Revista Axxón » «Oniromante – DIEZ: Los pájaros de fuego», Víctor Conde - página principal

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DIEZ

Los pájaros de fuego

 

La forma más sencilla de encontrar a Visnú era localizar primero a Slad. Y la forma más simple de encontrar al viejo, si no estaba bebiendo en el Foro, era acudiendo directamente a su taller.

Slad ejercía su insólita profesión en una nave industrial cercana al muro del astropuerto, que antes había albergado una fábrica de cascos para trajes de vacío. La empresa que había contratado al viejo la compró, la equipó, y luego buscó a los profesionales que le insuflarían vida. Ladyé nunca había estado en aquel distrito, pero había aguantado suficientes borracheras de Slad como para conocer hasta la última anécdota de lo que ocurría en el taller.

Tomó un taxi hasta el taller y dejó que el conductor se quedara el cambio. Bajó a toda prisa y tocó en el timbre de la puerta. Esperó.

Durante cinco interminables minutos nadie acudió a abrirle. Ladyé vio un tenue resplandor surgir de las ventanas, y agujeros que bostezaban a sótanos y a canales de desagüe tupidos por el uso. Allí dentro había alguien, o al menos se oían robots trabajando. Se imaginó un cuadro que le provocó risa y espanto: el de ella interrumpiendo al maestro artesano en el momento crucial de una mezcla de elementos volátiles (Ladyé no tenía ni idea de cómo se fabricaban los fuegos de artificio, pero intuyó que debía ser algo tan arcaico y romántico como eso), y toda la manzana saltaba por los aires.

La puerta se abrió. Apareció un androide ataviado con un casco espacial. El androide y Ladyé conversaron largo rato, mientras ella trataba de hacerse entender y él negaba la mayor: No, no había ningún Slad trabajando para ellos en aquel momento. Tampoco eran la única empresa encargada de preparar los paquetes de fuegos para las grandes ceremonias de la ciudad. Y por último, desde luego que no iba a facilitarle la dirección de las otras empresas. Eso era información privada del gremio.

Ladyé se marchó, frustrada. De esa manera le resultaría imposible encontrar a sus compañeros. Los arco iris se incrustaban unos en otros sobre la ciudad, formando contrafuertes para el cielo.

¿Por qué Slad le habría mentido sobre su puesto de trabajo? ¿Acaso habría sufrido la ignominia de un despido y no quería revelarlo para no ahondar aún más en su miseria? No le extrañaría. Pero si era así, significaba que el viejo podía llevar meses, o incluso años, trabajando para una subcontrata de artificieros, o incluso para compañías clandestinas de polvoreros.

Mientras anochecía inexorablemente, Ladyé recorrió todos los lugares que sabía que Visnú frecuentaba, desde las tabernas (centros de peregrinaje obligado cuando el Foro cerraba sus puertas) hasta los burdeles del barrio negro, con chicas-simulacro que jamás se movían de las camas, enfermando en ellas a medida que se les excoriaba la piel con capas y capas de maquillaje. No hubo suerte. Tampoco en los rings de boxeo tántrico, donde luchadores de la vida orgullosos de sus derrotas se sentaban uno frente a otro para ver quién era más patético.

Ladyé se dio por vencida al final del día. Le dolían los pies, y la cabeza, y… y todo lo demás.

Al cuerno. Si querían esconderse, que lo hicieran; estaba demasiado cansada y demasiado deprimida como para hacer más de lo que había hecho.

Aquella noche se fue pronto a la cama, e incluso se permitió el lujo de rechazar una oferta de trabajo. Ladyé no estaba para ayudar a nadie, y menos a sí misma. Se encerró en el motel, buceó bajo las sábanas y estuvo hasta bien entrada la madrugada adivinando qué locuras podrían salir de la fusión de dos mentes tan solitarias y desesperadas como las de Visnú y Slad.

Sea como fuere, lo averiguaría cuando las navesluz partiesen del astropuerto.

 

Semejante efeméride no era como para tomarla a broma, ni siquiera en una ciudad tan nihilista como Margen.

La urbe había crecido como un tumor no planificado (ni deseado por las autoridades del astropuerto, en realidad), a base de amontonar todo lo que salía de los vientres de aquellas naves. Todo aquello que, por un motivo u otro, no podía regresar de nuevo adentro.

La gente celebraba como una fiesta nacional el despegue de los heraldos del Lejano, e idolatraban a los valientes pilotos sin conocer datos tan perturbadores como el que Pájaro le había revelado. Pero Ladyé ahora sabía la verdad, que aquellos pioneros ya estaban muertos (su cuerpo físico, al menos), y no pudo evitar sentir un poco de lástima por ellos. Los Vestigios de los pilotos saludaban a la multitud desde el palco de honor, pronunciaban discursos y caminaban con aire resuelto frente a las cámaras. Brazos manejados por telemetría por aquellas personas, sumergidas confortablemente desde hacía días en la neurotomenta de sus máquinas, se agitaban sacudiendo pañuelos blancos y lanzándolos sobre las cabezas de la gente. Era un ritual, como muchos otros. Como el lanzamiento de los fuegos. Como la fijación del pensamiento en los Vestigios por parte de la IA.

Ladyé era una más entre la turba de espectadores que se agolpaban contra la reja (parapettus inhíbida). No les estaba permitido acceder a las pistas, pero aunque fuera desde lejos, nadie se perdería el momento sublime en que se abrirían los hangares prohibidos, y de ellos saldrían las majestuosas navesluz, ya en vuelo, ya medio lanzadas al infinito desde el momento mismo de su concepción.

Noir estaba también en el palco, junto a los demás pilotos. Su Vestigio parecía el menos emocionado de todos. El más tranquilo. Con expresión ausente, aguardaba mano sobre mano mientras sus compañeros articulaban emocionados discursos.

Ninguno de ellos mencionó a la Estagilita, detalle que a Ladyé le resultó curioso. Puede que tuvieran prohibido confirmar los rumores de su implicación en aquellos vuelos, o que, después de tantos siglos, al final la IA hubiese descubierto al fin la virtud de la modestia.

Así eran las IAs, después de todo: caprichosas y herméticas como su naturaleza divina.

Lambda estaba de pie a la izquierda de Ladyé. Era unos centímetros más baja que ella, por lo que tenía que ponerse de puntillas para ver de lejos.

—Espero que esto no dure mucho —rezongó—. Tengo que abrir el bar.

—Alégrate —sonrió Ladyé—. ¿Adónde piensas que va a ir toda esta gente cuando acabe el evento? Llenarán los bares como el día del nuevo monzón.

—Poreso me retiraré un poco antes, para ir preparando las mesas. Les advertí a los chicos que estuviesen allí antes de que la gente se dispersara. Como no me hagan caso… —Hizo el gesto de retorcer unos pescuezos.

Ladyé también se puso de puntillas, para ver mejor el momento en que los pilotos, en fila y muy derechos, descendieron por la rampa hasta los pasillos ocultos en el subsuelo. La gente imaginaba que desde allí se vestirían con algún tipo de traje y entrarían por las escotillas a las aberrantes entrañas de las naves. En realidad, Ladyé se los imaginó dejando de funcionar en cuanto estuviesen fuera de la vista, sus miembros cayendo fláccidos como si una tijera invisible hubiese cortado los hilos que los unían a los titiriteros. Los operarios trasladarían esos cuerpos a un crematorio mientras las mentes que los gobernaban daban la orden final de despegue.

Las inmensas rampas de la plataforma se descorrieron y la multitud estalló en vítores. La ciudad estaba alcanzando la puesta de sol, y la escasa luz permitía que unos chorros de luz plateada fueran visibles a medida que brotaban del suelo y taladraban las nubes. Pronto hubo sombras cortando esas pilastras de luz, y la gente supo que las primeras naves estaban a punto de salir.

Ladyé estaba preocupada. El sol se ocultaba; las condiciones eran idóneas para el lanzamiento de los primeros fuegos.

Si Visnú estaba allí, estaría ultimando los preparativos para su locura.

—¡Mira! —exclamó Lambda, entusiasmada—. ¡Míralas! ¡Dioses del Gigante Rojo, es increíble!

La ovación de la multitud sufrió un brusco parón. La gente miraba con ojos licuados a los ingenios que se elevaban del suelo, globos perfectos hechos de lo que parecía gravedad prensada y coloreada. Había expectación en el ambiente, pero también miedo. Reverencia ante lo desconocido, lo genuinamente alienígena.

Las navesluz tenían el tamaño de pequeños edificios, sin aberturas ni escotillas de ninguna clase, sin impulsores ni toberas. En realidad, sólo se mantuvieron perfectamente esféricas unos pocos segundos; después, expuestas a los procesos mentales que generaba el piloto, su fuselaje cambió para adaptarse a ellos.

Los globos se convirtieron en espinosas estrellas de mar. La gente dejó escapar un profundo oooooohhhhh de admiración mientras cambiaban (volviéndose más intangibles que pesadas, más luz que partículas, más materia oscura que masa sólida)…

…Y ya no estaban allí. Habían desaparecido, borradas literalmente de la realidad, desintegradas por algún accidente cósmico o lanzadas a una loca carrera hacia las singularidades del universo. La humanidad había enviado nuevos corceles a las fronteras de su existencia, para que explorasen lo que había más allá y, si podían, lo trajesen de vuelta. Era el triunfo de toda una cadena evolutiva. La multitud estalló en la mayor ovación que Ladyé hubiera escuchado jamás.

Era el momento del festejo. De los fuegos artificiales.

Ladyé apretó los puños.

—Vamos, condenado bohemio —masculló—. ¿Dónde estás…?

Lambda se despidió por señas y se esfumó entre la gente. La Soñadora trató de encontrar un lugar alto: un inodoro público, un muro, un árbol, un transporte… cualquier objeto al que encaramarse para otear.

¿Estaría Visnú cerca de allí, oculto entre la gente? ¿Derrotaría su sentido común al loco que llevaba dentro?

Improbable.

Una música solemne brotó de los altavoces. Algunos bloques homogéneos de personas entonaron una especie de himno, mientras los demás se fundían unos con otros en una marea de vítores.

El primer cohete salió disparado hacia arriba dejando la familiar estela de humo. Hubo un brillo seguido de un silencio, y después un sonido sordo, opaco, no muy espectacular.

Ladyé se secó el sudor de la frente.

La salva de fuegos explotó vistiendo de luz toda la franja del cielo visible. Comenzaron llegando los más tenues, flores de fuego que surgieron directamente de la combustión de las nubes. Las siguieron aspas de molinos, dientes de león y bancos de peces relampagueantes. Mareas de escarcha surgieron del horizonte, colisionando con montañas de ilusiones pirotécnicas y arrecifes de sonidos retardados. El antiguo arte de construir castillos de fuego había mejorado con el paso de los siglos, e incluía jaulas de campos de fuerza que manipulaban los pirotécnicos para modelar la luz, la intensidad y velocidad de las explosiones, e incluso el tono y la armonía del sonido. Los campos de fuerza, en teoría, debían mantenerse invisibles, pero al ser sólidos también podían llenarse de cenizas y hacer resbalar por sus contornos las ondas de choque de los cohetes.

Sobre una de estas gigantescas manos ardientes que amasaban nubes apareció un hombre.

Ladyé ahogó un grito. No podía creer que Visnú estuviese tan loco como para hacer algo así, pero la realidad no dejaba lugar a dudas: había alguien flotando en el aire, a decenas de metros sobre la multitud, sostenido por un campo de fuerza lamido por lenguas de llamas.

Noir también estaría mirando, desde donde quiera que estuviese ahora. Esta era la manera que se le había ocurrido a Visnú de transmitirle un sueño inolvidable: matándose en directo para él, o algo parecido.

—¡¡Socorro!! —gritó Ladyé, pero no fue más que una gota en mitad de un océano de sonidos. Por los dioses, ¿Slad le había prestado su ayuda para semejante estupidez? Era un suicidio en toda regla, por artístico que fuese.

Muchas manos se alzaron al tiempo, señalando con un bosque de dedos. La gente vio al hombre que colgaba del cielo, y cuando el campo que lo sostenía se extinguió, también lo vio caer.

Visnú estaba vestido con ropajes llamativos, de vivos colores. Cuando cayó al vacío, los brazos en cruz y las piernas juntas, atravesó un banco de fuegos que semejaban flores de pétalos ardientes. El resultado fue que algunos de estos pétalos, envueltos en halos de fuerza que prolongaban su combustión, quedaron adheridos a sus brazos y cayeron con él, aleteando mientras se consumían.

A Visnú le habían crecido alas.

Era un auténtico pájaro de fuego.

La arriesgada performance acabó tan abruptamente como había empezado. Las alas se consumieron y el cuerpo de Visnú quedó al arbitrio de la gravedad. El grito que exhalaron sus pulmones no fue tanto de horror como de triunfo, aunque Ladyé se percató de que algo iba mal. Él no se habría dejado caer sin un último truco que asegurase su supervivencia, un colchón de campos de fuerza o unos cables ocultos, pero fuera lo que fuese no salió como estaba planeado.

Visnú se precipitó a tierra, golpeó de refilón unos campos que se estaban creando para impulsar géiseres de flores, y uno de los surtidores lo absorbió. La presión de las flores debió de ralentizar la caída, pero envolvió su cuerpo en un remolino de temperaturas extremas.

Visnú golpeó el suelo con un estampido sordo, detrás de unos contenedores. Una nube de polvo marcó el lugar.

La verja cedió ante la presión de la gente. Los conejos, sobrepasados por el volumen y la emoción de la turba, no pudieron impedir que muchos invadieran las pistas.

Ladyé estaba entre ellos. Vio aerodeslizadores de la policía hacer pasadas rasantes para dispersar a los intrusos, y escuchó advertencias que rabiaban en los altavoces. Las ignoró.

Cuando llegó al lugar donde se había estrellado Visnú, éste ya estaba rodeado por los sanitarios.

—¡Dejadme pasar! —gritó, forzando el bloqueo—. ¡Le conozco, soy su esposa!

Una mano ensangrentada se elevó del cerco de hombres con batas blancas y la señaló. Ladyé tragó saliva. Un enfermero la condujo junto a la camilla.

Visnú estaba destrozado, sus miembros inferiores doblados en posturas imposibles y la piel lacerada, convertida en un mapa de cicatrices al rojo vivo. Pero aún vivía. Sobre la piel hacía reacción una pasta aplicada por los sanadores.

Al ver a Ladyé con el único ojo que le quedaba, murmuró:

—Ésta… sí que ha sido… una imagen para… el recuerdo… ¿n… no crees?

Las lágrimas de su amiga salpicaron la espuma reactiva.

—¡Estás loco! —le acusó—. ¡Eres un maldito demente romántico!

—Claro… que sí… —Visnú sonrió a duras penas—. Por eso… te gusto tanto…

Los sanitarios elevaron la camilla a una voz, y la introdujeron en un vehículo lleno de mensajes de «¡apártense, emergencia!» que fluían como graffitis vivos por la chapa. La dejaron entrar a ella también por petición de Visnú.

Ladyé tomó su mano mientras volaban por encima de los edificios.

—¿De qué te servirá este circo si mueres? —sollozó—. Si te vas me quedaré la nave para mí sola, ¿te enteras? —espetó con rabia.

Visnú le apretó la mano.

—Vete preparándote para una buena discusión… para decidir… quién de los dos será el capitán. —Unos tosidos acompañados por esputos de sangre suprimieron la risa—. Ladyé, por favor…

—¿Qué quieres? —preguntó ella, desplazando la vista del accidentado a los sanitarios y viceversa. Visnú la obligó a fijar los ojos en la camilla.

—Deja que los médicos… hagan su trabajo, y haz tú… el tuyo.

—No te entiendo.

—Sueña para mí, Shesha. Sueña… para mí.

Sus ojos se cerraron, pero los instrumentos conectados a su corazón no emitieron ninguna alarma.

—Se ha desmayado, pero está estable —aclaró un sanitario. Ladyé volvió a respirar.

Shesha. Así era como ellos habían bautizado, como broma privada (en el argot de los metabolatas significaba «la madre cariñosa»), a la serpiente que aparecía en el cuadro del Foro, la que acunaba al durmiente Visnú mitológico en sus zarcillos. Shesha era el nombre artístico complementario al suyo, el inevitable gag de la pareja mal avenida. Por eso Ladyé nunca lo adoptó: no quería que la gente la viera como una ayudante de Visnú, una cómplice de su desquiciado arte.

Ella tenía su propia identidad como Soñadora, y deseaba mantenerla a toda costa.

Sin embargo, sólo por esta vez, acunó la cabeza de Visnú en su regazo y le transmitió un sueño especial. A él, al hombre que se había extirpado la Ópera y aún así podía seguir sintonizando su mente con las de los demás. El hombre milagroso.

Los paisajes cabalgaron la voz y la música que salió de sus labios, y mientras el aerodeslizador volaba hacia el hospital, la Soñadora cantó sobre una playa, y un hombre que contaba historias sobre los recuerdos varados en ella…

 

 


 

[SIGUIENTE]

 

 


Axxón 274

Novela corta de autor europeo (Novela : Fantástico : Ciencia Ficción : Viaje espacial, Implantes neuronales, Sueños : España : Español).

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