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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

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DOS

Margen

 

 

Margen era una ciudad cambiante, tanto como sus habitantes. Pero también tenía aspectos inmutables, como sus habitantes. Uno podía caminar por sus barrios y sus callejuelas, admirar los ejemplares humanos que se amontonaban en la periferia de un sistema social que era a su vez una periferia de otra cosa, y pensar que había llegado más allá (en todas las dimensiones a las que podía aspirar esa palabra) que ninguna otra persona de su entorno. Que había viajado lo más lejos que una nave comercial podía llevarlo jamás… y no andaría desencaminado.

También podría pasear por las amplias avenidas llenas de tiendas caras y de clínicas de neurocortado que brotaban del espaciopuerto —verdadero corazón ardiente de la ciudad— y sentir que la condición humana era una barrera invisible contra la que estaba chocando a diario. Que sólo por ser un bípedo de cerebro bicameral y mente apoyada en un sucio montón de circuitos de carbono, ninguna naveluz podría llevarlo más allá.

Ya no había mundos colonizables después de Margen de la Eternidad, sólo un angustioso vacío que tenía tanto de eterno como las cualidades que esos mismos vagabundos atribuían a los dioses, a las leyendas y a las canciones.

Sentirse humano, abandonado en las frías calles de Margen, era la condición más baja a la que se podía aspirar; la única que te garantizaba no poder seguir viajando para perseguir unos sueños que a todos le venían impresos como equipaje racial, grabados en el mismo cerebro que había inventado formas de estar siempre pasando página. Viajar sólo le estaba permitido a la materia que no estuviese viva. Soñar no.

Ladyé Opalina se había despedido del cliente, había dormido unas pocas horas en la misma habitación donde cerraron el acuerdo comercial y se había dado un baño. Estuvo más de cuarenta minutos sumergida hasta sus areolas rosadas. Luego se ajustó la ropa de no-llamar-la-atención y salió a la calle, a la bulliciosa mañana de Margen, donde tantas historias la estaban aguardando y tanta gente requería del Sueño para sentirse un poco más humana.

Paseó rumbo a su bar favorito, el Foro Melancolía. El cielo estaba azul y radiante, más de lo que parecían permitir los edificios. Varias circunnavegadoras solares caían a la tierra desde un lugar que Ladyé conocía bien, una órbita de llegada donde la luz de estrellas era como el acero templado. ¿Hermosas? Todo lo que volara era hermoso. Con su geometría en Y, las circunnavegadoras eran las únicas naves capaces de transportar humanos de un planeta a otro sin matarlos en el proceso, lo sabía, pero eran lentas, muy, muy lentas, y jamás tendrían la capacidad de una naveluz para atravesar el Vacío.

Ladyé las vio aterrizar, cabalgando tecnología Ur, y se preguntó cuántos posibles clientes estarían admirando la ciudad desde sus ojos de buey en ese mismo instante. ¿Habría neuro-operadores especializados en sueños en los catálogos de turistas?

En el aire flotaba un olor a agua de pescado rancia. Era el perfume del código que rezumaban las naves mientras caían, amortajado en crípticos abismos de matemáticas. Ladyé aspiró aquel perfume de computación, esperando, como siempre, que aunque ella no pudiese entenderlo su cerebro sí lo hiciera. Pero era un anhelo imposible. Sólo las naves podían transpirar y entender su código. En él viajaba camuflada la comprensión del cosmos, la noción misma de las estrellas.

Ladyé no sabía qué hora era, pero el Foro estaba en plena ebullición. Incluso las tiendas de comida rápida estaban abiertas, regalando soslayados atisbos de paredes fucsia, cascadas de anuncios personalizados y áreas de degustación instantánea, donde el regusto final de una comida era transmitido a través del oído en lugar de pasar por el sentido del gusto.

Saliendo de uno de esos establecimientos fue donde vio a Visnú.

Su compañero Soñador estaba tan demacrado como siempre —su rostro era una metáfora de la contemplación de la luna en un estanque de aguas turbias—, pero los ojos… oh, los ojos. Siempre estaban llenos de historias.

La palidez de Visnú no tenía nada que ver con los daños colaterales de una mala vida, sino con los efectos secundarios de la extirpación de una Ópera. Ladyé nunca se había creído del todo esa historia, pero si Visnú no mentía, era el único ser humano del cúmulo estelar que había renunciado a un neurocorte tan invasivo, a una lesión tan grave y profunda del cerebro, y había logrado volver a dormir (y a soñar) de nuevo.

Al ver que ella se acercaba, Visnú dejó en punto muerto un mordisco a su loncha de queso.

—Hoy es uno de esos días —declaró.

—¿Qué clase de días? —preguntó Ladyé. Luego cayó en la cuenta—. Ah, esos…

—¿Vienes de clientear?

—Te he dicho muchas veces que ese verbo no existe, querido.

—¿Cómo que no? ¿Y qué me dices de sueñear, neurocortar, simbolificar? ¿Tampoco existen? —Se hizo el dolido—. No me digas eso porque me harás sentir verdaderamente desgraciado. Me desgracifearás.

—Qué tonto eres.

Le agarró del brazo y entraron al local que les servía de acuartelamiento, de oficina e incluso de lupanar próximo a un «sueñeo». El Foro. El templo de los que aún creían que la vida era posible después del REM.

En esencia era un tugurio como cualquier otro, a la vera del astropuerto y con todo lo que ello implicaba, pero tenía algo especial, único, que atraía a la gente del negocio como moscas a un abandonado terrón de azúcar. Poseía una barra, sí, y un viejo cartel (no inteligente, sino plano y sin luces) que anunciaba una bebida retro que no se comercializaba en ningún planeta. Era un bar embarcado en un largo viaje hasta la madrugada cuyo plato insignia era mejor no probar hasta que hubiese macerado del todo.

Lambda, la dueña, fraguaba chupitos de ingrediente secreto y nombre estúpido en una esquina del mostrador. Cuando acabase con la reserva de licor, esos pequeños recipientes de olvido conocerían el fondo de una nevera y sólo verían otra vez la luz como anticipo a la oscuridad de alguna garganta.

Ladyé la saludó al entrar.

—¡Hola! ¿Cuántos llevas?

Lambda enarcó una ceja, el único movimiento no automático que en ese momento efectuaba su cuerpo.

—Ochenta y dos en treinta minutos —dijo—. Lejos del récord, todavía.

—Seguro que en los próximos treinta lo conseguirás. ¿En cuánto está el récord?

—En doscientos trece.

Ladyé alzó las cejas, impresionada. Eso sí que era preparar chupitos artesanales y no lo que hacía la máquina de café de la competencia, el Postquemador Cuántico. Un sitio donde, si alguna vez sus amigos la veían poner más que fuera un pie, tenían órdenes —impartidas por ella misma— de sacarla a rastras de allí y darle una paliza.

Los Soñadores se alejaron de la barra y localizaron la única mesa donde la música, merced a un extraño juego de resonancias que nadie podía explicar, era casi inaudible. Allí se podía hablar sin recurrir a los gritos, incluso en hora punta, cosa que sabían todos los habituales. El primero que llegara se lo quedaba para sí, anclando el trasero a la silla como si de ello dependiera su vida.

Visnú y Ladyé no tuvieron suerte. Otro ejemplar curioso de la fauna del Foro ocupaba el lugar de honor. Se trataba de Slad Versorroto, uno de los bohemios. Era fácil reconocerle por su aire de desorientación constante y por unos ojos distintos a los de Visnú, ojos lastimados, como si la vida junto a la consabida mujer fatal ya hubiese tenido lugar.

Al verlos acercarse, Slad protegió las otras sillas como si ya estuviesen ocupadas (por sus recuerdos, quizá), pero al momento se arrepintió.

—¿Larga noche de trabajo? —preguntó.

Ladyé movió la cabeza en un gesto que podría haber sido un sí, un no o un quizás.

—No sé por qué estos tipos siempre buscan el sueño de noche —protestó. Un gesto de tres dedos en el aire invocó la aparición de sendos chupitos—. Es como si asociaran la oscuridad a la perversión de la Ópera.

—O como si recordasen los viejos y buenos tiempos —dijo Visnú—. Yo me inclinaría más por esto último. Oye, Slad, ¿hace cuánto que no comes?

El poeta lo tuvo que pensar.

—No lo sé, sinceramente. Desde ayer, creo.

Antes de que se negara a recibir su ayuda, Visnú se levantó y fue hasta la barra. Ordenó un par de platos de sabor horrible (pero muy alimenticios, con más calorías que la postcombustión de un reactor kren) y volvió con las servilletas.

—Gracias, amigo —susurró Slad con vergüenza, como si alguien pudiese apuntar aquel gesto de caridad en una libreta y echárselo en cara—. Si doy con un verso realmente bueno, de esos que te dejan la lengua seca como esparto, te lo cederé gratis, sólo para ti.

—Descuida. Si das con uno tan potente, úsalo en tu propio beneficio. Uno tiene que reforzar el tablado que tiene bajo los pies antes de pensar en saltar al patio de butacas.

—Ah, butacas… —suspiró el poeta. Su vista se desvió a un cuadro que Lambda tenía colgado detrás de la barra, junto a la máquina para imprimir tatuajes en el líquido de las bebidas. El cuadro estaba roto por las esquinas, y manchado de quién sabía qué brebajes en algunas zonas, pero era lo que convertía al Foro en el antro de artistas más reputado de la ciudad. Representaba una escena imprecisa de una mitología olvidada hacía mucho, en la que un hombre (Visnú se había puesto ese apodo en honor a él, pues pensaba que la traducción de su nombre significaba «el durmiente») descansaba hecho un ovillo en los zarcillos de una gran serpiente.

Nadie sabía qué significaba la escena, por qué el hombre dormía o qué relación le unía con el ofidio, pero mirarlo avivaba una chispa en su alma de poeta, y eso era razón suficiente.

—Slad, ¿por qué vienes a buscar inspiración a este sitio tan apestoso? —preguntó Ladyé, quizá demasiado a quemarropa.

—Porque algún día nos levantaremos, entraremos por esa puerta y todo volverá a ser como antes. —Esto tenía más de declaración de intenciones que de motivo, pero aún así lo aceptó—. Los bohemios regresarán, y el Foro Melancolía dejará de ser un réquiem de sí mismo.

—Pero ese día puede que no llegue nunca.

—Llegará —declaró Slad con absoluta convicción, y señaló a la ventana. El ritmo de la música había desembocado en una remezcla inspirada de los hípticos de antaño con modernos clásicos como Me robaste el motivo o el ideal para corazones rotos Playa de sal junto a la marea. El músico seguía mordiendo y acariciando el saxo como sólo se le puede hacer a un amante, y aquél gemía en bochornosas tonalidades tímbricas.

Al otro lado del cristal, las cascadas de hologramas del espaciopuerto se habían apagado y dejaban ver los barrios que se extendían al fondo, con edificios que habían perdido la fe en su integridad estructural mezclados con modernas colmenas de lujo. Era señal de que algo importante estaba a punto de ocurrir. Algo que sólo sucedía en aquellas pistas una vez cada cinco o seis años.

Slad sabía mucho de hologramas, pues su trabajo había sido el de ingeniero de fuegos de artificio, una profesión que combinaba la holografía con la antigua y prosaica pólvora para elevar castillos de luces de gran belleza.

—¿Habéis visto eso? —preguntó el viejo—. Van a enviar otra expedición al Lejano.

—¿Otra más? —Ladyé pegó la nariz al cristal. En efecto, la actividad en torno a las pistas parecía más frenética—. Aún no tenemos noticias de la anterior y ya están pensando en…

—Envían naves cada vez que Mnemmón descubre un nuevo teorema susceptible de ser aplicado al vacío —dijo Visnú, refiriéndose a la IA estagilita del otro extremo de la ciudad. Cada vez que alguien nombraba a ese ser, esa presencia alienígena, un soplo de viento helado parecía levantarse para azotar sus nucas—. Estoy seguro. Despegan antes de que la matemática pierda su pureza.

Ladyé lo miró de reojo.

—Qué tontería. Te lo estás inventando.

—¿Tú crees? —Visnú hizo bocina con los puños y habló con la voz de un espeleólogo extraviado en una cueva—: ¿…Y si a lo mejor no hay otra explicación?

—¡Basta de imaginar! —exigió Ladyé. Lo violento de esta declaración le pilló por sorpresa—. Basta de sueños y de teorías. Necesito hablar de realidades, de cosas concretas. ¿Está buena la sopa?

Slad asintió, sorbiendo de la cuchara.

—Así me gusta. Eso es real —dijo la joven.

El bohemio sonrió a la vez que sorbía otro poquito de sopa, dejando ver el líquido acumulado sobre las encías. Le divertía el juego de opuestos que practicaban Visnú y Ladyé. Ella era bajita, pechugona y pizpireta, con una vaporosa cabellera llena de encanto, mientras que él parecía el asta abandonada de una bandera. Procedían de lugares muy distintos, pero por alguna razón la vida los había hecho recalar en el mismo muelle.

Entre ellos aunaban dos filosofías, la del sereno positivismo y la de la eufórica contumelia. Pero cuando se juntaban nadie sabía cuál era cuál. Trató de imaginárselos tumbados en la misma cama mientras Ladyé le ofrecía el lado Soñadora de su boca, y fracasó.

El enanito que colgaba sobre el dintel, encerrado en una diminuta naveluz de cerámica, tintineó cuando la puerta volvió a abrirse.

Entró un hombre que nunca antes había estado en el bar. Ladyé se dio cuenta por cómo paseó los ojos por el salón, catalogándolo como se hace con las cosas que uno encuentra por primera vez. Tenía unos cincuenta años de esos de un insulto más y la cagaste conmigo, con cara de viejo maestro moldeador sacado del astillero corporativo, mentón firme y rasgos que emulaban la dura línea atmosférica de un fuselaje delta. Un gabán granate, con líneas de botones como los de un antiguo corsario de los mares, le llegaba hasta prácticamente las muñecas. No ocultaba las arañas doradas de filamentos que le brotaban del antebrazo y se mezclaban con las venas de sus manos.

El hombre permaneció un momento en el umbral, calibrando la situación, y por un instante la Soñadora pensó que iba a sacar un pistolón e iba a ordenar que se tirasen al suelo. Pero lo que hizo no fue nada tan impetuoso. Se acercó a la barra, le robó la butaca a una jovencita metabolata (en el ecosistema de los bares funcionaban reglas implícitas como la que aquel tipo acababa de violar, privando de asiento a una chica aunque ésta no lo estuviese usando) y se sentó.

La joven lo miró, asombrada y ofendida a partes iguales. Seguramente era la primera vez que alguien le faltaba al respeto de esa manera, pero aparte de sugerir su desprecio con los ojos no hizo nada más. No se atrevió.

Ladyé siguió fijándose en aquel individuo mientras Slad daba el golpe de gracia a la sopa y Visnú le traía el segundo de tres platos.

Lambda sirvió al visitante un chupito color aceite. El hombre se limitó a olerlo. Al levantar la mano derecha sus implantes quedaron a la vista, revelando flujos de datos en forma de pequeños destellos, algoritmos sintientes que hacían trabajos en el espacio de comando, y que obedecían la voz de su amo como si fuera la del mismo dios de Mechanus.

La verdad, pensó Ladyé, era que más que un turista o un obrero del astropuerto aquel tipo parecía un personaje escapado de una guerra estelar recientemente glamourizada.

Dos dedos chasquearon en su cono de visión, centrándola en lo que tenía más cerca. Visnú.

—Torre llamando a Soñadora —sonrió—. ¿Has saltado al Lejano o todavía estás con nosotros?

—Sigo aquí. ¿Te suena de algo ese tipo, Vis?

Escrutó sin demasiado disimulo al corsario de la barra.

—¿Es una persona o un artefacto?

—Hoy en día… —intervino Slad, melancólico.

—Yo digo que es un futuro cliente —opinó Ladyé.

—No de los que se acercan a mí. —Visnú torció el gesto—. Ese tipo no parece que vaya buscando un sueño a la carta, querida. Él mismo parece un personaje sacado de un cuento. ¿Para qué iba a requerir tus servicios una persona así?

—No lo sé. —Le robó a Slad una lenteja del plato que ya había acabado—. Es un presentimiento. Resbaladizo, pero presentimiento. Si lo ves por el suelo, devuélvemelo. —Se tragó la lenteja—. Te aseguro que antes de que den las cuatro, ese hombre nos habrá encargado un trabajito.

Vienen al Foro, vienen al Foro —canturreó Slad, pelando un muslo de pollo—. Los perdidos y los que encontraron una senda que no es la suya, vienen al Foro…

—Te apuesto un beso frente al ocaso que ese elemento sólo está aquí para alquilar alguna furcia —dijo Visnú—. O para optimizar sus programas embebiéndolos en alcohol.

—¿Y qué recibo yo si gano? —preguntó Ladyé.

—Un ocaso para adornar el beso, cariño.

Visnú tenía que estar en lo cierto, pensó Ladyé. Sólo había dos clases de personas que entraban en aquel bar: los que estaban tan inmersos en la realidad que necesitaban que alguien como ella abriese una ventana para oxigenar, y los que buceaban en la nostalgia pensando que algún día ellos mismos serían Soñadores.

También había clientes normales, claro, pero esos no contaban. Ladyé sabía separar a los clientes «especiales» de aquellos que sólo estaban de paso… y que la metiesen debajo de la tobera de un repulsor si aquel tipo no era uno.

Entonces sucedió algo que hizo, por una parte, que Ladyé ganara más confianza que nunca en sus habilidades de observación, y por otra que Visnú perdiera un beso.

El tipo de la barra se levantó, dejando su olor impregnado en la butaca (que la joven metabolata no se molestó en recuperar) y se dirigió a la mesa donde ellos estaban sentados. Cuando estuvo frente a los tres habituales, preguntó con un exquisito acento de la órbita alta:

—Disculpen, dama y caballeros, pero… ¿es cierto que éste es el mejor lugar de la ciudad para contratar los servicios de un Soñador?

 

 


 

[SIGUIENTE]

 

 


Axxón 274

Novela corta de autor europeo (Novela : Fantástico : Ciencia Ficción : Viaje espacial, Implantes neuronales, Sueños : España : Español).

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