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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

MÉXICO

 

 


Ilustración: Tut

Creo que no tenía ni los diez años cuando desapareciste en el limbo. No tenía creo que ni los nueve. Te fuiste como tantas veces allá, al otro lado, en la época de la cosecha, pero esa vez no regresaste. Ya no había que irse de mojado, ya sabes, te teletransportaban pa’llá… y ahí estabas más rápido que lo que canta un gallo y sin saltar la muralla wallmericana. No sé cómo te acostumbraste al muzzle, al bozal mecacibernético que te cubría cuello y boca, con el que te regresaban cuando querían. Yo nunca lo soporté. No con la tranquilidad tuya, con esa cara desangelada de mirada baja. Si te mataban por allá y llegabas muerto, eran tan amables de enviar una carta a la familia junto con un pase doble para Disney World. Pero en tu caso no llegó nada, no llegaste tú ni nada, puras dudas y deudas y carencias.

Y allá iba mamá nomás a hacer el ridículo con su cuerpo flaco, sus vestidos nejos y su piel morena frente a los de la Secretaría de Teletransportes. Sobre todo con uno de los rubios al que le decíamos el Alvin, porque estaba más blanco que los demás y le tiraba a albino. Y él… u otros, pero sobre todo él, le decía que no fuera tonta, que la tecnología no podía fallar y que incluso si hubiera habido un error ya habría aparecido en el sistema. Un día le enseñaron la lista de los muertos y de los viajes. No aparecía tu nombre. Debías de ser una especie de criminal, de esos que no existían porque nadie podía evadir su tremenda tecnología que nunca fallaba ni podía ser esquivada. Le decían ignorante, india, vieja ridícula y respondía que no era ella quien te había perdido en el sistema y ellos decían que sí y que a lo mejor ya hasta vivías con otra mujer y otros hijos. Y amenazaban a veces con llamar a la policía y a veces lo cumplían y ahí iba mamá al bote una semana sin poder pagar la multa. Los cargos: alterar el orden público. Los empleados iban cambiando, nomás el pinche vatito mamón fue quien se hizo eterno en ese empleo, pinche Alvin. Nunca se aprendió bien tu nombre ni el de mamá.

Mamá trabajaba en lo que fuera, lavaba ropa, cualquier cosa menos irse a teletransportar porque te arrancaban un pedacito de piel y lo analizaban y ahí estaba que ella no, ella no podía pasar. A veces recibía un mensaje, se iba unos días y regresaba con lana. Regresaba hasta contenta y con la mirada esquiva y nos veía comer. Carne, decía mi hermano, a señas porque ya no hubo para pagarle aparatos y que no se quedara sordo, algo que a muchos hijos de muzzlers les pasaba. Yo me negué a comer la primera vez.

—¿Crees que no sé de dónde sacaste ese dinero? —ella me reventó el hocico y me pegó tanto como pudo, aunque no me dolía. Nomás le tenía coraje.

—Y a ti qué chingados te importa, qué chingados sabes de la vida; trágatelo, cabrón, que me costó el pinche culo que tragues, desagradecido… ve y reclámale a tu papá que es el que nos tiene en esta mierda de vida, ¿por qué no le reclamas a él? Búscalo si eres tan hombrecito… y ve y párteles la madre a los de la ST y diles que lo regresen…

Íbamos a pedir monedas a la calle, mendigábamos, pues… porque no había de otra, porque mamá no podía sola, aunque de repente nomás vagabundeábamos. De cuando en cuando atravesábamos un monte baldío con montones de tierra de varios colores y aparte medio lleno de agua, como un charco enorme. Estaba rodeado por un terraplén. Nos íbamos con varas largas y saltábamos sin mojarnos entre lo que para nosotros eran montañas de un mundo imaginario. Vapores que se tornasolaban y nos hacían ver de manera más intensa el paisaje. La policía entró con trajes especiales de esos amarillos a que no estuviéramos jugando ahí. Nosotros nos defendimos con los palotes, se enojaron más y nos llevaron. Mamá nos gritoneó e hizo señas del lenguaje mudo desde una celda contigua. Parecía estar poseída por esos vapores. Tan fuerte que los policías fueron a golpearla, cállate, pinche vieja loca, y luego nos regañó también por eso.

Cuando cumplí catorce años me fui por primera vez. Tenía que hacerlo, porque no había trabajo por acá, sobre todo desde que teletransportaron los últimos bosques, minas y selvas pa’llá. Hice la enorme fila, me tomaron las muestras, me inyectaron no sé qué madres, me pusieron el ciberbozal y escuché un sonido de entrar en el agua y quedé sordo enseguida, se sacudió mi cuerpo, sentí que me desgarraban por dentro con el calor del sol, lava fragmentada al rojo vivo, y al mismo tiempo era como si mis huesos me chuparan desde la médula toda la humedad de la piel. Vi pequeñas luces borrosas que me pincharon los ojos, justo detrás de la córnea, como miles de agujas y entre ellas se formó el campamento. Me di cuenta de que había quedado con las rodillas al piso. Eso fue sólo unos momentos, pero ya estaba ahí, donde me requerían. Sentí una pinche hambre y una pinche sed y la carne ceniza y la cabeza me daba vueltas y veía borroso. Me hablaban los que estaban allá, unos güeros a los que no les entendía, se escuchaban desde muy lejos aunque estaban frente a mí. Me tomó dos horas recuperarme y ya me tenían trabajo.

Llevar el bozal de sol a sol era muy pesado, aunque de volada se dieron cuenta de que podía darle chingazos bien duro al jale, a la vida y a lo que se me pusiera enfrente. No había de otra, te regresaban el primer día si no. Luego de unos días descubrí que como el bozal era para que no habláramos entre nosotros, usábamos el lenguaje de señas. Recuerdo que tú eras bueno para eso, recuerdo que jugábamos a que entre seña y seña nos hacías cosquillas y que nos decías cómo lavar el carro sin pronunciar palabras, y bueno, otras cosas, recuerdo otras cosas que no tienen nada que ver con eso, que siempre te estabas arrancando el pellejito de donde se une la uña a la piel, que jugabas mucho un jueguito en blanco y negro en tu celular… Ah, cuánta chingadera sale de la memoria si uno comienza a rascarle… ¿Te acuerdas de la chamarra que me ibas a comprar? Yo sí me acordaba, esa que cambiaba de textura en un pestañeo: de cromo a piel de lagarto o de dragón, de rojo a azul, piedra volcánica y agua subterránea. Por eso la fui a comprar a la ciudad con mi primer sueldo, después de todo no estaba prohibido, aunque desde que me lancé tuve un mal presentimiento. Llegó un escuadrón de Repatriadores y les enseñé mis papeles, me revisaron el bozal, me preguntaron que cómo podía pagar una chamarra tan cara y les dije que no me quedaría nada del sueldo, que de verdad la quería porque tú me la habías prometido pero ora estabas muerto y me hicieron una oferta que al analizar pensé: esto es lo malo que se venía augurando. Iba a ser como un espía y a lo mejor sí les era útil un tiempo hasta me daban chance de quitarme el bozal y quedarme allá para siempre, como un «domesticado». Si me negaba me regresaban en el momento y sin chamarra.

Descubrí a unos puñetas que se estaban organizando para un acto mediático. Para qué se metían en esas broncas, ni siquiera era cuestión de dañar alguna propiedad o algo que valiera la pena, sólo iban a grabar videos y ponerlos en internet al mismo tiempo para que alguno se filtrara, de por sí era imposible entonces. Pues ahí van los líderes de regreso sin retorno. Al resto le pusieron semanas rotativas una temporada y trabajaban una semana sí y otra no, claro que les salía más caro, pero así cuando surgía un disturbio ellos ya sabían lo que iba a pasar y lo que debían hacer gracias a mí. Ostentaba el puesto más alto y peligroso para un muzzler, de usuario de una máquina de esas rojas importadas de Marte. Estaba vieja y era peligrosa, pero te bajan un poco el bozal para poder operarla y así descansabas algo. Como quiera yo odiaba esa cosa de metal, era la número 3, un dedo gigante que llegaba hasta el cielo y tenía una uña picuda que no se veía dónde comenzaba y terminaba y era necesario no haber viajado mucho porque operaba con la mente y sentía tus miedos, tristezas y corajes. Debías ser muy centrado si querías sobrevivir a ella. Y pos, ya ves.

Dos máquinas anteriores estaban tiradas en el suelo, inservibles, como pequeñas ciudades alargadas que parecían flotar sobre la tierra y se llenaban de ella y del halo del sol. También cuatrocientos operadores de esas madres se hicieron mierda antes que yo, pero pues no tenían los huevos, la pericia, la fuerza mental que yo había desarrollado. Hijos de papi o enamoradizos. Yo no estaba para esas mamadas, yo nomás vieja que veía vieja que me cogía y eran ellas las que luego andaban chillando por mí.

Nomás que en un descuido, allá con los jefes del campamento, creí divisarte entre la multitud, escuchar el eco de tu voz, la máquina se volvió contra mí, me cercenó el muslo con uno de sus cientos de tentáculos que yo sentía propios, como mis propios cabellos, como mis propios pies, como mis propias manos. Hojas de árbol alargadas y con vida. Le llamo desde entonces mi accidente. Es lo único que me traje, lo único que me quedó, porque me devolvieron en ese rato con todo y muzzle mal puesto. La pierna colgaba de un pedazo, estoy seguro… Pinches vatos… Sentí el sonido y la carne desgarrada y vi los destellos de luz formar mi tierra natal.

Y ya no era problema de ellos.

Me vomitaron hacia esta ciudad, a estas calles, a la misma densidad del aire. Comencé a soñar muy seguido contigo, en situaciones en las que no tenías nada que ver, en medio de un túnel de colores, hundido entre ellos. En esos casos era sólo tu silueta, parecida a un reflejo. Ahí te debió poner mi subconsciente entre los montículos de nuestros juegos. Y de nuevo rememoraba algunos días buenos de cuando aún andabas acá, unos días que dormimos todos en la misma cama asustados por la tormenta, una vez que tratamos de jugar baseball. Y entre más recordaba más me dolía la pierna fantasma, pues esa se había quedado en el camino, yo estaba seguro. Eso lo negaba el Alvin.

—Ah, creo que me acuerdo de tu madre. No chingues, cabrón, ¿también vienes a reclamar? No tenemos a tu padre y no tenemos tu pierna. Lárgate de aquí.

—Un día vas a saber lo que se siente no tener nada —le dije— y que nadie te ayude…

Los años fueron pasando y yo me quedé a vivir aquí con mamá, con todo y que odiaba la cara de lástima que me echaba y con esa cara también me recriminaba por no haberte traído, por no volver antes y por no sé qué tanta cosa que siempre pasa en la cabeza de las mujeres. Nos cuidamos uno al otro, ya no por gusto, sino por necesidad. Mi hermano se casó y eso que ni habla, ah, pero bien que se va a cada rato al otro lado y agarra buen dinero. Yo le dije que no mostrara que sabía hacerlo mucho en señas, para que no tuviera problemas… como quiera nadie iba a saber que era mudo. Me transformé en alguien muy frío y entré a la muerte en vida con respecto a sentir algo por alguien. Mamá cada día está más vieja, no va a durar mucho, no más de un año. Leo en sus ojos la tristeza, aunque no sé, mi compañía le hace bien, estoy seguro de ello, a pesar de que duerme la mayor parte del día. Y en realidad no hablamos tanto. Casi sólo con palabras cortas, muy cortas.

Ella me atiende igual desde que era niño, con sus manos temblorosas me cocina, me lava la ropa, me pierde los calcetines y me consigue citas con mujeres, a veces de mi edad, casi siempre mayores y feas y como quiera nomás me ven y se decepcionan las pendejas. Piensan que me cortaron la otra extremidad.

Fue un gran escándalo cuando Los Patriarcas, una sociedad de científicos humanitarios o algo por el estilo, descubrió el Limbo, así le llamaron. Mamá no dijo nada, pero su rostro pareció oscurecerse. El Limbo era el agujero de gusanos mágicos, o algo por el estilo, que hacía posible la teletransportación y estaba lleno de humo de colores y luces y madrecitas como en mis sueños y era algo muy científico todo el pedo. Comenzaron a sacar gente, cientos de personas que regresaban a sus casas, si es que aún podían. Eran de la edad que tenían cuando se quedaron ahí varados y sus mujeres e hijos ya eran más grandes. Unos estuvieron ahí veinte años, los que más treinta. En sus miradas esas expresiones de bien sacados de onda, de: ¡hola, mundo! Algunos salieron muertos. Parecía que unos fueron asesinados y otros enviados en medio de una enfermedad y no resistieron. Mamá veía cada noticia con atención, sin comentarios. Algo se le quemaba por dentro. Comenzó a usar ropa negra y a pasar largas horas frente al espejo. Se peinaba hasta dejar su cabello muy pero muy liso. Pensé que a lo mejor le iba a dar vergüenza que la vieras tan vieja y tú llegarías joven, el fantasma que se quedó atrapado en esos túneles de mis sueños y que ya no estaba seguro si eran los ecos de uno de esos viajes o los recuerdos de aquel lugar donde jugábamos.

Me habló el Alvin, se escuchaba bien viejo y ya en las últimas, imagínate, era mayor que tú. Me dijo que aún no te habían encontrado, que tenían una foto tuya, rota, con poquito de sudor con tus genes… y también mi pierna, y que él había puesto de su bolsa para un contenedor especial. Eso no se lo creí, además llevaba el logotipo de los Patriarcas. Lo puse en la mesa de la casa y ahí estuvo días, luego lo guardé no sé dónde. No dije lo que pensaba, no quería ilusionar a mi mamá, porque qué tal si salías muerto. Ya cuando anunciaron que no quedaba nadie atrapado le insistí en que debería ir e insistirles ahora sí, para que te buscaran. Pero no me hizo caso. No me quería escuchar. Le enseñé la foto y respondió que eso ya no servía para nada. Era de la boda, estaba partida en dos y mamá ya no salía.

Estábamos en el cuarto de ustedes, ella volteó, me dio la espalda, se apoyó sobre el tocador. Casi se iba a caer. Entonces abrió un cajón y sacó un sobre manila tamaño carta.

—Nunca estuvo ahí. Hace años me mandó papeles para el divorcio y esta nota:

Vieja: ya no pude volver y acá me voy a casar otra vez. Perdón por no comunicarme, yo sé que te da rabia, batallé mucho para conseguir mis papeles y sí te amé con toda el alma. Te mando un dinero para los güercos. Firma el divorcio para poder ser feliz, de seguro tú también lo eres ya para estas alturas.

Tomé la nota con mi mano libre y me apoyé en las muletas. Mi mamá me dejó solo. Se fue a sus cosas. Me senté en su cama. La leí una y otra vez. La rompí. Qué pinches ganas me dieron de decirte mil cosas, ya sabes: que te odio, que te repudio, que te metieras el dinero por el culo, que eres un cobarde y un hipócrita y que no te necesito ni te necesitaré nunca en mi vida… que te necesito y que… te he extrañado todos estos años y quisiera tenerte para siempre junto a mí.

Y entonces pude llorar, entonces pude cerrar los ojos y recordar claramente cada viaje entre montículos y montañas y corrientes flotantes de tierra de colores que explotaban en polvo y en más polvo, entre nubes que se tornasolaban con luces que salían de la nada y en nuestro caso regresaban hacia la nada.

 

 


Jorge Chipuli obtuvo el premio en la categoría cuento de la revista La langosta se ha posado 1995, el segundo lugar del premio de minicuento: La difícil brevedad 2006 y el primer premio de microcuento Sizigias y Twitteraturas Lunares 2011. Fue becario del Centro de Escritores de Nuevo León. Ha colaborado con textos en las revistas Hiperespacio, Deletéreo, Literal, Urbanario, Rayuela, Oficio, Papeles de la Mancuspia, La langosta se ha posado, Literatura Virtual, Nave, Umbrales y Miasma, entre otras. Ha sido incluido en las antologías: «Columnas, antología del doblez», (ITESM, 1991), «Natal, 20 visiones de Monterrey» (Clannad 1993), «Silicio en la memoria», (Ramón Llaca, 1998), «Quadrántidas», (UANL, 2011) y «Mundos Remotos y Cielos Infinitos» (UANL, 2011). Ha publicado el libro de minicuento: «Los infiernos» (Poetazos, 2014) y «Binario» (Fantasías para Noctámbulos, 2015).

Además de varios cuentos breves, ya hemos publicado en Axxón sus cuentos LA MARAVILLOSA MUJER EN TRAJE DE BAÑO y EL CAPÍTULO 21.


Este cuento se vincula temáticamente con LA CARRERA DE SUPERVIVENCIA, de Alberto Mesa Comendeiro, y ZIP, de Ricardo Castrilli.


Axxón 280

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Teletransportación : México : Mexicano).

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