Revista Axxón » «Oniromante – UNO: Por cada conejo del jardín…», Víctor Conde - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ESPAÑA

 

 

Para los que jamás se rindieron.

 

 

 

La sentencia primero… el veredicto después.
Alicia en el país de las maravillas.

 

 

Dormir, tal vez soñar… ¿A quién le importa?
Lo importante es ser nosotros, los verdaderos nosotros,
mientras nos lo permita la noche.

Dicho de los Exploradores Gnósticos.

 

 

UNO

Por cada conejo del jardín hay un reloj sin dueño
(y sí, por qué no debemos entrar tan pronto en materia de gatos)

 

 


Ilustración: Guillermo Vidal

Ladyé Opalina se dejó llevar por algo menos concreto que la gravedad calle abajo.

Al cruzar por delante de la fachada del bar donde ponían esa música tan bella sin componente humano, pasó junto a los conejos que patrullaban nerviosos, interceptando susurros en ese idioma de batalla de sonido pegajoso que habían refinado a partir de grabaciones antiguas. No fue difícil. Sólo tuvo que componer una expresión ausente y los conejos la dejaron en paz. No era guapa, tampoco fea. No destacaba ni por arriba ni por debajo de la línea. Tenía ese aspecto calculadamente inofensivo que ellos esperaban encontrar en una Soñadora, con las ojeras de dormir demasiado, una chaqueta de hombre que la aventajaba en dos tallas y una falda recogida como un telón de teatro. Nadie se fijó en su peinado. Nunca lo hacían.

La noche estaba tranquila. Se preguntó a quién estarían persiguiendo los conejos. ¿Algún metabolata salido del tiesto químico de las cinco menos cuarto, perdido calle abajo mientras lanzaba rayos por los ojos como si fuera la única manera de enfatizar la realidad? ¿Gatos sin alféizar? Eso, en la ley de los felinos, constituía delito. ¿Un polizón que trataba de colarse por la valla del puerto espacial, creyendo que si se acercaba lo suficiente a una naveluz ésta lo absorbería como una esponja y lo llevaría a ver maravillas jamás soñadas, allá arriba, en la inmensidad?

Todo era posible. Los conejos sólo salían de sus madrigueras y desempolvaban las armas y los bigotes cuando se trataba de un asunto realmente serio, ni antes ni después. Por eso Ladyé sabía que ninguno le daría el alto mientras caía calle abajo, cayendo, cayendo, como una nave amortajando las distancias, hasta el lugar de reunión con su cliente.

No le había visto nunca. Él le había mandado una foto, claro, pero era tan rematadamente falsa como las excusas que había interpuesto para no abonar los pluses. Dijo que no tenía dinero como para costearse una dedicación exclusiva por parte de una Soñadora, pero era mentira. Siempre lo era. Como el aspecto coloquial de su charla de policía barato, o el humo de aquellos chicos armados con canas de senectud epistemológica frente al liceo.

Lo divisó bajo una luz de neón agónica. Era un comprador experto, se le notaba en su manera de querer aparentar inexperiencia. Un adicto al Oneiros de lujo, al peligroso. Las calles de Margen estaban llenas de listos que creían poder estafar a un Soñador haciéndose los bisoños. Ella les hacía una pregunta que cualquiera, hasta el comprador más estúpido, debería conocer, e incluso ésa la negaban. Pecados de ignorancia, por ahí se cogía al truhán.

—Ha llegado antes de tiempo —riñó al cliente, con la voz suspendida en un bostezo que cualquiera asociaría a una Soñadora.

—Quería asegurarme de… bueno, que no me tendería una trampa. —Se sonrojó—. Ya sabe.

—Sí, ya sé. ¿Ha traído el dinero?

El impostor bisoño hurgó en el interior de la gabardina con aire nervioso. Era un joven de unos treinta y pico, más pico que treinta, y no era feo. De hecho, se parecía bastante al de la foto. Lucía uno de esos bigotillos simpáticos que habían vuelto a ponerse de moda en los altos fondos, una fila de hormigas que abarcaba la longitud del labio.

Le tendió un sobre empapado de lluvia.

—Lo llevaba en la mano, lo siento. Antes. —Señaló una nube que escurría el bulto. Ladyé lo abrió y contó los billetes. Había unos pocos más de lo esperado; eso también era un error.

—Sígame y no pregunte nada —ordenó Ladyé—. No mire a la gente a la cara. Ignore a los conejos y a las urracas. Sólo péguese a mí y baje la barbilla.

El joven obedeció al pie de la letra las instrucciones. Siguió como un perrito faldero a Ladyé calle arriba (subiendo, subiendo, subiendo, como una nave geometrizando los abismos) hasta un motel barato que estaba seis puertas por encima del bar y cuatro más allá de los conejos.

Éstos habían detenido a una mujer que llevaba el pelo arremolinado en torno a la cabeza como los espectros de sus antepasados. Hacía grandes aspavientos con las manos mientras la interrogaban. Pobre ilusa, pensó Ladyé. La bola premiada de la noche no era para un metabolata ni para un polizón, sino para una traficante de juventud que había osado ofrecer su mercancía fuera de la Zona. Vendo minutos, segundos, picosegundos, cualquier cosa, a cambio de algo que llevarme a la boca. Mientras más comía, menos tiempo de vida le quedaba a su cuerpo para disfrutarlo.

Ladyé apartó la vista de ese cuadro de miseria callejera, uno de tantos, y abrió la puerta del motel con su propia llave. El joven la siguió hasta el recibidor lleno de polvo, fósil de otra era en la que la gente pagaba por dormir (¡dormir, tan fácil que parecía entonces!).

Ojalá hoy fuese tan sencillo, deseó la muchacha; ponerse y dejarse llevar y ya está, aunque ella se quedara sin trabajo. El mundo lo agradecería, aunque su cartera no.

Le guió a una de las habitaciones del primer piso. Estaba vacía salvo por un catre de muelles que chillaban como gatos y un taburete. Ladyé sentó allí a su cliente y se tumbó en el catre. En el mismo colchón, junto a su cuerpo, depositó una pistola como recordatorio de que aquello no era una sesión de intercambio de sexo.

El hombre la miró. La luz sucia que le caía sobre la cara emborronaba sus rasgos. De repente su identidad quedó menos clara que antes. Ladyé notó que estaba llegando al momento más peligroso; aquél en el que se preguntaba si había hecho bien aceptándolo, o si tendría que soltarle una descarga para mantenerlo lejos de sus muslos.

—¿Cuánto tiempo lleva sin dormir? —preguntó. La batería de costumbre.

El hombre cruzó las piernas. No le sorprendió esa pregunta, ni lo harían las siguientes. Ya había pasado varias veces por este proceso.

—Quinientos dieciocho días —contestó—. Y unas horas. Decidí hacerme la Ópera para poder sacar adelante la empresa familiar.

—¿Quién se la costeó?

—El Estado. Operaciones gratis para los empresarios con… —iba a decir «mayor categoría» pero lo cambió por—: …más de ocho empleados de clase inferior en nómina. La nuestra es una empresa muy pequeña, dependiente de las subvenciones.

—¿Ha experimentado alguna reacción alérgica a la Ópera? ¿Fugas de personalidad, fisuras en el estado infra-REM, precipitaciones líquidas del yo?

El hombre se rascó un grano. Unos anhelos que Ladyé no acababa de comprender le alisaban y atirantaban el rostro. Era de los que desviaban la atención al hablar, junto con la mirada.

—A veces —admitió—. Hay mañanas en las que voy a lavarme la cara y veo cómo mis recuerdos gotean de la nariz y se cuelan por el desagüe. Cosas que son yo, o que eran yo hasta ese momento, y que me abandonan y se licuan al contacto con el aire. Es muy desagradable.

—Lo sé. Pasa a menudo cuando se lleva tanto tiempo sin dormir. Es hiperestesia a la percepción de la realidad. —Ladyé buscó el hueco practicado en el colchón que encajaba perfectamente con su columna. Su espalda se lo agradeció—. Ahora cierre los ojos. —Ella los cerró también. La pistola zumbaba con un sonido casi imperceptible, un siseo furioso pero tímido de los campos de fuerza contenidos en el percutor—. Relájese e intente visualizar un glaciar.

—¿Un glaciar?

Ladyé abrió un ojo para espiar. El cliente, disciplinado, mantenía cerrados los suyos.

—¿Sabe lo que es un glaciar?

—No.

—Pues imagine una pared blanca. Hecha de hielo o de sal amontonada. Fije su atención en ella y concéntrese en no pensar, ¿entiende?

El hombre se retrepó en la silla.

—Adelante.

Ladyé notó cómo corrían los programas de asimilación por su nuca, arremolinándose en bandadas y captando la Ópera de otra persona en las cercanías. La de su cliente, a menos que hubiese alguien más escondido en la habitación. Enlazó con ella y ambas afinaron sus matemáticas, las cuerdas de sus ecuaciones, adaptándose para tocar los mismos instrumentos.

—Allá vamos —le previno—. Disponga sus implantes en modo de máxima recepción.

Ladyé tenía suficiente información como para tejer lo que el hombre demandaba: un sueño hecho a su medida. Colocó los dedos en los suaves rebajes del mango del arma y se abandonó al estado de sueño. Sintió cómo su consciencia iba barriendo la grasa de los engranajes, volviéndose más lenta. El truco era aproximarse al estado REM sin caer completamente en él, o se quedaría dormida (en sueño profundo) delante de aquel tipo, que podría quitarle el arma y hacer con ella lo que quisiera. Tenía que caminar por el borde del abismo, con un pie siempre apoyado en el vacío.

—Vamos a ver. Se encuentra usted en un solar abandonado, situado en una ciudad de su infancia —comenzó.

Una sonrisa pellizcó la comisura de los labios de su cliente. Los símbolos T crecieron como flores de agua en sus sienes y reventaron en diagramas, a medida que la Ópera captaba el pensamiento de Ladyé y lo transformaba en algo propio, genuino e interior al alma del otro.

—Delante de usted hay una fuente de luz llena de gatos que huelen a pelaje húmedo, un rumor de patas acolchadas que se eleva como un géiser en dirección a una nube. A medida que la nube se desplaza, el géiser se inclina con ella. Las colas de los animales están erguidas, en esa pose de finalización del gato que adoptan cuando uno los acaricia. En el cielo se divisan, muy lejos, unas súper bandadas de gaviotas de papel…

El hombre tomó buena nota de todo, pese a que tampoco sabía lo que era una gaviota. Poco a poco se fue situando en la visión que le planteaba la Soñadora, y se dejó llevar como si la estuviese inventando él. Los símbolos T cabrilleaban por su frente como aves zancudas.

Ladyé hizo equilibrios al filo de la navaja onírica:

—Se acerca al géiser y contempla las colas de los gatos. Están afiladas como espadas. Si esa manada de felinos despegase y se lanzase sobre usted, lo reducirían a un amasijo de carne picada. Aún así, permanece en pie al borde del vórtice de gatos, disfrutando de su belleza, sin advertir que la nube sigue moviéndose y que el géiser va cayendo, lentamente, sobre su cabeza.

—¿Por qué? —protestó el hombre.

—¡Silencio! —exigió la Soñadora. No toleraba interferencias en sus visiones. Antiguamente, cuando la gente dormía, había unos pocos que eran capaces de darse cuenta de que estaban dentro de un sueño y hacer su voluntad como si fueran dioses. En los sueños modernos el cliente siempre era consciente de las circunstancias, pero no le estaba permitido interferir o las matemáticas de enlace se volverían locas. Dejarían de ser álgebra para transformarse en algo cercano a la filosofía desestructurada, lo cual podría ser devastador para su cerebro—. Escúcheme: ábrase a la experiencia con todo su ser pero no opine, ni se queje por nada que vea u oiga, ¿me entiende?

—Lo siento.

—Está en el solar, frente al géiser, casi debajo de él —prosiguió—. Las paredes de una casa formada enteramente por flores cosidas una a otras se alzan en torno a usted…

El hombre empezó a temblar. La Ópera estaba recibiendo esa cascada de datos, y si el muy imbécil no había suprimido los cortafuegos, la estaría interpretando como un ataque a sus sinapsis. No había nada peor para un sueño que lo atacasen las matemáticas del cerebro del receptor. Eso lo transformaba en algo extraño, alienígena, peligroso para la cordura.

Ladyé se preguntó, por primera vez, si sería verdad que el pobre desgraciado era novato.

A pesar de todo, siguió adelante. Ya estaba cerca de un punto de trama. Ahí podría dejarlo. Si abandonaba antes el relato, el cliente se quedaría colgado de esa historia durante meses, como si tuviese unas ganas horrorosas de rascarse el culo pero no le llegasen las manos. La inercia del álgebra dejaba un montón de radicales libres por su hipotálamo.

—…Así que alza una mano y los gatos salen volando —continuó, más deprisa. Los implantes sudaban—. Un viejo círculo de reinvención. Y debajo está su mujer, con el cuerpo que usted recuerda pero con cabeza de carnero y pezuñas de cabra. Aún así lo excita sexualmente. La piel posee cualidades vinílicas en la oscuridad, una morrena de colmillos de marfil y pedazos de próstatas silbantes. Y cuando la acaricia… ¡ella despierta!

El hombre gritó. Había roto el contacto tan bruscamente que su cabeza y su espalda chocaron contra el suelo. Las ecuaciones se quedaron flotando a medio camino. Al cabo de un tiempo (no infinito) se evaporarían, y el aire volvería a ser un medio limpio.

Ladyé se despejó. El grito de su cliente la había sacado del sueño justo cuando sus ojos se estaban empezando a cerrar de verdad.

Empuñó la pistola. Había sido un poco cruel con él, pues en lugar de un bello paisaje onírico le había ofrecido una pesadilla. Sólo los masoquistas pagaban para que les vendieran pesadillas en lugar de sueños plácidos. Pero la Regla de Oro se imponía: el cliente aceptaba lo que al Soñador le saliera del alma, ni más ni menos. Él no sugería ni imponía condiciones, sólo abría su mente como una antena sintonizada en un canal ilegal. Cualquier cosa que entrase por ahí sería bienvenida.

Le apuntó con la pistola, por si acaso. El hombre permaneció de rodillas, mirando al suelo, a la distancia que colgaba invisible de su nariz. Al cabo de un tiempo murmuró:

—Gracias, Soñadora.

—¿Está satisfecho con lo que ha obtenido?

El hombre asintió.

—Sí… no era lo que esperaba, pero de pronto soy más… yo. Estoy centrado. —Habló durante unos minutos de la última vez que había soñado y de lo diferente que resultó de lo que acababa de sentir. Y tras algún punto y aparte que plantó en su cerebro, añadió—: Se van.

Ladyé guardó la pistola en el bolso. Aquel hombre no iba a exigir que le devolviera el dinero. Estaba mirando por la ventana cuando dijo aquella última frase.

Ella se acercó y espió a través de las rendijas de la persiana.

—¿Quiénes se van?

El cliente señaló un grupo de vehículos policiales que levantaban el vuelo como las gaviotas de papel de su (ya era literalmente su) sueño.

—Regresan a la madriguera. Voy a salir ya.

Ladyé asintió, satisfecha.

—Otro día más en el Margen de la Eternidad, señor. Que sea feliz y su recuerdo le acompañe para siempre.

 

 


 

[SIGUIENTE]

 

 


Axxón 274

Novela corta de autor europeo (Novela : Fantástico : Ciencia Ficción : Viaje espacial, Implantes neuronales, Sueños : España : Español).

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