ARGENTINA |
Oh, Ramona, if there was only some kind of future.
—“The Heart’s Filthy Lesson” – David Bowie
DO
(261,62 Hz.)
Nathan Adler, detective de la División Crimen Artístico, entró en su oficina. Colgó el abrigo mojado en el perchero y encendió las lámparas. Sus ojos aún no se habían acostumbrado a la pálida luz —¡Benditos sean el Aluminio del cielo y el Mayor, que posee el poder de la aluminotermia!— cuando vio que Ramona lo estaba esperando.
—Hola.
Él no devolvió el saludo. Después de soportar sus intromisiones durante una semana —quería convencerse de que ya no le dolían esas apariciones repentinas—, descubrió que era más prudente escucharla que dialogar con ella. Así había detectado las primeras redundancias en su discurso. Parecía que la acabada síntesis del psilociber comenzaba a mostrar fisuras. No era una emulación perfecta.
—Qué hosco estás… Pero sabes que tu silencio me excita, Nathan.
Él se instaló tras su escritorio para revisar la correspondencia. Pero ella se acercó con prisa y se sentó encima de los sobres y los papeles desparramados sobre la madera deslustrada, dejando al detective con el abrecartas colgando de la mano. Se quitó los stilettos rojos sin usar las manos: un exquisito movimiento de piernas en el que los tendones ondularon bajo la piel.
(Adler casi pudo oír el saxo de Coltrane acompañando aquella delicada coreografía odissi).
El detective observó los contornos del pie que se acercaba a él, envuelto en lycra negra. Las medias tenían costura posterior y puntera reforzada. Iguales a las que usaba Ramona, pensó. El malparido que había diseñado el psilociber era un verdadero profesional.
Ella le tanteó la entrepierna. Él temió que lo masajeara con ímpetu; si lo hacía, su hermoso pie se desmenuzaría sobre la bragueta de sus pantalones.
Hacía dos noches que Ramona sobreactuaba el cliché de la femme fatale que pretende seducir al investigador, lo cual significó una sofisticación. Antes había optado por presentarse desnuda en la cama de Adler, o en la bañera, mientras él se duchaba. La primera vez que sucedió el detective se asustó y cerró los ojos hasta que ella desapareció. La segunda vez la tocó, y al ver que los hombros de Ramona se deformaban bajo la presión de sus manos, que su piel parecía disgregarse entre sus dedos como arcilla reseca, supo que había sido infectado por un psilociber. No había terminado de llorar su muerte y ya algún proyectista de drogas lo tenía entre cejas. Alguien que quería verlo sufrir de verdad: el hijo de puta había diseñado la alucinación con gran fidelidad.
Esa precisión sólo podía ser alcanzada por alguien que hubiera conocido muy bien a Ramona. Íntimamente. Ella había sido una de las sacerdotisas-apsará de la Iglesia del Arte Hipercíclico, y Adler creía que el proyectista era alguno de esos locos de mierda que comulgaban en la IAH, alguno que la había explorado con esmero durante las orgías rituales en las que Ramona debía dejarse violar por los feligreses. A Adler se le retorcía algo en el pecho cuando el fantasma de Ramona abría sus piernas para mostrarle el lunar que lo había hecho suspirar más de una vez. Era idéntico a como él lo recordaba: de color azulado, engarzado como un zafiro junto al labio derecho, dos centímetros por debajo del nivel del clítoris. Un nevus coeruleus. Una misteriosa luna orbitando en torno de ese mundo húmedo y salvaje que él pretendió conquistar cada una de las veces que se había acostado con ella. Ese lunar era como el Aluminio del Mayor, que pendía sobre la ciudad, protegiendo y guiando a sus habitantes.
Y el creador del psilociber que lo atormentaba conocía ese lunar tan bien como él.
—Mmm… Las caricias de mi pie hacen en ti lo mismo que tu silencio en mí, Nathan.
Adler tomó el diario y comenzó a leer, ignorando la erección que se agitaba bajo el talón de Ramona, el cual se iba desintegrando conforme aumentaba la presión.
—¡Antes le rogabas a tu chica nevus por un masaje de éstos! ¿Qué tienes?
Pero la indiferencia del detective le indicó que no obtendría nada. Enojada, flexionó la rodilla para pisotearle los genitales. Él adivinó su intención y empujó hacia atrás el sillón con ruedas. Entonces ella se desvaneció.
Se preguntó por qué había evitado la patada, si el impacto apenas le habría causado cosquillas. Por instinto, se dijo. Pero sabía que lo había hecho por Ramona, para que ella nunca advirtiera que era poco más que un espectro.
Adler analizó una vez más las conjeturas que lo fatigaban cada vez que el psilo le daba una tregua: Ramona Stone no podía haber sido Boğa Canavar, el criminal que había asesinado a la quinceañera Azul Grazia a cornadas. Además estaba seguro de que su chica nevus tampoco se había suicidado, a diferencia de lo que se afirmaba en alguna foja del interminable sumario. Él creía que ella había sido una víctima más del Minotauro, y que éste no sólo seguía libre, sino que también había contratado al proyectista que lo estaba torturando.
RE
(293,66 Hz.)
Un pordiosero corre bajo la lluvia. Llega a la esquina y se cuela a empujones en la fila de la parada del bus. Los que aguardan bajo el techo curvo de plexiglás se quejan de su prepotencia y su olor nauseabundo. Algunos prefieren mojarse antes que aguantar el tufo que emana de él y se apartan del angosto refugio. Otros tratan de expulsarlo, gritándole y amenazándolo con los puños en alto. Pero súbitamente todos se apaciguan. Dos o tres caen como muertos en la vereda sucia. Los demás dejan de vociferar y procuran recordar qué hacían allí, buscando algún indicio con la mirada extraviada. Entonces un bus frena en la parada. Sobre el parabrisas, en lugar del destino de su recorrido, resplandece la leyenda “LA 440” perfilada con leds rojos, y debajo de ésta, el símbolo del infinito fulgurando en azul. Se abren las puertas en medio de un estridente siseo afinado en cuatrocientos cuarenta hertzios. El pordiosero se aferra al pasamano. El chofer gira la cabeza y lo escruta a través de unos anteojos negros.
—Arriba.
El pordiosero sube y descubre al único pasajero: un astronauta, despatarrado en los asientos de la parte trasera. El chofer cierra la puerta: otra vez el sistema neumático silbando en LA. El vehículo se pone en movimiento. Los edificios y las nubes desfilan sobre el casco del navegante espacial. Por momentos parece que la luz mortecina que envuelve la ciudad naciera de su visor polarizado, o del abultado traje, en el que las insignias de un país inconcebible —una tierra en la que los niños imaginan cosmogonías al jugar— cuelgan de sus costuras.
—¿No es peligroso sacar al viejo de esta forma?
—Él lo quiso. Mi deber es cumplir sus deseos —contesta el chofer.
—Nuestro deber.
—No. Mío. El tuyo es cumplir mis deseos.
—Okey —el pordiosero levanta las manos, atajándose—. Habíamos acordado una tregua, ¿no?
—Ya —El chofer embraga, empuja la palanca de cambios y pisa con fuerza el acelerador—. Es hora de que Canavar se entregue. La cosa parecía haber terminado con la muerte de Stone, pero ahora ese artista está jodiendo a Adler.
—Canavar le pagó para que infectara al detective con un psilociber.
—Un psilo de Stone. Canavar lo está provocando. El detective no se quedará de brazos cruzados.
—Ya sabes que no puedo controlar a Canavar. Es inmune a mis avarítmicos. Incluso a los Zensores. Una puta anomalía —se excusa el pordiosero.
—Cuando él oficie la orgía, deja caer algunas revelaciones enigmáticas entre sus feligreses, para despistarlo. Tal vez con eso deje en paz al detective.
—Dame una razón para seguir entrometiéndome en la IAH.
—¿Desde cuándo sientes remordimiento por interferir en su liturgia? Ahí tienes una razón —Señala con ambos pulgares hacia atrás, e inmediatamente un barquinazo sacude el bus. El pordiosero pierde el equilibrio y cae sobre uno de los asientos delanteros. El chofer toma el volante de nuevo y agrega—: Hay que impedir que el viejo salga de estasis.
Las imágenes que fluyen sobre el casco del astronauta se van desdibujando en un borrón continuo. A través de la luneta del bus se puede ver que un fulgor rojizo cae sobre el tránsito rezagado. En la parte frontal, destellos azulados se rompen en mil pedazos al ser refractados por las gotas de lluvia. Los limpiaparabrisas empujan inútilmente ese caleidoscopio que no cesa de multiplicarse sobre el cristal y que es plagiado por los anteojos del chofer.
—¿Apurando esta lata muerta a velocidades cuasilumínicas mantienes estabilizado al viejo? —pregunta el pordiosero desde el piso.
—Estamos pasando cerca de un objeto supermasivo. Hay que aprovechar la asistencia gravitatoria. A él siempre le gustó la velocidad.
—Aún no entiendo cómo aseguras saber lo que quiere.
El chofer lo mira a través del espejo retrovisor. Si no usara lentes para sol, el pordiosero —que finalmente logró sentarse en el primer asiento de la fila situada detrás del volante— podría ver cómo su expresión se endurece.
—Se comunica conmigo por medio de los protofasones que emite su mente, pero es imposible saber cuándo se extinguirá la actividad encefálica. Hay que hacer lo que pide con diligencia. Mejor sería si pudiéramos anticipar lo que quiere, para impedir que despierte y hable innecesariamente.
—¿Pudiéramos? Dijiste que él es tu responsabilidad.
—Así es. Yo me ocupo de su supervivencia y de la nave, pero tu labor es gobernar la ciudad, para que nada lo sobresalte. Una disonancia sola no destruirá la estasis, pero los actos de Canavar generan múltiples armónicos, todos muy cercanos a la Fundamental Acústica.
—Puta Fundamental de la que nos hemos vuelto esclavos.
—Que nos mantiene con vida.
—Gobernar es cada vez más difícil. Los ciudadanos se resisten a ser manipulados, aunque no sepan contra qué luchan.
—Ellos también subsisten gracias a la esclavitud, pero no deben saberlo. La tendencia de los seres sentientes a la rebelión es una variable que conocemos desde el principio. Tú te resistes a mí. Incluso el viejo se rebela: creó todo esto para protestar ante la muerte.
—¿Y tú? ¿A qué te resistes?
Ahora el parabrisas del bus parece una lente ojo de pez de bordes azulados.
—A los futuros, en tanto me sean impuestos.
—¿Ya viste que Canavar trastornará al viejo?
—No. Trastornará a Adler. Lo que nos pone en riesgo a todos es la furia del detective.
—¿Podremos evitar el colapso?
—No lo sé. Sólo preveo líneas probabilísticas.
—Okey, estamos juntos en esto. Deslizaré algunos signos equívocos entre los hipercíclicos y veremos qué pasa.
Satisfecho, el chofer pisa el freno. La desaceleración del bus es inmediata. El caleidoscopio azulgrana se disipa y el gris turbio del cielo vuelve a cubrirlo todo. El siseo en LA crece hasta que las puertas plegadizas se abren por completo.
—Confunde a los habitantes de esta ciudad antes de que sea tarde, VerbasAIser.
El pordiosero desciende del bus y se guarece del chaparrón bajo un toldo de franjas blancas y verdes. Entonces se ve a sí mismo, un mendigo que corre hacia la parada y se abre paso a empujones entre los que se resguardan bajo el plexiglás. Se estremece cuando algunos se apartan de su doble, haciendo mohines de asco, y cuando ve cómo otros le gritan amenazas, hasta que uno de ellos se atreve a golpearlo en el rostro. Ésa es la chispa que enciende al resto: una lluvia de puños cae sobre su gemelo. Una vez que lo derriban, lo patean hasta dejarlo inconsciente.
Aunque no quiere admitir que la escena lo asustó, huye.
¿Querías mostrarme uno de esos futuros probables?, piensa, y rebusca algo en sus ropas con manos temblorosas. Uno en el que me habrían hecho mierda. La tendencia de los seres a la rebelión, ¿no, EnobrIAn?
Maldice por lo bajo cuando descubre que no tiene su paquete de cigarrillos. Lo perdí cuando trastabillé en el bus. Frenético —los cigarros de cálculo son su nhumograma preferido—, cambia de rumbo y se dirige a la quema de basura, en los baldíos ubicados detrás de la última estación del ferrocarril. Para regresar a sus dominios tendrá que efectuar los cómputos recurriendo a las volutas de otro humo. A cada paso está más convencido de que EnobrIAn también planificó el bandazo que lo hizo caer. Hijo de puta.
MI
(329,62 Hz.)
Reclinado sobre el mostrador, Algeria Plačdotyk miraba la puerta de su tienda, deseando que algún cliente entrara. El anciano estaba harto de escuchar el tamborileo de la lluvia sobre el toldo de lona bicolor. Como si no bastara que los objetos que él ofrecía tuvieran un mercado reducido, llovía sin parar. Una y otra vez revisaba su cuaderno de hojas amarillentas, con la esperanza de descubrir alguna omisión. En los últimos días sólo había vendido una copia del orinal florido de Dugan-Bauer, el brazo izquierdo y los senos de un maniquí para rituales, unos litros de formol, un cubo Lemarchand-Rubik y un kilo de arcilla. Los ingresos habían bajado notablemente y la gente solía bromear con que la inflación alcanzaría al Mayor y su Aluminio. En sus setenta y ocho años nunca había visto una crisis tan grave. Ahora eran pocos los que podían gastar en antigüedades, talismanes, extraños objetos esotéricos y otras bagatelas.
—El negocio se va a la mierda —dijo, suspirando.
—En tanto yo tenga trabajo, seguiré alquilándote la habitación, Algie.
Plačdotyk se volvió y vio a Wally Domburg bajando por la escalera caracol.
—¿Y alguna vez me dirás en qué consiste ese misterioso trabajo tuyo?
—¿Para qué quieres saberlo? ¿No te basta con que pague puntualmente cada mes?
—No me quejo. Pero soy curioso.
—Ya te dije: soy un freelancer dedicado a cierto tipo de arte.
—¿Sabías que el término freelancer fue acuñado por Walter Scott en “Ivanhoe”?
—¿“Ivanhoe”?
—Aprende, querido: “Ivanhoe” es una de las más célebres novelas históricas sobre caballeros medievales. ‘Freelancer’ es un eufemismo de ‘mercenario’.
—¿Me consideras un mercenario?
Plačdotyk se acercó a la escalera.
—Mi mercenario, sí —Se tomó de la balaustrada de metal y, sometiendo sus delgados huesos a un esfuerzo excesivo, se puso en puntas de pie para alcanzar a Domburg, que seguía parado sobre el penúltimo escalón. Susurró:
—Ojalá que la paga de la renta siga incluyendo las visitas nocturnas a mi lecho.
Plačdotyk se estiró para llegar a la boca de su inquilino, quien a su vez se inclinó y le correspondió con suavidad. Fue un beso carente de lujuria, pero no por ello desapasionado. Cuando se separaron, Domburg sentenció:
—Hasta que nos descubran los Zensores. Nos llevarían por putos. Pero a mí se me imputaría el cargo extra de gerontofilia.
—Imbécil… En mi caso no aplicaría la carátula de pedofilia porque tú eres un cuarentón maltrecho—. Y apretando los dientes, Plačdotyk agregó—: Me cago en los Zensores. Ojalá se los pudiera sodomizar y desmembrar luego. Hace décadas que esquivo a esos pisachas. Si no pudieron atraparme cuando me acusaron de la muerte de Grazia…
Un ruido lo interrumpió. Dio la vuelta, con ansias de ver a un cliente abriendo la puerta. Pero el optimismo, que había empezado a estirar las arrugas de su rostro, se esfumó cuando notó que un pordiosero se había apoyado de espaldas en la vidriera.
Los Zensores, pensó; y el corazón se le aceleró. Domburg, aún en la escalera, lo abrazó.
—Tranquilo. No es nada.
El indigente movió la cabeza hacia uno y otro lado, y luego contempló el tumulto que estaba teniendo lugar en la parada del bus. Finalmente se marchó a paso vivo.
Plačdotyk se soltó de las manos de su amante y pasó al otro lado del mostrador. Vio a través de la puerta cómo una decena de personas aporreaba a alguien bajo la lluvia, el cual se revolvía bajo una andanada de puntapiés. Cuando dejó de moverse, los atacantes se dispersaron. A pesar de las manchas de sangre, Plačdotyk notó que la víctima usaba la misma ropa que aquél que había huido hacía unos segundos.
—Algie, ¿desde cuándo los Zensores golpean en lugar de hablar?
—Es al revés: acabamos de ver cómo noquearon a un Zensor y asustaron a otro.
—Eso es imposible.
—Tal vez ya no lo sea. Escucha mi teoría: en la parada, alguno descubre que el mendigo fue poseído y mediante una taumaturgia nueva retiene al Zensor en su cuerpo. Alerta a los demás, y las personas vuelcan en él la furia que sienten hacia esos interventores catequistas del gobierno. Pero antes de que lo ultimen, el pisacha proyecta el linga-sharira del indigente y huye en él. Por eso vimos dos mendigos iguales. En realidad, el que escapó era el cuerpo astral del primero.
—Bueno, no sería absurdo suponer que alguien haya inventado una forma de paralizar a los Zensores. ¿Sería algo similar al método que se emplea para otorgar sustancia a los psilocibers? Si existiera algo así podrías realizar tu deseo.
Plačdotyk miró a su inquilino.
—¿Eh?
—Sodomizar y desmembrar a algún pisacha. Si es que no se fuga en el cuerpo astral del huésped, claro.
—Cosas que uno dice cuando está irritado.
—A propósito, Algie: necesito más psilocibina.
—El arte secreto al que te dedicas, ¿eh?
Domburg asintió con un ligero movimiento de cabeza.
—Es evidente que haces drogas de diseño, Wally. Y aquí tienes a mano todo lo que necesitas, ¿no? Sin gastos, la ganancia es del cien por cien. Negocio redondo.
—Qué…
—No me tomes por estúpido.
—¡Algie!
—Shhh. Te quiero. Y tú me das algo parecido al afecto. Lo disfruto, sí. Pero si consigues llegar a mi edad, verás que de viejo uno no se enamora como cuando era joven. De viejo te reservas una cuota de perfidia, para la autodefensa. A esta altura se llevan demasiados callos por dentro como para intentar siquiera algo parecido a una entrega incondicional. Por eso, no jodas conmigo. Por el bien de los dos.
Domburg tardó unos segundos en encontrar las palabras.
—Algie, yo también te quiero. Por eso es mejor que no sepas cómo me gano la vida. Y te aseguro que no estoy aprovechándome de ti.
—Voy a creerte. No volveré a preguntar.
—Gracias —Domburg probó una sonrisa tímida—. Sólo una cosa más: es muy probable que alguien venga a comprar un catalizador de ectoplasma.
Plačdotyk esperó en silencio.
—Eso.
—Y una mierda. No terminaste.
—No. Bueno… —carraspeó—. Sé que el negocio está atravesando una mala racha, pero necesito que no se lo vendas.
El dueño de la tienda se tomó la cabeza y suspiró.
—Como digas, mi mercenario —y le guiñó un ojo.
Aliviado, Domburg intentó una broma:
—Yo no sabré nada acerca de esa novela de caballeros… pero ¿conoces tú cuál es el disco en cuya portada aparece un animal que lleva tu nombre?
—No —mintió el viejo.
—“Animals”.
Plačdotyk no dijo nada. Ahora el golpeteo de la lluvia sobre el toldo se le antojó un metrónomo, cuyos clics extraviados disimulaban el rasgueo de una guitarra acústica medio desafinada. Me comparaste con un cerdo, pensó, y volvió a acomodarse detrás del mostrador. Se preguntó quién podría querer un catalizador de ectoplasma, y si valía la pena perder una venta tan importante por Wally.
FA
(349,22 Hz.)
La llovizna barrosa untaba las calles. Caminar por la ciudad no sólo implicaba sortear mierda de perro y bolsas de basura. Las obras públicas se habían multiplicado: dos o tres boquetes por cuadra, cercados con vallas de madera. En los agujeros se afanaban ciudadanos poseídos por pisachas, aun durante la noche, aunque las excavaciones sólo removieran arcilla y nunca revelaran tuberías o cimientos.
Oculto en las sombras, Adler esperó a que se abrieran las altas puertas de la IAH y se despidieran los devotos que salían del recinto. Al observarlos, detectó los efectos de la ceremonia en sus rostros extasiados. Resopló.
Por la mañana habrá todo tipo de performances carniceras para cotejar y tendremos que distinguir entre fluxuicidios, ensamblajes de body cut-up, amputacinéticos, dadasinatos y simples y burdos homicidios…
En los faroles bailaban llamas de aluminotermia, alargando las sombras de los feligreses sobre el asfalto húmedo. Antes de que el rebaño se diseminara por las calles, Adler identificó a Leon Blank. Lo siguió sigilosamente durante cuatro o cinco cuadras, hasta que el hipercíclico se metió en un pasaje oscuro. El detective llegó al cruce a tiempo para ver cómo se agazapaba en una ochava, e hizo lo mismo detrás de un contenedor de basura, mientras en algún lugar sonaba una y otra vez un solo de Chuck Berry. Media hora después, el único farol del callejón fue revelando a un hombre muy delgado que avanzaba con paso resuelto. Su torso desnudo y sus brazos estaban segmentados por líneas tatuadas que indicaban cómo quería que se efectuaran los cortes: se trataba de un adepto del body cut up que prefería entregarse a un hipercíclico antes que hacerse rebanar por una sierra automática programada por él mismo.
Un fluxuicida cobarde, pensó el detective. ¡Bendito sea el Mayor! Si dependiera de mí, encerraría a todos estos chiflados.
Cuando el hombre tatuado llegó a la ochava, Blank le salió al encuentro, alzando una enorme cuchilla dentada. El hipercíclico y el fluxuicida se miraron y cruzaron algunas palabras, que Adler no llegó a entender porque una seductora voz susurró en sus oídos:
—Aunque quisiera, no podría respetar las líneas con esa cuchilla de medio metro, Nathan. A Leon le agrada la desmesura. Es un bruto. En las orgías nos maltrataba a todas.
Se volteó y vio a Ramona, que vestía como una sacerdotisa-apsará. Lucía una diadema, aretes y collares, y un sari traslúcido se ajustaba a su silueta. A Adler no le preocupó su aparición, ya que sólo él podía percibirla. Y su comentario, en lugar de irritarlo, le dio una pista. Rompiendo la promesa que se había hecho a sí mismo, le habló:
—Entonces Leon no es un amante tierno —dijo en voz baja.
—¿Tierno? ¡Es un eyaculador precoz, grosero y egoísta! Todo lo contrario a ti. ¿Qué harás con él?
Pero Adler había devuelto su atención al hipercíclico, quien ya moldeaba su obra a pura cuchillada.
—Lo menos que se merece es que lo encarceles —pidió Ramona.
El detective abandonó su escondite antes de que Blank terminara el descuartizamiento.
—¡Castiga a ese degenerado!
Adler sacó su pistola de la sobaquera y avanzó.
—¡Sí, Nathan! Un balazo en la cabeza de ese hijo de puta estaría bien.
—¡Alto! ¡Policía! —gritó el detective al mismo tiempo que mostraba su identificación.
—¿Eh? ¿Qué mierda…? ¿Adler? —Blank, bañado en sangre, soltó la cuchilla, que quedó clavada en el hombro izquierdo del fluxuicida: estaba cortando los ligamentos de la cintura escapular—. ¡No estoy cometiendo ningún crimen! ¡Este hombre acordó conmi…!
—Silencio, Blank. No voy a arrestarte. Necesito respuestas.
—¡Nathan! ¡Si lo dejas con vida creeré que ya no me amas!
El detective se volvió hacia la voz que chillaba a sus espaldas:
—¡Basta!
El grito de Adler ahuyentó a Ramona e hizo sonreír a Blank.
—Enojado, ¿eh? Parece que un psilo te está perturbando.
El detective apoyó el cañón de la pistola en la frente del hipercíclico.
—Sé que tú no me infectaste. Pero me vas a decir a quién le pagó Canavar para que lo hiciera.
—¿Cómo sabes que no fui yo?
—Nunca hubieras podido diseñarla con tanto detalle.
—Bueno, es cierto que apenas le prestaba atención cuando se la daba por el culo…
Adler le desinfló el estómago de un rodillazo.
—¿Quién fue, hijo de puta?
Doblado en un charco de sangre, Blank jadeó uno o dos minutos.
—A la mierda contigo, Adler. Como bien dijiste, soy inocente, al igual que lo fui cuando asesinaron a Grazia. Déjame en paz. El brahmán de la IAH nos protege.
—Tendré que conversar con él.
—No podrá atenderte. Está muy ocupado tratando de discernir unos augurios confusos que hemos recibido durante el último culto.
—Conseguiré su atención de alguna forma.
El hipercíclico logró ponerse de pie.
—Adler, todos están convencidos de que Stone fue el Minotauro, el verdugo de esa chica. No podrás cambiar eso.
Aferró el mango de la cuchilla, que seguía hundida en la carne del fluxuicida. El silencio del detective lo animó a proseguir con la faena. Agregó:
—Das lástima, Adler. No debería hacer esto, pero… Consigue un catalizador de ectoplasma y dale corporeidad al psilo. Pregunta en lo de Plačdotyk. ¿Te acuerdas? El viejo puto que también estuvo en la rueda de sospechosos —explicó, al mismo tiempo que arrancaba el brazo del fluxuicida—. Tal vez te cambie la cara cuando tu novia y tú puedan volver a fornicar.
SOL
(391,99 Hz.)
Un ascua ardiente aparece en el templo vacío de la Iglesia del Arte Hipercíclico, un cigarrillo que flota en la oscuridad. Las espirales de humo esparcen una cascada de bits que se aglomeran hasta que la figura de un vagabundo se materializa, partícula por partícula. Complacido de poder trasladarse a la ciudad empleando sus nhumogramas habituales, VerbasAIser ensayó una trayectoria que lo situara en una línea probabilística paralela a la que seleccionó EnobrIAn. Sabrá que ha tenido éxito si comprueba la veracidad de la hipótesis que elaboró durante su largo camino hasta la quema de basura.
Rodea el altar y se dirige a una de las dependencias posteriores del santuario. Se asoma a una puerta entreabierta y descubre a un hombre que está parado frente a un espejo: el brahmán de la IAH. Aunque lo cubre la blanca túnica sacerdotal, la contraluz de las lámparas que flanquean el espejo revela su cuerpo enjuto y medio encorvado. El brahmán se quita la mitra adornada con bordados de oro y se agacha para ubicarla sobre una cómoda, junto a una cabeza de toro embalsamada y un casco de astronauta. Acomoda sus cabellos grises con ambas manos y exclama:
—¡Finalmente eludiste a EnobrIAn! No es poca cosa burlar a quien te creó —dice. Toma la máscara taurina y mete su cabeza en ella. Luego aplaude, sin dejar de mirarse al espejo—. Hasta recuperaste tus cigarrillos. ¡Bravo!
—Yo tenía razón.
—Lógicamente. ¿Desde cuándo una inteligencia artificial no la tiene? EnobrIAn tampoco se equivoca. Fueron hechas para no fallar. Ésa es su única tara.
—¿Quién hizo a EnobrIAn? ¿Tú, viejo?
—No. La diseñaron los que construyeron esta “lata muerta”, como te gusta llamar a nuestro vehículo. La explosión la estimuló, y gracias a las mejoras que hizo en el sistema de soporte vital, sobreviví. Creció por sus propios medios, y en algún momento, te necesitó.
—EnobrIAn no sabe que tú eres Canavar. Pero lo descubrirá cuando se dé cuenta de que me perdió de vista.
—Exacto.
—¿Por qué introdujiste una paradoja, viejo?
—Entiendo que haberle pedido a EnobrIAn que te exija detener a quien es capaz de arruinar la Fundamental Acústica, cuando soy yo quien encarna ese peligro, puede parecerles una paradoja, aunque yo no lo vea del mismo modo. Tengo mis motivos para hacer esto.
—La tendencia de los seres vivos a la rebelión.
—Se puede expresar de esa forma. Todos los edificios, las calles, los parques, las veredas y cada una de sus baldosas cachadas; desde el centro hasta los basurales de los suburbios apenas bosquejados; la luz macilenta que emana de la efigie de esta nave, la cual permanece suspendida sobre la ciudad y sus habitantes como un sol; cada una de las gotas de la lluvia incesante; cada una de las minucias que llenan los intersticios de las vidas ficticias que esperas controlar a través de tus avatares algorítmicos, exorcizados como si fueran demonios-pisachas; los desamores, el regocijo, las engaños, los orgasmos, la religión, las caricias, los crímenes, la magia y el arte… Cada uno de los pasos que dan los seres que trajinan en esta urbe. Todas las cosas que fui articulando sobre un andamio de frecuencias equilibradas; una ilusión de tiempo discurriendo sobre la fluencia de los armónicos de la música que me acompaña desde el despegue…
»Ningún hombre ha viajado más lejos que yo. Ahora todas esas cosas no me sirven. Al principio, sí: crearlas y empujarlas a la existencia fue la forma de mantenerme a flote, después de emerger del dolor. Una vez pensé que esta ciudad que he levantado es como el invernadero de Lal Bagh. Retengo algunas imágenes vagas de mi Bangalore natal: los laboratorios asépticos del ISRO, las largas partidas de críquet… Son despojos en mi memoria. Pero hay algo que recuerdo con claridad: la ansiedad que me abrumó durante la víspera del despegue de la Chandrayaan. Ahora vuelvo a sentir ese mismo anhelo de saltar al vacío. Así como aquella vez nunca hubiera podido imaginar que una explosión me arrojaría a la semivida, ahora tampoco puedo vislumbrar lo que sucederá mañana. ¡Hacía tanto tiempo que no sentía el placer de la incertidumbre!
—Estás despilfarrando protofasones, viejo.
—Me sublevé ante la muerte. Ahora lo hago frente a la semivida.
—Te quieres librar de nosotros.
—Ya verificaste tus suposiciones. Enciende uno de tus cigarrillos y regresa. Los Zensores y todos tus avarítmicos tendrán mucho trabajo. Una cosa más: aunque inservibles, los presagios que dejaste caer en el servicio de hoy fueron originales.
LA
(440,00 Hz.)
Bajo un aguacero torrencial, Boğa Canavar marchó por las calles plagadas de baches, dispuesto a extinguir sus últimos protofasones. La túnica empapada se le había pegado al cuerpo, y sobre él, la desproporcionada cabeza de toro oscilaba con ferocidad. Su figura había adquirido una levedad fantasmagórica. Miró con agrado las muchedumbres que se habían concentrado en las esquinas. Envía a todos tus avarítmicos, Mendigo. Toda tu mierda controladora. Los habitantes de la ciudad se congregaron a pesar de que a esas horas de la noche los artistas hipercíclicos rondaban con cuchillos, hachas y sierras. Los había convocado un rumor esperanzador: era probable que hubiera una forma de inmovilizar a los pisachas dentro de sus huéspedes. Algunos miraban fijamente a los obreros poseídos que, vanamente, seguían cavando zanjas en el barro. Otros escuchaban a los Zensores que ya habían usurpado las bocas de algunos manifestantes:
—Ciudadano: no lastimes a nadie con lo que te causa dolor a ti mismo.
—Ciudadano: estamos en este mundo para convivir en armonía.
—Ciudadano: en cualquier batalla pierden vencedores y vencidos.
Las miradas recelosas se cruzaban, aguardando una señal. Pero nadie prestó atención al Minotauro, nadie percibió los estridentes glissandos de piano que se colaban entre los truenos, armónicos ilícitos que desbarataban la Fundamental Acústica y zarandeaban la ciudad.
Nadie sospechaba que el Mayor había bajado del cielo.
Canavar llegó a la tienda. La cerradura había sido forzada. Empujó la puerta entreabierta y en el claroscuro de los relámpagos y la aluminotermia moribunda distinguió a Adler, quien sostenía su pistola a centímetros de la cabeza de Plačdotyk. El anciano estaba en cuclillas, arrinconado contra uno de los exhibidores.
—Adler.
El detective de la División Crimen Artístico vio la silueta taurina y se estremeció. Las preguntas se amontonaron en su boca, pero sólo para dejarlo mudo. Apuntó a la testa cornuda. La pistola temblaba en su mano.
Canavar levantó los brazos.
—Viniste por la sugerencia de Leon, ¿no? Deja en paz a Algie: le hicieron prometer que no te daría el catalizador.
—Por qué mataste a Ramona. Por qué la trajiste de vuelta.
—Pero ahora arreglaré eso y podrás usarlo.
—¡Contesta, hijo de puta!
—Olvidas a Azul Grazia. Y lo que padecieron Algie y Leon al ser incriminados. Sólo te enfocas en tu dolor. Este es el tipo de egocentrismo que corrompe las sociedades, la verdadera entropía. Y EnobrIAn y VerbasAIser, en su omnisciente estupidez, no lo ven —Canavar se acercó con cautela—. ¿Por qué lo hice? Porque tu amargura nos liberará. Baja el arma. Hazle caso a Leon. Es lo mejor. ¿Qué deseas más que estar con Ramona? Acariciarla sin que se deshaga, apretar su carne firme. ¿No te gustaría sentir su aroma otra vez? ¿Volver a juguetear con ese lunar suyo?
El detective se arrodilló y dejó la pistola en el suelo. Se llevó las manos a la cara para sollozar. Canavar hizo un gesto a Plačdotyk:
—Trae el catalizador. Ahora mismo me haré cargo de Domburg.
El dueño de la tienda gimió.
—¿Lo lastimarás?
—Algie, Algie… No haré nada que no hayas pensado hacer tú. La única diferencia es que yo usaré estos cuernos. Además, no terminé de pagarle el estupendo trabajo que hizo —Y al pasar por detrás del mostrador, agregó—: Él no te merece. Sabes que te usó. ¡Y ahora ni siquiera ha bajado para defenderte! Prepara el dispositivo mientras me ocupo de él. Al terminar con el sufrimiento del detective, terminaremos con el sufrimiento de todos.
Plačdotyk contempló a Canavar subiendo la escalera caracol y un escalofrío lo sacudió. Forzando sus miembros entumecidos, se incorporó y fue hacia el depósito. Volvió con una caja de madera llena de diales y se arrodilló junto a Adler. El detective balbuceaba.
—No vengas ahora, Ramona. No vengas…
—Supongo que debería disculparme por lo que hizo Wally… Se ve que el psilo lo ha hecho sufrir.
Indiferente, Adler siguió murmurando.
—Usted ama a esa mujer, ¿no? No desaproveche esto —y señaló el artefacto que llevaba debajo del brazo—. Lo que pasa ahí afuera… Todo se fractura. Es como si el mundo no pudiera seguir en pie un día más. Con esto tal vez pueda ser feliz por un momento.
Tres o cuatro gritos desgarradores silenciaron los ruegos de Adler y afligieron a Plačdotyk. Poco después, Canavar salió de la habitación de Domburg y se detuvo a mitad de la escalera. La sangre fresca goteaba de sus cuernos, manchando la túnica de brahmán.
—Deberías agradecerme, Adler: acabo de componer un magistral dadasinato con el hipercíclico que conoció a Ramona tan bien como tú —al escuchar esto, y a su pesar, Plačdotyk sintió que los ojos se le humedecieron—. Y ahora le devolveré la carne a tu chica nevus.
Extendió un brazo hacia la puerta de la habitación. Ramona cruzó el umbral y tomó la mano que Canavar le ofrecía. Bajaron juntos. Ella aún vestía como una apsará del templo. El llanto le había corrido el maquillaje. Era frágil y hermosa.
—Ramona, querida, lamento por lo que tuviste que pasar —se disculpó Canavar—. Si sólo hubiera un futuro… ¡Siempre fuiste la más dulce de las ninfas de Indra! —Se volvió a Plačdotyk—. Algie, te toca el privilegio de encenderlo.
Sobrecogido, el dueño de la tienda giró los diales de la caja.
En las calles, muchos percibieron una variación; tal vez el aumento del ozono en el aire tormentoso —lo que irritó sus ojos y narices—, tal vez una voz secreta que resonó en sus cabezas. Fueron los primeros en lanzarse sobre los que habían sido invadidos por pisachas. Los avarítmicos siguieron predicando con sus voces apáticas, aun cuando descubrieron que no podían escapar de los cuerpos donde se habían alojado. Los ciudadanos los lincharon, y luego, enfebrecidos, se volvieron unos contra otros.
El Mayor sintió que los últimos protofasones se llevaban consigo toda la semivida que le quedaba. Nataraja, he aquí la música para tu danza. Al quitarse la cabeza de toro se tambaleó.
—Vamos, Algie.
Los dos ancianos salieron afuera para ver cómo los últimos faroles se apagaban. Los terrones arcillosos de las zanjas se desgranaron hasta hacerse intangibles y el agua que había inundado las obras fue drenada en el vacío.
Las disonancias despedazaban la ciudad al mismo tiempo que Nathan Adler y Ramona Stone se abrazaban y besaban sobre el suelo de la tienda.
SI
(493,88 Hz.)
A toda velocidad, el pecio continúa adentrándose en las simas entrópicas de la materia oscura. En el casco congelado apenas se leen algunas inscripciones: Chandrayaan-10, y debajo Indian Space Research Organisation. En el interior, sujetándose al hardware que aún sigue operativo, dos inteligencias artificiales se canibalizan mutuamente. El piloto, Mayor Suraj Panjabi, acaba de morir, después de una dilatada agonía. Todo el honor póstumo que recibe es la perpetua reproducción de una playlist con sus canciones favoritas.
Néstor Darío Figueiras nació en 1973 y es músico, aunque sueña con conectar el universo de la ciencia ficción con el de las melodías y sonidos, hasta el punto que ha afirmado que algunas de las creaciones del Hacedor de estrellas de Stapledon son universos musicales. Ya veremos qué razones lo asisten para afirmar tal cosa. Pero estamos seguros de sus progresos como narrador, prueba palpable de que el taller de Creación de Universos de Carletti y Alonso, al que Néstor asistió, era cosa seria.
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: «RUMORES», «TRAICIÓN», «HASTÍO», «ABUSO DE LOS FX EN EL CINE EXTRANJERO», «DREAMTHEATRE», «REALITY», «MISIÓN DIPLOMÁTICA»