Revista Axxón » «One Hundred Percent», Ricardo Giraldez - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

 

 

We are making use of only a small part
of our possible mental and physical resources.

 

William James, The Energies of Men

 

 


Ilustración: Valeria Uccelli

Muchos sabios (y algunos de muy alto renombre) han arriesgado que los seres humanos utilizamos tan sólo el diez por ciento de la totalidad de nuestro cerebro. Claro que, siguiendo su razonamiento, tendríamos que convenir también que tales sabios se han valido sólo de ese diez por ciento de masa cerebral disponible para arribar a su hipótesis, motivo de sobra para no estimarla como definitiva.

Por otra parte, y de asumir como viable su propuesta, esto es, mostrándonos muy soñadores, muy generosos o muy ridículos (según como se lo quiera ver), quién sabe si lo más inteligente no sea dejar sin uso esa porción de cerebro vacante. Quiero decir, que de existir un noventa por ciento de campo cerebral inculto, nadie puede asegurarnos que al trabajarlo estuviésemos ganando en lucidez y no en necedad. Pues es plausible que nada bueno nos aguarde allí, y sí mucho de temer; puede que al perturbar esas regiones invioladas con nuestros imprudentes sondeos sacudamos potencias que más valdría permaneciesen por siempre adormidas. Sí, quién sabe… Acaso ya habríamos destruido el mundo hace muchísimo tiempo valiéndonos de esas reservas mentales. Y no sólo éste, sino los otros muchos mundos que con terror contemplan nuestras evoluciones desde el espacio. Claro que puestos a conjeturar es dable estimar también lo inverso. Cabe evaluar, en efecto, la posibilidad de que en tal caso habríamos ganado mucho en juicio, sabiduría, templanza; lo suficiente como para contener, o incluso superar, esa acéfala ambición que nos tiene corriendo de un lado a otro en busca de fútiles ganancias, y que acaso (mostrándonos siempre muy optimistas) viviríamos hoy en mejor acuerdo con el entorno natural, es decir, en perfecta fluencia con los elementos. Sí, quizás de haberse servido de ese noventa por ciento ignoto, el hombre no habría sido nunca expulsado del paraíso prístino y sus horas hoy no serían mensurables. Conjeturas, por supuesto, delirios quizás, pero en los que se puede perder la imaginación largamente y acaso sin remedio.

Sea como fuere, lo cierto es que tal sugestión ha calado hondo en las imaginaciones modernas, y que desde un siglo a esta parte muchas fantasías y no pocos debates se han suscitado al respecto. Debates por demás infructuosos, a decir verdad. Ya que, bien visto, es un absurdo pretender que el cerebro pueda ser objeto de nuestro análisis; no cabe decir, por ejemplo, que éste sea una de las zonas menos conocidas por la ciencia humana; más bien es el propio cerebro el que, siguiendo la sentencia del oráculo de Delfos, pretende conocerse a sí mismo tratando de medir el alcance de su potencial. Lo cual es de suyo imposible. Una inteligencia que pudiera hacerse objeto de su propio escrutinio, no ya parcialmente sino en su totalidad, sólo por ello estaría dejando de ser esa misma inteligencia, se estaría situando más allá y por encima de sí propia, estaría superándose, y, entonces, el escrutinio tendría que recomenzar una vez más, y así sucesivamente hasta el infinito o, lo que es más probable, hasta el agotamiento o el mortal fastidio.

Claro que hasta aquí nos hemos valido de la lógica; una facultad con la cual la vida (y los hechos de la vida lo demuestran) no parece llevarse del todo bien, por no decir para nada bien. Sí, muchas veces los hechos de la vida nos hacen crédulos a la fuerza, a expensas de nuestros deseos y contra toda razón.

 

 

Yo he sido testigo fáctico de un caso muy ilustrativo a este respecto. Hace dos años viví, sí, un episodio de lo más curioso y lo bastante inaudito como para escandalizar hasta al más escéptico de los mortales. Quizás alguno de mis lectores recuerde al hombre cuyos prodigios sin nombre ilustran la anécdota que me propongo narrar. Me refiero a ese sueco venido por entonces a estas tierras entre bombos y platillos, el mismo que supo acaparar la atención mundial durante un buen lapso (lo cual es hoy mucho decir) y que, como ya adelantara, recaló en nuestro país a resultas de un largo itinerario de conferencias que lo tuvieron saltando de un lado al otro del orbe. Se lo apodaba «One Hundred Percent», y esto por razones obvias: él fue reconocido como el primer hombre en mostrarse capaz de utilizar la totalidad de la masa cerebral, es decir, el primero en espabilar ese noventa por ciento ocioso en los demás seres de su especie… o quizás tener otra estructura neural.

Se trataba de un hombre prodigio, a decir verdad, y sobre esto no caben dudas; un fenómeno que ya desde su más tierna infancia había roto con todos los parámetros intelectuales, y no sólo los ordinarios sino los extraordinarios. Pues preciso es puntualizar que estaba dotado de un coeficiente intelectual de 1000. Es decir, algo sin precedentes. Fue a instancias de la firma para la cual trabajo en calidad de reportero que tomé contacto con él. El Director General del periódico había gestionado la exclusiva con los representantes del afamado prodigio, y yo, como buen asalariado que soy (y fiel siervo de mi estómago), debía permanecer al lado de O.H.P (tal y como llamaremos en adelante al fenómeno) durante las pocas horas que permanecería éste en la ciudad. ¿El objetivo? Tomar nota de cada detalle de su visita relámpago, es decir, acompañarlo en todo momento y estar alerta a cuanto aconteciera, y, lo más importante, acribillar al hombre con toda suerte de preguntas incisivas. Lucha despareja si se toma en cuenta que el hombre contaba con un noventa por ciento de cerebro a su favor.

Tanto fue el celo puesto en este asunto por la firma para la cual trabajo (es decir, tanto apremio había por sacarle hasta la última gota de jugo al dinero invertido), que tuve que ir a recibir a O.H.P. hasta el mismísimo aeropuerto.

El avión llegó con retraso; un vuelo sin escalas proveniente de Estocolmo y que aguardé con impaciencia durante más de una hora. Por fin, precedido de su enorme fama y seguido del sensual andar de una bellísima sueca (que más tarde él me presentaría como su secretaria), apareció el hombre. Lo reconocí de inmediato, ya que lo tenía visto por fotografías. Alto y erguido sobre sus largas piernas, con tranco marcial y gesto inabordable, caminaba entre los otros muchos pasajeros recién desembarcados a los que no prestaba la menor atención. Llevaba el cabello, muy rubio, soldadescamente rasurado, y su mirada ceñuda asomaba extraña tras unos lentes de un fino marco azul.

En cuanto a su secretaria, se trataba de una lindura que no desmerecía en nada los atributos por los cuales son célebres las mujeres de aquellas lejanas y frías tierras. Era en verdad la más bella figura que pudiera ser modelada sobre un bloque de hielo.

El «fenómeno» encaró en derechura hacia mí, casi como un autómata que actuara por encargo, y antes de que pudiera yo alcanzar a presentarme:

—No me diga nada —me cortó con sequedad—. Usted es el reportero que han enviado para la entrevista.

Estaba alardeando, por supuesto, ya que yo llevaba colgado al cuello un cartelón indicando esto mismo. No obstante, la fluidez de su castellano, libre de todo acento extranjero, me impresionó. Le transmití mi admiración por este mismo hecho, y el fenómeno, cortante como una navaja:

—Hablo tantos idiomas como existen en el orbe —respondió—, y otros tantos caídos ya en desuso. Hablo lenguas vivas, lenguas muertas, lenguas agonizantes y lenguas nonatas, cuanto estas últimas son mera invención mía. Pasatiempos que uno tiene para pasar el rato entre tanto personaje tosco y fastidioso.

Me quedé mirándolo perplejo, y algo cohibido, no he de negarlo. Era evidente que en ese noventa por ciento inexplorado del cerebro humano, en el suelo de esa terra incognita de la cual él se congratulaba en ser colonizador, la semilla de la humildad no prosperaba.

Me estrechó la mano desdeñosamente, me presentó a su bellísima secretaria con idéntica flema y, momentos después (siempre siguiendo el paso marcial del sueco), rumbeábamos hacia al vehículo de alquiler que la Editorial había puesto a nuestra disposición.

Ya en el coche, bien acomodados los tres en el amplio asiento trasero, a punto de ganar la autopista y con el aeropuerto a nuestras espaldas, no pude evitar mirar de reojo a la sueca que se hallaba sentada al otro extremo del asiento, y de la cual sólo me separaba O.H.P. La joven no hablaba castellano; ni siquiera podría asegurar que hablase sueco, ya que en lo que duró su estadía en el país, a excepción de algunas risitas contenidas y de algún que otro suspiro, no le oí soltar palabra. No obstante, era en verdad lo más bello que yo hubiese visto alguna vez. Lo más bello y acaso lo más deseable. En un momento dado, nuestros ojos se encontraron por sobre la silueta del fenómeno y ella me obsequió entonces con una hermosa sonrisa traída desde su gélido país, y que de seguro estaba hecha para quebrar y derretir témpanos. ¡Qué no habría dado en ese instante por beber de sus turgentes labios todos los icebergs que llevaba probablemente derretidos!

—Ni lo piense —objetó O.H.P., volviéndose en ese preciso momento hacia mí.

Sorprendido, apenas alcancé musitar:

—No le entiendo. ¿A qué se refiere?

—Ni piense que usted se irá a la cama con mi secretaria.

Quedé estupefacto, pues esta vez sí que me había tomado desprevenido, y hasta podría decir in fraganti. El hombre continuaba alardeando, es cierto, pues, ¿quién no habría alimentado ese mismo deseo de cara a criatura tan seductora? Y además, aunque no llevara ningún cartel al cuello revelando esto mismo, de seguro tenía el deseo impreso en mi mirada. Todo lo cual no quita que desde ese momento comenzara a experimentar cierta incomodidad ante el fenómeno, como si me sintiera vulnerado en la intimidad de mis pensamientos.

El vehículo siguió su curso, y pese a mis recelos, yo tenía que escribir un artículo y disponía sólo de unas horas con el prodigio para recabar material, precisamente lo que demorase el chofer en llevarnos hasta el edificio donde O.H.P. debía dar su conferencia, y el tiempo que emplease en devolvernos al aeropuerto. Así que, sin más dilaciones, me puse muy presto a lo mío, y para ello comencé a indagar al hombre sobre sus días de infancia, dado que lo mejor es comenzar siempre por el principio. No desconocía los hechos más relevantes en el pasado de mi entrevistado, ya que estos eran de público conocimiento; pero oírlos de sus propios labios era otra cosa y de seguro añadiría cierta frescura a mi artículo; por otra parte, para eso mismo me estaban pagando.

Sin embargo, por muy inquisitivo que fuera mi cuestionario, el fenómeno no se apartaba un ápice de su laconismo glacial. Se dirigía a mí como lo haría una criatura superior venida de otra galaxia a la que no queda más remedio que contemporizar con los toscos terrícolas. Se advertía en su gesto, sí, que estimaba en poco la hondura de mis preguntas y que daba por un hecho mi incapacidad para comprender algo de lo que él respondía. Y si debo ser sincero, no le faltaba razón. Pues, ¿cómo entender a un hombre de quien se dice construyó de bebé su propia cuna, con sus propias manos y con materiales sintéticos de su propia invención; que con sólo dos años de edad leía y analizaba los últimos balances en la Bolsa de Comercio; que con apenas tres hablaba ya nueve idiomas; que a los cuatro inventó un algoritmo matemático para calcular el día exacto en que había acaecido cualquier hecho relevante en la historia de la humanidad; que a los doce se había recibido de médico; de ingeniero a los quince y de físico a los dieciséis; que, en suma, durante una noche de insomnio, y sólo como método de relajación, había leído toda la obra de Heidegger en lengua alemana, idioma que hasta entonces no conocía ni mínimamente y que aprendió para la ocasión en cuestión de minutos? Tenía entonces sólo veinte años. Veinte años nomás, y acababa de sumar una nueva lengua a los cuarenta y cinco idiomas que ya tenía en su haber.

Imposible tratar con alguien semejante sin sentirse poco menos que un microbio, y por ello no podía culparlo de que me tomase por tal. Aunque bien es cierto que le habría agradecido lo disimulase un tanto.

Fue cuando ya entrábamos en la ciudad, luego de someter al fenómeno a toda una batería de preguntas que este respondía con suma simplicidad, como si ello no le costara el menor esfuerzo (y a veces incluso antes de que yo mismo se las formulase), que el entrevistado interrumpió la conversación para hacerle un aviso al chofer:

—En la próxima calle vire hacia la izquierda y nos ahorraremos más de media hora de embotellamiento.

¿Estaba alardeando de nuevo? El conductor lo miró por el espejo retrovisor de muy mala manera; a través del pequeño rectángulo vidriado, en efecto, pudimos ver unos ojos que parecían arrojar llamas sobre el sueco. No obstante, hizo lo que éste aconsejaba, y al rato corroboraríamos por la radio lo atinado de la sugerencia, ya que de seguir el recorrido estipulado habríamos llegado con suma tardanza al salón de conferencias. Mi primer reflejo ante la inesperada intervención fue preguntarle:

—¿De modo que ha estado usted ya en el país?

—En absoluto —se limitó a responder secamente, cual era su costumbre.

—Entonces…

Pero no me atreví a continuar. Pues temí que indagarlo sobre el asunto me llevara a terrenos inabordables, toda vez que soy uno de los tantos infelices que sólo se valen de una parte de su cerebro para razonar. Al fin y al cabo, ya tenía suficiente con el hecho de que el hombre pudiese leerme los pensamientos como para ocuparme de algo que se me figuraba todavía más enorme de asumir. Ahora bien, ¿realmente era capaz de leer los pensamientos según presumía? Decidí abordarlo de plano sobre este punto y dejar a un lado las preguntas que venía haciéndole en relación a su vida.

No obstante, antes de que llegara siquiera a abrir la boca…

—Exacto —declaró categórico.

Lo miré perplejo, y algo ruborizado:

—¿Quiere decir que efectivamente usted…?

Pero de nuevo no pude concluir:

—Eso mismo —anticipó.

En verdad, el fenómeno ya me estaba fastidiando con esa costumbre suya de pensar por los dos. «¿De qué se tratará, realmente? ¿Telepatía, acaso?», indagué para mí mismo como quien entiende de lo que está tratando.

—Puede llamarlo de esa manera si prefiere —volvió a subscribir.

Su soberbia era en verdad colosal. Sin embargo, la capacidad demostrada para adelantarse a mis razonamientos era indudable. Claro que esto no probaba nada; al fin y a la postre sus sugerencias no podían llevar a otras conclusiones que las mías, y de seguro estaba acostumbrado a propiciar, con tal actitud, la misma reacción en todos sus oyentes. Para colmo, la sueca, tras la última intervención del fenómeno, esbozó un sonrisita que no sé por qué temí fuera motivada por la perplejidad que evidenciaba en mi rostro.

Me tragué el orgullo y probé seguirle el juego al fenómeno, curioso por averiguar hasta qué extremos de asombro, o de ridículo, podía conducirme:

—O sea que es cierto que usted puede leer los pensamientos de otras personas.

Respiré aliviado: por fin había logrado expresar un concepto sin ser interrumpido.

Pero él:

—Lamentablemente, sí —refrendó.

—¿Lamentablemente?

—Bueno, al menos la generalidad de las veces… Todo depende del individuo que tenga ante mí, de su coeficiente intelectual. En este caso, por ejemplo, sí debo decir que… lamentablemente.

¡El muy cretino! Ni una pizca de indulgencia tenía para con mi persona. Estaba claro que en ese noventa por ciento de cerebro sin poblar, la delicadeza tampoco abundaba. Él no la tenía ni en un grado mínimo. En cuanto a su secretaria, de inmediato volvió a reírse por lo bajo, y ya no tuve dudas de que se estaba divirtiendo a mi costa.

«¡Al demonio con estos suecos!», vociferé para mí mismo iracundo, deseoso ya de hacer detener el auto y dar por terminada la entrevista. No obstante, recapacité. No estaba allí para indignarme con el fenómeno, con su secretaria ni con sus coterráneos; sino para recabar información, tanta como pudiera. Tenía que escribir un artículo; mi sueldo dependía de ello. Así es que, tragándome de nuevo el orgullo, o las migajas que de él quedaban, continué, con paciencia infinita:

—¿Debo asumir entonces que usted puede saber lo que yo estoy pensando en este preciso momento, por ejemplo?

Me miró con un gesto piadoso, y se contuvo. Algún rastro de conmiseración le quedaba después de todo. Sin embargo, poco le duró la indulgencia:

—¿Además de querer acostarse con mi secretaria? —soltó bromista.

—¡Sí! —repuse yo contrariado—. Además de eso.

—Usted… sólo piensa en dinero…

«¡Bah!», me mofé para mis adentros. «El hombre sigue alardeando». Quién en nuestros días no piensa en esto mismo la mayor parte del tiempo, y sólo digo la mayor parte del tiempo porque además de pensar hay también que soñar con el dinero. Pero no repliqué; antes bien me di por satisfecho. En realidad, aun cuando su respuesta bastara para probar la pretendida facultad «telepática» de la cual venía jactándose, no era suficiente, sin embargo, para echar luz sobre el hecho de que él hubiera podido evitarnos el congestionamiento de tránsito, tal y como acababa de hacerlo. Ninguno de los del coche sabíamos nada del posible atasco, y no nos enteramos hasta que dieron la información por la radio, así que nuestras mentes no habían podido servirle de pronóstico. Le manifesté esta misma inquietud, sin poder evitar una cierta jactancia en mi tono, ya que me consideré muy agudo al haber razonado esto mismo. ¡Y ello sólo valiéndome de un diez por ciento de cerebro! Pero el fenómeno, tan fresco como siempre, mirándome a través de sus lentes de marco azulado, con flema y altivez, respondió que podía ver en el mañana como si se tratase de un hecho ya transcurrido.

¡Y hablaba en serio!

—¿Pretende que crea que es un…?

—Yo no pretendo nada —me cortó—. Usted interroga; yo contesto.

—Entonces, ¿debo entender que en verdad puede usted predecir sucesos futuros?

—Acabo de afirmarlo.

«Vaya», me dije consternado. No sabía ya si se burlaba de mí o si debía estimarlo un loco perdido; pero, aun desconfiando de su palabra, no pude evitar que mi cabeza cediera al instante a toda clase de fantasías… Pues, ¡cuántas cosas podrían hacerse en este mundo valiéndose de un don semejante! Como por ejemplo…, como por ejemplo…

—Ni lo piense —soltó el fenómeno entonces, interrumpiendo por centésima vez mis pensamientos. ¡Justo cuando en tan buenos augurios se hallaban estos entretenidos!

—¿Qué cosa? —le inquirí visiblemente fastidiado.

—Ni piense que le diré el número que saldrá sorteado en la lotería…

Me ruboricé, no lo niego, pues de nuevo acababa de dar en el blanco. Mas, ¿qué probaba ello excepto que yo soy tan predecible como cualquier ejemplar de mi especie o de mi siglo?

Pero en eso el vehículo se detuvo. Habíamos arribado por fin a nuestro destino: la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Una gran muchedumbre se hallaba apiñada a las puertas del edificio cuando descendimos del automóvil. Era mucho el jaleo en verdad, y por ello, al objeto de que pudiéramos llegar sanos y salvos hasta el Aula Magna, los efectivos de seguridad tuvieron que hacerse fuertes y contener la apretada masa de curiosos. De cierto que el arribo de nuestro hombre había despertado gran expectativa entre la población. Todos querían escuchar lo que el fenómeno tuviera que decir y la puja por ganarse un lugar entre los espectadores era enconada.

Una vez adentro, con el vocerío de las muchedumbres ya a nuestras espaldas, O.H.P. se perdió entre bastidores, guiado por los organizadores del espectáculo, mientras su secretaria y yo éramos conducidos a nuestras respectivas butacas, ubicadas en primera fila. Nada diré en relación al discurso con que O.H.P. supo cautivar durante dos largas horas al auditorio, ni de los temas sobre los cuales versó, pues debo confesar que me quedé profundamente dormido apenas tomó él la palabra. No puede culpárseme. Ya había tenido demasiado de la palabra, la presciencia y la soberbia de ese engreído. No obstante, sí puedo dar fe de que la disertación fue muy celebrada; de hecho, puedo avalar esto con suma certidumbre ya que los vigorosos y reiterados aplausos, con que aclamaba el público al fenómeno, interrumpieron más de una vez mis dulces sueños. Y siempre que abría los ojos, allí estaba ella, la hermosa sueca, respirando a mi lado, embalsamando la atmósfera con su perfume y su aliento enloquecedor, hechos para derretir montañas de hielo. Tan inmutable y rígida como la fría estatua que parecía ser y que nadie hubiera creído que alguna ternura pudiera vivificar.

Y sin embargo… Un par de miradas, unos cuantos aleteos de esas sus rúbeas pestañas, un extraño fruncimiento de su bien formada nariz y un apasionante jugueteo de sus suculentos labios, me alentaron a arriesgar, en determinado momento, la propuesta… ¿Y quién lo hubiera sospechado? La sueca no era tan fría como aparentaba; el hermoso iceberg no estaba hecho sólo de hielo. Uno de los compartimentos individuales del baño de damas, hacia donde ambos nos fuimos con mucho sigilo, escurriéndonos entre las muchas butacas, fue testigo de esto mismo. Todo ello mientras en el auditorio se continuaba aclamando la perorata de O.H.P.

Al fin, pasadas dos largas horas, cual llevo dicho, la conferencia concluyó, y, para ese entonces, tanto la secretaria del fenómeno como yo estábamos de nuevo en nuestras respectivas butacas, sumados a los efusivos aplausos con que era festejado y despedido aquel talento sin par.

Durante el viaje de regreso al aeropuerto casi no nos dijimos palabra. Creo que por primera vez, desde su llegada, pude advertir manifiestos signos de cansancio mental en mi entrevistado. Nunca como entonces me pareció tan humano el fenómeno. Por mi parte, ya tenía suficiente información para llenar mi columna en el periódico, dejar contento a mis jefes y justificar mi sueldo. Y además, debo reconocer que en esos momentos todas mis atenciones eran para la sueca, la bellísima sueca que, no obstante, y para mi desencanto, lejos estaba ya de sus recientes familiaridades y acaloramientos; antes bien se mostraba tan fría respecto a mí como a todo cuanto la rodeaba.

Una vez en el aeropuerto, algo recuperado de su pesado cansancio, el fenómeno se permitió de nuevo alardear de sus dotes mentales haciendo variedad de vaticinios, como, por ejemplo, que el avión llegaría en perfecto horario, que el vuelo sería tranquilo, que en determinado momento una de las azafatas derramaría café sobre un hombre calvo sentado en la tercera fila de asientos, y muchos otros comentarios, o profecías, del mismo tenor. Poco le faltó para describir la variedad y tonalidades de las nubes que avistaría desde la ventanilla de la aeronave.

Todo lo escuché con paciencia infinita hasta que, por fin, llegó el momento de la despedida. No me sorprendió que el vuelo fuera anunciado a horario, tal y como había predicho el fenómeno (y ello pese a que, si se lo mira bien, tal acierto no supone en nuestros tiempos un logro menor). O.H.P. me miró entonces con un gesto de tal suficiencia, e insufrible arrogancia, que a punto estuve de sublevarme. De hecho, poco me faltó, en ese preciso instante, para revelarle mi aventurilla con su secretaria, algo sobre lo cual, por cierto, él había errado el vaticinio. No obstante, me contuve. Un poco porque aún me queda algún resto imbécil de aquello que antaño fuera conocido como «caballerosidad» y andar alardeando a expensas de una dama no es propio de ningún caballero. Otro poco porque justo en ese momento la sueca me guiñó un ojo de manera cómplice, como si hubiera adivinado lo que tramaba y disfrutara por anticipado de la broma. Pues apenas constatar esto razoné: «¿acaso la muy bribona se ha rendido a mí tan sólo para gastarle una trastada al muy pedante de su jefe?». Era muy probable, y quien tuviera que lidiar a diario con tanta jactancia no podría por menos de entenderla. Como sea, no dije nada, y estaba claro que la sueca tampoco hablaría, ya que ni entonces ni nunca le oí soltar una sola palabra, ni en relación a este asunto ni a ningún otro. Aunque atesoro, es cierto, como regalo de sus maravillosas cuerdas vocales, un grandioso concierto de ardorosos suspiros.

Finalmente O.H.P. y yo nos despedimos en los mismos términos con que nos habíamos presentado, es decir, con suma frialdad. Todavía, antes de embarcar, se permitió conmigo algunos de sus clásicos «lo sé, lo sé», «ni lo piense» o «eso mismo» que no supe interpretar entonces a qué venían, ya que, desde mi momento con la sueca, el diez por ciento de mi cerebro útil había quedado en blanco.

Así concluyó nuestra aventura, y debo decir que no volví a saber ni del uno ni de la otra, como no fuere a través de artículos periodísticos. Yo no sabría medir cuánto puede haber de cierto o de falso en las pretendidas dotes del hombre que ilustró esta anécdota. Puede que O.H.P., ese fenómeno cuya arrogancia tuve que sufrir en aquella oportunidad, y durante horas interminables, no alardeara en balde. Dotes singulares tenía sin lugar a dudas. Cabe estimar la posibilidad, incluso, de que de existir realmente un noventa por ciento de cerebro ocioso en la mayoría de las personas (por no decir en el noventa y nueve por ciento de las personas), nuestro hombre se las hubiese ingeniado para cultivarlo y dar muestras de sus frutos en mi presencia. ¿Por qué no? Entrando en el terreno de la conjetura, como ya aventuráramos en un principio, todo es posible. Sólo que, en tal caso, una observación se impone a este narrador (y que quede claro que este narrador, por si alguna duda resta, no cuenta más que con un diez por ciento de cerebro a su disposición para elaborar sus observaciones), a saber: que de ser verdad que hay una terra incognita en nuestra mente, una heredad virgen, quizás debamos estimarnos afortunados, muy afortunados, sí, de que nos esté vedado el acceso a ella.

 

 


Ricardo Giraldez nació en 1970 en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Sus relatos han sido seleccionados para integrar diversas antologías en Argentina, España, Italia y Estados Unidos. Tiene varios cuentos premiados, una novela publicada por la editorial española E-ditarx, y ha colaborado con diferentes revistas literarias como Axxón, Cosmocápsula, Valinor, Baquiana.

Ya ha publicado en Axxón sus cuentos LA MÁQUINA INÚTIL y SERAFINA.


Este cuento se vincula temáticamente con EL MONSTRUO, de M. C. Carper y HORIZONTE REFLEJO, de Laura Nuñez.


Axxón 273

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Prodigio, Mente, Inteligencia, Percepción extrasensorial : Argentina : Argentino).

Una Respuesta a “«One Hundred Percent», Ricardo Giraldez”
  1. Juan D. dice:

    Me quedé con mal sabor de boca, teniendo tantas posibilidades la afirmación de alguien con el uso de mas espacio cerebral, todo se diluyó en desconfianza y competencia infantil, y la sueca. Simpleza absoluta.

  2.  
Deja una Respuesta