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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

 

 ARGENTINA

Hoy día es un fenómeno ampliamente conocido, un signo de nuestra época. El fenómeno, según la literatura especializada, se observó por primera vez en Japón, nadie sabe por qué.

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Ilustración: Pedro Bel

Los psicólogos y psiquiatras ahora piden, o más bien exigen, que se dejen de fabricar androides con apariencia tan humana, es decir, tan atractivamente masculina. Decenas de miles de mujeres en todo el mundo, demasiado solas, o demasiado desengañadas, sufren hoy el “síndrome del robot”.

Pero lo que pocos saben, es que el primer caso no ocurrió en Japón, y no ocurrió hace diez años. Ocurrió en San Francisco, Estados Unidos, hace hoy 35 años. Lo sé muy bien porque ese primer caso fui yo. Y no involucró un androide de apariencia humana, bellamente masculino. Involucró un robot, una máquina de aspecto pavoroso, vagamente antropomorfo. Hubiera sido un episodio privado, de mi vida personal, un caso siquiátrico aislado, sin importancia, de no ser porque estuvo conectado a un suceso que sí tuvo trascendencia: el recordado accidente del primer carguero espacial Tierra-Marte, el desastre espacial que tantos dolores de cabeza le significó a la Northern Technology Corporation (NTC).

Por si les interersa, todo comenzó en el comedor de la Dexter Communications Inc., sucursal San Francisco, una de las subsidiarias de la NTC…

I

Mi amiga Margot puede ser realmente fastidiosa cuando se lo propone. Y ese día parecía habérselo propuesto.

Estábamos en algún remoto lugar del gigantesco comedor de la Dexter Communications Incorporated, sucursal San Francisco, subsidiaria de la Northern Technology Corporation (NTC), la conocida firma líder en tecnología espacial.

El lugar hervía de gente. Y no porque fuera un día especial, sino porque era un día como cualquier otro.

Es decir, cinco mil metros cuadrados de risas y carcajadas, gritos y murmullos, exclamaciones y discusiones, voces afirmando, voces refutando, bocas tosiendo, gargantas carraspeando, narices estornudando, platos y cubiertos repiqueteando, vasos y botellas tintineando, ceniceros y servilleteros entrechocando, sillas arrimándose, mesas apartándose, metal chocando vidrio, vidrio chocando plástico, plástico chocando metal.

Por encima de nuestras cabezas, cinco mil metros cuadrados de enormes paneles de vidrio fluorescente cruzaban el cielo raso de pared a pared, inundando todo el recinto de una espectral luminosidad blanco azulada.

Por debajo de nuestros pies, cinco mil metros cuadrados de reluciente piso de cerámica soportaban mi peso, el de Margot, y el de todo el personal que hacía su almuerzo entre la una y media y las tres de la tarde.

En definitiva: una gigantesca oblea de cemento con carne humana en el medio.

Infinidad de pequeños paneles rectangulares cuadriculaban las abigarradas paredes laterales, exhibiendo una desordenada profusión de empalagosas preparaciones de repostería y pastelería, de confituras, dulces y cremas heladas, y cuanto manjar por el estilo pudiera concebir el paladar más golosamente imaginativo.

Se trataba de estereoimágenes, que cambiaban cada treinta segundos.

Las estereoimágenes estaban por todas partes. En las calles y en las casas. Simulaban bibliotecas contra una pared, ventanales a un jardín, vidrieras y escaparates, callecitas con balcones floreados, etc. Para el ojo humano no había manera de diferenciar una estereoimagen del objeto real, hasta hacer una comprobación táctil.

Mi amiga Margort no había dejado ninguna de aquellas suculencias sin probar, y yo ninguna sin dejar para otro momento. Que no era éste, tampoco. Por lo que allí nos encontrábamos, náufragas en el maremágnum de siempre, llevando adelante nuestro acostumbrado ritual de después de almorzar: yo enfrente de Margot, observando a mi amiga que comía y hablaba. Y comía. Y hablaba…

—No puede ser, Christine, alguna vez tendrá que sucederte, a todo el mundo le sucede… —decía Margot, sin dejar de masticar.

—Ya te lo he dicho, Margot, para mí no es fácil enamorarme —contesté, haciendo a un lado algún engendro blanduzco y gelatinoso que Margot había elegido como postre para ambas.

—En cambio, yo… ya me he enamorado unas cuantas veces, claro, no digo que haya sido correspondida, eso es más difícil, pero enamorarse es sencillo, si yo tuviera esa figura que tú tienes, Dios le da pan al que no tiene dientes —alcanzó a decir Margot antes de empezar a dar cuenta de mi porción de postre.

Era típico de Margot hablar como comía: sin puntos ni comas. Tragó, cortó un nuevo trozo, lo hizo desaparecer y acercó su cara pecosa y regordeta, redonda y blanca como una hostia, a la mía.

—Frank —susurró, con aires de confidencias.

—¿Frank…? —repetí.

—Frank —insistió.

—Frank…

—¡Oh, vamos, no te hagas la tonta –estalló—, sabes de quién hablo!

Claro que lo sabía: Frank Henderson, el del piso 32…

—Frank Henderson, el del piso 32 —dijo Margot—, Christine, tú eres su tipo, cabello castaño claro, ojos grises, delgada, un lunar acá —Margot apoyó un dedo índice en la mejilla izquierda, cerca de la comisura de los labios—, él te conoce muy bien.

—¿A mí? Jamás me ha visto…

—Pero yo le conté.

—Claro…

Era parte del trabajo de Margot subir diariamente hasta el piso 32 en el que trabajaba el tal Frank. Y evidentemente, tampoco allí paraba de hablar.

—Oh, oh, oh, no voltees la cabeza, Christine, allí está… …oh, sí, espere un momento, cabeza de aserrín, los tickets, dónde diablos están los tickets…

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Ilustración: Pedro Bel

Un robot-camarero se había detenido frente a nuestra mesa. Tenía cierta semejanza con aquellos ventiladores de pie de mediados del siglo veinte que aún podían verse en la tiendas de antigüedades o en las viejas películas de celuloide. En pocas palabras, una esfera aplanada por delante y por detrás, que se movía a derecha e izquierda en lo alto de un clindro de metro y medio de altura, todo encastrado sobre una base circular. Cuatro brazos retráctiles partían de la parte superior del cilindro, inmediatamente por debajo de la cabeza, moviéndose con gran ductilidad de formas. En definitiva, un antiguo ventilador de pie con cuatro tentáculos. Lo del cuerpo en forma de tubo delgado era fácil de comprender: salvo en días excepcionales (hoy no lo era), entre mesa y mesa apenas pasaba un ser humano, de costado, trabajosamente, y siempre y cuando no se tratara de Margot. En cambio, estos robots circulaban entre las mesas con envidiable facilidad y eran muy eficientes en su tarea. De hecho, fuera de allí no servían para nada.

—Aquí tiene, cabeza hueca —dijo Margot, colocando seis cartoncitos verdes sobre la bandeja. El robot los fue introduciendo rápidamente en una ranura de su enorme cabeza (curiosamente, en el lugar exacto en el que un ser humano hubiera tenido la boca), zumbó diez segundos, hizo ¡pling!, y se alejó zigzaguenado entre las mesas con aire satisfecho.

Nada de esto había observado Margot, que no sacaba la vista de la mesa 014 en la que Frank Henderson, según relataba mi amiga, permanecía apurando un trago.

—¡Oh! —exclamó de pronto, con fastidio— …otra vez lo acompaña “eso”, también acá… Frank siempre trabajando, Christine. Están muy atrasados. Aprovechan todos los momentos para ganar tiempo.

Un minuto después, Margot se enderezó en su silla y comenzó a buscar algo en su cartera. Cuando lo hubo encontrado me lo alcanzó, diciendo:

—Toma mi polvera, usa el espejito y échale una ojeada a Frank, anda, toma…

El viejo truco del espejito de la polvera… Sin mucho entusiasmo hice lo que Margot quería. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa con tal que pudiéramos cambiar de tema.

Ubiqué rápidamente la mesa en cuestión (lo que no era poco decir, dada la mar de gente que se interponía). Frank Henderson estaba allí, en efecto. Era un muchacho alto, rubio, de bigotes, como fabricado en serie. Un ingeniero joven y primisorio, con aspecto de joven y promisorio ingeniero.

Sin embargo, no fue Frank lo que atrajo mi atención, sino «éso» que estaba frente a él. Lo que Margot había mencionado con fastidio un minuto antes.

Allí, de espaldas a nosotras, como salido de una mala película de ciencia-ficción, se hallaba un robot URC-5000.

Los URC-5000 eran «la última y más espectacular conquista de la ingeniería robótica de nuestro tiempo, verdadero milagro de la cibernética, etc, etc…», tal cual rezaba la publicidad de la Universal Robots Company. No dejaban de ser robots, como los robots-camareros, pero ahí terminaba toda semejanza. Equiparar a un ser humano con un orangután hubiera sido menor desatino que comparar a un URC-5000 con los cabeza redonda que atendían las mesas.

Su apariencia misma era extraordinaria. Un URC-5000 era, hasta donde la vista podía apreciar, una formidable estructura de casi dos metros de altura, en la que se entrelazaban cilindros y placas metálicas, bisagras y tubos segmentados, y a la que —hubiera dicho más de uno— habían olvidado colocarle la carrocería. Sus materiales evocaban el bronce y el hierro; y su diseño general, lo antropomorfo. En la parte frontal de la cabeza, un par de ojos fluorescentes azul turquesa era el único detalle que parecía corresponderse con un rostro humano.

Como quiera que fuera, siendo la Universal Robots integrante del gigantesco megacosorcio encabezado por la NTC, había URC-5000 desperdigados por todas las subsidiarias. Acá, en la sucursal San Franciso de la Dexter Communications, teníamos tres o cuatro. Y uno de ellos estaba reflejado en este preciso momento en el espejito de la polvera de Margot.

Me entretenía observando al URC-5000 cuando, inopinadamente, la dueña de la polvera entró en cuadro en el espejito.

¡Dios mio! ¡Margot! ¿Qué estaba haciendo…?

No podía creerlo. Mi robusta amiga avanzaba trabajosamente entre las apretujadas mesas, en dirección a la que ocupaban Frank Henderson y el robot.

De alguna manera consiguió llegar. Por sus ademanes y gesticulaciones, era evidente que estaba extendiendo una invitación. Frank miró en dirección a nuestra mesa (bajé el espejito), mientras Margot continuaba hablando con la mejor de las sonrisas en su rubicunda cara. Vi a Frank hacer un gesto de asentimiento.

Era el fin… Un instante después, Margot estaba sentada nuevamente frente a mí.

—Yo… Tú… ¡¡Margot..!! —balbuceé.

—No te preocupes, es ahora o nunca, todo saldrá bien, ya verás.

—¡No quiero que salga bien! ¡ Tú… yo…!

No hubo tiempo para nada más. Frank Henderson y el URC-5000 ya estaban frente a nuestra mesa.

Margot hizo las presentaciones de rigor, las que se realizaron de modo un tanto general, sin besos ni apretones de manos (lo que me pareció bastante pertinente, dada la naturaleza de uno de los invitados…)

Frank se sentó a mi derecha, operación que concretó introduciendo su corbata de seda italiana en mi vaso de agua mineral. Hubo risas y observaciones ocurrentes, incluyendo algúna alusión a Freud que hizo ruborizar a Frank. Visto de cerca no era mal parecido. Sugería el héroe romántico y aventurero de alguna película de capa y espada.

El URC-5000 se sentó a mi izquierda, enfrente de Frank. Olía suavemente a metal y aceite de máquina, y producía un ligero zumbido; o tal vez fuese mi imaginación. Así, a cuarenta centímetros de distancia, su aspecto era pavoroso.

Se habló de lo previsible, dados el lugar y el momento, con especial mención para los decibeles de más y los fastidiosos robots-camareros.

—A Christine le encanta la ópera —dijo de pronto Margot, que no terminaba de diferenciar la ópera del musical de Broadway.

Resultó que Frank era un adicto al jazz, sobre todo al bebop, el cool y cosas por el estilo. Pero como el jazz es el jazz, empezamos hablando de Gershwin, Cole Porter, y Bing Crosby, y terminamos con Charlie Parker y Thelounios Monk (Frank), y Billie Holiday y Ella Fitzgerald (yo).

—Calma los nervios, alegra el espíritu y favorece la digestión —sentenció Frank, refiriéndose a su música favorita—. Es lo que deberían pasar aquí.

A Margot, ni el jazz, ni la ópera (ni la música, en realidad), le interesaban en lo más mínimo. Tal vez porque no la necesitaba. Rara vez se la veía nerviosa, nunca estaba deprimida, y tenía una digestión formidable. Casi como para hacer una demostración, se dedicó a engullir cuanta cosa comestible anduviera por ahí. Apenas podía ocultar su satisfacción por lo bien que marchaba la operación «Frank Henderson-Christine Cupiak», mientras su mano iba y venía como la trompa de un elefante, dando cuenta de todo lo que pudiera divisarse en algún lugar de la mesa.

No podía dejar de reconocer que la idea de Margot no había sido tan mala, después de todo. Frank Henderson no parecía ser lo que me había figurado: un ingeniero joven, bien parecido, brillante, consciente de todo ello, y por tanto, insoportable. Decidí que me caía bien.

Y también estaba, claro, el URC-5000. Haber conocido (o algo así) a uno de estos famosos robots, no dejaba de ser una experiencia interesante. Ninguna situación que tuviera que ver con mi trabajo en la empresa hubiera podido provocar un encuentro como éste. El URC, al igual que Frank, trabajaba en uno de los laboratorios de diseño del piso 32, donde se pergeñaba buena parte de lo que, en materia de sistemas de comunicación en el espacio, la Dexter Communications suministraba a la Northern Technology Corporation.

—A propósito, ¿es cierto que en seis meses a lo sumo, la Northern Technology pondrá en operaciones la primera escuadra de cargueros Tierra-Marte? —dije inopinadamente, para que no creyeran que mi vida se limitaba a teclear consolas y leer datos en pantalla sobre asuntos que no interesaban a nadie.

—De hecho, ya debería habérselo logrado —dijo Frank—. No hay demasiadas diferencias entre los vehículos de exploración que ya hacen el trayecto Tierra-Marte, y estos tan promocionados cargueros.

—¿Ah, no? —dije, algo más interesada—. Todo lo que se está diciendo…

—…es el resultado de una historia tan absurda, que contada no la creería nadie.

—Prueben conmigo, soy muy crédula —dije sonriendo. Realmente (y sorprendentemente) me sentía de buen humor.

Frank se enderezó en su silla, corrió mecánicamente mi vaso, y se alisó la corbata.

—Todo comenzó con la rivalidad que ha existido siempre entre la Northern Technology Corporation y la American Spacecraft Corporation. Tú sabes que ambas, ellas solas, ponen en el mercado el noventa por ciento de todo lo que en materia de vehículos espaciales puede verse por ahí. Desde las grandes espacionaves de exploración a Marte, o las de las agencías turísticas a la Luna, hasta las pequeñas de uso familiar hacia las estaciones orbitales. Bien, de diez años a esta parte, ese noventa por ciento ha terminado significando sesenta por ciento la American Spacecraft, y sólo el treinta por ciento la Northern Technology —observó Frank, con un dedo índice señalando enfáticamente hacia el piso.

—¿Por qué hemos perdido tanto terreno? —lo interrumpí, realmente intrigada.

—Pues, es dificil de explicar. Nadie lo sabe a ciencia cierta. Hasta podría ser, simplemente, la moda, el gusto de los usuarios, el capricho de los consumidores. Como quiera que sea, los de allá arriba están francamente desesperados —dijo Frank, con un dedo índice señalando hacia el techo—. Están perdiendo un dineral año tras año, y nadie encuentra una explicación razonable.

Frank terminó el Martini, y continuó.

—Hasta que alguien, que no tengo interés en conocer, hizo una sugerencia que encantó a los directivos: la Northern debía recuperar el prestigio perdido mediante la concreción de una gran proeza tecnológica. En definitiva, la Northern Technology Corporation sería la primera en poner en operaciones una escuadra de cargueros para traer minerales de Marte. Nada menos.

—No suena mal —observé—. Sería un auténtico logro…

—Como se lo está haciendo, no lo será —dijo una voz a mi izquierda.

Literalmente salté de la silla. Había olvidado al URC-5000. Era la primera vez que pronunciaba una palabra. De hecho, era la primera vez realizaba un movimiento. Su voz, muy metálica, parecía provenir de algún lugar indeterminado de la cabeza. Su cabeza había girado hacia mí, emitiendo (ahora estaba segura) un ligero zumbido.

Los URC-5000 eran una presencia cotidiana para Margot, que debía subir regularmente a los pisos superiores, llevando y trayendo carpetas, planos, y lo que fuese necesario. Pero no para mí, por siempre encadenada a mi triste computadora como el Holandés Errante al timón de su barco.

El URC-5000 permanecía allí, con su cabeza fijamente posicionada en dirección a mí, aguardando una respuesta.

—¿Ah, no? —contesté, mirándolo como si tal cosa. (Bravo, Chistine…)

Fue Frank, con gran alivio de mi parte, quien contestó.

—Resulta que el diseño y construcción de un auténtico carguero Tierra-Marte insumiría, incluso acortando plazos a hachazos, no menos de tres años. Demasiado tiempo para un proyecto cuyo principal objetivo es publicitario. Ni hablar de los costos. La idea iba a ser archivada, cuando uno de los asesores de marketing, un genio o un imbécil, quién sabe, hizo notar que lo importante no era la nave en sí, sino la publicidad en torno al mismo. Siempre y cuando el público consumidor no lo supiera, un pseudo-carguero era tan bueno como uno verdadero. Finalmente se fijó un plazo de doce meses para tener dispuesta una nave apropiada, que pudiese traer cierta cantidad de minerales de Marte. El hecho de que lo hará en cantidades ridículas, en tiempos no rentables, y para fines innecesarios, no importa demsiado. Si se salen con la suya, la rentabilidad vendrá por otro lado…

—Pero los minerales de Marte —pregunté—-, ¿no son necesarios?

—Claro, para que el carguero tenga algo que traer.

—¿Y la American Spacecraft? —objeté—. ¿Se quedan de brazos cruzados? Ellos deben de saber todo lo que estás dicendo. El espionaje empresarial no se inventó ayer, supongo.

—Claro que lo saben, pero no pueden contrarrestar el alcance y la fuerza de los omnipresentes medios de difusión de la Northern. Tú sabes que la Northern Technology Corporation es el núcleo de un gigantesco conglomerado empresarial. Solamente en el rubro tecnología espacial están, además de nosotros, la Galaxy Starships, la Rovno Jets, y varias docenas más que no recuerdo. También tiene el control de varias empresas de otros rubros, entre ellos, el de minería, claro. Y lo más importante, controla el Washington Today, el London Post, el Moon Times, las revistas Update, New Century, y varias más. Las editoriales Strada, Diorky y Monitor, también forman parte del megaconsorcio. Todo ello sin contar algunas cadenas televisivas y radiales, como la NCC, las radios Liberty, Eternity, Radio Selene, y algunas más. Y lamento no tener más memoria… Ya sabes, en este país, nadie llega a presidente sin el visto bueno de la Northern Technology Corporation. De hecho, sólo el diez por ciento del ingente presupuesto de esta operación está destinado a la nave en sí. El noventa por ciento restante son gastos de publicidad. No… la historia que se perdió Kafka…

Frank se arrellanó en su silla.

—De modo que acá estamos: construyendo en tiempo récord una nave inútil para un fin innecesario. Una nave que sólo será novedosa en el peor de los sentidos: en que habrá que probarla. Eso sí, los directivos de la Northern se salieron con la suya. Desde que todo esto comenzó a publicitarse, las ventas de la Northern Technology Corp. ya iniciaron un leve proceso de repunte, después de diez años en baja.

—¡Oh, Dios mío, son más de las tres! —exclamé al ver mi reloj. El tiempo había pasado volando. Tuve que reconocer ante mí misma (jamás lo haría ante Margot), que había disfrutado de esta pequeña reunión.

El robot-camarero había regresado a darse una vuelta por nuestra mesa. Eran exasperantemente fastidiosos, en ese aspecto. En el centro de su enorme y aplanada cabeza, un gran rectángulo de cristal líquido señalaba el importe para la mesa 238. El molesto bicharraco aguardaba, con su estólida apariencia de siempre, los consabidos tickets.

—Acá tiene —se apresuró Frank, entregando los suyos, sin que Margot ni yo hubiéramos atinado a nada. El robot hizo lo de siempre y ¡pling!, se marchó. Otros de su tipo, convenientemente programados, volverían un rato después, apenas la mesa quedara desocupada. La primera tanda, para recoger platos y vasos; la segunda, para limpiar y acomodar sillas; y así siguiendo. Los típicos robots: podían realizar con insuperable eficiencia tres o cuatro tonterías cada uno.

En rigurosa fila india, maldiciendo sillas, repartiendo frases de disculpa, y esquivando robots, conseguimos llegar a la salida del comedor, el cual ya empezaba a despoblarse un poco. Iba a llegar con retraso a mi trabajo, cosa que no ocurría desde hacía exactamente dos años.

Al llegar al subnivel 3, Margot y yo salimos del ascensor, el cual seguiría subiendo hasta la planta baja, y continuaría hasta el piso 32, donde trabajaban Frank y el URC-5000.

Margot y yo nos separamos al final del corredor principal de la sección 3-F. Margot rebosaba de satisfacción por lo bien que había salido todo. Me hizo un guiño, y se alejó canturreando, con su acostumbrado andar acompasado y cansino, dejándome a solas con mis pensamientos. Ella tembién llegaría tarde a su puesto de trabajo; pero en su caso, era algo que no ocurría exactamente desde hoy a la mañana…

Mientras avanzaba por el estrecho pasillo en dirección a mi sala, mi cerebro era un torbellino de sensaciones caóticas e ideas confusas. No estaba segura de lo que sentía, exactamente. O, en realidad, sí. Iba a llegar tarde a mi trabajo por primera vez en casi dos años, y no me importaba. Ello significaría una exasperante mancha en mi —hasta entonces— inmaculada foja de trabajo, y no me importaba. Iba a perder la bonificación por puntualidad y asistencia, y no me importaba. En realidad, no sabía bien por qué me preocupaba tanto por el currículum en la empresa. A Margot, por ejemplo, no le importaba en lo más mínimo. Al fin de cuentas, ni ella ni yo estábamos interesadas en hacer carrera en los estúpidos subniveles de la Dexter Communications.

Aun así, luego de dos años de observar una puntualidad poco menos que maniática, hubiera debido sentirme algo molesta por haberla arruinado; siquiera un poco.

Pero no lo estaba, en absoluto. Y yo sabía por qué.

Mientras marcaba con mi tarjeta el horario de llegada; mientras me sentaba indolentemente frente a mi consola; mientras echaba distraídamente a funcionar a la criatura de mil ojos y seis hileras de dientes, supe, sentí, vi con meridiana claridad, que por primera vez en mi vida estaba enamorada. Muy enamorada.

Pero no de Frank.

II

—¡¿El URC?!… ¡¿El URC no sé cuanto?!… ¿quieres conocer mejor al URC-5000?… ¡pero Christine, es un robot, una máquina!… ¿te has vuelto loca? —fue la serena reacción de Margot, al día siguiente, en el comedor de la empresa.

—No sé… Me despierta curiosidad, fascinación, algo así —respondí sin inmutarme…

—Curiosidad… fascinación… algo así… te presento a Frank Henderson,… y tú… tú… ¡es el colmo…!

—Es difícil explicarlo. Yo también estoy confundida. Y no lo llames «el URC». Se llama Stanley.

—Ya sé que se llama Stanley, Christine, realmente no sé qué decir, siempre fuiste un tanto extraña, es cierto, pero esto es un disparate total incluso para ti… ¡es para el manicomio…!

—No necesito un siquiatra, si a eso te refieres —dije, sin estar del todo segura…

Margot soltó una risita.

—Tal vez tienes un fetiche con el metal, no me extrañaría viniendo de ti, ya te veo apareciendo en «Bizarre Sex» o algún programa de ésos…

—Margot…

—Lo siento, fue una ocurrencia… ¿ y Frank? …no has comentado nada…

—Me cae bien, de verdad… Me divertí mucho… Es simpático y me agrada…

Margot estaba empezando a aburrirme un poco. Pero era difícil culparla…

—¿Stanley…? —pregunté, simulando naturalidad—. ¿Estaba allí, cuando subiste hoy?

Margot, un poco a desgano, se resignó a contestarme.

—Sí, allí estaba, en el otro extremo de la sala, consultando una pila de hojas desparramadas por todas las mesas, comparándolas con unos gráficos garrapateados en un pizarrón, levantó la vista un instante, me saludó con un brazo y continuó en lo suyo.

Bueno, Christine, qué esperabas, es un robot, una máquina…


“¿A quién diablos le interesa toda esta basura?”

Miré la pantalla principal de la computadora con ganas de estrangularla. Si hubiera tenido algo parecido a un cuello, lo habría hecho. Era sólo una estúpida máquina llena de pantallas y botones que se divertía a mares sepultándome bajo una montaña de datos y cifras.

«ROBERTSON, CARL. NIVEL 35. PROYECTO SISTEMA DIRECCIONAL DE…» ¿ A quién le podía importar cuánto maldito dinero iba a cobrar el imbécil ése…? Teclear, teclear y teclear. Listo. ¡Y que se fuera al infierno con sus malditos dólares, sea quien fuese!

«SCHWARTZ, HELENA R. NIVEL 28. PROYECTO REFRIGERANTE DEL MINIRREACTOR…» Clic, clic, cliclic, claclac, clic, clac. Listo. ¡Y que hiciera lo que quisiera con su sueldo, esa perra de laboratorio!

«GODUNOVA, TATIANA. NIVEL 29. PROYECTO SISTEMA DE DESCONEXIÓN AUTOMÁTICA FUENTE ALIMENTADORA DE…»

Listo. ¡Y que se ahogara en vodka esa hija de la estepa!

«STANLEY, URC-5000/O859-A37.NIVEL 32. PROYECTO ANTENA PRINCIP…» ¡Stanley!

Stanley…

Por supuesto. Un URC-5000 no era un estúpido ventilador con tentáculos que atendía mesas sin siquiera saber que existía. Era parte del personal jerarquizado de la empresa. Su trabajo era gravitante. ¿Cobraría algo Stanley por su trabajo? La pantalla me lo informó antes de que terminara de formularme la pregunta: puntos y rayas de lado a lado. ¿Qué habría hecho Stanley de tener dinero?

«SVENSON, BRIAN A. NIVEL 28. PROYECTO SISTEM…» Clic, clic, cliclac, ¡diáblos! Claclic, ¡maldición! Clacloc, ¡otra vez!

Y a partir de allí, todo empezó a salirme mal.

¿Qué harás contigo, Christine?


Estaba en algún lugar del gigantesco salón de entrada de la Dexter Communications Inc., sucursal San Francisco.

El lugar hervía de gente. Pero hoy no era un día cualquiera.

Cinco mil desprevenidos transeúntes habían abarrotado el recinto, y se desbordaban hacia el exterior de la entrada principal, atraídos por las desmesuradas rimbombancias de la ópera publicitaria que la Northern Technology Corporation había desplegado en el salón de entrada de todas sus filiales y firmas subsidiarias.

En la enorme sala, cinco mil pares de pulmones inhalaban y expelían el mismo irrespirable aire una y otra vez, circulándolo y recirculándolo, tornándolo caliente y pegajoso, vacío e inservible.

Un par de metros por encima de las cinco mil cabezas, una pantalla de proporciones gigantescas apabullaba a la concurrencia con espectaculares estereoimágenes a color del flamante carguero espacial Tierra-Marte. Con cada cambio en la pantalla, los azorados rostros, perlados de sudor, pasaban de espectralmente azules a fantasmalmente verdes. Al paso de las imágenes, el desorganizado murmurar de la concurrencia estallaba en incontenibles desbordes de exclamaciones y aplausos, que declinaban lentamente hasta disolverse en pequeñas murmuraciones monocordes, hasta la clamorosa aparición de la siguiente estereoimagen.

Una voz en off (la misma con la que la NCC había cubierto el sesquicentenario del desembarco en Normandía) atronaba desde las cuatro paredes del salón y desde los cuatro mil altavoces en el exterior, dando cuenta del «portentoso desafío que, a las puertas del siglo veintidós, había asumido la empresa líder en tecnología espacial», al tiempo que reseñaba las «ingentes dificultades que había comportado la consecusión de tamaño objetivo».

Algunos metros a mi derecha pude ver a Frank, con el rostro encendido y sudoroso. Hipnotizado por las imágenes, permanecía inmóvil, con la mirada clavada en la descomunal pantalla. Por el movimiento de sus labios, parecía repetir mecánicamente las palabras que surgían de los altavoces.

Aprisionada por la multitud, empecé a sentir que me faltaba el aire. Debía salir de allí.

Intenté abrirme paso hacia el exterior del edificio, empujando y tropezando con todo lo que encontraba. Los cinco mil sudorosos cuerpos, fláccidos y malolientes, parecián estar inconmoviblemente clavados al piso. Antes que pudiera advertirlo, estaba otra vez en el punto de partida.

Volví a arremeter desesperadamente contra la masa de carne humana.

La descomunal pantalla había pasado a mostrar a los sonrientes figurones de la plana mayor de la Northern Technology Corporation. Se los veía gordos y satisfechos.

Acto seguido, comenzó a oírse el pomposo discurso del mismísimo presidente de la Corporación. Me detuve en seco. Reconocí de inmediato esa voz y esa forma de hablar, sin puntos ni comas. Volteé para ver.

Ocupando toda la superficie de la gigantesca pantalla, la presidente de la Northern Technology Corporation era Margot.

Volví a arremeter contra la multitud, empujando salvajemente para alcanzar la salida. Trastabillando y maldiciendo, logré llegar. No alcancé a salir. La masa de gente empezó a empujarme hacia atrás, hasta devolverme al centro del salón. Lo intenté una vez más. Y una vez más. Una y otra vez, la multitud me devolvió al punto de partida.

De pronto, en un claro de la abigarrada multitud, descubrí a Stanley. Me extendía una mano de metal, brillante y resplandeciente. Intenté aferrarla.

Inesperadamente, mi mano chocó contra una superficie plana y sólida como el cristal. Stanley era sólo una estereoimagen.

Desesperada, redoblé mis esfuerzos por salir de allí. Por fin, maltrecha y extenuada, al borde del desmayo, conseguí llegar hasta una de las salidas. Vi la calle, a un par de metros. Me abalancé hacia el hueco de la puerta. Choqué y quedé sentada en el piso. La salida era una estereoimagen.

Ya el discurso de Margot atronaba en mis oídos como un rugido.

Conseguí arribar a otra de las salidas. Me abalancé, y volví a chocar. Era otra estereoimágen.

Ahora el discurso de Margot taladraba mis tímpanos como un chirrido ensordecedor. Mi cerebro estaba a punto de estallar.

Probé inútilmente otra de las salidas. Volví a chocar. Todas las salidas eran estereoimágenes.

La voz de Margot siguió creciendo y creciendo hasta sonar como una gigantesca chicharra…

Atendí el videófono. Era Margot.

—Sí, Margot, me despertaste… Claro, tonta, fue sólo una discusión, no estamos peleadas. Sí, me parece perfecto. Nos vemos en el trabajo. Hasta mañana, Margot. Un beso.

Apagué el videófono y me metí en la cama.


¡Dios mío, seis menos diez! Era el final de otro día de trabajo y se me había hecho tardísimo.

Salí del ascensor en la planta baja, y me encaminé al vestíbulo del edificio. Como siempre, una explosión de luz solar me hizo parpadear un rato.

No quedaba mucho personal de la empresa a esa hora del día. Un ejército de robots, de las formas más inverosímiles que pudiera imaginarse (todo el catálogo de la Universal Robots), se desparramaba por aquí y por allá, realizando tareas de limpieza y mantenimiento. En algunos rincones podía verse a algunos de ellos, enchufados al tomacorriente de pared, esperando terminar de recargarse. Robots por todas partes.

Avancé con paso vivo. No era necesario esquivarlos. Conforme uno iba pasando, ellos mismos, con increíble agilidad y precisión, interrumpían su tarea y se apartaban, para retomarla exactamente en el punto en el que la habían dejado. Era una especie de coreografía.

Estaba llegando a la entrada principal, cuando una silueta alta y oscura se recortó a contraluz y rápidamente salió al exterior.

Era una gigantesca maquinaria de hierro y bronce, que parecía oler suavemente a metal y aceite de máquina.

Era Stanley.

III

Los lunes era cuestión de un poco de paciencia y otro poco de ingenio. Mi táctica consistía en esperar detrás de una de las pilastras del imponente pórtico del edificio. Había descubierto que Stanley solía salir alrededor de las seis, casi a diario, para dirigirse a un anexo de la empresa, un laboratorio a pocas cuadras de allí. En cuanto lo veía, me aparecía de improviso, y me ponía a caminar a la par.

Caminábamos desde el edificio de la Dexter hasta la boca de entrada al flash-subway. Toda San Francisco había quedado edificada sobre una intrincada telaraña de tres niveles de flash-subways, que llevaban de un punto a otro de la ciudad a una velocidad vertiginosa, incluyendo los suburbios lejanos. Personalmente, no recordaba haber visto un tranvía como no fuera en alguna vieja película.

No llamábamos tanto la atención como había supuesto. Al menos en días de semana, la gente, casi sin excepción, se encontraba en la ciudad por razones de trabajo y estaba habituada a ver todo un muestrario de robots y máquinas realizando las más variadas actividades. Desde las máquinas recolectoras de residuos o expendedoras de bebidas, hasta los novedosos robot-cadetes que convenientemente programados entraban y salían continuamente de oficinas y negocios.

A Stanley no parecía producirle desagrado mi compañía. Tampoco agrado, en realidad. Ni siquiera indiferencia, creo yo. Era decepcionante. Pero descubrí que, al menos, era capaz de entablar algún diálogo informal, incluso si el tema no podía expresarse en algoritmos o ecuaciones. Observándolo de cerca, no podía evitar que me recordara un caballero medieval con su armadura…

—Me hubiera extrañado que no hicieras esa comparación o alguna otra. Todos hacen alguna. Cada uno ve en un URC-5000 lo que quiere ver, como en un test de Rorscharch. Alguien me dijo una vez que le recordaba un sacacorchos.


Los martes era más difícil. Sin embargo, empezar a caminar cincuenta metros delante de él, ir retrasando mi marcha, esperar a que Stanley alcanzara mi línea, y miren quién está aquí, pero si es Stanley, no era mal truco, creo yo…

Stanley, que no tenía problemas en caminar largos trayectos, se dirigía hacia el sur, por Columbus Avenue, atravesando Washington Park. Stanley no parecía preguntarse a dónde iba yo, ni por qué nuestros derroteros coincidían de semejante manera. Fue allí, mientras atravesábamos el parque, que descubrí una peculiaridad notable de los URC-5000. Caminábamos uno al lado del otro, cuando de pronto Stanley… ¡tropezó! No sospechaba que un robot, un mecansmo de alta precisión pudiera tropezar, pero así fue. Pero lo verdaderamente notable ocurrió a continuación.

Vi con sorpresa que los ojos azul turquesa de Stanley habían virado hacia un rojo cereza de una intensidad extraordinaria. Permanecieron así unos segundos y lentamente recuperaron su color turquesa habitual.

—Situaciones negativas, inesperadas en general, producen ese efecto. Una especie de sobrecarga en los circuitos, o algo así. Un evidente error de ingeniería. Nadie en la Universal Robots sabe exactamente a qué se debe.


Los miércoles, mi meticuloso trabajo detectivesco provocaba una encuentro puramente casual en las cercanías de Columbus y Bay Street. Stanley solía ir a algún punto de la zona de los muelles, desde donde pudiera divisarse el Golden Gate Bridge. ¡Los URC-5000 tenían gustos y aficiones! O a menos algun tipo de afinidad con ciertas cosas, que en un ser humano consideraríamos un gusto o afición, cariño o simpatía. Pero en un cerebro electrónico como el de un robot, vaya uno a saber qué podía significar. Jamás lo hubiera imaginado. Como quiera que fuese, el vetusto Golden Gate Bridge era lo que a Stanley más le gustaba de San Francisco. Ya estaba en desuso, como todos los viejos puentes que cruzaban la bahía. Una nueva generación de túneles y puentes, modernísimos y mejor adaptados a las necesidades actuales, unían ahora San Francisco con Marin County, Berkeley u Oakland. Pero a Stanley le atraía el viejo puente, nunca supe bien por qué. Y creo que él tampoco.

—Haber levantado cosas como éstas en aquella época, con lo que tenían, y con lo que no tenían. Deben de haber trabajado como hormigas. Dicen que en su época se veía imponente.

—Pensar que ahora parece un juguete…


Los jueves no había demasiado que hacer en mi sección, y me las arreglaba para sacarle trabajo de encima a Margot, llevando algún papel al piso 32. La primera vez, me introduje en el gabinete de diseño del laboratorio de sistemas de comuncación esperando dar con Stanley. Y vaya si lo encontré.

Saludé a Frank, que estaba con otros técnicos, en la oscuridad, inclinado sobre una mesa de planos, cubierta de circuitería en azul, verde y rojo. La superficie luminosa de la mesa daba a sus rostros, y a todo el recinto, una apariencia fantasmagórica.

En una de las paredes un panel luminoso mostraba el carguero espacial, en tomas de atrás, de frente y de perfil, y en cortes transversales y longitudinales. El famoso carguero. Tenía el aspecto de un enorme tubo extinguidor de incendios, pero con nueve toberas en la cola. De la parte media del fuselaje partían radialmente cuatro antenas parabólicas. De modo que visto desde atrás, el carguero semejaba una flor con cuatro pequeños pétalos blancos.

En medio de la semipenumbra alcancé a distinguir a Stanley, que parecía estar corriendo algo de lugar. Me acerqué para entregarle la hoja y decirle algo. Y al llegar a cuarenta centímetros de distancia, me quedé estupefacta. Stanley no tenía cabeza…

Comencé a retroceder, confundida, cuando oí la voz de Stanley que decía: “Ah, hola. Christine”. Miré hacia abajo y allí estaba la cabeza, sostenida en la mano izquierda de Stanley. Sin ánimo para nada más, dejé la hoja por ahí y empecé a caminar hacia a salida. “¡Espera!”, oí decir a Stanley. Algo se aferró a mi falda cuando pasaba frente a una consola, buscando la salida. Vi horrorizada que era la mano izquierda de Stanley, que no se soltaba de mi vestido. Salí al pasillo y empecé a correr hasta llegar al final del corredor. Allí empecé a golpear histéricamente mi falda contra la pared. La mano se soltó y empezó a caer, pero tres dedos se aferraron a último momento al ruedo del vestido. Aterrada volví a golpear con toda mi fuerza, y la mano cayó al piso, palma arriba. Ágilmente se dio vuelta y empezó a caminar como una araña, chocó contra el zócalo y allí se quedó, inmóvil, cerrando el puño, hecha un ovillo. Ya Stanley había aparecido, con los ojos rojos, el cerebro electrónico sobrecargado de información. La mano se desplegó, se irguió sobre sus dedos y caminó presurosamente hacia él como un buen perrito. Stanley la recogió y con tres movimientos muy precisos la colocó en su lugar. Sus ojos terminaron de pasar del rojo vivo al turquesa habitual.

—Christine, qué manera de golpear…

—Tú… tú… ¿Qué eres? ¿Varios robots ensamblados entre sí?

—Perdón si te asusté. Puedo desensamblarme por partes, como muchos robots. Pero en mi caso, cada parte tiene autonomía propia, como si fuésemos una colonia de robots, o algo así. Mi cerebro coordina todo.

—Claro…

—Disculpa que la mano no te soltase, pero cada parte es muy valiosa. Al no recibir una orden mía, la mano activó un programa básico y autónomo de autoprotección. No podía quedar tirada por ahí. Podría extraviarse, y luego no habría forma de hallarla. Ya me ocurrió una vez. Comprenderás que la mano es ciega y sorda. Sólo tiene movilidad y cierto grado de información táctil.

—Claro…

—Una vez, algún día te contaré, pude hallarla dentro de un cubo de residuos, gracias a que la mano intentaba salir del cubo, y el ruido me guió.

—Claro…

—Recién, cuando entraste al gabinete, intentaba correr un equipo de lugar, le dictaba unos datos a Frank, y tecleaba una consola. Me resulta cómodo trabajar así, separándome en partes.

—Claro…

—Oye, no te sientes allí, Christine, vamos al laboratorio.

—No me estoy sentando, tonto, me estoy desmayando…


Los viernes no había la menor oportunidad de cruzarme con Stanley. Todos los horarios coincidían pésimamente. A lo sumo, el azar podía acercarnos de pasada. Por supuesto, no podía esperar que Stanley me invitara a tomar algo. Había descubierto cierta humanidad en él, pero continuaba siendo 99% un robot. Nos veíamos y eso era todo.

Pero ese viernes tomé la iniciativa. Por extraño que pudiera parecer, invité a Stanley, un URC-5000, a tomar una copa. Es un modo de decir, claro está, sólo yo bebería…

Fuimos al “The Old Electric Guitar New Band Club”, un pequeño local dedicado a la vieja cultura del rock de mediados del siglo XX. Con su concurrencia bastante más que colorida, por no decir ultra bizarra, era el sitio ideal para que una chica y un robot se sentaran a beber un trago sin llamar la atención de nadie. En el poco tiempo que permanecimos, vimos desfilar toda una fauna de personajes. Un gurú barbudo con túnica blanca, fumando cigarros cubanos; una mujer de dos metros con aros en los pezones, llevando de una correa para perros a un enano vestido de general; y cosas más estrambóticas aun. Una chica común y corriente, con un robot de dos metros hecho de bronce y metal, no tenían por qué llamar demasiado la atención, después de todo. Los dueños del local, una pitonisa thailandesa con los dientes pintados de rojo y un guerrero swahili de 280 kilos, saludaron a Stanley con toda naturalidad. Probablemente nunca cayeron en la cuenta que era un robot de verdad, y no un hombre disfrazado…

Pero esa vez fue una excepción. Como he dicho, en un típico viernes no solía haber más que un cruce casual (si lo había) y un simple intercambio de saludos.

—Hola, Stanley.

—Hola, Christine.


Los sábados, conforme transcurrían las semanas, Stanley pasaba cada vez más tiempo trabajando en la Dexter Communications. El proyecto del carguero Tierra-Marte había entrado en su estapa decisiva. Absorbía casi todo el tiempo y la atención de Stanley, y buena parte de mi paciencia. Era una situación ridícula. Nunca hubiera creído que terminaría sintiendo celos de una nave espacial, a causa de un robot. Cosa de locos. Máxime teniendo en cuenta que el robot no parecía tener más sentimientos que la propia nave espacial. De vez en cuando, mi paciencia se agotaba, y terminaba llamando desde casa con algún pretexto, o sin pretexto alguno. Me sentía patética…

—Hola, Christine, ¿qué ocurre?

—Hola, Stanley, ¿cómo está el carguero?

—Muy bien. Al menos en la parte que nos toca a nosotros. ¿Por qué siempre preguntas por el carguero…?

—Por nada, Stanley. ¿O no puede interesarme cómo van diseñando y construyendo un enorme supositorio para traer estiércol de Marte?

—No van a traer estiércol, Christine. No se han encontrado en Marte vestigios de actividad orgánica. Pero hay otros elementos muy valiosos, incluyendo metales pesados que… ¿Christine? ¿Hola…?


Los domingos también tenían a Stanley y a todo el personal especializado de la Dexter Communications trabajando a destajo. Aquel domingo en particular, Stanley terminó algo más temprano que de costumbre y me las ingenié para interceptarlo en la avenida Columbus. Tomamos hacia el norte, claro. El Golden Gate Bridge era una delgada telaraña rojiza que se adentraba en la bahía para desaparecer en la bruma. Empezaba a caer el sol, y como siempre a esa hora del día, toda la estructura metálica de Stanley empezaba a reflejar los ocres, amarillos y rojos del cielo ensangrentado. Parecía una fantástica criatura esculpida en fuego, despidiendo llamaradas ondulantes de cada sector de su cuerpo. Fuimos a buscar una vista cercana del Golden Gate, como siempre. Ya era de noche cuando llegamos. Ahora todas las luces de los alrededores empezaban a brillar y contorsionarse en el cuerpo metálico de Stanley, adquiriendo tonalidades iridiscentes, imposibles de describir. La innumerable noche de San Francisco refulgía en todo su cuerpo.

—¿Tú? ¿Por qué tú? ¿Por qué no Frank?

—Da lo mismo, Christine…

—No, no da lo mismo. Frank es Frank, y tú eres tú.

—Simplemente alguien del nivel 32 debe ir. Y Frank y yo somos los principales responsables del diseño general de la antena.

—Sí, la antena…

—De modo que debo ir yo.

—Pero Frank es tan responsable de la antena como tú…

—Pero él es humano.

—¿Te… te envían a ti porque eres un robot…?

—No lo sé, supongo que sí. No habrá humanos en ese vuelo, Christine. Sólo URC-5000. Pilotos URC, navegantes URC, computadores y analistas URC, radiooperadores y radaristas URC, científicos e ingenieros URC, técnicos y mecánicos URC. Todos URC-5000. De todos modos, Christine, cada parte de esa nave fue chequeada, testeada, probada, comprobada, corregida, vuelta a probar y vuelta a comprobar. Cada parte por separado, luego integrando varias partes en bloques más grandes, y así siguiendo. Y haciendo las correcciones necesarias una y otra vez, en cámaras simuladoras, casi tan reales como si fuesen las condiciones reales.

—Pero no lo son.

—No. Y precisamente por ello es que en algún momento hay que probarlo en las condiciones reales. Ya aquí abajo se hizo todo lo que se podía hacer. Lo que falta hay que hacerlo allá arriba. Frank hubiera dado su salario de los útimos diez años por estar en mi lugar, te lo aseguro.


—¿No comes eso, Christine? …pásamelo… sí, me enteré por Frank, no tiene consuelo el pobre.

—Eso fue lo que me dijo también Stanley. Pero no creí que fuera verdad. Pensé que lo decía para tranquilizarme un poco.

—Oh no, ese vuelo de prueba va a ser un tour por la Riviera francesa, al menos eso es lo que todo el mundo dice en el piso 32, y por lo que sé, en todos los departamentos de la Dexter y demás subsidiarias de la Northern involucradas en el proyecto, creo que en el piso 32 todos sienten bastante envidia por Stanley, aunque el más afectado es Frank, porque él hizo tanto como Stanley para que esa bendita antena pudiera ver la luz, en el piso 21, donde se diseñó una sección del espejo reflector, también hay un URC-5000 envidiado por todos los humanos que trabajaron en el asunto, ¿tampoco comes eso? …pásamelo.. parece que la antena ya está dando vueltas a la Tierra, creo que todas las partes que se construyeron acá abajo ya están allá arriba, junto con las partes más grandes que se construyeron directamente allá arriba, así que supongo que el vuelo de prueba será dentro de muy poco, dicen que se verá realmente bonita la cosa ésa, que dicho sea de paso, por votación general ha sido bautizada “Chancellor”, y parecerá realmente de avanzada, como los directivos querían, te aseguro que no hay una sola empresa de la Northern, de las que tomaron parte en este asunto, en la que no haya humanos lamentando un poco no ser un URC-5000, …Christine, ¿qué ocurre…?

—Margot, creo que ahora entiendo por qué en todos los laboratorios de todas las empresas de la Northern que diseñan o construyen naves espaciales, hay al menos un URC-5000. Es para poder enviarlos en los vuelos de prueba. Está bien, en este caso no entraña mayor peligro, por lo que dices, pero ésa es la razón. Y seguirá siéndola en el futuro, cuando se trate de algo realmente riesgoso.

—¿Te parece? ¿No estás un poco para… para…?

—¿Paranoica? Puede ser, Margot. Pero ten en cuenta que los robots son máquinas, herramientas de trabajo. Y para la gente los URC-5000 son simples robots, comunes y corrientes, no son personas, jamás han estado con uno. Y a la Northern Technology Corp. lo único que le importa es lo que opine la gente. Un solo astronauta humano con un chichón en la cabeza es peor propaganda que cien URC-5000 destruidos.

IV

—No puedes pasar de aquí, Christine –me dijo Frank, en la sala anexa a la plataforma de despegue—. Ser una empleada de la Dexter Communications no ayuda en estos casos.

Era una hermosa mañana de domingo en el centro de despegues que la Northern Technology Corp. tenía en Tampa, Florida. Una hora antes, diez minutos de aerobús nos había traído a Frank, a Stanley y a mí, desde San Francisco, junto a otros trabajadores de la Dexter. Y el trasbordador, cuya ahusada figura podía distinguirse a través de uno de los ventanales de la sala de abordaje, se llevaría a Stanley rumbo a la estación orbital en pocos minutos más.

Por supuesto que no había razón alguna para que yo estuviera aquí. Pero Frank, una vez le hube manifestado mi deseo de despedir a Stanley, había hecho valer hábilmente sus credenciales en la intrincada burocracia de la NTC. Y me había conseguido un pase, en calidad de “técnica auxiliar” de vaya uno a saber qué.

—No, no es ése que estás viendo –dijo Frank—. El nuestro está a unos pasos de acá, casi detrás de esa puerta.

Stanley, como era habitual en él, permanecía allí, sin hacer el menor movimiento y sin pronunciar palabra, al menos que hubiese una razón para hacer alguna de las dos cosas.

—¿Entonces serán cinco días?

—Algo así como una semana —dijo Frank—. Cinco días a bordo del carguero. Uno, todavía en órbita alrededor de la Tierra, luego una aceleración a fondo, para ver cómo responden los motores principales, abandonaremos un poco el trayecto de la Tierra, como si hubiésemos iniciado el trayecto a Marte, luego el armatoste girará sobre su eje, aunque eso en el espacio es una forma de decir, bueno, hará un giro de ciento ochenta grados en estado de aceleración cero, y volverá a acelerar a fondo para volver a quedar orbitando la Tierra. Si nuestros pilotos y navegantes son hábiles, quedará a poca distancia de la estación orbital, como al principio.

En el recinto también se encontraban otros cuatro URC-5000, además de algunos hombres de negocios que debían viajar hacia la estación orbital de la NTC por razones ajenas al carguero espacial.

Una puerta amarilla se abrió, deslizando sus dos hojas hacia los lados, y cinco luces a lo largo del dintel pasaron de rojo a azul turquesa. Pensé que en los ojos de Stanley, eso hubiera significado recuperar la calma. Pero en esa sala de embarque, significaba hora de abordar el trasbordador.

Stanley intercambió precisiones de último momento con Frank, dio media vuelta y traspuso el vano de la puerta, cuyas hojas lentamente empezaron a cerrarse. Se quedó allí, mirándome.

—Adiós, Christine.

—Adiós, Stanley.


El resto del domingo y la mañana del lunes en la empresa, transcurrieron sin novedades de Stanley.

Un único momento de dicha había tenido en todo aquel día. Por la tarde, Frank había hecho subir a Margot (él no podía abandonar su puesto en el piso 32) y le había entregado el facsímil de una hoja, en la que una de la computadoras había registrado todos los informes que habían llegado desde el carguero entre las 16.50 y las 17.10, a través de la antena parabólica. Cuando Margot apareció de improviso en mi lugar de trabajo y dejó caer la hoja sobre mi consola, me quedé sin entender nada, vaya tonta. Tomé la hoja de un manotón, y empecé a buscar.

Perdida y solitaria entre un fárrago de frases técnicas que empezaban y terminaban invariablemente “AQUÍ TIERRA CAMBIO” y “AQUÍ CHANCELLOR CAMBIO”, se había filtrado una oración de trece palabras muy poco científicas: “AQUI CHANCELLOR FRANK DILE A CHRISTINE QUE LE HUBIERA ENCANTADO VER LA TIERRA DESDE AQUÍ CAMBIO”.

Era sorprendente que Stanley hubiera agregado un comentario tan humano. Pero eso había sido todo. Al menos significaba lo más importante: que el carguero estaba funcionando bien. También la antena, pero sobre todo la nave.

El lunes por la noche no pude más. Estaba histérica. Mi fijación con Stanley era realmente enfermiza. Ya no podía seguir negándolo. Era un caso para el manicomio. Salí de mi apartamento y tomé el flash-subway. No estaba demasiado lleno a esa hora de la noche y en esa dirección.

El pasaje era lo de siempre. A diez pasos de distancia un hombre de mediana edad se rascaba la cabeza, llenándose los hombros de gruesas motas de caspa. En un extremo del vagón, una anciana ligeramente encorvada y casi sin dientes, babeaba sobre un pañuelo apretujado y empapado.

En una de las estaciones subió una mujer de aspecto húmedo y lechoso, con un grueso bebé en brazos, y se sentó a mi derecha. El niño, una rojiza masa de carne blanduzca y gelatinosa, olía a leche, desinfectante, orina y excremento. Me aparté un poco. La criatura gorgeaba y babeaba, retorciéndose en todas direcciones como un enorme gusano… La joven madre lo miraba embelesada.

Tres asientos más allá, una familia bostezaba y se aburría. El padre tosía o estornudaba. El muchachito se hurgaba una fosa nasal, y luego otra. La madre se miraba la pantorrillas, fofas y llenas de várices.

El flash-subway arribó finalmente a la estación. Bajé, accedí a la superficie, y eché a caminar.

Así, en diez minutos, estaba sentada, sin saber por qué, en una de las mesas del “The Old Electric Guitar New Band Club”. Estaba bastante concurrido para ser una noche de lunes.

Sobre un pequeño escenario, una jovencita con una pequeña banda de músicos, intentaba infructuosamente parecerse a Janis Joplin. Se esmeraba y fracasaba.

Empecé a aburrirme. Tal vez lo que debía hacer era seguir el consejo que aquella tarde me había dado Margot, y no pensar en Stanley.

Pero entonces, ¿qué hacía allí sentada?

Media hora después, estaba otra vez en mi apartamento, más sola que antes.

V

¿Qué diablos ocurría? ¿Por qué tanto alboroto?

Eran las cinco y cuarto del martes, en el tercer subnivel de la Dexter Communications Inc., sucursal San Francisco, y en toda la costa oeste de los Estados Unidos.

Un par de minutos antes, Margot, igual que ayer, había dejado caer sobre mi consola, un facsímil proveniente del piso 32.

“AQUI CHANCELLOR FRANK LA CUARTA ANTENA NO QUEDA EN LÍNEA VOY A HACERLO A MI MANERA FRANK DILE A CHRISTINE QUE TODO VA DE ACUERDO A LO PLANEADO AQUÍ ARRIBA CAMBIO”.

Todo normal, pues.

Y de pronto, empezó a oírse un sinnúmero de voces por todas partes, y pasos apresurados en todas direcciones. En algún lugar empezaron a sonar teléfonos, videófonos, estereófonos, y todo lo que anduviera por allí que pudiera ponerse a sonar. Una chica del departamento contiguo al mío entró de improviso y empezó a manipular una pequeña radio que un compañero, a unos pasos de mí, tenía siempre sobre su consola (era contra el reglamento). Otro muchacho, a quien yo conocía porque era compañero de Margot, apareció corriendo y gritó: “Treinta dos punto cinco, creo que ésa es Radio Selene, transmiten desde la Luna, ellos tienen que saber algo, treinta dos punto cinco, rápido. Hola, Jim, déjanos tu radio”. ¿Qué estaba ocurriendo? Varias personas pasaron corriendo por el pasillo, delante de nuestra puerta. ¿Se habían vuelto todos locos? “Probaré Radio Armstrong, es más difícil de captar, pero si el Sol no joroba demasiado… Además no tiene ninguna relación con la Northern, no habrá tanta censura, al contrario. Maldición, ¿qué otra radio transmite desde la Luna?”, dijo la chica que había entrado en primer lugar. “¿La Luna? ¿Qué pasa en la Luna?”, dije sin entender aún qué diablos estaba ocurriendo. Sorpresivamente apareció Margot. “·¡Oh, Christine, es horrible!”, dijo, tapándose a medias la cara con las dos manos abiertas. “¿Qué haces aquí, Margot? ¿Qué está sucediendo?”. dije, confundida. “¿No te has enterado?”, dijo Margot, algo vacilante. “¿Enterarme de qué¿ ¿De qué debo enterarm…?” No terminé de preguntar. Frank acababa de entrar corriendo, con el rostro blanco como el papel. ¿Qué hacía Margot en mi sala? ¿Qué hacía Frank en el subnivel tres? ¿Qué hacían todos? Iba a preguntarlo, cuando una mujer pasó corriendo frente a nuestra puerta, exclamando: “¡Explotó el carguero, se deshizo en mil pedazos!”.

Y luego todo fue oscuridad.


Cuando desperté, Frank intentaba alejar a la gente que se apiñaba alrededor de nosotros. Estaba sentada en el piso, contra la pared, con el cinturón, los puños y el cuello de la blusa desprendidos.

—¿Te sientes mejor, Christine?

Margot, arrodillada a mi lado, me apantallaba con una carpeta.

—¡Hagan un poco de espacio, maldita sea, esta chica necesita aire!

Oí la voz de Frank, y la de alguien que trastabillaba protestando.

—Margot –balbuceé—. El carguero… el carguero…

Frank se arrodilló a mi lado.

—Aún no se sabe bien lo que pasó, la información es confusa, Christine –dijo.

Pero su rostro expresaba lo contrario.

—Los URC son muy resistentes, Christine, por eso los mandaron…—agregó Margot sin mirarme a los ojos.

No recuerdo bien lo que ocurrió a continuación. Hundí la cara en las manos, sentí que mi espalda se deslizaba por la pared, todo alrededor daba vueltas, las voces iban y venían, me envolví la cabeza con los brazos, quise taparme los oídos con los codos, tuve ganas de vomitar, “es todo un sueño, todo es un sueño”, toda la habitación se oscurecía de a ratos, volvía a iluminarse, las mismas voces gritaban desde muy lejos, o susurraban pegadas a mi oído, iban y venían, todo giraba y giraba, se agrandaba, se empequeñecía, se iluminaba, se oscurecía, era todo un sueño, era demasiado cruel, “…es demasiado cruel…”, demasiado absurdo, “…y demasiado absurdo…”, y sin sentido, “…y tan sin sentido…”, no podía ser verdad, “…¿no comes eso, Christine?…”, ¿dónde estaba Margot?, “…Christine, creo que debemos hablar…”, ¿qué hacía Frank acá?, debería estar con Stanley, en el carguero… ¿o iba Stanley y no Frank? ¿dónde estaban todos? “…estos vuelos tienen horarios de partida tan rigurosos que son capaces de despegar vacíos…”, ¿quién estaba hablando? ¿Stanley?, “…es la chica que trabajaba en aquella computadora, parece que se había hecho amiga de uno de los robots que viajaban…”, “…se impresionó mucho con lo que sucedió…”, “…es que también, los hacen tan reales que parece que fueran personas, y encima nos sacan el trabajo a nosotros…”, ¿qué estaba haciendo Frank? ¿qué hacía…? “¡No, Frank…!”, “¡¡Imbécil, lo voy a matar…!!”, “¡¡No, Frank, detente…!!”, “¡Suéltame, Margot! ¡Pedazo de imbécil…!”, “¡Párenlo a ese tipo, se ha vuelto loco…!”, “…es un ingeniero del piso 32…”, “¿Y qué hace acá…?”, “¡Cálmate, Frank! ¿Me oyes, Christine? Frank, creo que Christine se ha vuelto a desmayar…”


—¿Te sientes mejor?

Frank nos había dejado a Margot y a mí en mi apartamento, y tras asegurarse de que estaríamos bien, se había marchado. Ya era de noche. Vagamente recordaba a un médico de la Dexter inyectándome algo en la enfermería, diciendo cosas, una ambulancia del servicio médico de la empresa levantando vuelo, Margot y Frank hablando con un enfermero, Margot intentando orientar al piloto, la ambulancia posándose en la pista de aterrizaje en la terrraza del edificio, yo bajando algo aturdida del vehículo con Margot, Frank y el enfermero, todos entrando a mi apartamento, Margot diciéndome algo, el enfermero hablando con Frank, el enfermero yéndose, Frank hablando con Margot, Frank yéndose, Margot trayéndome una taza de té…

—Si aún te sientes mal, me quedaré esta noche contigo, y si te sientes bien, también, será mejor que tomes una de éstas, no sé para qué servirá, pero si hace la décima parte de lo que dijo el enfermero sería bueno que tomaras una, si quieres yo también me tomo una…

“Stanley…”

—No sé dónde voy a dormir, pero tú no te preocupes por eso, será mejor que te metas en la cama, tal vez deberías comer algo primero, eso siempre es bueno…

“Stanley…”

—Bueno, tampoco es necesario que comamos nada, yo tampoco tengo hambre, creo… tal vez sea esa pastilla, a ver… cuántas cosas tienes sobre la cama, ya está, ven…

“Stanley…”

—Déjame ayudarte… está bien, está bien, supongo que dormir vestida no te hará mal, como tú quieras… pero al menos métete en la cama, no, así no…

“Stanley…”

—…sin los zapatos dormirás mejor, eso es, a ver el otro… ya está, listo, y ahora…

“Stanley…”

—…te metes en la cama, espera, dame tiempo a… bueno, está bien, tampoco es necesario que te metas dentro, supongo, pero al menos…

“Stanley….”

—…intenta dormir, intenta dormir, Christine…

“Stanley…”

—…y no pensar.


—¿Te sientes mejor?

Otra vez la misma pregunta. ¿Quien la hacía…? Margot.

—¿Qué… qué hora es?

—Las siete de la mañana…

—Creí haber dormido más.

—…del jueves, has dormido más de veinticuatro horas, dormiste todo el día de ayer, no te perdiste nada, sólo una llamada de Frank para saber cómo estabas y si necesitábamos algo…

—No… no has ido a trabajar, Margot.

—No, no hemos ido., Frank sí, pero no a trabajar, parece que en la Dexter está todo muy revuelto, Frank, sobre todo, está muy revuelto, creo que si sigue así lo van a despedir, por más que sea Frank Henderson, ¿cómo te sientes…?

—No lo sé… Cansada. Margot, gracias por quedarte… ¿Qué dirás en la empresa?

—La verdad… que no fui a trabajar porque no me dio la gana…

—No creo que pueda seguir trabajando allí, te lo puedes imaginar… Pero tú, esto no tiene nada que ver contigo. ¿Y Frank? ¿Qué le ocurre…?

—Creo que, a su manera, está como tú, el martes, cuando te trajimos en la ambulancia, no creas que fue de gran ayuda, no estaba mucho mejor de lo que tú estabas, casi todo tuve que hacerlo yo, Frank no sirvió de mucho, parecía un zombie, pobre… creo que se agarró a golpes de puño con ese empleado de la Dexter para no desmayarse el también…

—Sí, algo así recuerdo… Creí haberlo soñado.

—Oh, no, al tipo le dieron licencia por el resto de la semana, creo que va a demandar a Frank, sería bueno que tomaras otra de éstas…

—No, estoy cansada de dormir…

—Ah, eran para eso, yo me tomé una…

—¿Se… se sabe algo…? Por qué ocurrió… los restos…

—Frank no me habló sobre eso., tal vez vuelva a llamar esta tarde…

—No, yo misma iré a verlo esta tarde. No tienes que quedarte, Margot, en serio, ya estoy bien. Si te das prisa… Una llegada tarde es mejor que una falta…

—No tengo intenciones de llegar, ni siquiera tarde, y no te hagas la heroína, si te vieras en el espejo, la sombra de la sombra de Christine, será mejor que comas algo, espero que te guste lo que he comprado, lo que tenías en la heladera me lo comí todo ayer, ¿seguro que que las pastillas ésa no eran para abrir el apetito?

—No tengo hambre, Margot.

—Pues debes comer, Christine, o para esta tarde no quedará nada de ti para ir a hablar con Frank…


Eran alrededor de las cinco de la tarde cuando el flash-subway me dejó a un par de cuadras de la entrada de la Dexter Communications Inc., sucursal San Francisco. El imponente edificio me produjo una náusea repentina.

En el interior, en el gran hall de entrada que tantas veces había recorrido antes, todo parecía continuar como si nada hubiera ocurrido. Tal vez porque para la Northern Technology Corp. nada había ocurrido.

—Han perdido un puñado de robots, eso es todo –me dijo Frank—. Lo que realmente los tiene ocupados y preocupados son las desastrosas consecuencias publicitarias, y cómo minimizar los efectos. Un URC-5000 no les parece mayor pérdida que uno de éstos…

Un robot-camarero estaba parado frente a la mesa que Frank y yo estábamos ocupando en el comedor de la empresa. Treinta segundos después de haberse detenido, al no registrar ningún pedido, hizo ¡bip!, y se marchó a la mesa siguiente.

—Stanley, a su manera de robot, te apreciaba muchísimo, si cabe el término. Decía que habías sido tú el que más lo había ayudadoa integrarse al equipo del nivel 32, siendo que eras el que más razones tenía para no quererlo allí…

Frank sonrió.

—Stanley era bastante ingenuo, Christine. En realidad, lo hice por orgullo, no por generosidad. Quería demostrarle a ese montón de chatarra, y a todos los compañeros del laboratorio, que la rivalidad de un URC-5000 no me inquietaba en lo absoluto. No iba a rebajarme a ponerle piedras en el camino. Le iba a demostrar a ese armatoste que un cerebro de silicio no puede compararse con uno de carbono…

Frank terminó su Martini.

—Pero ocurrió algo que no esperaba. Me cayó simpático… y así terminamos.

—En peor situación estaba yo –dije con una sonrisa—. Todo este tiempo debiste pensar que estaba un poco loca, ¿verdad? Stanley no era un ser humano…

—No creo que sea yo el más indicado para decirlo –dijo Frank—. Siempre pensé en Stanley como una persona. Supongo que es algo parecido.

Frank lo pensó un poco.

—De todos modos, Christine, ¿qué importa? Éste es un mundo en el que la mitad de lo que uno ve en las casas y las calles son estereoimágenes. Un mundo en el que la publicidad consigue que una simple nave de colonos a Marte puede ser presentada como un prodigioso carguero de última tecnología. La mitad de las mujeres de este mundo están enamoradas de una imagen en la pantalla, un hombre virtual que sólo existe en el programa de su computadora. Y lo mismo los hombres, con las mujeres virtuales.

Pensé en Alexander, el amigo virtual de Margot…

—Podemos decir, en tu descargo y el mío –dijo Frank—, que al menos Stanley existía en el mundo real. Era de carne y hueso… Bueno, de metal en todo caso, pero tú entiendes.

—Frank, ¿se sabe ya lo que ocurrió?

—No mucho, en realidad. La telemetría desde la nave no muestra nada anormal, hasta ahora. Los directivos más paranoicos ya están hablando de sabotaje por parte de la American Spacecraft Corp. La nave estaba en plena aceleración, probando los motores a fondo. Llevaba horas así. Tú sabes que esos armatostes necesitan acelerar durante muchísimo tiempo para aumentar un poco su velocidad. Los había apagado para hacer una comprobación, se había posicionado mirando hacia la Luna y había vuelto a encenderlos. Y entonces ocurrió lo que ocurrió. Eso es todo lo que sabemos. No hay nada que pueda sobrevivir a una explosión como ésa.

—¿Ni siquiera un URC-5000?

—Lo dices como si los URC fueran muy fuertes…

—¿No lo son?

—¿Por qué habrían de serlo?

—Son robots…

—Has visto demasiadas películas –dijo Frank, sonriendo—. En realidad hay robots increíblemente fuertes y resistentes, aunque de todos modos, tampoco tanto como para sobrevivir a semejante explosión. Pero es cierto que algunos modelos son casi superhombres, increíblemente fuertes y resistentes. Pero son precisamente los que se caracterizan por ser increíblemente tontos. Ni siquera tontos, porque ello supondría algún grado de inteligencia, aunque fuera elemental. Christine, un robot existe para desempeñar eficientemente alguna tarea específica. Como estos robots-camareros. Ningún ser humano puede rivalizar con ellos atendiendo mesas en un comedor. Pero es lo único que saben hacer. Hay robots de una fuerza que asusta. Y una resistencia a los golpes, torsiones, temperaturas extremas, que no se puede creer. Puedes verlos en fábricas, fundiciones, puertos, aeropuertos, espaciopuertos, etc… Pero los URC-5000.. nunca verás uno, salvo en los laboratorios y lugares por el estilo.

No, Christine, lo siento. Nada que haya estado en esa nave pudo haber sobrevivido a una explosión como ésa…

Frank se quedó un instante en silencio, como si se hubiera ido muy lejos de allí.

—¿Que ocurre?

—Christine, ¿tienes el último mensaje que te envió Stanley?

—Sí —respondí, como si me hubieran descubierto—. No pude tirarlo…

—¿Lo tienes acá…?

—Sí —contesté con cierto pudor—. Yo…

—¿Puedo verlo?

Busqué en mi cartera y se lo alcancé. Frank permaneció un buen rato leyéndolo y releyéndolo. Al fin me lo devolvió.

—¿Qué ocurre?

—No, nada… Bien, nos vemos, Christine, ¿eh?

—Claro, Frank.


Me eché en la cama con el televisor apoyado en los muslos. Empecé a recorrer canales.

“…el percance del Chancellor, el prototipo del nuevo vehículo que la Northern Technology Corporation, la prestigiosa firma construct…”

¿Qué decía este hombre tan atildado? Era un locutor de la cadena ABBC, perteneciente al megaconsorcio encabezado por la Northern. A espaldas del hombre se veía el puente de Brooklyn.

“…por lo que los directivos de la prestigiosa firma constructora confían en que la falla que ocasionó este ligero traspié, será prontamente subsanada. Y dados los antecedentes de la afamada firma, líder en este rubro, sin duda así será. Desde Nueva York…”

Seguí pasando canales. En el programa “Evening News”, del canal People World (también propiedad de la Northern), un importante directivo de la Northern era entrevistado por una periodista.

“… lo realmente importante de todo esto, señorita, es el no tener que lamentar víctimas fatales. Las pérdidas materiales se recuperan…”

Pérdidas materiales… Sólo pérdidas materiales…

Sentí que un furor ciego se apoderaba de mí. Estrellé el televisor contra la pared, dejó de sonar, pero seguía emitiendo imágenes, volví a arrojarlo contra cualquier parte, una y otra vez, sintiendo que mi furia aumentaba, en lugar de decrecer. Alguien golpeó a la puerta. Le grité que estaba bien, que se fuera y me dejara en paz…

Me quedé arrodillada en medio de la habitación, rodeada de pedazos de televisor, llorando de rabia. Los restos del aparato seguían allí desparramados, sin dejar de funcionar, como fragmentos de un espejo roto.

V

Atendí el portero eléctrico. Era Frank.

Habían pasado tres semanas desde el accidente del Chancellor. No había vuelto a ver a Frank desde aquel encuentro en el comedor de la Dexter Communications. Por la pantallita del portero se lo veía macilento y mal rasurado. ¿Qué ocurría?

—Christine, estoy con mi auto. ¿Podrías acompañarme a la Universal Robots? Es importante. Trae tu credencial.

No entendía de qué se trataba, ni tenía ganas de salir a esa hora de la noche. Pero la voz de Frank sonaba apremiante, además de cansada. Y la sola mención de la Universal Robots hizo el resto.

Bajé de inmediato, entré al auto, y Frank lo puso en marcha sin perder un segundo.

Pero luego se dedicó a observar el camino por delante, como si no se decidiera a hablar.

—Frank, ¿qué ocurre? –musité.

Frank lo pensó un poco y, tartamudeando ligeramente, se decidió a hablar.

—Christine, ante todo es importante que comprendas que Stanley ha muerto, ¿sí? Murió hace veintitrés días, cuando estalló el Chancellor.

—Claro, Frank. ¿Qué sucede?

—Dilo.

—¿Qué cosa?

—Stanley ha muerto.

—Stanley ha muerto. Frank, ¿qué diablos ocurre…?

Abandonamos la calle transversal y accedimos a la avenida. Había comenzado a lloviznar, y una brisa fresca entraba por las ventanillas del auto. Olía suavemente a ozono y cemento mojado. Lamenté no haber traído un abrigo.

Frank apuró la marcha.

—Christine, ¿recuerdas cuando me preguntaste si un robot podía sobrevivir a una explosión como ésa?

—Claro –contesté con una sonrisa—. Me dijiste que había visto demasiadas películas. Y que nada que estuviera en aquella nave pudo haber sobrevivido…

—Exacto. Pero entonces, Christine, me hice la siguiente pregunta. ¿Y si Stanley no hubiera estado en la nave en ese momento…?

Miré a Frank sin animarme a agregar nada.

El cielo se había vuelto de un refulgente rojo encarnado, que teñía todo el paisaje alrededor. Aquí y allá, comenzaban a encenderse los primeros faroles y letreros de la tarde, luces que la persistente llovizna descomponía en miríadas de pequeños puntos de luz. Miré a Frank.

—Recuerdo que quisiste ver el último mensaje que Stanley me había enviado…

—Así es. Pero no el mensaje, en realidad, sino lo que Stanley comentaba antes de él. Fue lo último que recibimos de Stanley poco antes que ocurriera lo que ocurrió. Allí decía que la cuarta antena no se posicionaba bien, y que iba a alinearla a su modo.

—Sí, es verdad.

—“A mi modo”, en Stanley, significaba hacerlo de alguna manera en que no hubiera podido un humano. Sólo un robot.

Abandonamos la avenida y accedimos a Southern Freeway. Atestada, como siempre a esa hora del día. Frank activó el limpiaparabrisas y encendió los focos del auto. Cerramos las ventanillas.

—¿Tú conoces el diseño general de la nave, ¿verdad, Christine?

—Tuve bastantes oportunidades de verlo –recordé con una mueca—. Me recordaba a un tubo de oxígeno, o algo así, con las cuatro antenas parabólicas en forma de cruz. Parecía una flor con cuatro pétalos, si se lo veía desde atrás.

—Es verdad, no está mal la figura –observó Frank— Oye, no está mal, en serio… Bien. Como quiera que sea, las cuatro antenas podían funcionar independientemente una de otra, o sumarse dos de ellas. O incluso tres, y así triplicar su potencia de emisión y recepción. Pero, en condiciones normales. no cuatro. Una de ellas quedaba bloqueada por el mismo fuselaje de la nave. A menos que el punto al cual estuvieran dirigidas las antenas estuviera exactamente delante o exactamente detrás de la nave. Dicho de otro modo, la nave debía posicionarse en línea con el punto de recepción o emisión, y con las cuatro antenas en línea con el fuselaje. ¿Me sigues?

—Te sigo –dije—. Y así es como estaban cuando todo ocurrió…

—Así es como Stanley intentaba que estuvieran. Pero el sistema de posicionamiento de la cuarta antena no hacía nada bien. Parecía haberse vuelto loca. De modo que Stanley había decidido alinearla él mismo. Dicho de otro modo, salir de la nave con el instrumental necesario y colocarla manualmente en posición. Así, al menos, podríamos apreciar el funcionamiento de la cuatro antenas sumadas. Luego, en Tierra, revisaríamos el desperfecto mecánico.

—Y Stanley, para eso…

Ya el cielo se veía de un profundo gris pizarra, sobre la James Lick Freeway. La lluvia empezaba a golpear con creciente intensidad sobre los cristales de nuestro vehículo.

—Stanley podía hacer eso de varias maneras –-continuó Frank—. Me pregunté cuál de ellas, conociendo a Stanley como lo conocía. Bien, tu sábes que los URC-5000 pueden medir distancias, ángulos y cosas por el estilo con la exactitud de un instrumento de precisión. Tienen todo eso incorporado en ellos, así como medidores exactos de tiempo, y una serie de cosas más, todas muy envidiables. Lo que Stanley pudo haber hecho, era sólo una posibilidad, pero la más probable en mi opinión, era lo siguiente…

Era evidente la intención de Frank de mantener un sostenido ritmo de marcha. Ya estábamos recorriendo el nuevo James Lick Skyway, en dirección a la costa.

—Stanley salió de la nave con el instrumental necesario para posicionar la antena rebelde, y lo necesario para impulsarse en el espacio. No necesitaba traje espacial, claro –dijo Frank con una sonrisa—. La proa de la nave apuntaba en ese momento hacia la Luna, en donde estaban recibiendo las emisiones. Stanley se alejó de la nave a cierta distancia de la proa, separó su cabeza del resto del cuerpo, y la dejó allí, para controlar el alineamiento de la cuarta antena. Y envió al resto de su cuerpo hacia la nave para trabajar en la antena. La nave ya iba a encender sus motores para hacer hacer una pequeña comprobación, pero ello no era problema. Esos mastodontes necesitan acelerar durante mucho tiempo para aumentar un poco su velocidad. Stanley sólo necesitaba un par de minutos, a lo sumo.

—De modo, que cuando la explosión se produjo –dije—, la nave, la cabeza de Stanley y la Luna, estaban todos sobre una misma recta…

—Perfecto, Christine. Eso mismo –dijo Frank—. De eso se trataba, eso era lo que Stanley procuraba en ese momento. Y no habiendo atmósfera para entorpecer las cosas, la explosión signíficó una expansión de gases y material volatilizado, radialmente hacia afuera. La cabeza de Stanely fue impulsada en dirección a la Luna.

Llegamos al embarcadero. Dos larguísimas procesiones de focos, rojos en una dirección y amarillos en la otra, avanzaban lentamente uniendo ambos lados de la bahía. Ingresamos al Bay Bridge.

—De todos modos, incluso si toda esta suposición mía era cierta, seguía siendo muy poco prometedora –continuó Frank—. A la distancia a la que estaba la nave, la Luna era un guijarro a una cuadra de distancia. Las probabilidades de que la cabeza de Stanley hubiera ido a parar a la Luna eran de una en diez mil. La Luna no tiene demasiada gravedad, como para atraer cualquier cosa que pase por las cercanías. Pero teníamos algunas circunstancias a favor. La nave estaba milimétricamente posicionada en dirección a la Luna, puesto que intentábamos testear el máximo de recepción posible. Y Stanley estaba milimétricamente ubicado en linea entre la nave y la Luna, procurando alinear las antenas con la mayor precisión posible. Y por último, existía la posibilidad de que la cabeza de Stanley continuara emitiendo algún tipo de señal, o teniendo algún tipo de actividad, lo que podría rastrearse con los sensores adecuados. No era un simple pedazo de chatarra, perdido irremediablemente en algún lugar de la superficie lunar. Si esa ínfima posibilidad existía, valía la pena intentarlo. En los circuitos de memoria de Stanley, podía haber información invalorable sobre lo que Stanley vio y observó durante todo el vuelo. Allí podía estar la clave del accidente. De modo que ahí mismo, en una de las reuniones del comité de investigación, propuse la idea a los directivos de la Northern.

—¿Qué dijeron?

—Aceptaron de inmediato. En toda la Northern Technology Corp. están deseperados por conocer las causas del accidente. Cada día que tardan en llegar a una conclusión es publicidad en contra. Les hice notar que el cerebro de un URC-5000 es un dispositivo maravilloso. Si algo sobrevivió en ese cerebro, los técnicos de la Universal Robots tienen muchas posibilidades de poder extraer toda esa valiosisima información directamente de la memoria de Stanley. Lo que vio y oyó con exactitud absoluta hasta el momento mismo del accidente. Un solo dato adicional, cualquier pequeño detalle puede servir para reducir el abanico de posibles explicaciones. De modo que la Northern dio instrucciones a todo su personal en la Luna, que ya estaba rastreando toda la superficie en busca de posibles restos de la nave. Se armaron de sensores de rastreo que pudieran captar cualquier emisión o señal de actividad electrónica que pudiera detectarse.

En este punto Frank se detuvo en seco y me miró.

—Christine, repítelo una vez más, por favor.

—¿Qué cosa?

—Lo que ocurrió con Stanley…

—Ah… Stanley ha muerto, Frank.

—Bien, Christine. Ayer la encontraron. Un equipo de rastreo de la base en Platón, halló la cabeza de Stanley. Tuvimos mucha suerte, ni falta hace decirlo. Continuaba emitiendo una débil señal hacia el cuerpo que ya no existe.

Se me llenaron los ojos de lágrimas. Stanley…

—Había caído al noroeste del Mar de la Lluvias, casi a la entrada de un desfiladero conocido como el Valle Alpino. Entre el terrible efecto de la explosión y el impacto de la caída, había quedado totalmente destruida –continuó Frank, con la vos perceptiblemente mudada—. Es una masa de metal ennegrecido, absolutamente irreconocible, Chistine. Perdóname por la descripción, no creas que fue fácil para mí.

Frank volvió a rcomponer su fría actitud de ingniero, y continuó.

—La hemos traído aquí, a San Francisco, al edificio matriz de la Universal Robts. Y está dando resultado. Los expertos dela sección computación consiguieron conectarla y extraer información directamente de los nanochips de memoria de Stanley. Son sóo retazos aislados, con muchas zonas en blanco, pero es información visual y auditiva, en muchos casos.

Frank me miró.

—En cuanto al cerebro en sí, Christine, está todo destruido. Nada hay que funcione en él. Es una masa indiferenciada de plástico, metal y silicio. Eso es todo…

—Sin embargo –objeté, olvidando lo que había prometido un instante antes—, así es como nace un URC-5000, Frank. Con una descarga eléctrica que hace quién sabe qué lío en su interior.

—No es lo mismo, Christine. Acá no hubo ningún lío. Hubo destrucción total.

Un fogonazo relampagueó en el oscuro horizonte. Cinco segundos después, un trueno descomunal pareció sacudir toda la estructura del automóvil. La espesa cortina de agua hacía imposible la visión más allá de un par de metros.

—Pero sabía que no me perdonarías que no te hubiera avisado. No quiero tener eso en mi conscincia, Christine. Si quiere ver lo que encontramos, allá vamos. Pero comprende. Desde el punto de vista de lo que haya podido ser Stanley, lo que hemos encontrado es poco menos que la caja negra de un avión.


Ya era de noche cuando arribamos por fin a la casa matriz de la Universal Robots Company, en las afueras de Oakland.

Se trataba de una propiedad de seis hectáreas, fuertemente aislada del exterior por una muralla de grandes bloques de granito gris oscuro, al que sólo parecía faltarle una fosa exterior y un puente levadizo. Las instalaciones habían sido utilizadas anteriormente como fábrica siderúrgica, antes que a comienzos de los ’70, la ya floreciente Universal Robots las adquiriera para asentar allí su cuartel general.

En el interior del predio, el edificio principal resultó ser una lóbrega estructura anular de ladrillo rojizo, de cinco pisos y planta hexagonal, a la que se accedía incómodamente por una irregular escalinata de piedra.

Frank buscó en vano algún lugar medianamente guarecido para estacionar. Bajamos del auto, corrimos y llegamos empapados.

Ya en el hall de entrada, mientras esperábamos uno de los ascensores, Frank me comentó…

—Lo que se está haciendo en el quinto piso es poco menos que un secreto militar. Pero no importa –dijo sonriendo—. Tú ten a mano tu credencial, pon cara de ingeniera, manténte en silencio, y no habrá problemas.

Salimos al corredor del quinto piso y entramos en una pequeña antesala. Frank saludó a varios conocidos, y luego de sortear algunos inconvenientes menores, conseguimos acceder al sanctosanctórum del laboratorio de experimentación.

Un ejército de técnicos y auxiliares trabajaban febrilmente, casi a los gritos, y casi en susurros.

—Los materiales del cerebro se siguen deteriorando a cada momento –me comentó Frank al oído, casi inaudiblemente—. Cada segundo es invalorable. Algunos materiales son fotosensibles. Incluso la luz los daña.

Todo el recinto se hallaba, en efecto, casi a oscuras, apenas iluminado por una tenue luz rojiza.

Caminé unos pasos.

Al otro lado de una mampara rectangular de una especie de vidrio opaco, sobre una pequeña plataforma de metal ubicada en el centro de la sala, un objeto oscuro era el centro de tanta frenética actividad. Estaba conectado a una maraña de cables e hilos metálicos que terminaban en un sistema de consolas, llena de pantallas, teclados y medidores.

Miré a Frank, quien hizo un gesto de afirmación.

Era la cabeza de Stanley.

Se me estrujó el corazón. No era más que una masa de hierro oscura e informe, totalmente ennegrecida e irreconocible.

Para mi sorpresa, Frank me tomó del brazo y , después de mirar furtivamente en ambas direcciones, me hizo pasar al interior del gabinete, para que pudira observar de cerca.

Me acerqué lentamente.

Apenas pude reconocer sus ojos y una parte del mentón. Tal vez sólo yo había podido hacerlo. Yo que conocía su rostro como estoy segura que nadie más. Como ni siquiera Frank, o el propio Stanley…

De pronto se acercó un técnico de impecable guadapolvo blanco, bostezó ligeramente, y con precisos y rápidos movimientos comenzó a quitar todos los cables, uno tras otro.

Frank me apartó suavemente.

—Eso es todo, Christine, lo siento.

¿Eso era todo? ¿Así, sin más?

Me quedé allí de pie, en la penumbra granate del lóbrego gabinete, sin poder pensar en nada coherente. La sala iba quedando rápidamente desierta.

Y de pronto, como impulsada por una fuerza que no provenía de mí, me arrodillé, y aferrándola con ambas manos, miré fijamente la ennegrecida masa de metal. Acerqué mi cara hasta casi rozarla con los labios.

—Stanley –susurré—. Stanley…

Frank rápidamente apoyó una mano en mi hombro.

—Christine, por Dios, creí que habías comprendido…

No lo escuchaba. No quería escucharlo. No podía escucharlo.

—Stanley…

Frank ya me había tomado de un brazo para sacarme de allí, cuando se detuvo en seco.

Lenta e imperceptiblemente, un ligero resplandor centelleó en los ojos de la informe masa de hierro. El brillo vaciló un instante, y comenzó a crecer en intensidad. Un par de minutos después, se habían vuelto de un reconocible color azul turquesa.

Frank me había soltado.

—Stanley… –repetí con desesperación, asiendo la masa de metal con ambas manos—. Stanley…

Algo comenzó a oírse.

Era una especie de sordo zumbido proveniente del interior de la informe masa de metal ennegrecido. Apenas audible, comenzó a crecer en intensidad.

Empezó a recorrer toda una gama de modulaciones y frecuencias, hasta estabilizarse en un patrón de dos sonidos irreconocibles. Comenzaron a repetirse, una y otra vez.

De pronto, sorpresivamente, adquirieron nitidez.

—…stine… chris…

Aferré la cabeza con fuerza y grité:

—¡Stanley….!

—…stine… chris…

—Stanley… Stanley… –repetí una y otra vez.

—…stine… chris… stine… chris…

Y luego volvió a hacerse el silencio.

El brillo azul turquesa en los ojos disminuyó, y rápidamente desapareció.

Frank, de pie a mi lado, estaba paralizado, temblando, absolutamente estupefacto.

Después de un par de minutos, alcanzó a comentar…

—Es posible que algún reflejo… tal vez una descarga tardía de energía… puede haber causado el fenómeno… bajo ciertas condiciones…

Me puse de pie. Nos miramos. Salimos del gabinete.

—Es posible, Frank –le dije, ya en el pasillo—. Seguramente ocurrió lo que tú dices. Pero déjame pensarlo a mi manera.

Lo miré.

—No importa lo que haga funcionar o no a los URC-5000. Yo sé que Stanley, de algún modo, en alguna forma, pudo reconocerme. Y pudo saber que había regresado a la Tierra. Y que había traído consigo la información que tanto estábamos necesitando.

Miré a Frank.

—Ésa es una buena explicación para mí. Por lo demás, tú tendrás una explicación mejor, mucho mejor…

Bajé sola por el ascensor y salí al exterior.

Un viento helado, húmedo y persistente, soplaba con fuerza desde la bahía. Me estremecí y tirité.

Sentada en un extremo de la irregular escalinata de piedra, miré el oscuro cielo del oeste, y los recuerdos se agolparon en mi mente. Un latigazo de luz relampagueó en el horizonte.

Y ambos (el cielo de San Francisco y yo) lloramos por Stanley.

VI

Finalmente, el material que pudo extraerse de la memoria de Stanley, demostró que la obstinación de la Northern Technology Corp. en cumplir a rajatablas los plazos fijados, y con un presupuesto sumamente recortado, fue la causa central de los manifiestos errores de armado en el sistema refrigerante del motor principal, que causó la explosión. También fue la causa de los errores de diseño del sistema de recolección de telemetría, que tanto dificultó la investigación.


No volví a pisar dependencia alguna de la Dexter Communications Inc. desde aquella vez. Poco tiempo después, Margot consiguió (y luego a mí) un trabajo no muy diferente del anterior en una importante compañía aseguradora. Otorgan pólizas de todo tipo, incluyendo posibles accidentes en el espacio… Ya llevamos un par de años de un trabajo rutinario y aburrido. Margot continúa comiéndose la mitad de mi almuerzo.


Los directivos de la Northern Technology Corp. realizaron los retoques necesarios y finalmente se salieron con la suya. El nuevo prototipo, bautizado “Arrow”, realizó su primer vuelo (con una tripulación de URC-5000) con resultados clamorosamente exitosos. Desde entonces, diez cargueros, con tripulación humana, viajan regularmente a Marte para traer dos o tres cascotes cada uno…

Ni falta hace decir que la Norhern Technology Corporation recuperó su liderazgo y continuó expandiéndose, incorporando firmas y empresas a su megaconsorcio. Ya es algo francamente aterrador…


La Universal Robots Company continúa fabricando URC-5000. Ya suman cientos, desperdigados por todas las subsidiarias de la Northern. Y siguen teniendo una difusa idea de cómo funciona exactamente el cerebro de un URC-5000.


“The Old Electric Guitar New Band Club” cerró sus puertas en san Francisco, aparentemente porque no resultaba rentable en esa parte de la ciudad. Se trasladó al otro lado de la bahía, donde la renta de un local del mismo tipo resulta más económica, No creo que pueda durar mucho tiempo tan lejos del centro.


A partir del accidente del Chancellor, los URC-5000 comenzaron a preocuparse seriamente por el tema de su estatus jurídico. En el último año, estas inquietudes salieron de la clandestinidad, y los URC-5000 han comenzado a celebrar reuniones abiertas, en las que se discute la cuestión de su entidad ante la ley. No pocos humanos se van plegando a este movimiento. Entre ellos, Frank. Y por supuesto, yo.


Como mi nuevo lugar de trabajo queda en los barrios exteriores de San Francisco, no he vuelto a acercarme a la zona de los embarcaderos. Excepto en una oportunidad.

Fue cuando me enteré que iban a desmantelar el Golden Gate Bridge. En un par de semanas, a lo sumo.

Tomé rápidamente el flash-subway, y me acerqué lentamente para contemplarlo por útima vez. Se lo veía pequeño y solitario, en medio de las compactas extructuras blancas y amarillas que cruzan la bahía en esa parte de la ciudad. Los intentos de algunos ciudadanos por declararlo “patrimonio histórico de la ciudad”, no tuvieron demasiado éxito. Stanley hubiera adherido, por supuesto. Aunque para la ley, claro, él no era un ciudadano.

De modo que ya han empezado a desmantelarlo. En un par de semanas, será sólo un recuerdo. Posiblemente lo reemplacen por una estereoimagen…


Margot, desde hace unos meses, se ha enamorado… ¡Y ha sido correspondida! Cuando me presentó a su flamante pareja casi me caigo de la risa. Con su metro noventa, sus ojos azules y su cabello rubio cortado al rape, se parece bastante a un URC-5000… No se lo he dicho a Margot porque no creo que le haga tanta gracia como a mí. Está la mar de feliz… y eso es lo que importa.


Y en cuanto a mí, también estoy en pareja. Desde hace un año vivo con Frank.

¡Oh, no, no Frank Henderson!

También Margot creyó que se trataba de él, y se desilusionó mucho cuando le aclaré que era otro Frank. Nunca sabré por qué estaba tan convencida de que Frank Henderson y yo hubiéramos hecho buena pareja. Sobre todo porque mi actual relación es muy satisfactoria. Vivimos en un pequeño semipiso en las afueras de San Francisco. Frank es un brillante contador y trabaja en el departamento de contaduría de una importante empresa financiera radicada en San Francisco. Es muy bueno y comprensivo (Frank, no la financiera). Le conté todo mi episodio con Stanley, y no le dio mayor importancia.

Pero yo sé que en realidad le importa, aunque intente disimularlo. Lo supe el otro día.

Cuando le dije que tomaría el flash-subway para acercarme al embarcadero, él sabía que iba para contemplar el ya sentenciado Golden Gate Bridge. Y sabía bien lo que el Golden Gate significa. Y no pudo evitar (porque no puede evitarlo) que sus ojos azules comenzaran a centellear con un brillo intensamente rojo.



Guillermo Gustavo Doi nació en Buenos Aires en 1954. Estudió física en la UBA, aunque trabaja como redactor y traductor free-lance. Ha publicado cuentos en la web, principalmente en Sitio de Ciencia Ficción (Elección, Nonstop, entre otros). Adicionalmente, ha publicado arte digital de ciencia-ficción en la web, en el sitio Deviantart. En Axxón hemos publicado su ensayo UN EXPERIMENTO DE UN MILLÓN DE AÑOS, sobre el film de Stanley Kubrik “2001, una odisea del espacio”.

Ha publicado en Axxón; en Ficciones: LOS INMORTALES

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