Revista Axxón » «Mentes metálicas», Alejandro Pinel Martínez - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

España

 

 


Ilustración: Valeria Uccelli

Giger no se consideraba un experto en el tema, aunque siempre había sospechado que los cerebros debían de ser una masa arrugada, gris y húmeda, con aspecto orgánico y repulsivo.

Pero el que Ford le había traído no se adaptaba para nada a esa descripción: sobre la inmaculada mesa de su despacho, junto a una foto familiar y papeles de oficina, lo que Ginger podía ver era una compleja estructura de aluminio laminado. Tenía el tamaño de una cabeza humana y emulaba casi a la perfección la forma de un cerebro. En la superficie había manchas diversas, pero no llegaban a apagar su brillo metálico.

—Señor Giger —dijo Ford—, los neurólogos mecatrónicos se pasaron la noche investigándolo. Nunca habían visto una obra tan perfecta. Es un cerebro robótico, pero creen que dispone de una inteligencia similar a la humana.

Giger observó el artefacto más de cerca. Ya había contemplado ciertas obras de ingeniería biónica, pero nunca aplicadas con tal exactitud a —nada más ni nada menos— un cerebro humano.

—¿Estuvo en funcionamiento?— preguntó Giger.

—Sin ninguna duda —Ford se acercó al «cerebro» y señaló un pequeño saliente en la parte inferior—. Por aquí se conectaba con la médula espinal, también sintética. —Separó con cuidado dos láminas de aluminio de la superficie y le mostró a Giger los circuitos internos—. Estas eran sus neuronas, conectadas mediante circuitos —Volvió a cerrar el cerebro y le dio la vuelta, señalando otra parte—. Aquí quizá se almacenaba la información: los recuerdos y la personalidad; o quizás sólo se tratara de la programación. Lo importante, señor, es que probablemente estemos hablando del primer androide completo de la historia.

Giger frunció el ceño, y miró a Ford:

—¿Y el cuerpo? ¿Dónde lo encontramos?

—En una cuneta del polígono. Unos drogadictos lo habían apuñalado para robarle la cartera. Creíamos que era una víctima normal, hasta que le hicimos la autopsia. Por dentro era una extraña mezcla entre una máquina y un organismo vivo: su sistema orgánico funcionaba a la perfección, con la única diferencia de que las neuronas habían sido sustituidas por unos nanocircuitos conectados a la médula y al cerebro artificial.

—¿Era un androide, como los robot de limpieza oficiales?

—No, señor. —Ford mostraba ahora cierto entusiasmo, como un chico que enumera las cualidades de su nuevo juguete—. Los neurólogos mecatrónicos dicen que este individuo no puede considerarse una mera máquina: no sólo debía de poseer una inteligencia semejante a la de los hombres, sino que, como ya dije, gran parte de su sistema es orgánico. Los expertos han asegurado que es un hombre con un cerebro artificial. En otras palabras, es lo que algunas tesis teóricas llamarían un cyborg.

—Pero… ¿tenía la capacidad de pensar? ¿Era una persona?

—No lo sabemos. Su programación era muy avanzada, pero… ¿tanto como para crear conciencia? Difícil determinarlo, y los neurólogos aún no se han puesto de acuerdo. Pero se imaginará, señor, que yo no podía resistirme a investigar este asunto.

Giger se permitió una media sonrisa:

—¿Y qué descubriste, Ford?

Ford resopló, y se pasó la mano por la frente.

—Señor, descubrí cosas que nunca hubiera pensado que existían. Y aunque lo que le pueda contar parezca un delirio, le juro que es todo cierto…

»Cuando inspeccioné el cadáver nunca podría haber imaginado que poseía esa extraña red neuronal. Y es que por fuera parecía un hombre común: alto, de pelo moreno, facciones duras y complexión fuerte. Por eso fue una gran sorpresa cuando me llamaron los neurólogos, mientras yo arrestaba a los drogadictos que le habían apuñalado.

»Pero, como dije, el hombre era perfectamente normal en su exterior. Averiguamos que vivía en un pequeño piso cerca del polígono donde fue encontrado y que trabajaba en un almacén, también cercana al polígono. Se comportaba con normalidad. Si no hubiera sido por las puñaladas que recibió de los drogadictos, nunca habríamos sospechado nada de él.

»Fui a investigar, entonces, la residencia del supuesto cyborg. Estaba a nombre de Tom Marshall.

»Pero la inspección fue decepcionante. Era una casa con pocos muebles, y decorada sin gusto, pero carente de anomalías que pudieran indicarnos algo acerca de la extraña condición de su inquilino. Él guardaba poca ropa en los armarios, y no había alimentos en la nevera.

»Pregunté sobre Tom a los vecinos, y todos lo describieron igual: un individuo callado, introvertido, pero común en todos los aspectos; un sujeto incluso amable, si uno conseguía hablar con él.

»No sabía qué pensar de todo este asunto, por lo que recurrí al único cabo del que aún podía tirar: el almacén en el que el cyborg trabajaba.

»Se trataba de una gigantesca nave industrial del polígono. A simple vista, se veía abandonada: cristales rotos, pintura que se caía de las paredes etc. Pero noté que las cadenas y cerrojos con los que guardaban el edificio no sólo estaban en perfecto estado, sino que habían sido renovados recientemente.

»No había nadie trabajando en los alrededores, así que decidí saltarme los protocolos y entrar en el almacén sin permiso. Tenía un mal presentimiento con todo el asunto del cyborg y su cerebro robótico.

»Disparé a la cerradura, y la cadena se soltó inmediatamente. Provocado un chirrido, abrí la puerta. Asiendo con fuerza mi pistola, me precipité al interior.

»El edificio se dividía en varias zonas de almacenamiento que procedí a investigar una por una. No encontré a nadie en ningún lado. Todo estaba desierto: había un silencio sepulcral, apenas interrumpido por mis pasos.

»Encontré unas cajas con cables y pequeños chips de aluminio. A esas mercancías las cubría la misma capa de polvo que atestaba todo el lugar. No daba la impresión de que alguien hubiera utilizado algún elemento del almacén recientemente.

»Excepto la puerta del sótano. La descubrí de casualidad, detrás de una pila de cajas vacías, y quedaba claro que había sido utilizada hacía poco, acaso por el cyborg Tom Marshall. La puerta estaba nueva y con una cerradura bien cuidada, pero mostraba signos de uso. Había incluso huellas difusas en el polvo sobre suelo cercano.

»Ya había allanado la propiedad, así que no me importaba reventar una segunda cerradura. Saqué la pistola y, sin vacilar, me abrí paso con el mismo método que antes. Para algo tenemos una pistola los inspectores.

»Me encontré bajando unas escaleras estrechas y curvas, y que se me antojaban sin fin. Bajaba con cuidado, midiendo la distancia entre cada escalón; con una mano tocaba la pared, y con la otra aferraba mi pistola. La única iluminación allí consistía en un par de bombillas sueltas. Expulsaban una luz mortecina que apenas llegaba a generar penumbras. De todos modos, aquello resultaba mejor que la completa oscuridad.

»Tras un lento descenso, casi me tuerzo un tobillo al no advertir que se habían terminado los escalones. Ahora me encontraba en un estrecho y húmedo corredor. Seguí adelante.

»Fue al llegar a una amplia zona al final del corredor cuando descubrí algo impresionante.

»En una extensa sala subterránea, y también en penumbras, vi decenas o acaso cientos de enormes tanques cilíndricos de cristal. Cada uno de ellos contenía, sumergido en líquido amniótico, un feto humano en diferente estadio de gestación.

»Me acerqué, con cuidado, a uno de esos tanques. Estaba unido al resto por varios cables que debían de suministrar nutrientes a los embriones, dado que se conectaban con el cordón umbilical de cada criatura.

»Era una visión espantosa ver a todos esos niños flotando en sus cápsulas de cristal.

»Acerqué la mano a uno de los cristales y lo toqué. El feto notó mi presencia: abrió los ojos y se giró hacia mí, aunque sin enfocar su mirada.

»Retrocedí, temeroso. Contemplé de nuevo todo el lugar. ¿Dónde diablos estaba?

»Me alejé, despacio, de esos ojos flotantes que acaso me miraban desde los tarros de cristal. Pasando los embriones, había una línea de montaje donde unos brazos robóticos ensamblaban unos pequeños artefactos iguales al «cerebro» que llevaba el amigo Tom. Había muchos de esos cerebros robóticos y se fabricaban así: primero, se colocaban las láminas de aluminio, y después se rellenaban con multitud de circuitos y diminutos cables. Por último, los cerebros ya terminados se unían a una médula artificial.

»De allí habría tenido que salir el cyborg. Eso era una fábrica de bebés-máquina, mitad orgánicos y mitad electrónicos.

»Volví, horrorizado, a mirar a los fetos y a los cerebros. Mientras organizaba mis ideas, no pude reprimir un grito de miedo ante un ruido proveniente de uno de los tanques

»Un brazo robótico salió del techo y cogió uno de los frascos más cercanos a mí: agarró al embrión con una pinza mecánica, lo sacó de su tarro y lo apoyó sobre una mesa cercana.

»Uno de los brazos robóticos ahora tenía la forma de un taladro, y se acercó rápidamente a la mesa. Otro brazo había cogido uno de los cerebros ya completos y lo había colocado junto al taladro.

»Tuve que cerrar los ojos: el cerebro artificial fue insertado dentro de la cabeza del feto.

»Parecía increíble que una obra de cirugía tan compleja fuera llevada a cabo de manera robotizada, pero era real.

»El pequeño fue devuelto a su tarro por el brazo robótico.

»La criatura flotaba de nuevo en su líquido, como si no hubiera pasado nada. Pero abrió los ojos. Y me miró: era una mirada perfectamente consciente de aquello a lo que estaba observando, pero completamente inhumana.

»No pude soportarlo más, y salí corriendo. Sin mirar atrás, subí los escalones de dos en dos, buscando una salida.

»Pero, cuando llegué a la puerta del edificio, descubrí que un par de hombres me esperaban, seguramente alertados por mis gritos.

»Vestían como si fuesen los encargados del almacén, pero no actuaban como tales. Clavaron sus miradas en mí, y se colocaron en posición de combate, con las piernas abiertas y los brazos en guardia.

»»¡No os mováis!», les ordené, enseñando mi placa.

»Pero no se amedrentaron. Uno de ellos gritó bestialmente, y se me acercó.

»Algo me decía que yo no tendría chances en una pelea cuerpo a cuerpo, así que saqué mi pistola y le disparé en el pecho al agresor. Brotó un chorro de sangre, pero él no se detuvo.

»Disparé otra vez. Y otra. Y otra más. Y el atacante, por fin, se derrumbó.

»Pero su compañero, al que yo había dejado de prestar atención, apareció de repente y me dio un doloroso puñetazo en la mandíbula.

»Caí. La pistola salió disparada de mi mano. Él se acercaba, poco a poco, observándome con ojos inhumanos.

»Me arrastré, lo más rápido que pude, para coger el arma; pero el hombre me inmovilizó cogiéndome por detrás. Puso su brazo alrededor de mi cuello: intentaba ahogarme. Su fuerza era sobrehumana, y yo no me podía zafar. La pistola se encontraba justo delante de mí, pero apenas me quedaba aire…

»Hasta que le di a ese engendro una patada en la rodilla, con toda la fuerza que me quedaba. Él aflojó los brazos lo suficiente para que yo pudiera liberarme, alcanzar mi pistola y dispararle a bocajarro, justo en la nariz. Era imposible que sobreviviera a eso, pero igual le disparé hasta quedarme sin balas.

»Contemplé unos instantes el cadáver. Como ya me imaginaba, los trocitos de cerebro que habían salido despedidos de su cabeza no eran orgánicos, sino de aluminio.

»Registré a los dos «hombres»: el que yo había matado primero tenía identificación.

»Sin tardanza, fui a investigar a su domicilio. Estaba, igual que el de Tom, amueblado de modo impersonal. Había un portátil en la cocina.

»Se la llevé a los técnicos de la comisaría. Aunque la información estaba cifrada a un nivel de seguridad militar, pudieron descodificarla. Lo que había dentro del disco me dejó atónito:

»Vi listas de gente «reemplazadas» y «por reemplazar». Esos cyborgs estaban destinados a sustituir personalidades importantes del mundo: políticos, periodistas, ejecutivos… Tal como se lo digo, Giger: ellos habían seleccionado a los hombres más influyentes de la sociedad para cambiarlos por cyborg idénticos.

»Me temo que Marshall y sus compañeros eran apenas los primeros reemplazos. Vi registros de más fábricas en las que —quizá en este mismo momento, mientras yo le cuento esta historia a usted— se están injertando cerebros robóticos en fetos humanos. Creo que los cyborg pretenden hacerse con el poder. Y por ello he venido a avisarle, ¡hay que evitar que eso ocurra!

Giger se quitó lentamente gafas, sin expresar gran sorpresa por el relato.

—Y entonces… ¿dices que están cambiando personas por hombres-máquinas?

—Y no cualquier persona, señor. Como le dije: en la lista mencionaban senadores, jueces, periodistas…

Giger sonrió.

—¿Me puedes mostrar la lista?

—Claro, señor.

Ford sacó un papel del bolsillo, y se lo mostró a su jefe. Giger lo inspeccionó; pasaba los nombres rápidamente.

—Ford, dígame: usted no ha revisado bien esta lista ¿no?

—No, señor, no he tenido mucho tiempo…

Giger señaló uno de los nombres en la lista de los ya reemplazados:

 

Inspector jefe J. F. Giger.

 

Ford contorsionó la cara, aterrorizado.

—¿No crees, Ford, que debe de ser importante para ellos controlar las fuerzas de seguridad?

Ford abrió la boca para decir algo, pero se lo impidió una descarga eléctrica. Una descarga mortal que le habían aplicado por la espalda.

Sujetando el arma eléctrica, y detrás de él, había un clon exacto del propio Ford.

 

 


Alejandro Pinel Martínez, natural de Granada, España, aficionado desde pequeño a la literatura de fantasía y ciencia ficción. Aprovecha los ratos en los que no tiene que estudiar para escribir relatos, mayormente de ciencia ficción.

Esta es su primera publicación en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con EL HISTORIADOR, de Fernando José Cots, EL ENCARGADO DEL ARCHIVO, de Jorge del Río, y MÁQUINA DE SANGRE, de Hugo Perrone.


Axxón 269

Cuento de autor europeo (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Cyborgs, Conspiración : España : Español).

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