«El cubo de la galaxia», Jeremy Szal
Agregado en 1 junio 2018 por richieadler in 283, Ficciones, tags: CuentoÂ
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 AUSTRALIA |
Era otra noche sofocante en Nueva Bangkok y Jharkrat no lograba vender nada.
Las multitudes siempre estaban presentes. Caminaban bajo los faroles y zigzagueaban entre el tránsito perezoso. Las amplias calles estaban resbaladizas por la lluvia cálida como la sangre. Las sartenes oxidadas siseaban con furia, mientras los chefs preparaban burbujeantes pasteles fritos en aceite, haciendo girar unos carruseles donde colgaban fideos de arroz. Unas volutas de humo ascendÃan en espiral desde los templos improvisados. La gente gritaba y regateaba, intercambiando sacos de yute con especias y semillas con los turistas, probablemente terráqueos. Las canoas se deslizaban por el canal, apartando desperdicios a su paso y navegando hacia los mercados flotantes. Por encima, se elevaban rascacielos a medio terminar, envueltos con andamios. Una gran gota de agua con óxido cayó de una torre de alta tensión descascarada y aterrizó sobre el mostrador de Jharkrat con un plop marrón rojizo. Él no se molestó en limpiarla. Era el sudor de la ciudad, segregado por un millón de poros. En un minuto caerÃa otra. Tomó una nota mental para recordar traer el paraguas al dÃa siguiente.
Dos pacificadores del Ministerio vestidos de azul oscuro —los vivanors— estaban bebiendo tom kha gai en un puesto de comida caliente y vigilando a la inmensa multitud. Uno de ellos lo miró y Jharkrat desvió la vista, fingiendo concentrarse en los componentes de computadora que tenÃa frente a él. Esta noche no querÃa problemas. Los hombres ya habÃan fruncido en ceño al verlo comerciar con productos electrónicos dados de baja hacÃa mucho tiempo y no querÃa que clausuraran su tienda.
Alguien se acercó corriendo a su puesto, con el rostro rechoncho enrojecido por el calor. ¿Era un cliente? Jharkrat se enderezó y gruñó cuando el hombre obeso dejó caer una pila de equipos decrépitos sobre el mostrador manchado.
—No compro —susurró Jharkrat, recogiendo el embrollo de cables en descomposición—. Solo vendo.
—Vamos —gritó el hombre por encima de las bocinas de los autos—. Los vendo a buen precio.
Todo era de la Última Edad, antes de que el Ministerio reemplazara todos los sistemas y programas informáticos. Su depósito estaba lleno de cosas asÃ. Casi no valÃa la pena pagar la renta del depósito donde los guardaba.
— Mai au khrap. Tengo suficientes.
—Por favor. —El sujeto estaba desesperado. Los tendones de su cuello parecÃan cables de puente colgante—. Tengo poco efectivo.
—Lo siento.
—¿Dos mil baht por todo el lote?
—No hay trato.
—¿Mil quinientos?
—No.
—¿Mil?
Jharkrat dudó. Era insólito adquirir todo eso por un precio tan bajo. Pero serÃa más insólito que siguiera comprando insumos.
Puede que el hombre haya percibido su dilema. Apartó de la maraña una modesta caja negra y la hizo girar en sus manos.
—Tome esto. No puedo venderla en otro sitio.
Jharkrat la inspeccionó, al tiempo que el empalagoso aroma del incienso de un templo cercano le daba comezón en la nariz. El cubo era pesado para su tamaño. HabÃa pequeñas ranuras talladas en sus lados y un puerto para conectarlo a una computadora.
—¿Qué es?
—Un módulo, creo. —El hombre se tocó un forúnculo incipiente que tenÃa en el cuello—. ¿Quinientos?
Jharkrat nunca habÃa visto nada igual. Ni siquiera habÃa un logo del fabricante estampado en el metal. Realmente no podÃa pagarla, pero la curiosidad lo estaba venciendo.
—Le doy cuatrocientos.
—Hecho.
Jharkrat le entregó los billetes arrugados. El hombre asintió con gratitud, recogió sus materiales y desapareció en la multitud. Jharkrat volvió a mirar la cajita misteriosa, desconectándose de la bulliciosa ciudad que lo rodeaba.
***
Cuando Jharkrat iba camino a casa, comenzó a llover. Las cálidas gotas golpeteaban contra los techos de latón y los toldos extendidos. En el cielo, se veÃan dos lunas que derramaban su luz sobre el camino. La tercera estaba oculta detrás de unas nubes espesas. En la Tierra, donde habÃan nacido sus abuelos, habÃa una sola luna en el cielo. Y los dÃas duraban veinticuatro horas, no treinta y dos. Siempre habÃa querido ir allà y ver las maravillas que ellos le describÃan. Pero habÃa que ahorrar durante muchos años solo para comprar el permiso de viaje. Y luego habÃa que comprar el boleto. HabÃa gastado todo su dinero en su hija: se habÃa contagiado la plaga de las ampollas, que le estaba devorando el cuerpo lentamente. Destinaba todas las ganancias que obtenÃa vendiendo materiales a luchar contra la enfermedad. Pero, al final, no fue suficiente. El mal llegó al cerebro de Serah y la mató.
Algunos dÃas, Jharkrat no sabÃa cómo lograba mantenerse en pie.
Llegó a su apartamento en la planta baja. Unas enredaderas de color rojo sangre se enroscaban en los postes torcidos, agotados de soportar el peso del edificio. Buscó su llave oxidada y abrió la antigua puerta. PodrÃa haber instalado un teclado de seguridad o un lector de huellas digitales, pero habrÃan llamado la atención. SerÃan la prueba de que tenÃa algo que ocultar. De todos modos, alguien volverÃa a forzar la puerta. No hacÃa falta atraer a más ladrones. HabÃa visto lo que hacÃa la gente por dinero. El mes anterior, un hombre que vivÃa a un par de calles habÃa cambiado a su hijo recién nacido por una perra… para poder vender sus cachorros. Jharkrat habÃa tenido que reprimir el impulso de ir a su casa y arrancarle los dientes a puñetazos.
El apartamento era un desastre. El suelo estaba regado de equipos informáticos, latas de cerveza aplastadas y sillas de plástico envueltas en gruesos cables. Un ventilador mohoso giraba perezosamente en el techo, revolviendo el aire húmedo de la habitación. Los productos estaban empaquetados en cajas de cartón en vÃas de deshacerse, apiladas hasta el techo. Jharkrat hizo a un lado una placa madre desarmada que estaba sobre su escritorio y sacó el cubo. Simplemente, tenÃa que saber qué era. El Ministerio, sin ninguna duda, no lo habÃa autorizado con una licencia. Y eso lo hacÃa más intrigante.
Encendió su vieja computadora, tomó un cable y lo enchufó en la caja.
Zap. Hubo una baja de tensión. La pantalla emitió unos ruidos entrecortados y brilló con colores estridentes antes de apagarse y convertirse en un espejo negro.
De acuerdo. Esto no era bueno. Se quedó sentado, quieto, demasiado sorprendido para moverse, hasta que la pantalla volvió a la vida y le mostró un fondo parpadeante. ¿Era una especie de virus? Probablemente, ya estaba comiéndose sus archivos o, peor aún, estaba enviándolos al Ministerio. Era el fin. Era…
—¿Hola? —Sintió un escalofrÃo en todo el cuerpo. La caja estaba hablando. Las ranuras habÃan cobrado vida e irradiaban un inquietante resplandor azul—. Hola —repitió la caja, esta vez más fuerte. TenÃa voz de mujer—. ¿Dónde estoy?
Jharkrat se puso pálido. SabÃa de qué se trataba. TenÃa que ser eso. Era una Mente, prohibida por el Ministerio hacÃa décadas. Si atrapaban a cualquiera usando estas cosas, lo ejecutaban de inmediato. Sin proceso judicial, sin preguntas. Con razón el maldito gordo estaba tan desesperado por vender el cubo.
TenÃa que deshacerse de él. ¡Ahora mismo!
Pateó la silla hacia atrás y extendió un brazo, desesperado por arrancar el cable de la caja. La Mente debió adivinar lo que estaba haciendo.
—Por favor —suplicó—. No lo hagas.
La intensa emoción que transmitÃa su voz hizo dudar a Jharkrat cuando su mano estaba a punto de desenchufar el cable.
—¿Quién eres? —preguntó por fin.
—No tengo nombre —dijo la Mente, genuinamente aliviada—. Yo… no esperaba que volvieran a encenderme.
—¿Por qué? —Jharkrat sintió unos anzuelos que se hundÃan, arrastrándolo a las profundidades—. ¿Qué te pasó? ¿De dónde eres?
—De la Tierra —dijo la Mente—. Al menos, sé que me hicieron allÃ.
—¿La Tierra? —Jharkrat se reclinó en la silla, respirando con dificultad. ¿Con qué se habÃa topado?—. ¿Cómo llegaste a Nueva Bangkok?
—En las naves. Fui uno de los pilotos que los trajeron.
Jharkrat pestañeó.
—¿Formaste parte de la Primera Flota?
—SÃ.
Esta Mente debÃa tener casi un siglo de edad. Sin duda, estaba repleta de datos y registros que debÃan valer millones de baht en el mercado negro. Por eso el Ministerio no querÃa que circularan. Su cara se iluminó con una sonrisa idiota.
Entonces, comenzó a carcomerlo la duda.
—Dijiste que no esperabas que te encendieran de nuevo.
La Mente hizo una pausa.
—Vinieron por nosotros —dijo finalmente—. Los hombres de azul. Nos dijeron que ya no nos necesitaban y el Ministerio ordenó que nos desactivaran. Pero una cientÃfica… se habÃa encariñado conmigo. Copió mi sistema en un dispositivo de almacenaje en lugar de destruir el software. Yo no sabÃa qué iba a suceder después. Creo que ella tampoco. No. Los oficiales y cientÃficos tenÃan prohibido apegarse a sus Mentes. —La voz pareció vacilar, como si evaluara qué debÃa decir—. Pero yo querÃa un nombre.
—Puedo darte uno —ofreció Jharkrat—. ¿Qué te parece… Serah?
La Mente reflexionó.
—Sirve. ¿Pero por qué ese nombre?
Jharkrat sonrió incómodamente, mordiéndose los labios agrietados.
—Asà se llamaba mi hija. —Se inclinó hacia delante—. ¿Cómo es la Tierra? Cuéntame.
Y eso hizo. Le contó de montañas con picos nevados, de inmensos desiertos, de infinitos espacios abiertos del tamaño de continentes enteros. Describió inolvidables bosques y selvas, glaciares y tundras, arrecifes de coral e islas exuberantes. Jharkrat la escuchó asombrado, casi sin notar que los espesos dedos del alba se arrastraban por su ventana mugrienta, pintando de amarillo el suelo polvoriento. No habÃa dormido nada, pero se sentÃa rejuvenecido. Renovado.
Se puso de pie, estiró sus músculos acalambrados y se frotó la nuca.
—Tengo que esconderte —le dijo a Serah— por si entran ladrones.
—Oh —dijo Serah con la voz colmada de decepción—. Ahora tengo carga suficiente. Estaré despierta al menos cuarenta y ocho horas.
Él planeaba regresar mucho antes. Desconectó a Serah de la computadora, apartó unas botellas de plástico del suelo y se metió bajo la cama. Aflojó unos tornillos oxidados, levantó una delgada tabla del suelo y accedió al depósito escondido. Allà guardaba casi todo su dinero en gruesos fajos. No confiaba en los bancos. Los habÃa visto desplomarse con la crisis económica. HabÃa oÃdo el clamor de la gente cuando sus ahorros de toda la vida quedaron reducidos al valor de unas cuantas monedas. No querÃa que le sucediera lo mismo.
Acomodó el cubo entre dos grandes fajos de dinero, volvió a colocar la tabla y ajustó los tornillos. Por ahora, Serah estaba a salvo.
***
El sol era cegador. Se asomaba por el borde de la sombrilla de su tienda y le apuñalaba los ojos. HabÃa comprado unas buenas gafas de sol hacÃa unas semanas, pero se las habÃan robado. PodrÃa haber conseguido otras baratas, pero se rompÃan en menos de un mes.
Engulló el kaeng som, inundando su boca con pescado picante, y observó la actividad del mercado. La gente pasaba caminando sin rumbo, tomando sorbos de jugo de coco envasado en bolsas de plástico y golpeando los pies contra la acera. Jharkrat recordó la época en que los cocos eran espantosamente caros y solo las empresas con licencia podÃan venderlos. Pero luego, alguien se infiltró en los laboratorios de bancos genéticos y los liberó en el mercado. Ahora costaban solo veinte baht cada uno y se vendÃan en todos los rincones de la ciudad. Recordó que habÃa comprado leche de coco para Serah y que habÃa visto cómo se iluminaba su rostro al probarla por primera vez…
Una sombra atravesó su rostro. Jharkrat tragó saliva y entrecerró los ojos para ver a la figura, una silueta oscura delineada por el sol. Era un vivanor con un rostro de pico montañoso. Jharkrat se inclinó hacia delante, estudiando al sujeto con velada amenaza.
—¿Puedo ayudarlo? —Jharkrat vio la pistola enfundada que tenÃa en el costado y apartó el tazón de comida.
El vivanor pestañeó. Sus ojos encapotados lo perforaron.
—Anoche vino un hombre. Le vendió una caja pequeña. Quizás de este tamaño. —El vivanor levantó el pulgar y el Ãndice impregnados de suciedad y los separó unos diez centÃmetros—. ¿La tiene?
Jharkrat advirtió con horror que este hombre lo habÃa estado observando desde un puesto de comida la noche anterior. Mala señal. No podÃa negar que la tenÃa.
—SÃ, la compré. Pero me la robaron camino a casa.
El rostro del vivanor parecÃa cincelado en mármol.
—No me diga.
—SÃ.
Jharkrat se obligó a sonreÃrle. El vivanor se quedó unos segundos más y se fue. Pasó entre la multitud y siguió caminando hasta perderse en el mercado.
Jharkrat se mordió el interior de la mejilla con tanta fuerza que sintió gusto a sangre. Maldición. El vivanor no habia creÃdo su historia. Ni por un momento. Cada fibra de su ser lo apremiaba a correr a casa y asegurarse de que Serah estaba bien, pero no era una opción inteligente. Sin duda, lo estaban vigilando desde las sombras, esperando que hiciera algún movimiento para luego atacar. TenÃa que fingir que todo era normal.
Suspiró, mientras una gota de sudor descendÃa por su pecho y le mojaba la camisa. Iba a ser un largo dÃa.
***
Por fin, el sol se hundió en el horizonte rojo sangre y la ciudad explotó en resplandores multicolores. Algunas tiendas cerraban durante la noche, pero otras abrÃan para atraer a toda una nueva raza de clientes. Jharkrat los ignoró a todos, empacando sus cosas lo más rápido que pudo sin llamar la atención. Emprendió el camino a casa, pasando junto a una tienda iluminada con farolas que vendÃa telas teñidas de un intenso color rubà y serpenteando por distintos callejones con luces de neón y tentáculos de vapor que salÃan de las ventanas con vidrios faltantes. Apartó con la mano una hoja de palmera cubierta de rocÃo, intentando caminar sin mirar hacia atrás. No habÃa manera de que estuvieran siguiéndolo. Seguramente, solo estaba paranoico.
Se detuvo en seco. La puerta de su casa estaba entreabierta y la luz se filtraba hacia fuera. La abrió de un empujón, con el estómago contraÃdo de miedo. HabÃan arrasado todo el lugar de piso a techo. Los cajones estaban abiertos; su ropa, hecha jirones; los repuestos de computadora, destrozados en el suelo. Cerró la puerta a sus espaldas y se agachó para examinar la tabla del piso. Su boca pronunció una plegaria destinada a dioses inexistentes. ParecÃa que no la habÃan tocado, pero tenÃa que asegurarse.
Aflojó los tornillos con los dedos sudorosos y rápidamente arrancó la tabla de su sitio. Por favor, que estés aquÃ. Por favor, que estés aquÃ. Su cuerpo se inundó de un cálido alivio. Serah estaba allÃ, sana y salva.
—¿Jharkrat? —preguntó ella, mientras él tomaba el cubo y apretaba el metal frÃo con sus manos encallecidas. Los afilados bordes le cortaron la piel. Por algún motivo, era reconfortante—. ¿Eres tú? Entraron hace unas horas. Hicieron mucho ruido.
—Me di cuenta —dijo Jharkrat secamente, pateando lo que alguna vez habÃa sido una tableta de pantalla ancha, ahora con una telaraña de rajaduras. Se sentó en el suelo, acunando el cubo en sus manos—. Quieren apoderarse de tu sistema, ¿verdad?
—No —murmuró Serah, casi gruñendo—. Quieren destruirlo. No pueden permitir que haya datos MRL flotando por allà y arriesgarse a que los distribuyan en el mercado. Ellos…
—¿Qué? —estalló Jharkrat—. ¿Tienes datos de tecnologÃa superlumÃnica almacenados en tu sistema?
—SÃ, pero si no accedes a ellos en cinco años, quedan bloqueados por una compleja encriptación. No creo que puedas descifrarla.
Ahora, Jharkrat se daba cuenta de por qué querÃan tanto esos datos. SabÃa qué habÃa pasado con el robo en los bancos de genes: los cocos se habÃan esparcido como una plaga en todos los mercados. El gobierno habÃa perdido miles de millones de bhat. Si las empresas independientes lograban utilizar la tecnologÃa superlumÃnica, todos los monopolios se derrumbarÃan. Las naves espaciales, el turismo, los motores, todo. Se caerÃan como una endeble choza de bambú. La gente podrÃa pagar sus viajes. Ver la Tierra. Escapar de este basurero.
Y él tenÃa todo eso en sus manos.
—Serah —dijo. Cada sÃlaba desbordaba entusiasmo—. ¿Hay alguna forma de extraer los datos?
—Quizás, pero ya te dije que están encriptados. Tengo instalada una alarma. Si detecta que alguien intenta abrir la cerradura, se activa. —Hizo una pausa—. Y destruye todo mi sistema.
Jharkrat volvió a morderse los labios. En sus manos, sujetaba lo que posiblemente era la última Mente que existÃa. Y se estaba convirtiendo en una buena amiga suya. ¿La información valÃa tanto como para arriesgarse a perderla? Por no mencionar las dificultades que enfrentarÃa si lo descubrÃan. ¿QuerÃa meterse en tantos problemas por unos datos?
Entonces se percató de que no dependÃa de él.
—¿Qué opinas? —preguntó, concentrándose en el pequeño cubo negro que alojaba a la Mente—. Conozco a alguien que puede ayudarnos. Pero debes decidirlo tú. ¿Quieres correr el riesgo?
Serah no dijo nada. Los colores de la interfaz metálica se intensificaron y luego empalidecieron.
—La cientÃfica arriesgó todo para sacarme de allà con estos datos —dijo—. Los mantuve a salvo casi un siglo. QuerÃan destruirlos, y a mà junto con ellos. —El cubo lanzó un destello rojo carmes×. SÃ, vamos a hacerlo.
Jharkrat sonrió.
—Es lo que querÃa escuchar.
***
Con firmeza, Jharkrat introdujo el cubo en un bolsillo secreto cosido en sus pantalones que, por lo general, utilizaba para guardar dinero. Ahora iba a introducir clandestinamente en Nueva Bangkok a la última Mente que aún sobrevivÃa.
Era muy peligroso salir por el frente. Trepó por la cerca de alambre del fondo, saltó y rodeó un jardÃn de vegetación descuidada y árboles perennes que se extendÃa hacia la calle. En un instante, se fundió con la apresurada muchedumbre, frotando hombros sudorosos bajo un techo de gruesos cables y hologramas.
Las enredadas calles comenzaron a difuminarse: incontables puestos de comida, salones de masaje, clubes nocturnos, templos, luces ondulantes y ruidosos mototaxis automáticos que pasaban junto a Jharkrat mientras él esquivaba el tumulto, el calor y los olores, esperando que una mano fornida se apoyara en su hombro, lo apartara y le pusiera una .45 en la boca.
No se acercó nadie.
Atravesó junto a Serah aquel mar repleto de cuerpos. Se agachó bajo un letrero que colgaba muy bajo y entró en un lúgubre callejón donde unas ancianas fabricaban rosarios con sus dedos deformes, retorcidos como raÃces de árbol. Pisó un charco poco profundo, estremeciéndolo, y siguió avanzando por el laberinto de callejones bulliciosos. Finalmente, subió por una escalera de caracol hasta el cuarto piso de lo que parecÃa un edificio de apartamentos en ruinas. Se aseguró de que nadie lo viera y golpeó la madera despellejada con los nudillos.
Muy pronto, la puerta se abrió de par en par. Allà estaba ella, sonriéndole con sus dientes negros como la tinta.
— Sawa dee, Jharkrat. Cuánto tiempo sin vernos.
—Hola, Kwan. ¿Sigues mascando esas nueces?
—Por supuesto. Pruébalas tú también, ¿eh?
—No, gracias. —Entró. El aire acondicionado le congeló el sudor rápidamente. Unos altavoces a todo volumen lo aturdieron desde la habitación adyacente—. Tengo algo para ti.
—Ah, sà —dijo Kwan, entrelazando sus manitas—. Siempre dices lo mismo. —Lo llevó por un corredor y entraron en el laboratorio. Al menos dos docenas de pantallas se apretujaban allÃ. HabÃa abultadas madejas de cables abrochadas al techo y las paredes, bombeando terabytes de datos segundo a segundo. La mitad de los escritorios eran de hackers, conectados a las pantallas con interfaces y audÃfonos, que escribÃan en teclados pegajosos. Kwan se sentó en su sillón con demasiado relleno y bebió un sorbo de lo que podÃa ser agua o vodka—. Ya lo he visto todo, amigo mÃo.
—Esto nunca lo viste. —Jharkrat metió la mano en el bolsillo, rompió la costura y sacó el cubo.
La expresión de Kwan no se alteró.
—¿Qué es?
Jharkrat abrió la boca para decÃrselo, pero Serah fue más rápida.
—Presumo que eres la amiga hacker de Jharkrat.
La sonrisa despreocupada de Kwan se marchitó. Tomó el cubo con una mano temblorosa.
—¿Encontraste una Mente? —Jharkrat asintió—. ¿Cómo?
—No importa. Serah guarda algo valioso en su interior. Necesito extraerlo.
—¿Le pusiste un nombre? —exigió Kwan—. Si el Ministerio nos descubre…
—Entonces iré a otro sitio.
Jharkrat comenzó a ponerse de pie, pero Kwan le hizo señas de que volviera a sentarse.
—Quédate allà —siseó—. Mejor que sea yo y no que otro la eche a perder—. Se volvió hacia su computadora y buscó un cable—. ¿Qué necesitas?
—Tiene datos encriptados que quiero que liberes.
Kwan resopló brevemente mientras enchufaba a Serah a la computadora.
—Demasiado fácil. Me insultas, peuang.
—Tiene instalada una alarma —dijo Jharkrat—. Si se activa, borrará todo el sistema.
Kwan asintió, deslizando la mirada por la pantalla.
—Ah, sÃ. Aquà la veo.
—¿Puedes entrar?
Kwan giró el sillón y le guiñó un ojo con picardÃa.
—Estás insultándome de nuevo. —Sus dedos bailaron sobre el teclado manchado de ceniza, emitiendo un rÃtmico tac-tac-tac—. Me llevará un tiempo. Al menos un par de horas. —Señaló la puerta—. Vete, por favor. No quiero sentir tu aliento en mi nuca.
Jharkrat dudó. HabÃa que hacerlo, pero no querÃa dejar a Serah en manos de nadie. Confiaba en Kwan, pero esto era casi como abandonar a su hija.
Casi.
—Adelante —dijo Serah como si le hubiera leÃdo la mente—. Aquà estaré bien.
—¿Lo ves? Hasta ella lo sabe.
Jharkrat entendió la indirecta. Abrió la puerta y se dejó tragar por la noche húmeda.
***
Jharkrat no podÃa dormir.
No solo porque su delgado colchón estaba casi partido en dos. Era Serah la que estaba instalada en su mente y tatuada en su cerebro. La hija que habÃa perdido. Casi escuchaba su respiración áspera mientras yacÃa, comatosa, en la cama del hospital; sentÃa la vida escurriéndose de su cuerpo, al tiempo que él le acariciaba la sedosa cabellera negra y rezaba por su recuperación, por que todo resultara bien.
Nunca habÃa asimilado verdaderamente que su hija ya no estaba. Nunca lo habÃa superado. Quizás por eso le habÃa puesto su nombre a la Mente. Para mantener viva a su hija.
No iba a perderla de nuevo.
Liberó las piernas de las sábanas húmedas de sudor. Esta noche no iba a poder dormir. Era mejor aprovecharla para otra cosa. Precipitadamente, se vistió y se dirigió a la puerta.
Aunque era muy temprano, habÃa actividad en las calles. La interminable hilera de vehÃculos inmovilizados en el tránsito, los cuerpos que pululaban y el calor obstruÃan las arterias de la ciudad. Jharkrat subió la escalera y no se molestó en golpear. Kwan lo recibió en el corredor. Su habitual actitud tranquila habÃa desaparecido.
—¡Tú! —Lo empujó contra la pared, rechinando los dientes negros—. ¡Maldito! ¿SabÃas lo que habÃa dentro?
—¿Lograste entrar? —preguntó Jharkrat con una sonrisa.
Kwan siseó y lo arrastró hasta la sala de computación. Golpeó las manos y el sonido ahogó el zumbido de los sistemas informáticos. Todas las cabezas giraron para mirarla.
—¡Salgan! ¡Ahora!
Nadie se atrevió a discutir. Los escritorios y teclados repiquetearon cuando todos salieron rápidamente para escapar de su furia. Kwan esperó a que se fueran todos y cerró de un portazo que hizo temblar el marco de la puerta. Dio vueltas alrededor de Jharkrat con sus manitas convertidas en puños. Jharkrat esperaba a medias que le diera un golpe.
—¿Lo sabÃas, no?
—Yo…
—Datos MRL, nada menos. —Kwan se frotó las mejillas violentamente con las palmas de las manos—. ¡Maaeng eeuy! No puedo tener esto aquÃ.
—¡Piensa en lo valiosa que es! —se enfadó Jharkrat—. ¡HacÃa décadas que buscábamos algo asÃ!
—¡Nos pondrás en peligro a todos!
—Si saturamos el mercado, no.
Kwan pestañeó e inclinó la cabeza hacia él.
—¿No quieres venderla?
Jharkrat meneó la cabeza. Ya habÃa hecho las cuentas. Los datos no tenÃan precio. Intentar vender algo asà llamarÃa la atención de los barones del crimen y acabarÃan asesinándolos. Pero si lo hacÃan público…
—¿La extrajiste? —exigió Jharkrat.
Kwan sopló aire entre sus dientes.
—Sà y no. Logramos engañar a la alarma y obtener los datos, pero para la Mente hay un código en clave. No podemos hacer una copia.
—¿Qué significa eso?
—Que tengo que irme. —Las cabezas de ambos giraron hacia la Mente. Serah habÃa escuchado toda la conversación—. Tienen que cargar todo el sistema y a mà junto con él.
Consternado, Jharkrat se quedó inmóvil, viendo cómo encajaban todas las piezas. PodÃan cargar la información, pero no podÃan separarla de Serah, que iba a desaparecer en las profundidades de la Red, a perderse en un mar sin fondo.
Jharkrat abrió la boca para objetar, pero volvió a cerrarla. Se estaba comportando como un maldito egoÃsta. No se trataba de su vida. Ni ahora ni nunca.
Y la decisión no era suya.
Se acercó a la mesa y se arrodilló como si quisiera hablarle a un niño.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó, con los ojos fijos en el cubo diminuto que habÃa sido su amiga durante los últimos dÃas—. Tú eliges.
La Mente emitió un sonido, mitad suspiro y mitad risa ahogada.
—Creo que ambos sabemos la respuesta, Jharkrat.
La puerta se abrió con estrépito. HabÃa un hombre con el rostro salpicado de sudor que jadeaba por la falta de aire.
—Los vivanors —dijo con voz ronca—. ¡Ya vienen!
Kwan pestañeó, escupió un insulto y le hizo señas para que se fuera. Giró hacia Jharkrat.
—¿Tú los trajiste?
Jharkrat no sabÃa qué decir. HabÃa tenido cuidado, mucho cuidado, para asegurarse de que no lo habÃan seguido. Este pequeño desliz podÃa costarles todo.
Tomó una decisión instantánea, sin darse la oportunidad de arrepentirse.
—¿Kwan, tus computadoras están conectadas a la Red?
—SÃ, pero…
—Tienes que irte —dijo él, mientras los demás volvÃan a la habitación, mirando a Kwan para que les diera alguna orden—. Yo me encargo.
Kwan pareció entender. Asintió y miró a un puñado de hombres que se habÃan quedado en el corredor.
—Ustedes, obstaculicen su trabajo. Deténganlos el mayor tiempo posible. —Se dirigió a los demás—. Ustedes, tomen lo que puedan y suban al camión. Destruyan lo que no puedan llevarse.
Todos corrieron a obedecer. Jharkrat entrevió un armario que se abrÃa de golpe, oyó el traqueteo de varias pistolas y revólveres que se repartÃan y el ruido de revistas que caÃan. Pero ahora no debÃa concentrarse en esas cosas.
Oprimió las teclas de la computadora y la conectó a la Red. Kwan estaba ocupada dando órdenes a varios hombres y mujeres que corrÃan de una habitación a otra, cargando manojos de discos duros y gruesos cables en sus brazos. Frenéticamente, Jharkrat enchufó los cables indicados en los puertos correspondientes y conectó a Serah con el sistema.
Los gritos de advertencia aumentaron. Se estaban acercando.
Jharkrat giró el sillón y Kwan y él se miraron fijamente. No habÃa nada que decir. SabÃan en qué terminarÃa todo esto.
—TendrÃas que haber probado esas nueces —dijo ella.
Y luego se fue, bajando por las escaleras traseras y corriendo hacia el impaciente camión cargado de equipos.
Disparos amortiguados. Gritos. Balas que atravesaban el aire. Vidrios rompiéndose. Sus dedos eran un borrón mientras abrÃa el portal a la fuerza y enlazaba a Serah directamente con la Red. DesaparecerÃa en pocos minutos y sus invalorables datos se filtrarÃan en las calles.
Pero ella estarÃa a salvo.
No logré salvar a mi propia hija. Pero puedo salvarte a ti.
—DesearÃa que pudieras venir conmigo —dijo Serah con suavidad.
Jharkrat inhaló por la nariz.
—Yo también.
Bang. Bang, bang, bang. Las ventanas se salpicaron con manchas rojas y luego oyó un rugido de dolor.
—Los seres humanos me han salvado dos veces —dijo Serah. Su voz se hacÃa más débil conforme la barra de progreso de la pantalla se iba llenando, absorbiéndola de un fragmento a la vez. Se escuchó un alarido, pero el crack de un revólver lo silenció—. Arriesgaste todo. ¿Por qué?
Jharkrat sonrió.
—Ahora no te preocupes por eso. Ya tomé la decisión.
—Me habrÃa gustado conocer a tu hija.
Jharkrat sintió un escozor en la mejilla y percibió que una lágrima descendÃa por su rostro. No se molestó en secarla.
—A mà también.
—Nunca te olvidaré. —Derribaron la puerta de un puntapié y se oyó un ruido a madera destrozada y a botas blindadas que avanzaban por el corredor—. Yo…
La barra de progreso terminó de llenarse.
Bang, bang. Un hombre cayó hacia atrás, abatido por una ráfaga de balas.
—Adiós, Serah. — Jharkrat golpeó la tecla que decÃa Enter.
Ni siquiera se volvió cuando irrumpieron en la habitación. Los observó apuntar en el pulido reflejo de la pantalla. Las balas impactaron contra el monitor y el sistema, haciéndolos trizas con un rugido ensordecedor y un crepitar de chispas.
Demasiado tarde.
Apoyaron un rifle contra su cabeza. El frÃo beso de la muerte recorrió su columna vertebral cuando el dedo del vivanor se curvó sobre el gatillo.
Adiós, Serah.
Jharkrat sonrió por última vez y cerró los ojos.
Jeremy Szal nació en 1995 en el interior de Australia y afirma haber sido criado por dingos salvajes. Sus trabajos de cf y fantasÃa han aparecido en Nature, Abyss & Apex, Lightspeed, Strange Horizons, Tor.com, The Drabblecast, y ha sido traducido a varios idiomas. Es el editor de ficción del podcast StarShipSofa (ganador de un Hugo), en el cual trabajó con autores del calibre de George R. R. Martin, William Gibson y Joe R. Lansdale. Se lo encuentra en https://jeremyszal.com/ o @JeremySzal