ARGENTINA |
I
A los veinte minutos de insistir con el timbre, abrió la puerta. Era gordo, con entradas y el pelo, entrecano, revuelto en algunos sectores y aplastado en otros. La camisa a rayas desprendida revelaba una panza de tamaño mediano.
¿El señor Vauver?
Sí.
En las comisuras de los labios tenía unos vestigios de saliva seca, color gris blancuzco.
¿Pablo Vauver?
El segundo «sí» salió en forma de gruñido.
Tengo un paquete para usted.
El ceño de Vauver se relajó apenas.
Ah, sí, lo estaba esperando.
El visitante se levantó la visera de la gorra e hizo señas a los hombres que esperaban en el camión.
Muchachos, bájenlo nomás.
Dejaron la caja en el living y se retiraron. Vauver firmó y el de la gorra también se marchó. Vauver despejó el centro de la sala. Había cajas de pizza, servilletas de papel, blisters y tubitos de bri descartables tirados por todo el piso polvoriento. La caja tenía el logo de Trube en todas las caras. Tomó un cortaplumas, cortó los precintos, escaneó los códigos con su anillo y la caja se abrió.
II
En la fiesta de cumpleaños número once de Loe habían jugado diferentes juegos. Uno de los más antiguos consistía en sortear un número y quien lo sacara debía vendarse los ojos y sentarse a esperar. Ponían una canción. Sorteaban una segunda persona en silencio. Esta debía besar a la primera persona en la parte que eligiera antes de que terminara la canción. Luego, la persona vendada debía adivinar la autoría del beso. Sentada en una silla, Dina esperaba completamente inmóvil.
Sonaba Aquellos fueron, de Dayvij, muy de moda por aquel entonces. A mitad del tema, Dina sintió entrar en su boca una lengua ancha y gomosa.
La canción terminó. Todos ocuparon sus lugares y Dina se quitó la venda con calma. Escupió. Se limpió los labios con el dorso de la mano. Su cara se frunció.
Pablo. Fue el gordo Pablo. Arjj.
El aludido sudaba. Mientras el tinte rojizo se adueñaba de su piel, todos se dieron vuelta para mirarlo. Pablo la miró con tristeza. Dina tiró la venda a un costado y propuso dejar de lado el juego y bailar. Bajaron las luces y todos se sumaron al plan.
En el patio, Pablo cortaba en tiritas, renglón por renglón, la carta que había escrito para Dina con tanto esmero. Hizo un bollo con cada tira y, una a una, entre lágrimas, se las fue tragando.
III
Encendió las velas con un lanzador de mano y sonrió.
No sé si te gustan. Es un detalle, ya que no tuve tiempo de limpiar. No suelo tener muchas visitas. Pedí unos días en el trabajo, ¿sabés? En realidad, adelanté unos meses, así lo dejo que se suba automáticamente a la red y podemos tener todo el tiempo del mundo para nosotros.
Ella estaba preciosa: la había peinado con paciencia y el maquillaje sutil pero evidente realzaba sus rasgos tan particulares.
Me hubiera gustado saber a qué te dedicarías… pero ya ves.
Sirvió la cena.
Es una receta de familia, no es fácil encontrar un lugar donde lo preparen así. Espero que te guste.
En el viejo reproductor sonaban los Dayvij.
¿Puedo besarte?
Ella mantuvo la mirada fija, en silencio. La besó. Se apartó de ella.
Voy a subir la música y vamos a la pieza, ¿sí?
IV
Los dos hombres rompieron la puerta con una maza. En su interior había un olor insoportable. Sangre, sudor y semen. La alarma de facturas impagas sonaba hacía semanas. Los vecinos insistieron y la empresa los envió. Los gusanos se arrastraban perezosamente por los restos de comida reseca en el piso. Lo encontraron en la pieza, con el vientre a punto de estallar. La chica llevaba un camisón con encaje antiguo, de esos que usaban en las películas bidimensionales de las de antes. Estaba intacta.
Uno de los hombres cortó el miembro del cadáver con una tenaza. Lo apartó con cuidado. Revisó la vagina de la chica. Sin daño. El ano necesitaría unos retoques, nada del otro mundo.
El otro metió el gancho magnético en el cráneo viscoso del cuerpo. Sacó la tarjeta de memoria y la metió en el reproductor.
Es un asco.
Esperá, retrocedé.
¿Para qué quiero verlo desde el principio?
El hombre tosió y se sacó la mascarilla con el logo de Trube.
Es peor el desodorante. Quiero ver una cosa.
Escarbó con el reproductor hasta encontrarla. Eran idénticas.
Otro más que encarga lo mismo.
¿La compañerita que lo rechazó?
Asintió y puso el reproductor que había en la casa. Sonaba una vieja canción pasada de moda.
El otro escupió a un costado, prendió un cigarrillo electrónico y la miró de nuevo. Corrió el mechón de pelo de la nuca. El logo de Trube en la versión rosa pastel que distinguía la línea Dakimanova personalizada de la Damvojash verde claro, más comercial y genérica.
¿Cuánto pensás que nos darán por este bombón?
Cezary Novek nació en La Paz, Entre Ríos, en 1982. Es profesor en Comunicación Social. Publicó Ropa Sucia (2011), Comidos (La Sofía Cartonera, UNC, 2014) y el libro de cuentos para chicos Los colores que no vemos (Colección Leer es Futuro, Ministerio de Cultura de la Nación, 2015). En coautoría publicó El Vaso Ruso. Verdad, compromiso y batahola (Postales Japonesas, 2010) y Letra Muerta (Llanto de Mudo/Fan, 2012). Participó con un relato de la antología Mala sangre (Pelos de Punta, 2015). Ilustró el poemario de Angie Ferrero La soga en los pies y el libro álbum inédito El problema de Bonita, de Matías Lapezzata. Coordina desde 2011 el taller de escritura y cortometrajes Dígalo con tinta en el IPEM 120. Columnista de los diarios Marcha Noticias y Hoy Día Córdoba, colabora con las revistas Deodoro y La Central. Su blog es El Sórdido Tópico.
Esta es su primera aparición en Axxón.
Este cuento se vincula temáticamente con LA SONRISA ACABADA, de Carmen Flores Mateo, MENTES METÁLICAS, de Alejandro Pinel Martínez, y YUSTY, de Antonio Mora Vélez.
Axxón 271
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Cuerpos artificiales, Androides, Relaciones Humanas : Argentina : Argentino).