Revista Axxón » «¡Ta-tá, Miseñor!», Juan Manuel Valitutti - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

«Después retiraré mi mano y tú verás mis espaldas.
Pero nadie puede ver mi rostro».

Éxodo 33:23

 


Ilustración: Lea Lou

—¡La manchita!

La mole miró las rodillas que lo interpelaban.

—¡La manchita! —insistieron las rodillas—. ¿No la ves?

La mole osó levantar la cerviz, atisbar por encima de las articulaciones de su interlocutor: descubrir la cintura y el torso apoyados contra el respaldo del sillón.

—¿Qué demonios crees que haces? —señaló una mano que acudió presta en ayuda de las rodillas—. ¿No me has oído? —acotó un perentorio dedo índice—: ¡La manchita, dije!

La mole bajó la vista y la clavó en la suciedad señalada, justo en medio del zapato. Pasó un trapo hasta que el charol quedó reluciente.

—¡Así está mejor! —se tranquilizaron los pies—. ¿Quién es el amo?

La mole miró los pies. «Zapatos lustrosos es el amo», pensó. Entonces pasó el trapo por el zapato de la derecha.

El zapato en cuestión se escabulló, sorprendido y asqueado; el de la izquierda, por su parte, comenzó a propinar golpecitos en el suelo.

—¿Quién es el amo? —demandó el inquieto apéndice.

La mole miró nuevamente las rodillas. La boca atrofiada hizo un esfuerzo magnánimo:

—Udted, Miseñor —dijo.

—¡Mon-se-ñor! —subrayó una boca que el postrado nunca vio—. No lo olvides, ¿está bien?

—¡Tá-bien! —asintió la mole, y plegó el trapo.

Las manos del hombre del sillón —»Dedos fuertes, uñas brillantes», pensó la mole— repasaron las páginas de un devocionario con marginalias.

—Deberías agradecerme, ¿sabes? ¡Haberte separado de esos monstruos que son tus amigos, haberte educado, haberte…!

Pero la boca del emisor no concluyó la frase. ¡Un horror profundo la enmudeció!

La mole alzo la vista: las grandes manos de su señor parecían emplastos vivientes sobre el rostro velado.

Miró entonces por sobre el hombro.

Eran ellos, por supuesto, apostados del otro lado de la puerta vidriera: algunos rasguñaban los vidrios; otros remontaban el enrejado de seguridad y encastraban los rostros purulentos por entre los barrotes; también estaban los que se quedaban quietos, babeados, las cabezas ladeadas, mirando con sus ojos sin vida, anhelando lánguidamente el cálido mundo interior de la criatura humana.

Como un rayo la mole se abalanzó sobre el tablero de control —un dispositivo del tamaño de un pisapapeles con un botón rojo justo en el medio—, recordando las instrucciones de su amo: «Cuando tus amigos traten de ingresar a mis dominios, tú tomas este aparato y aprietas este botón, ¿de acuerdo?».

La mole presionó el interruptor de destellos escarlatas. Un haz de luz envolvió los cuerpos descarnados y de expresiones inermes, y una corriente voltaica recorrió con su horrísono aullido los muros altos y pétreos del viejo monasterio.

Los pálidos intrusos se retorcieron, las bocas negras y desdentadas se abrieron vacías de sonido; los dedos doblados sobre las rejas se zafaron, dejando caer los cuerpos abrazados por el dolor. Un infecto olor a carne quemada invadió el viento frío, y ya nadie quedó del otro lado del umbral.

La mole saboreó su triunfo.

Encaró a su amo:

—¡Ta-tá, Miseñor! —dijo.

Sintió que un peso arrollador —un peso de cinco dedos fuertes terminados en cinco hermosas uñas— se abatía con la fuerza de un alud sobre su rostro demudado.

—¡Qué descuido! —rugió la boca—. ¡Descerebrado!

La mole se arrodilló ante su señor, bajó la vista y la clavó en los zapatos. De su nariz brotó una gota de un rojo casi negro.

La mole observó la nueva manchita en el zapato. Adelantó el trapo.

—¡La manchita, la manchita! —lloriqueaba el dueño del zapato, al tiempo que se arrellanaba en su sillón—. ¡Vete! ¡Déjame solo! ¡Vuelve mañana, a la hora de siempre, con mi desayuno!

—¡Ta-tá, Miseñor!

—¡Mon-se-ñor! —retrucó el hombre—. ¡Fuera!

La mole tomó sus bártulos de lustrabotas, se puso de pie e inició la retirada.

—¡Y cierra la puerta! ¡Debo concentrarme en mis estudios, si quiero hallar la cura!

La mole se detuvo en el umbral y se volvió. Atisbó el respaldo del sillón. ¿Cuándo fue que vio por última vez el rostro de su señor? Ya no lo recordaba… Ahora sólo veía su espalda.

Cerró la puerta.

 

***

 

Volvió a la mañana siguiente. Cuando llamó a la puerta —»¡Sólo dos golpecitos muy suaves, para no perturbarme!»—, ésta se abrió y el habitante del cuarto salió intempestivo a su encuentro; tan rápido lo hizo que la mole apenas tuvo tiempo de arrodillarse —»¡Siempre de rodillas ante mí!» —. Monseñor respiraba pesadamente, se tambaleaba y se mantenía apoyado en el marco de la puerta; abrió sus anchas manos y las apoyó, blandamente, sobre la cabeza del postrado.

Habló con un rictus de dolor en la boca:

—No puedo —dijo—. Pensé que podía salvarlos, pero no puedo. Toda la noche sobre una pista falsa, ¿sabes? Pensé que la solución aguardaba en el misterioso cáliz de tu sangre. —Las manos presionaron un poco más la calva cabeza—. Pensé, ¡oh!, yo pensé que…

La mole no dijo nada. Una vez vio la estampa de un santo que Monseñor le enseñó. Cuando preguntó qué era lo que estaba haciendo, la respuesta fue: «Impone las manos». Reparó en el detalle de las manos: parecían sobrevolar la cabeza del penitente, como alguna clase de criatura alada. Se apartó de sus recuerdos y quiso hablarle a Monseñor; pero el hombre comenzó a llorar, así que se limitó a oír el lamento, mientras advertía la caída de una nueva manchita: una manchita húmeda y cristalina sobre el zapato de la derecha. Retiró su trapo, y repasó el charol.

Monseñor sollozaba:

—Mis oraciones son vanas. Dios escucha, criatura, pero sus tiempos no son los nuestros.

La mole dejó de pasar el trapo; miraba el charol; miraba su rostro sobre el reflejo del charol. Quería a Monseñor, pero, ¿cómo decírselo? Hacía rato que su espíritu se había agriado; el tiempo lo había encorvado bajo un peso de reveses y perplejidades, producto de sus frustrados ensayos de laboratorio y sus plegarias ineficaces.

—Tú eras diferente, criatura —continuó Monseñor—. Desde el principio, eras diferente. Cuando la peste diezmaba a la humanidad, y el Hijo del Hombre comenzaba a perderse en la Muerte Lívida, avanzando por las calles con ojos sin vida, anhelantes de la sangre de sus hermanos, ¡tú fuiste como una luz de esperanza para este pobre siervo!

La mole alzó la vista y miró las rodillas; las manos, apoyadas sobre la calva cabeza, descansaban con una caricia latente.

Monseñor dijo:

—Pensé que moriría cuando en una de mis excursiones diurnas me topé contigo a la vuelta de una esquina. Me dije: «¡Es uno de ellos! ¡Uno de ellos que puede salir a la luz del sol!». Maldije mi suerte, y ya me preparaba a entregar el alma, cuando hiciste algo que me descolocó; hurgabas el interior de un contenedor de desperdicios, ¿lo recuerdas?, y de pronto alzaste el cuerpecillo estrujado de una rata: la sujetabas por el rabo, y me la presentase. ¡Y entonces me sonreíste! ¡Tú, un demonio, me sonreías desde tu pobre dentadura!

Monseñor bajó la vista, aunque la mole nunca lo supo, y prosiguió:

—Yo te eché un lazo al cuello… (¡Oh, perdóname, criatura!). Tú te dejaste llevar, con la docilidad de un niño. Te enseñé a escribir… Te recordé cómo escribir tu nombre. —Monseñor frunció el ceño—. Nunca te llamé por tu nombre, ¿verdad, criatura?

La mole miraba las rodillas. Balbució:

—No impodta, Miseñor.

El religioso levantó la vista. Las manos se despegaron de la cabeza, alzando vuelo como palomas espantadas. Su voz se endureció:

—¡Mon-se-ñor! —bramó. Se volvió, entró al cuarto y cerró la puerta.

La mole tomó la bandeja con el desayuno y se levantó.

Oyó la voz detrás de la puerta:

—¡Vuelve al atardecer!

—¡Ta-tá, Mon-se-ñor! —articuló la mole, y se marchó.

 

***

 

Y la mole volvió al atardecer.

Tenía una bandeja consigo —la cena de Monseñor—, que dejó a un lado, sobre una mesita, antes de llamar a la puerta: dos golpecitos, y esperar.

Estaba acostumbrado a oír los pasos tras la pesada hoja con herrajes.

Pero no hubo pasos en esta ocasión.

La mole dudó, aunque concluyó que lo mejor era entrar. Tomó la bandeja, cerró la mano sobre el picaporte y lo hizo girar.

Le llamó la atención el azote leve pero contundente de un viento que le rozó la cara. Aspiró la brisa fresca. ¿Hacía cuánto que no salía al exterior? Sus tareas se limitaban al universo amurallado del convento: culto por la mañana, limpieza, lecciones…

Había algo en el aire… ¡Había una presencia en el aire!

La mole avanzó por el cuarto ensombrecido. Vio el respaldo del sillón… Y vio, más allá del sillón, la puerta de vidrios repartidos abierta de par en par, ¡y el enrejado de seguridad parcialmente izado!

La mole dejó caer la bandeja que fue a estrellarse contra el piso. Se apostó delante del sillón, como un guardián dispuesto a todo, y oteó los cuerpos lívidos y supurados que yacían repantigados en el suelo. Había algunos que se relamían las bocas ensangrentadas, pero la gran mayoría permanecía enrollado sobre sí mismo: las miradas perdidas, la estupidez soez en los rostros, mortuoriamente envueltos en un sopor narcótico que los condenaba a una nada fetal.

La mole comenzó por espantar a los más íntegros. No usó la fuerza: bastó un rotundo aspaviento de sus brazos, como si alejara moscas, y los presentes, entre toscos gruñidos y patéticos ademanes, se marcharon por el hueco de la puerta. Siguió entonces con los que estaban en el suelo: sacudió a los dormidos y los echó, y levantó a otros que, posteriormente, depositó del otro lado de la puerta. El último que quedaba tampoco opuso resistencia —olíana la mole, y lo reconocían como de la manada—,pero se cruzó de brazos tan pronto sintió las pesadas manos sobre sus hombros, ¡y también se cruzó de piernas!, y así, renegando como un niño que no puede coronar su rabieta, cayó del otro lado de la abertura, hecho un ofuscado y caprichoso ovillo.

La mole los vio alejarse en la noche hasta que se perdieron de vista.

Entonces, se volvió…

Contempló el sillón —una sombra recortada sobre un oscuro telón de fondo—, y se acercó sin separar la vista del suelo.

Se detuvo ante la forma humana que yacía inerme sobre la deslucida pana.

Se arrodilló.

Había una manchita… una manchita rojinegra en medio de los dos zapatos.

La mole retiró una franela del interior de su manga —siempre llevaba una para casos de emergencia— y la restregó sobre el sector del piso donde estaba la manchita.

Para cuando completó su tarea, otra manchita similar a la primera se había estrellado sobre el piso de madera.

Le siguió un repiqueteo continuo de puntos escarlatas que terminaron trazando el dibujo de un rulo de contextura viscosa sobre el entarimado.

La mole miró el rulo, y soltó un suspiro. A continuación plegó el trapo y lo regresó al doblez de la manga.

Levantó la vista y descubrió las manos.

La izquierda sujetaba el dispositivo con el botón rojo en el centro; la derecha… ¿será necesario señalar que la mano derecha se cerraba sobre el interruptor que desconectaba el enrejado de seguridad?

La mole desdobló los dedos —agarrotados, tiesos, pero acabados en hermosas uñas— y se los llevó a la cabeza.

Al principio no sintió la presión, el desarreglo nervioso que impulsaba a los dedos. Y cuando se percató del cambio lo atribuyó a otra cosa: se trataba del milagro del Santo. Monseñor había… Pero entonces fue el turno de la boca, y la mole supo que la criatura que tenía ante sí ya no caminaría por el Valle de Sombras. No, por lo menos, como los hombres de barro. Ruiditos de rata, gimoteos de niño, olisqueos de perro… La mole no se inmutó, no tenía miedo: la criatura que había sido Monseñor lo olfatearía, lo estudiaría con su conocimiento impuro, y lo catalogaría como perteneciente a la manada.

Esperó. Las manos de la criatura alzaron vuelo, y con una agitación caótica se puso de pie. Unos zapatos de charol relucientes impulsaron el paso errático hasta la puerta que se abría a la noche. Si en ese momento la mole hubiera levantado la cerviz, de su amo sólo habría visto la espalda.

La mole se acercó a la puerta vidriera. Iba a cerrarla cuando el recuerdo de Monseñor asaltó su mente: «¿Cómo te llamas, criatura? ¿O acaso no tienes nombre?».

Oteó la noche. Había estrellas, y soplaba una brisa tibia.

Cruzó el umbral, y en poco más bajaba por el camino de grava hasta el pueblo.

¿Por qué? ¿Por qué caminaba, a dónde iba? Los primeros edificios se recortaron como apariciones en la senda ensombrecida. La vieja estación de trenes. Un almacén. Un olvidado bodegón. La calle principal. Un teatro de variedades.

No había nada que hacer, ¿o sí?

Tomó por una calle lateral. Había una casa al final de la calle. Los últimos rescoldos de un incendio devoraban los restos de un techo de tejas. Había…

La mole no podía hacer nada por la familia. Los vio morir como consecuencia del ataque de una manada, aunque el macho se defendió muy bien, pese a conservar un solo brazo: la barrena de hierro que blandía a diestra y siniestra, entre salvajes bramidos, había hendido las cabezas de una docena de lívidos. Sin embargo, la suerte le volvería el rostro momentos después, en la forma de dos eficientes masticadores.

Retomó la marcha. La escena se repetía. Hombres, mujeres y niños, e incluso animales caían bajo la voracidad de la Muerte Lívida. Restos diseminados por doquier. Gritos furibundos cruzando la noche. Llamadas de auxilio, ciegos arrebatos de locura, suicidios en anónima soledad. Subió una rampa que conducía a una plazoleta. Y sucedió entonces que la mole vio algo cerca del sector de los juegos. A la vera de un tiovivo halló a una niña. La pequeña levantaba y bajaba un dedo señalando a los caballos. Aunque tan pronto reparó en el recién llegado la curiosidad se trocó en llanto. ¡Lloraba desconsoladamente ante el corpachón del extraño! Los lívidos no expresaban gestos semejantes; sólo el deseo insaciable de morder y deglutir. ¿Se trataría de una cría humana?

La mole se dispuso a comprobarlo cuando sintió que una mano descarnada se cerraba sobre su tobillo.

Era un reptador. Un torso con brazos, cabeza y dientes. Ciegos y maquinales, los reptadores tanteaban el terreno antes del arribo de los masticadores. La criatura tironeaba con terquedad de la pierna de la mole. Un labio fláccido se alzó enseñando los incisivos enfermos, mientras una retahíla de crudos ruiditos surgía de la boca fuliginosa.

¿Traducción?

«¡Lárgate! ¡La carne es nuestra!».

La mole pateó a la criatura. El torso impactó contra un auto-chocador. Estupefacto, el reptador sacudió la cabeza y emitió una serie de lacerantes chasquidos: «¿Qué diablos crees que haces? ¡Te dije que la carne es nuestra!». Volvió a la carga, como un toro acicateado. Pero la mole no estaba para juegos. Lo detuvo en seco, pisándole la cabeza. De inmediato le apresó el cuello con dedos de pesadilla. Bastaron unos segundos para que el telón cayera sobre el porfiado reptador.

Se volvió. La niña ya no lloraba, pero observaba al enorme extraño con una mezcla de recelo y cautela. Ni siquiera había bajado su dedo índice, que aún apuntaba al caballito del carrusel. Balbucía «¡Mío!» y nuevamente «¡Mío!». La mole estudió la montura de madera con gesto lacónico. Se acercó a ella, y tiró del cordón que hacía las veces de rienda…

¿Qué impresión le hubiera causado a un hipotético observador humano escena semejante? ¡Una niña paseándose con un lazo al cuello! La nena clavaba la vista en la espalda de su guía, al tiempo que jugaba con el cabo del cordel. Una imagen puede impactar para siempre en la mente infantil, y esa espalda que se yergue como una montaña delante de tan menuda persona no quedará en el olvido. Por esta razón, si nuestro hipotético y escandalizado observador tuviera la oportunidad de preguntarle a la futura mujer qué recordaba de su señor, de su salvador de aquellos días, la respuesta lo tomaría por sorpresa: «Su rostro».

 

 


Juan Manuel Valitutti (1971) es docente y escritor. Ha publicado cuentos en los principales medios digitales y de papel de ciencia ficción y fantasía. Finalista en el concurso «Mundos en tinieblas» en sus ediciones 2009 y 2010, también ha sido seleccionado durante 2012 en los contextos de la primera Convocatoria de Relatos de Horror y Ciencia Ficción Exégesis/Nocte, y del Premio Ictineu, a las mejores obras traducidas al catalán. «En las mejores manos» es la décima entrega de las aventuras de su personaje Narhitorek, el docto exégeta del Mal.

Hemos publicado en Axxón: EL SALUDO, EL HOLOCAUSTO DEL BÁRBARO, AL FINAL DE LA TARDE, NARHITOREK, EL NIGROMANTE, LOS ENVIADOS DE NARHITOREK, PARA VERLOS VOLAR, DEMONIO BLANCO, EL FINAL DE LA HISTORIA, LOS TRABAJOS DE UN LADRÓN, EL DESEO DEL DISCÍPULO, LA ÚLTIMA GRAN BATALLA, EL TIPO QUE VIO A MOBY, ¡URGHOOOOO! y EN LAS MEJORES MANOS.


Este cuento se vincula temáticamente con UNA HISTORIA DE SIETE DEMONIOS, de Frank Richard Stockton; LOS DEMONIOS DE PINDAURO, de Carlos Pérez Jara; y EL CIELO DE LOS ÁNGELES, de Fran Ontanaya.


Axxón 273

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Demonios, Muertos vivientes : Argentina : Argentino).

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