de cuadras y entran a Las Cuartetas.

—La verdad —dice Horacio—. No sé por qué, pero en este lugar la pizza es mucho más rica cuando se come de parado junto al mostrador. De vez en cuando —le dice al pelado—, al mediodía, salgo del taller mecánico y me pido dos de muzza con fainá. Pero ahora, con las mujeres, mejor nos sentamos en una mesa.

—En esa —dice la pelirroja—, al lado de la ventana.

Elvira toca la mesa y aparece el holograma con el menú.

—¿Qué pedimos?

—Yo quiero una de fugazzeta —le dice Horacio al pelado—. ¿Cómo te llamás, vos? Hace un buen rato que andamos juntos, y no nos presentamos.

—Javier. Y mi esposa, Laura.

Se saludan y se ríen de la presentación tardía.

—Me gusta la de fugazzeta —dice Javier—. Y también podemos pedir una con morrones. ¿Qué les parece?

—Me gusta la de morrones —acota Elvira.

Y Laura asiente.

Marcan el pedido.

Javier recuerda que él invita, y apoya su mano derecha sobre el pedido.

—Listo, ya pagué.

Hablan un buen rato, de sus familias, de todo un poco.

Javier y Laura cuentan que sus hijos estudian tecnología molecular, en Nueva Bretaña. Y que ellos se dedican a manejar un negocio de almacenamiento de datos para empresas Web.

—Yo tengo un taller de aerotaxis —dice Horacio—. Hay mucha competencia, pero no me quejo. Tengo siete empleados, y con Elvira ya pensamos en abrir otro taller en el nivel dos.

Javier dice que le presentará a un amigo que tiene una flota de aerotaxis.

—Gracias —dice Elvira.

—Vamos a casa a tomar un café —invita Javier—. Es en el nivel doce. ¡La vista es espectacular!

—Con la condición de que el domingo vengan a casa a comer un asadito —dice Horacio.

—¡Hecho!

Salen y caminan por Corrientes en busca de un aerotaxi.

Entonces sucede:

La sirena atrona por toda la ciudad. El obelisco parpadea una fracción de segundos y desaparece. Ellos cuatro se miran unos a otros.

Horacio nota que comienzan a desaparecer las vidrieras, los negocios, los edificios… La ciudad entera desaparece. O mejor dicho "el maquillaje" de Buenos Aires es lo que desaparece.

"Es un problema general" había dicho el holograma de Virtualmovie.

Se nos cayó la careta, piensa Horacio.

Y no sabe por qué, le viene a la memoria un poema de Borges. Uno que habla de Buenos Aires, de la calle que nunca pisó. Y recita para sí mismo: Es esa racha de milonga silbada que no reconocemos y que nos toca, es lo que se ha perdido y lo que será, es lo ulterior, lo ajeno, lo lateral, el barrio que no es tuyo ni mío, lo que ignoramos y queremos.

Se nos cayó la careta, se repite ahora. Y, sin careta, queda al descubierto la miseria humana.

A la vista de todos, quedan desnudos los esqueletos de hierro y paneles de los edificios. Sin los hologramas, Buenos Aires es una gran maqueta sin terminar.

Y, tras el apagón general, ellos pueden verla.

¡Ahí está, sobre sus cabezas!

Ahí, más allá del último de los niveles, está el esqueleto de la cúpula que encierra a Buenos Aires. La cúpula en donde se proyecta el cielo. Esa que, ahora desnuda, deja ver la Tierra. El hogar de los antepasados, los que tuvieron que dejarla después de la guerra final.

Un planeta sin vida y radioactivo. Donde máquinas y robots trabajan día y noche enviando todo tipo de minerales a las distintas ciudades instaladas en la Luna.

La Tierra se ve hermosa y celeste.

Horacio y Elvira —y también sus nuevos amigos— han nacido en la Luna, bajo la cúpula. Horacio siempre reflexionó de cuántas cosas se habrá perdido.

—Me pregunto —dice, Horacio— ¿Cómo habrá sido vivir allá? ¿De cuantas cosas nos hemos perdido? Me hubiese encantado caminar por la arena de una playa, sentir el perfume del mar, escuchar el romper de una ola y el sabor del salitre en mis labios.

—Nunca lo sabremos, Horacio —dice el pelado—. Nos quitaron ese privilegio.

El cielo vuelve parpadear en la cúpula. Se prende y apaga intermitente, al igual que el obelisco, las fachadas y la ciudad entera.

Buenos Aires acaba de reiniciar. Los cañones holográficos proyectan un cielo limpio y estrellado.

La gente vuelve a su rutina. La humanidad vuelve a esconder la mugre bajo la alfombra.

Los aerotaxis vuelan como bichitos de luz alrededor del obelisco. Es una clásica postal, de la agitada noche de Buenos Aires. De la nueva Buenos Aires.

 

 

 

 


AUTORES:
 

Enrique Urbina Jiménez (Ciudad de México, 1993) cursa la licenciatura en Literatura Latinoamericana en la Universidad Iberoamericana. Textos suyos han sido publicados en las revistas electrónicas Penumbria, Scifi Terror, Yerba Fanzine y Fantasía Austral. Ha sido incluido en las antologías Penumbria Año I y Microhorror y La imaginación en México

 


 

Miguel Angel Dorelo. 16/09/59. Ex miembro del colectivo literario "Heliconia" y auto definido como "un laburante que suele escribir". Suele hacer intentos infructuosos con la poesía y algunos solo un poco más felices con la prosa. Aunque su amor por la Ciencia Ficción sigue vigente, le gusta inmiscuirse, literariamente, en todo aquello que le acarree algún tipo de inquietud. El humor, la muerte, las relaciones personales y el sexo son tópicos que suelen estar presentes en sus escritos. Ha publicado "Partícipes Necesarios y otros cuentos" y trabaja, despaciosamente, en un nuevo libro que será presentado cuando llegue su tiempo. Mientras tanto, sigue intentando escribir algo que valga la pena. Vive en Pergamino.

 


 

Alvaro Ruiz de Mendarozqueta nació en Santa Fe, Argentina, en 1957. Se graduó de Ingeniero Mecánico en la UNR y realizó estudios de posgrado en Ingeniería del Software. Trabaja como consultor en desarrollo de software. Vive en Córdoba desde 2001. La literatura formó parte de su vida desde sus primeras lecturas. Publicó su primer cuento en la revista SuperHumor en el año 1981.También publicó relatos y artículos en las revistas Sinergia, Clepsidra, Cuasar, Vórtice, Gurbo, Gestalt, Axxón, miNatura, Letras de Chile y Puro Cuento.

El artículo ‘Acerca de escribir, desde adentro’, publicado en la revista Sinergia #12, ganó el premio Más Allá en 1987, otorgado por el Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía. Publicó relatos en el diario El Litoral de Santa Fe, en las antologías Fase Uno, Fase Dos, Grageas 2, Todo el país en un libro, Microrrelatos navideños, y Fútbol en breve. También se publicaron relatos en los sitios Aquateca y La del monstruo.

En breve, Alción editora publicará su libro de cuentos ‘El arte de lo efímero’.

 


 

Daniel Frini: Ingeniero, escritor y artista plástico argentino (Berrotarán, Provincia de Córdoba, 1963) Fue redactor y columnista en varias revistas, En 2000 publicó "Poemas de Adriana" (Ed. Libros en Red, Buenos Aires); y tiene dos libros de cuentos, a punto de ser editados en papel: "El Diluvio Universal y otros efectos especiales" y "Manual de autoayuda para fantasmas". Colabora en varios blogs y ha sido publicado en e-zines, revistas digitales y en papel y en varias antologías en Sudamérica, Estados Unidos, Canadá y Europa. Ha sido traducido al inglés, francés, italiano, portugués y uzbeko. Fue distinguido con varios premios literarios, participó como jurado en varios concursos literarios y prologó varios libros.

 


 

Cristian Gabriel Nuñez nació en Santa Fe en 1973. Es Licenciado en Química por la Universidad Nacional del Litoral. En 2012 —por cuestiones de trabajo— se muda a Cipolletti (Río Negro), donde sigue ensayando el arte de la literatura. Algunos de sus poemas participaron en antologías de la editorial Nuevo Ser. Y unos pocos relatos, en una antología del Taller de Escritura Creativa de la Escuela Normal Superior N°32. Pertenece al Centro de Escritores César Cipolletti gracias al cual está aprendiendo a escribir. También se unió al Taller de Corte de Corrección coordinado por Marcelo Di Marco, gracias a quien está aprendiendo a corregir.

 


 

Jorgelina Etze. Lomas de Zamora, 1974. Es abogada y productora de seguros.

Pertenece al Taller de Corte & Corrección, dirigido por el escritor Marcelo di Marco desde el año 2007 y al Grupo Enetristas, coordinado por la escritora Laura Massolo desde el 2010.

Algunos de sus cuentos han sido publicados en los sitios “Breves no tan Breves”, “Químicamente impuro” y «Ficciones argentinas».

La revista literaria «Axxón» ha publicado sus cuentos «Las uvas de Severino Roldán» y «Bahía Crest».

Su cuento «El hombre que no era» fue publicado en la versión impresa del diario Perfil.

Obtuvo el 2º Premio en el Concurso literario Organizado por AAPAS en el año 2009 con el cuento “El Pago”. Fue finalista por el voto del Público en el 7º certamen de Narrativa Breve organizado por Canal Literatura con el cuento “Mensajes”, también resultó finalista en el concurso organizado por la Editorial Ruinas Circulares 2009 con el cuento “Epílogo y prólogo de una noche de insomnio” y en el organizado por Editorial Nuevo Ser 2010 con el cuento “Epidemia”. Su cuento “Paria” obtuvo la Primera Mención de Honor en el 9º Certamen Internacional de Narrativa “Leopoldo Lugones” organizado por la Biblioteca Popular y Centro Cultural El Talar y auspiciado por la Secretaría de Cultura de la Nación.

Algunos de sus cuentos fueron publicados en la Antología “Cuentos con todo”, publicada por la editorial La letra Eme y coordinada por Laura Massolo.

En 2013 editó su primer libro de cuentos “No hay una sola forma de morir”, bajo el sello Paso Borgo.

Es miembro reciente de la Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía.

Actualmente, se encuentra terminando de corregir su primera novela.

 


 

Maximiliano E. Giménez nació en Buenos Aires en 1973. Ha incursionado en la música y en las artes plásticas. Vive en Quilmes.

Ha publicado la novela Historia natural (1998) y los relatos “La invasión de los Sea Monkeys”, “La sangre del lobo” (Red de Ciencia Ficción), “Un soldado del mar interior” (Zombis – Red CF Nº 1), “El sombrero del pequeño monh”, “Venus transgender”, “La invasión de los viejos” (Próxima Nº 18, 20 y 22) y “En las playas de las estrellas” (NM Nº 34).

 


 

Álvaro Morales es uruguayo, Montevideano. 37 años. Nos cuenta: Estoy a punto de recibirme de Licenciado en Psicología, y de ingresar al grado técnico en el Centro de Estudios Adlerianos. He publicado una quincena de relatos en diversas antologías en España, entre ellos el IV Certamen de Relatos Breves de la Asociación Cultural «Las Alcublas»; el VII Concurso de Microrelatos de Terror y Gore (2013), que organiza el Festival de Cine de Terror de Molins de Reis; los homenajes organizados por la editorial Artegurst a Edgar Allan Poe, a Julio Cortazar y a el Quijote. He publicado relatos en la revista colombiana Cosmocápsula, y en la antología boliviana «Escritores Acrónimos». Este año, mi relato «Regreso a Alba» ha terminado finalista en el concurso Carbono Alterado, que publica la antología Ruido Blanco, organizado en Montevideo por MMEdiciones.

 


 

En palabras del autor: "Mi nombre es Sergio Bonomo y nací en el verano de 1966. Me asomé a la literatura desde muy niño, ya que mi abuelo poseía un volumen de El libro de las mil y una noches y me leía una historia cada mañana. Cuando aprendí a leer, fui atrapado por las novelas de Salgari y de Julio Verne. Más tarde llegaron a mi vida Horacio Quiroga, Ray Bradbury, y luego Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. Pero lo que realmente me llevó a intentar escribir de una manera decorosa fue mi fascinación por la obra de Edgar Allan Poe. Comencé a escribir relatos desde ese momento. Me dedico a realizar espectáculos de narración oral y coordino el ciclo de narración de cuentos Mester de Juglaría, en "The Classic". Con "Historia de extramuros" obtuve el premio al autor local en el Primer Certamen Nacional de Cuentos "San Martín 2008", organizado por la municipalidad de General San Martín. Ángela Pradelli, Agustín Romano y Fernando Sorrentino fueron los miembros del jurado. Publiqué mi cuento "Detrás de la puerta" en el no. 209 de la revista Axxón. Durante 2010 presenté narraciones orales en el ciclo Abriendo puertas, coordinado por Pedro Parcet. Mi relato "Fairlane" resultó finalista en el Premio Domingo Santos 2010, organizado por la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror; en dicho concurso, fui el único autor finalista de nacionalidad no española. "Fairlane" fue publicado en el no. 214 de revista Axxón. Publiqué mi cuento "La noche de las fieras" en el suplemento cultural del diario Perfil. Desde 2009 pertenezco a las filas del Taller de Corte y Corrección, coordinado por Marcelo di Marco."

 


 

Ricardo Manuel Hermida nació en 1982 en el Estado de San Pablo, Brasil, de inmigrantes argentinos, regresando a su país finalizada la dictadura cívico-militar. Algunos poemas y cuentos han sido publicados en selecciones de autores independientes. Actualmente reside en San Clemente del Tuyú, Partido de La Costa, en la Provincia de Buenos Aires.

 


 

Cristina Enriqueta Chiesa, nació en Rosario el 1° de mayo de 1957, es Licenciada en Ciencia Política. Le fueron publicados cuentos en Axxón 195, NM 16, 24 y 28, y en la antología Cien Páginas de Amor. Desde el 2013 colabora en la corrección de la Revista NM (La nueva literatura fantástica latinoamericana).

 


 

Hugo A. Ramos Gambier: Argentino. Ciudad natal: Pellegrini (1962). Escribo cuentos del género fantástico, Ciencia Ficción, y Terror. Algunos de mis cuentos están publicados en las revistas: Fantasía Austral de Chile, Cosmocápsula de Colombia, Valinor de España, Alfa Eridiani de España, y Axxón de Argentina. Recientemente fui publicado en una antología de cuentos de la editorial Dunken. Formo parte del taller literario de Claudia Cortalezzi.

 

 

 

Axxón 264 – agosto de 2015
Cuentos de autores varios (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Fantasía : Temas diversos : Internacional).

5 Respuestas a “Ficción Breve (setenta y seis), varios autores”
  1. Ricardo Giorno dice:

    Me gustaron mucho los cuentos de Bonomo y Ramos Gambier. Pero mucho, mucho, ¿eh?

  2. Hugo A Ramos Gambier dice:

    Sumamente feliz, de formar parte de esta entrega de ficciones breves.
    Una excelente selección de cuentos, de muy buenos autores.
    Gracias, equipo. Gracias, Axxón.

  3. Pablo Vigliano dice:

    A mí también me gustaron todos los cuentos seleccionados. El de Gambier está bárbaro; el Alien de Cristina Chiesa también, y Bonomo, ya nos va acostumbrando a que él es un hombre de los bosques. Se lleva bien con esos terrenos y los lobos.

  4. Pablo Vigliano dice:

    ¡Muy buenos los cuentos seleccionados! Genial Gambier, el alien de Cristina Chiesa y los bosques de Bonomo.

  5.  
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