CUBA |
Muchos serán purificados,
emblanquecidos y refinados;
los impíos procederán impíamente,
y ninguno de los impíos comprenderá,
pero los entendidos comprenderán.
Daniel 12:10
Para la Games Workshop, por su Warhammer 40000.
Otra vez sientes el ardor en el estómago y recuerdas la inevitable cita con el cirujano. Todo vuelve a estar en su lugar: las ojeras apenas se notan, la calvicie incipiente que te empeñas en mantener no es de las más agresivas, y el hígado… bueno, esa es otra historia. Nada que no se pueda arreglar.
Sales al viento. Presagios de lluvia a lo lejos. Despiertan nostalgias perdidas, sensaciones olvidadas, frustraciones que creías desaparecidas y que regresan envueltas en la hojarasca, convocadas por un reencuentro imprevisto con un trozo del pasado. Aun no sabes si condenarlas o absorberlas, así que sigues caminando.
Esta mañana recibiste la noticia: las condiciones para la realización del trasplante están listas. El órgano bioartificial, el mismo que dos semanas atrás fuera incubado a partir de las células madres embrionarias, aisladas de aquella muestra de tejido que diste, alcanzó la fase final del proceso de maduración.
Adiós enfermedad. Adiós hesteatohe… eso mismo, NO ALCOHÓLICA. Te gusta recalcarlo. Siempre te has enorgullecido de tu condición de abstemio convencido.
Bienvenido el cortejo del gusto, el cálido placer que se oculta bajo las moles alimenticias que te empeñas en tragar a diario. Comida, dulce comida para sepultar bajo el paladar los recuerdos molestos, las condenadas memorias que se empeñan en germinar como gusanos en un cadáver. Que te estrujan el cerebro convirtiéndolo en una masa resbaladiza y dolorosa, apenas una deslucida metáfora de lo que día a día desaparece en tu boca.
Miras sobre el hombro por última vez. Allá resplandece el corazón de la ciudad, el omnipresente Pilar Sagrado que poco a poco va desapareciendo tragado por los suburbios. Quedan suspendidos sobre el horizonte sus estilizados minaretes y las majestuosas cúpulas, que parecen desafiar la gravedad con el trazo caprichoso de su telaraña arquitectónica.
Recuerdas el servicio matutino, el rictus de la boca del sacerdote dibujado en las holopantallas, su voz rasposa. Aún resuenan en tus oídos los ecos del mensaje que llamaba al recuerdo y la reflexión. Palabras recicladas, escuchadas una y otra vez bajo el disfraz de una supuesta verdad espiritual.
No debemos olvidar las bondades con que hemos sido bendecidos y que muchos anhelan, en medio de la desesperación y el crujir de dientes en que viven… allá afuera. Somos un pueblo privilegiado, los escogidos por el Único, y como tal debemos corresponder a quien tanto nos ha dado. ¿Cómo? Con la inevitable respuesta que trae consigo la simpleza: la obediencia a nuestros más limpios y justos preceptos. ¿No pueden sentirlas? Son las grandes explosiones que sacuden el mundo. Las llamas que traen la venganza divina para los incrédulos que se negaron a seguirnos.
Mientras tanto cada mañana podemos despertar, tranquilos y felices, a sabiendas de que los campos energéticos de nuestra venerable arcología permanecen allí, como eternos guardianes mantenidos por la mano del Inmutable. Y la vida… ah, la gloriosa vida, el mayor regalo que nos pueda ser otorgado. Podemos decirlo con orgullo, gritarlo incluso, que la vida que disfrutamos es La Verdadera Vida.
Reflejos somos del Hacedor, pálidos tal vez, pero reflejos al fin. Y como tales estamos destinados a huir de la corrupción, física y espiritual, a que nos ha condenado el pecado y sus legiones infames: la enfermedad, las dolencias, el envejecimiento. Observo a mi alrededor y solo veo una cosa, auténticos hombres y mujeres en la plenitud de sus fuerzas, hombres gozosos que no le temen al mañana porque su fe en la ciencia divina les brinda la seguridad que necesitan.
Así es, y sonríes. De acuerdo, es verdad que más allá de la última puerta los hombres se matan entre ellos, los mares hierven y la gente muere joven, muy joven. Bueno… ¿y qué? ¿Acaso no es mejor así? ¿No sería mejor sentir, por una vez, el beso helado del viento y la nieve que durante tanto tiempo ha mantenido el invierno nuclear sobre la Tierra?
Coqueteas con la idea del apocalíptico vendaval: las calles vacías, las puertas cerradas, los árboles vencidos por una guerra eficaz y cruel. Piensas que tras las puertas selladas se desatan huracanes de pasiones tan devastadores como el viento callejero. Te sientes viejo y nada tiene sentido. Las decepciones amorosas se han cobrado lo suyo, lo aceptas: no le gustas a las mujeres. Nunca fuiste muy popular y ahora lo eres menos. Lo eres todo para un dios invisible, nada para nadie.
Dentro de ti crece una ola de sed y de melancolía, un vacío de expectativas que se debate entre la soledad infinita y el deseo absurdo de contemplar el más dramático de los holocaustos.
Vuelves a sentirte viejo aunque apenas hayas cumplido los doscientos catorce años.
No hay goces en esta vida eterna. El placer es solo una ilusión que se desvanece en las profundidades de tu garganta. Peor aún, no existe liberación posible. La muerte es el resultado más horrendo del pecado, el último vestigio de la imperfección humana y como tal debe ser evitada a toda costa. A ello se han encaminado todos los esfuerzos de los tecnosacerdotes y la Santa Capilla Biogenética, guiados siempre por la celeste inspiración.
No existe la muerte en Santuario.
No obstante la deseas. Anhelas el cambio ¿superior? ¿infame? que ella te brindará. Pero sabes que es imposible. El suicidio, término detestable que no te atreves a mencionar, no es una opción. Conoces de suicidas frustrados que fueron condenados al olvido. Has oído hablar de aquellos que lo consiguieron, cuyas manos no temblaron en el momento decisivo, y que ahora pasan la eternidad en los salones del infierno.
Te aterra la idea de esa infinitud de dolor y quebranto. Tampoco crees tener el valor para quitarte la vida y terminar con todo. Pero aun así repudias el regalo de una vida eterna encerrado en la mole adiposa en que te has convertido. Estás solo. Sin fuerzas para superarte a ti mismo y cambiar de una maldita vez.
Entonces, ¿por qué sigues acercándote al puente de plataformas qué atraviesa la autovía teledirigida? Varios metros más abajo las unidades de carga se mueven a más de doscientos kilómetros por hora, sus pilotos automáticos ajenos a tu propio drama. Nunca podrías hacerlo. Sentarte parece la opción más sensata.
Sería tan fácil. Un paso al vacío, tal vez dos o tres segundos y todo habrá terminado, la mejor manera de ganar un boleto a… ¿dónde? ¿Existe realmente un infierno que espera por tu decisión? Ya no lo sabes, ya no sabes nada. El reflejo de unas luces dibuja formas esquivas en la superficie de los automotores, que se transforman toscamente cada vez que cambia la perspectiva desde la que son emitidas.
Son las figuras de la soledad.
Dejas que los gruesos toneles a los que llamas piernas cuelguen sobre el vacío y permaneces así durante horas. Solo reaccionas cuando sientes el ruido de los motores del helicoavión que zumba sobre tu cabeza. El aparato revolotea unos momentos en el mismo lugar y luego gira sobre sí mismo. Puedes distinguir el contorno de la escarapela durante un breve instante. El símbolo que identifica a los hermanos de la Unidad Preventiva.
Entonces lo comprendes.
Están aquí por ti.
Lo saben. De alguna forma se las han arreglado para descubrir que cortejaste peligrosamente con la idea del suicidio. ¿Cómo lo hacen? ¿Acaso pensar es un crimen? Te levantas a duras penas y miras la aeronave que aguarda suspendida ante ti. Las dudas te invaden al imaginar lo que podría pasar. ¿Eres culpable de algún delito? Levantas las manos y proclamas tu inocencia. Una advertencia resuena en tus tímpanos: Retroceda unos pasos y aguarde con las manos en alto.
Lo intentas pero descubres que tus pies se han fundido en el plastimento. La mano del miedo atenaza tu cuerpo y te recubre con un agrio manto de sudor. Intentas moverte pero no puedes dejar de temblar. Tus nervios vibran sin control, todo gira ante tus ojos, el mismo mundo se achica y agranda en medio de una disonancia ajena. Sientes que pierdes el balance.
Caes, caes hacia algún lugar. No puedes evitar sonreír.
Despiertas, en ninguna parte. Dolor. Es real, muy real.
Tu sufrimiento se pierde en el otro extremo de un sitio desconocido. Las paredes de hierro se alzan a una altura impresionante, se agitan manos palpitantes y roncas gargantas braman. Unas gruesas venas cruzan las paredes y trepan por el techo curvado, desde donde cae una fina lluvia de fluidos que empapan el hediondo suelo. Varias hileras de jaulas oscuras, similares a frutas podridas, se alinean en las paredes interiores de la caverna.
Algo te obliga a incorporarte y notas de repente la presencia de una docena de figuras con túnicas negras que atraviesan el lugar, atraídas por el ruido de tu despertar. Caminan sobre patas arácnidas, los brazos que agitan son una mezcla ecléctica de colmillos, garras y chirriantes navajas. No hay dos iguales, pero todas muestran las cicatrices de las tremendas mutilaciones que han llevado a cabo sobre ellos mismas.
Sus cuerpos son, a falta de otra palabra, repugnantes y aterrorizadores.
Tratas de escapar pero ellos te han visto, te saben suyo. Llegas hasta un abismo donde reluce el burbujeante rojo de la sangre. Unos gorgoteantes tubos brotan de su superficie. En el interior de cada uno encuentras cuerpos contrahechos que no paran de canturrear. De sus resecos organismos brotan vaharadas de aire muerto. El tormento que sufren es más que evidente.
Entonces lo comprendes. El infierno es real; todas las prédicas y advertencias que escuchaste hasta el cansancio, desconsoladoramente reales. Esta es la muerte, el más allá, y su cruda realidad. Un mar de tormento en el que navegarás por siempre.
Las criaturas avanzan tambaleándose y te alzan. Sin saber por qué, tratas de resistirte. Lanzan un siseo, cómo si no estuvieran acostumbradas a semejante obstinación. Tus sentidos aletargados hacen que todo parezca irreal, lejano.
Los rostros muertos silban mientras examinan tu cuerpo. Unos relucientes brazos te inmovilizan mientras las pinzas componen una sinfonía de dolor sobre tu piel.
Desperdicio de carne. Dicen. Lo desconocido se hará conocido. Habrá otros.
Se adentran en las profundidades de la gruta. La bendición del desmayo no llega, nunca lo hará.
Mientras eres trasladado los muros de las tinieblas se cierran sobre ti: cuerpos despellejados, personas cosidas entre sí, dementes aullantes con la cabeza llena de líquido y los ojos a punto de saltar. Los adornos de tu nuevo hogar.
Te atreves a creer que existe una última oportunidad de redención, que las palabras de los sacerdotes sobre la Gracia Final son ciertas. Sabes que no es así, que aquella promesa se ha convertido en humo.
Tratas de hacer caso omiso ante los gritos de los pobres desgraciados que sufren bajo el ensañamiento de las bestias. Sus gemidos taladran tus sienes y exprimen cada fragmento de cordura que aún pervive bajo ellas.
El viaje infernal acaba por fin y entran en una zona circular rodeada de una decena de postes de hierro, con una disposición parecida a la de una gran pérgola. Eres colocado sobre una losa negra y quedas allí, un mísero despojo a disposición de las furias infernales. Una criatura acerca el rostro muerto y susurra algo en su lenguaje chasqueante e ininteligible. Luego, como obedeciendo a una voluntad superior, se retira y desaparece en las sombras.
Quedas tendido sobre la húmeda superficie, solo. Pasa el tiempo ¿días, años, siglos? Es imposible saberlo. Luego, como en un sueño, una luz rojiza invade la estancia y crees distinguir una presencia poderosa que de algún modo siempre estuvo allí.
Samuel Vázquez. Tu nombre, en sus labios, más que una afirmación es una sentencia. Los pecados de tu vida pasada te han conducido hasta el lugar de los transgresores. Como tal, has de pagar.
Ahora crees distinguir dos ojos que relampaguean en la penumbra. Distingues columnas de llamas que se elevaban hacia el techo en ruinas. El polvo te envuelve. Toses al tragar un puñado de ceniza, algo que no creías posible.
»Sin embargo, la misericordia divina es infinita. Te conocemos, Samuel. No siempre albergaste los pensamientos de la perfidia y has sufrido en tu carne el precio de la iniquidad. Tu alma ha sido purgada.
Unos gruesos tentáculos de humo rojo se solidifican a tu alrededor. No entiendes nada.
Esta es tu última oportunidad, Samuel Vázquez. No la dejes escapar.
Ráfagas de viento aullante recorren la cámara mortuoria. Sientes el regusto metálico de la sangre en la garganta. Poco a poco, todo va quedando a oscuras.
Estás preparado.
Todo acaba ya.
Niveles de audio en descenso.
Silbido rugiente de aire hipercalentado es empujado a través de túneles por la presión de algo increíblemente caliente.
Parámetros de presión recuperan normalidad.
Nube de vapor incandescente que recorría toda la mina. Detrás, el brillo naranja y rugiente del metal fundido.
Sedantes introducidos en el torrente sanguíneo de los especímenes A32. Listos para su reintroducción en las cápsulas.
Extremidades colocadas al revés, órganos palpitantes mutados envueltos por esqueletos, gemelos siameses ceñidos por cintas carnosas y vientres hinchados que recuerdan horrores olvidados.
Terminando extracción de tejidos. Genética por debajo de lo aceptable.
Varillas telescópicas que se retiran, diminutos taladros que se clavan en la pared metálica provocando una lluvia de fragmentos plateados.
Caso del ciudadano Samuel Vázquez cerrado. Se recomienda observación posterior.
Afirmativo. Diagnóstico psicológico en proceso. Etapas de reacondicionamiento de la psiquis completada.
Entregar reporte a tecnosacerdote Xavier. Terminando transmisión.
En algún lugar de la arcología conocida como Santuario, un hombre despierta. No recuerda mucho pero, más allá de todo, SABE que le ha sido concedida una segunda oportunidad. Ha sido liberado de las garras de la muerte… del infierno.
Su vida le pertenece a la Capilla.
No existe nada más.
Raúl Piad Ríos: Nacido el 23 de noviembre de 1989 en la ciudad de Matanzas, Cuba. Licenciado en Estudios Socioculturales por la Universidad de Matanzas, miembro del Taller Espacio Abierto del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Fue miembro del taller literario Pablo Neruda de la Universidad de Matanzas Camilo Cienfuegos.
Reconocimientos alcanzados: Primeros lugares en los Festivales de Aficionados de la Universidad de Matanzas en los años 2010, 2012 y 2013. Mención en el Primer Salón de Historietas Cuadro a Cuadro 2010 por el guión de la obra «Revelación». Mención en el concurso organizado por la revista Juventud Técnica por el cuento «Revelación», en el año 2012. Segundo lugar en el concurso organizado por la revista Juventud Técnica por el cuento «El código de Rebecca», en el año 2014. Premio «Oscar Hurtado 2015» en la categoría de Ciencia Ficción por el cuento «Recordante».
Su cuento «Implante registrador» fue seleccionado para ser publicado en una antología de ciencia ficción y fantasía dedicada al tema de la guerra, por parte de la colección Ámbar de la Editorial Gente Nueva.
Su microrrelato «Viaje» fue publicado en la antología Inspiraciones Nocturnas, de la editorial española Diversidad literaria.
Esta es su primera publicación en Axxón.
Este cuento se vincula temáticamente con PULSO, de Marcelo Huerta, y BLUE, de Pablo Dobrinin.
Axxón 268
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Distopía, Teocracia : Cuba : Cubano).
Terrible cuento. ¡Felicitaciones!