Revista Axxón » «El Che Guevara viene en ayuda de Hapoel Jerusalem», Larry Lefkowitz - página principal

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AXXÓN!
  
 

EE. UU.

 

 


Ilustración: Guillermo Vidal

Estaba sentado, o más bien reclinado, en el purgatorio (hablando en sentido figurado, pues la forma corporal aquí es superflua) dedicado a mi pasatiempo favorito, la lectura de los libros de Marx y Engels, tratando de entender (ahora que por fin tenía tiempo) lo que en realidad habían tratado de explicar. Como no estaba haciendo ningún progreso notable, no me molestó y hasta incluso le di la bienvenida, a la llegada del mensajero.

—¿El señor de la Serna?

—Mi nombre es Che Guevara. Hace tiempo que mudé el nombre de mi familia burguesa por uno más revolucionario.

—En cualquier caso, parece que puede sernos de utilidad allá abajo, siempre que estuviera de acuerdo.

—¿Abajo? —Levanté una ceja metafórica.

—Sí, abajo. En Jerusalén.

—¿La Ciudad Santa?

—Precisamente.

—No estoy tan seguro de que allí me conozcan.

—Lo conocen. Aunque sea una pequeña porción. Jóvenes aficionados a los deportes.

—¿Aficionados de los deportes? Reconozco que me empecé a interesar. Soy argentino de nacimiento, así que rápidamente agregué: —¿Fanáticos del fútbol?

—No, del juego de rebotar la pelota y tirar al aro.

—¿Básquet?

—Sí.

—¿Qué es lo que pasa?

—No tengo todos los detalles. Al parecer, hay unos jóvenes que son seguidores de un equipo de baloncesto y alientan a su escuadra local con banderas rojas que llevan su retrato. El suyo.

Me sentí halagado. En la Ciudad Santa. Mi madre estaría orgullosa. Y esto me podría ayudar con mi estado aquí, que sigue siendo incierto. Pero ¿por qué mi retrato? —¿Por qué mi retrato? —le pregunté.

El mensajero frunció el ceño. —He hablado con nuestros expertos residentes en dicho deporte e ideología. Parece que este equipo, llamado «Hapoel Jerusalem», literalmente «El Obrero de Jerusalén», es o era una especie de equipo de los trabajadores o de los socialistas.

—Muy bien —le sonreí. Después de todo, fui yo, como parte de mi manifiesto, quien en mi apogeo había instado a la creación del «hombre nuevo socialista».

—Y usted, como socialista, aunque un socialista radical, incluso un militante socialista, parece haber sido adoptado por la juventud.

—Una especie de santo —dije con esperanza.

—No ponga en mi boca palabras que no he dicho.

—Pero, ¿por qué tengo que volver? La forma de, digamos, mi partida estuvo lejos de ser agradable.

—El Comité de Ética estuvo revisando el campeonato israelí de básquet y decidió que no es justo que un solo equipo, los Macabeos de Tel Aviv, domine durante tanto tiempo, y menos por obra y gracia de sus ingentes recursos financieros. Parece que solamente Hapoel Jerusalem está en condiciones de cortarles el paso y, al ganar una especie de campeonato de baloncesto que hay ahí, corregir la inequidad.

Estaba eufórico. —Otra oportunidad para derrocar al capitalismo. Otra posibilidad para suprimir la injusticia que sufre la gente. Dar batalla otra vez. Las banderas socialistas.

El serafín frunció el ceño. —No se deje llevar, Guevara, que todavía está en período de prueba por estos lares.

Me controlé. Si mi futuro aquí estaba en juego, también estaba la cuestión de cómo iba a ser recibido en la Ciudad Santa. En La Habana o Pekín podía aspirar a una buena acogida, tal vez incluso en Tel Aviv, si recuerdo mi historia, pero ¿en Jerusalén? —¿Cómo me van a recibir en Jerusalén? —le pregunté, preocupado.

—Ah —exclamó el serafín, frotando sus alas por la satisfacción—. Usted va ir en fecha propicia. Los líderes carismáticos y honestos están de moda en Jerusalén. En particular si son rabinos. Difícilmente usted sea un rabino pero hay que decir que tiene cierto carisma, por más que en el pasado lo haya utilizado con fines dudosos. Y en este caso, puede valerse de esta cualidad suya para lograr un resultado moralmente correcto.

—Bueno, voy a ir. Y hasta podría suscitar un poco de la adoración de otrora.

—Me sorprende Guevara. ¿No ha aprendido nada durante su estancia aquí?

«Marx y Engels» hubiera querido responder, pero consideré que semejante desfachatez no ayudaría a mejorar mi situación. —Estoy listo para ir al servicio de… —y miré hacia arriba.

Inmediatamente sentí la vieja forma corporal y me encontré de pie en una zona muy concurrida, cerca de la estación central de autobuses de lo que supuse era Jerusalén. No parecía que mi llegada hubiera causado un gran revuelo. Era simplemente otra figura barbada en una población en la que muchos de los hombres llevan barbas y sombreros, aunque yo estaba sin sombrero porque mi boina había sido confiscada a mi llegada arriba. No hay duda de que mi boina habría sido considerada «provocativa». No perdí tiempo, y de acuerdo con mis instrucciones, me dirigí al estadio de básquet de este equipo, el Hapoel.

Llegué al estadio la noche del juego. Traté de comprar un billete. —Localidades agotadas, Habib —dijo el vendedor de boletos—. Esta noche es el gran juego en el que se decide el campeonato. Hapoel contra los Macabeos de Tel Aviv.

Hapoel, pensé, los Némesis. La bestia negra del capitalismo.

Puesto que se me habían otorgado ciertos poderes acordes con la misión, la falta de boletos no representó problema alguno. Fui detrás de la boletería, desaparecí y reaparecí ya dentro del estadio.

No puedo expresar mi alegría al ver las banderas rojas colgando detrás del tablero donde estaban los jóvenes de camisa roja. Todas con mi retrato. Era casi como en los viejos tiempos. Y no tenía que compartir la gloria con Fidel. Era evidente que no había carteles con su rostro.

Al acercarme, sentí curiosidad por ver si alguien me reconocía. —Qué linda imagen —le dije a un joven que agitaba una bandera con mi cara.

—Sí —respondió el joven. No pareció conectar el retrato con el sujeto frente a sí.

—Soy el Che Guevara —le dije.

Me miró de arriba abajo. —Y yo soy el Golem de Praga —respondió.

—Camarada Golem, estoy feliz de conocerlo —… pero me detuve, advertido por algo en su tono. Busqué iluminación mirando al cielo y al instante me dieron la respuesta—. Muy gracioso, amigo —le dije al joven.

A su vera había otro joven que había escuchado la conversación. Extendió la mano. —Feliz de conocerlo, el Che —dijo.

Le di la mano y pero enseguida me di cuenta de que me estaba tomando el pelo. Me alejé disgustado. Estos fanáticos de Jerusalén no eran como las multitudes que solía manejar en La Habana. Traté de consolarme atribuyendo el asunto a la prohibición de adorar de ídolos, tan fuertemente arraigada en su religión.

Un hombre de unos treinta años y aspecto energético se me acercó. Se presentó como «Danny», explicando que era un representante del Hapoel Jerusalem.

Estuve a punto de preguntar si era «Danny el Rojo», pero de inmediato noté que era demasiado joven para ser ese Danny.

—Le he oído decir que era el Che —me dijo—. Ok, así que el Che. Por cierto, se parece a él. Puede liderar a la hinchada. Te voy a dar una camiseta del Che Guevara y le voy a tomar prestado una boina a Sasson, el vendedor falafel. Espere aquí.

Esperé. En el purgatorio me había acostumbrado a esperar. Pronto el hombre regresó con una boina y una camiseta roja con mi cara. Estaba bastante parecido. Me puse la camiseta y la boina.

—¡Guau! —exclamó—. Se ve como el Che. ¿Se le ocurre algún cantito para alentar a Hapoel?

¿A mí me pedía un cantito de cancha? ¿A mí, un más que respetado teórico y táctico de la guerra de guerrillas? Si lo miraba bien, el desafío de los Hapoel contra Macabeos podía asimilarse a una especie de guerra de guerrillas contra una fuerza superior. Pensé un rato y le dije: ¿a ver qué le parece «Ha-po-el cha, cha, cha» —entoné, cantado en ritmo de cha-cha-chá.

El hombre lo meditó un poco. —Que sea: «Ha-po-el Che, Che, Che». «Che» como en «Che Guevara».

Hice una mueca. Pero tras una segunda mirada, no dejaba de ser halagador. —Ha-po-el Che, Che, Che —repitió un par de veces, tratando de conseguir el ritmo justo—. Nada mal.

Esa noche Hapoel derrotó a Macabeos y conquistó el campeonato Como el lector imagina, el jingle pronto se extendió por todo el país. La mayor victoria de los «camisas rojas» desde la unificación italiana por las «camisas rojas» de Garibaldi.

Me convertí en una celebridad y me entrevistaron en programas de televisión. Incluso querían hacer una película sobre mí, es decir, sobre el Che Guevara, debido a mi «inusual parecido» con el Che.

Estuve tentado. No sé si fue por esta tentación o porque había cumplido mi misión. Sea por una cosa u otra, me llamaron de arriba mientras que allá abajo me buscaban por todo el país. Pero aunque hice unos goles celestiales (para decirlo en un modo deportivo), se me mantuvo en el purgatorio a causa de mi tentación de hacer la película y de ciertas sospechas de que estaba propiciando «un culto de la personalidad». «Culto de la personalidad», ¡justo! ¿Quién se pensaban que era? ¿Mao Tse-Tung?

 

 

Título original: Che Guevara comes to the Aid of Hapoel Jerusalem © Larry Lefkowitz
Traducción: Pablo Martínez Burkett, © 2016

 

 


Larry Lefkowitz nació en EE.UU. y emigró a Israel en 1972. Sus cuentos y poesías han sido publicados ampliamente en EE.UU., Israel e Inglaterra.

Esta es su primera publicación en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con FICCIÓN BREVE (30), de varios autores.


Axxón 273

Cuento de autor norteamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía, Humor : Intervención divina : EE.UU. : Estadounidense).

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