«Navegando las cuerdas del acordeón», José A. GarcÃa
Agregado en 15 mayo 2019 por richieadler in 289, FiccionesÂ
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 ARGENTINA |
A Mario Levrero
I
El dÃa comenzó despertándome apurado. Era tarde, muy tarde, por lo que al ver las acusadoras agujas del despertador me puse a hacer malabares para vestirme adecuadamente según el dÃa (un desafÃo para un grupo muy selecto de personas, teniendo en cuenta el estado climatológico del universo). Al tiempo que calentaba el agua para un café bien cargado, acomodaba el portafolio decidiendo qué papeles llevar e intentaba atarme los zapatos, preguntándome por qué no habÃa comprado mocasines. Se hizo aún más tarde y, con el café a medio tomar y bastante desalineado, dejé la casa corriendo hacia la estación de trenes.
En lugar de tomar el camino de siempre, opté por otra calle que, suponÃa, servirÃa de atajo. En otras oportunidades, al intentar atravesarla, algo difÃcil de expresar en palabras me lo impedÃa, una sensación mezcla de extrañeza y desconcierto. Pero la situación de apuro, esta vez, anuló mis reparos.
Cuán equivocado habré estado con las ideas sobre el atajo que me tomó otra media hora encontrar las vÃas.
En la estación debà buscar nuevas monedas porque la máquina expendedora de pasajes no reconocÃa ninguna de las que le daba. La insistencia, o la terquedad de mis gestos, terminaron por convencerla de que escupiera el trozo de cartón que me permitirÃa viajar. Comenzaba a irritarme pero, al tener el talón en mis manos, recuperé mi pasividad habitual.
El pasaje tenÃa un diseño nuevo, diferente, mucho más colorido y festivo pero, como era sólo un pasaje, no le di importancia. Al andén debà mirarlo varias veces para reconocerlo. Estaba limpio, cosa por demás rara. No habÃa ni un papel en el suelo, ningún periódico abandonado al viento, ningún envoltorio de golosinas, ni siquiera proclamas polÃticas desechadas; los bancos se encontraban reparados, e incluso parecÃa que hubieran agregado algunos nuevos y la gente no enviciaba el aire con sus cigarros (incluso, creo, porque el recuerdo cambia por momentos, algunos sonreÃan).
Me senté a esperar la llegada del tren en uno de los mullidos asientos mirando, no sin sorpresa, las novedades.
Antes de que lograra acomodarme un hombre se acercó a mà y con un rústico francés, u otro idioma similar, me habló. Mi expresión de desconcierto le indicó que no entendÃa sus palabras, por lo que lo intentó dos veces más, pronunciando cada sÃlaba con un tono más perentorio.
—Yo no hablo francés, no entiendo —dije mostrándole mis palmas extendidas.
El hombre miró hacia arriba, hacia el techo del andén y repitió su frase señalando algo.
Negué con la cabeza y me señalé el oÃdo.
—No comprendo lo que dice.
Exasperado por la falta de compresión y porque no hacÃa el mÃnimo esfuerzo por entenderlo, el hombre me tomó por el cuello del saco con fuerza (tanto que temà que lo rompiera), me levantó del asiento y me arrastró unos metros hacia un costado.
Comencé a gritar que me atacaban, que querÃan robarme, para que alguien me ayudara y llamara a la policÃa, o algo parecido. Un terrible estruendo, como si varias cosas se rompieran y cayeran al mismo tiempo, me hizo volver la cabeza hacia donde habÃa estado sentado. Una de las vigas de madera del techo habÃa caÃdo directamente sobre el asiento vacÃo. El francés me soltó la ropa y me dejó ir, un poco atontado, hacia otro sector del andén. Escuché que decÃa algo más en voz alta pero no quise mirarlo, a él ni a nadie.
La suerte me acompañó haciendo que el tren apareciera en ese momento; todavÃa mirando el suelo, subà en la primera puerta que encontré. Los asientos estaban ocupados, asà que me quedé de pie.
Al apoyar el portafolio en el suelo, mi reloj pulsera se desprendió y rodó bajo un asiento, cosa extraña para un reloj rectangular, pero asà fue.
Tanteé sin ver, buscándolo entre papeles de caramelos y chicles viejos. Antes de encontrarlo, saqué de allà abajo varias cosas disÃmiles. Un libro que, como supuse que serÃa de alguno de los pasajeros, volvà a colocar en su lugar; una daga cuyo mango estaba engarzado en amatista y esmeraldas (sabÃa qué rocas eran pero no sabÃa cómo lo sabÃa), que guardé disimuladamente en el interior del portafolios para inspeccionarla en otro momento; un objeto indefinido que no reconocÃ, ni por su forma ni tamaño y que dejé allÃ, por las dudas (mis ojos se negaban a mirarlo directamente, asà como mi cerebro evitaba procesar esas imágenes); por último, apareció mi reloj, con el vidrio roto y las agujas desprendidas.
Volvà a colocármelo, sin saber qué otra cosa hacer con él, mientras me levantaba. Miré por una ventana, el estupor me invadió ante semejante visión, el tren avanzaba por medio del campo y… ¡Era casi mediodÃa!
Los otros pasajeros que ocupaban el vagón parecÃan dormitar, no habÃa nadie a quién preguntarle dónde estábamos.
Escuché la voz del guarda desde el otro vagón.
—Pasajes, por favor. Pasajes —decÃa con voz aflautada.
Caminé hacia él porque, sin dudas, allà encontrarÃa alguien con más y mejores conocimientos de la situación que los mÃos, y podrÃa explicarme qué sucedÃa. Debo aclarar que a partir de este punto no describiré el miedo, la extrañeza ni las demás sensaciones de este tipo que experimenté a medida que el dÃa avanzaba; el relato será despojado pero más rápido, menos colorido pero más fácil de comprender. Por otro lado, mi capacidad literaria nunca fue lo suficientemente buena como para escribir algo tan extenso sin cometer todos los errores posibles, y algunos imposibles también, como sin dudas descubrirán.
El guarda, con su uniforme reglamentario, con el escudo del ferrocarril en el pecho y la gorra de la SecretarÃa de Transporte, era el hombre con los colmillos más grandes que viera nunca. No sólo le sobresalÃan por entre los labios, sino que, de tan largos, giraban sobre sà mismos a la altura del mentón, volviendo aquel el rostro, en apariencia tranquilo, algo de temer. Su blancura era tan perfecta que o bien eran del marfil más puro del mundo, o se los habÃa hecho pulir hacÃa muy poco tiempo.
Tuve que juntar fuerzas para no correr despavorido ante tal visión, reponerme y preguntarle:
—¿Dónde se dirige éste tren?
—A la estación —respondió el guarda—. ¿Dónde más?
—SÃ, pero ¿cuál?
—Vamos rumbo a Juncal, ¿por qué?
—Yo querÃa llegar al centro —respondÃ.
—¿Al centro? —preguntó con sorpresa—. Muéstreme su pasaje, por favor —dijo en un tono de voz tan seco que ni siquiera dudé en hacer lo que se me pedÃa.
Le entregué el trozo arrugado de cartón pero antes de mirarlo sacó una lupa de uno de sus bolsillos, la cual colocó muy cerca de sus ojos.
—No sé por qué los hacen tan pequeños, son difÃciles de leer estando quietos, más todavÃa en movimiento. Aquà está su problema — dijo regresándome el pasaje.
Volvà a guardarlo y esperé el resto de la respuesta pero, como ésta no llegaba, me vi obligado a preguntar cuál era el problema.
—Se confundió de tren, mi amigo —dijo chasqueando la lengua—. En verdad no sé cómo, porque están muy bien identificados. El tren que a usted debÃa tomar era el que pasaba por la misma vÃa, misma estación, un minuto después.
—Es la primera vez que escucho algo semejante.
—¿Qué?
—De la existencia de éste tren, es la primera vez que lo veo, que escucho hablar de él y, claro, que viajo en él. Y, como en toda primera vez de cualquier cosa, me siento perdido, desorientado, sin saber cómo continuar. ¿Qué se supone que debo hacer?
—Para empezar, deberÃa bajar en la próxima estación. O le cobraré una multa.
—¡Fue un error! No puede cobrarme por ello —exclamé indignando.
—Déjeme terminar, por favor. En la misma estación tomará el tren en dirección opuesta, para regresar a la estación de origen y esperar allà el tren correcto. ¿Entiende?
—Sà —dije—. ¿Cuánto falta para la estación?
—Unos minutos nada más, pero no puedo decirle cuándo pasará el próximo tren, no tengo los horarios conmigo.
—Pero será hoy, ¿cierto?
—¿Eh? —dijo el guarda tomando el pasaje de un hombre sentado a mi espalda—. Claro, hombre. Hoy mismo. Le aseguro que llegará a horario a su destino. Todos lo hacen.
Miré por la ventana, algunas nubes interrumpÃan el azul puro y profundo del cielo, sin el menor rastro de humo o smog. Pensé que me encontraba muy lejos del centro. Pero no podÃa asegurarlo, no sin saber en qué dirección avanzaba.
Al llegar el tren a la estación sin nombre, descubrà que la luz del atardecer, las nubes que poco antes habÃa observado, el paisaje y todo lo demás, no eran como se los veÃa desde arriba del tren. Al bajar descubrà que era de noche, y la oscuridad escondÃa los árboles, las casas, la gente, o lo que allà pudiera haber; la estación era apenas un andén en medio de la nada, con un techo a dos aguas sumamente dañado y una oficina de la que provenÃa toda fuente de luz, calor y bullicio.
Sosteniendo con fuerza el portafolio, y quitándome el polvo del tren, me acerqué a la puerta de la oficina. TenÃa la frÃa sensación de que allà no encontrarÃas respuesta pero no habÃa otro lugar dónde dirigirme.
La luz de la oficina provenÃa de un farol a benceno que colgaba de un trozo de alambre enroscado en una de las vigas del techo. Oscilaba lentamente por la brisa y daba una luz verdosa, haciendo que todo allà luciera enfermo y cercano a la muerte. El bullicio nacÃa de una vetusta radio a galena encendida en una emisora que, de seguro, cortarÃa su transmisión durante la noche. Sólo estática llegaba a mis oÃdos, a pesar de la cual, el hombre sentado bajo el resplandor del farol dormÃa sin la menor preocupación en el rostro y aún enfundado en su uniforme de Oficial de Transporte.
Ensayé un hola en voz queda para demostrarme que mi inseguridad no se reflejaba en ella. Luego carraspeé y, golpeando la puerta con los nudillos, dije:
—Buenas noches —esperando un rápido despertar y una respuesta. Pero, iluso como siempre, no recibà nada, por lo que repet×. ¡Buenas noches!
—Lo escuché la primera vez —dijo el hombre moviéndose apenas.
—¿Y por qué no respondió?
—No preguntó nada, sólo dijo, y cito: Buenas noches. A eso no se responde, sólo se lo escucha.
Pensé en discutir lo que decÃa pero recordé que no me importaba, que mi único interés era regresar a la ciudad.
—¿Sabe cuándo pasará el tren hacia el centro? Y eso sà es una pregunta.
—Claro que lo es, pero ¿a qué se refiere? —hablaba sin siquiera abrir los ojos, lo que comenzaba a molestarme.
—Acabo de llegar en el tren que sigue en aquella dirección —señalé con el brazo el lugar por el que habÃa visto alejarse el tren—. Y ahora quiero ir hacia allá —señalé hacia el otro lado—. Me dijeron que pronto pasarÃa un tren es ese sentido.
—¿Quién le dijo eso? —preguntó con sorna.
—El guardia del tren del que me bajé.
—Ja —rió tajante el hombre antes de continuar—. ¿Y qué sabe ese sobre horarios si nunca se baja del tren? DeberÃa verlo asomándose por la ventanilla del último vagón intentando convencer a alguna mujer de que suba para alegrarlo un rato. Pero, usted sabe, con esos colmillos…
Notaba que no me habÃa respondido, por lo que volvà a preguntar.
—Entonces, ¿cuándo pasará?
—Si tiene suerte, en dos dÃas, tal vez cuatro. No puedo asegurarle nada.
—¡¿QUÉ?! No puedo pasar cuatro dÃas aquÃ, sea donde sea que estemos. ¡Debo regresar a la ciudad! —exclamé.
—Lo siento mi amigo. No se puede. Pero, si quiere, le puedo prestar uno de mis caballos para que lo acerque al pueblo. Una vez que llegue, déjelo con las correas sueltas que volverá solo, ellos conocen el camino mejor que nadie.
—Pero… no sé montar a caballo…
—¿Quién dijo que necesita saber?
—Es que…, pero…
El hombre se levantó con rapidez, al hacerlo chocó su cabeza contra el farol, que acentuó su movimiento; él, en cambio, no pareció notarlo.
—Vamos al establo —dijo haciendo una ridÃcula seña con los hombros—, le mostraré los animales.
Descolgó el farol con cuidado y salimos de la oficina.
Atravesamos el andén, cruzamos las vÃas y llegamos a un pequeño cobertizo cuyo olor delataba la presencia de los animales. Apoyada contra una de las paredes, una bicicleta descolorida y vieja esperaba el momento en que alguien la notara.
—Por qué mejor no me presta la bicicleta —dije señalándola en la oscuridad.
—¿Qué cosa?
—La bicicleta.
—¿Qué cosa? —volvió a preguntar.
—Eso que está allÃ.
—¿Y usted sabe utilizar eso? —preguntó acercando el farol.
—Claro, ¿usted no?
—No sólo no sé utilizarla, sino que es la primera vez que veo algo similar en toda mi vida. Pero, por lo que veo, usted sabe lo que es.
—Si, por supuesto, aprendà a utilizarla a los ocho años. Si deja que me la lleve, se la devolveré cuando regrese a tomar el otro tren —estaba resignado a pasar la noche allÃ, por lo que me parecÃa mejor dormir bien a simplemente acurrucarme en un banco de madera a la intemperie sin más abrigo que el saco de mi traje y las medias cortas que me pusiera en la mañana—, sólo dÃgame cómo llego al pueblo.
—¿Pueblo? —preguntó riéndose el hombre—. Pueblo, quien dice pueblo dice también aldea, caserÃo, villorrio. No se desilusione cuando llegue si sólo encuentra dos o tres casas. Y ni hablar de que si son o no son casas…
—Hacia dónde —pregunté sin hacer caso a sus palabras.
—Siga recto hasta donde vea una tranquera. No la pase, tiene que doblar antes hacia el este, y dele que va a llegar.
—¿No hay camino? ¿Ni un sendero? —pregunté sorprendido.
—¡Pero por favor! No hay de esas cosas por estos pagos. Gracias que los del ferrocarril me traen un poco de matayuyos para descubrir el andén una vez al año.
—Espero no caerme y quedar inconsciente. ¿La tranquera está señalada de alguna forma?
—Está pintada de verde oscuro —respondió.
—¿Y cómo la veo si es de noche?
La pregunta cayó en oÃdos sordos, no sólo no me respondió sino que me miró sonriendo con sorna con cara de haberme entendido pero no querer responder. Me saludó con algo parecido a la venia militar y se fue.
En medio de la noche y los árboles, sosteniendo con una mano la bicicleta, pude oÃr el movimiento de los animales en el cobertizo, el murmullo del viento, el tambor de mi pecho y varias cosas más sin identificar.
Pero hay algo que desde entonces no puedo olvidar, la sensación de pequeñez que me envolvió en ese momento, solo, en medio de tanta oscuridad.
II
Tal y como dijera el hombre de la estación, la acumulación de casas era demasiado pequeña para denominarla pueblo. Un simple caserÃo sin importancia perdido en medio de la oscuridad, adivinándose sólo por algunas ventanas mal iluminadas.
El sólo pensar en tener que referir mi historia a quien me recibiera en aquel lugar me hacÃa desistir en mi intento por acercarme. No me sentÃa cansado, por lo que el sueño no me preocupaba, pero el hambre comenzaba a dejarse sentir. Y tal vez ni siquiera encontrarÃa allà un almacén, o un kiosco, ni cosa similar abierto a esta hora. Por lo que debÃa depender de la buena voluntad de las personas del pueblo para con los forasteros que golpean a su puerta en medio de la noche con una historia increÃble como única excusa.
Quedarme en el descampado, esperando a que un sol desconocido iluminara la tierra que de modo alguno me resultarÃa familiar, no parecÃa ser una opción. Decidà golpear la puerta más cercana, en una casa en la que hubiera una ventana iluminada; el que aún brillara una luz me daba la idea de que habÃa alguien despierto en su interior, y lo que menos querÃa era molestar.
Para generar, también, un poco de dramatismo, caminé entre las casas haciendo el mayor ruido posible, marcando mi presencia en aquel lugar, acercándome a la vida que, imaginaba, esperaba detrás de esas paredes.
Llegué a la primera casa iluminada y dejé que mis nudillos azotaran varias veces la madera ajada y húmeda de la puerta.
Del interior llegaba un rumor similar a un ronroneo, como si un gato durmiera sobre un amplificador de sonido. Por sobre el ronroneo, escuché pasos acercándose.
Inspiré profundamente preparándome para comenzar el discurso mentalmente estudiado, breve pero explicativo, conciso y directo, sobre mi situación. Se abrió la puerta, una mujer mayor, muy mayor, dejó ver su rostro y sus canas por la rendija y, en medio de un suspiro, dijo:
—Otro. — Y cuando pensé que cerrarÃa la puerta, preguntó—: ¿Lo dejó el tren? —Sin dejarme responder, abrió la puerta por completo—. Entre, siéntese si quiere.
El interior era, cuando menos, un hogar; una mesa, una viejÃsima cocina a leña, dos sillones, junto con una cama de una plaza, un farol colgado en el techo, dos pequeños cuadros con frutas y cereales en las paredes.
El aroma de lo que estuviera cocinándose terminó de despertar mi apetito. La saliva llenó mi boca y mis ojos se abrieron evidenciando mi situación, junto con los inocultables sonidos de mi estómago.
—Tiene hambre —dijo la mujer—. Pobrecito. Vaya una a saber hace cuánto que no come. Tal vez dÃas, o apenas horas. Pero si no le pregunto no me sacaré la duda. Y seguiré pensando en ello.
—SÃ. Tengo un poco de hambre —dije.
—Ya le alcanzo un plato —dijo la mujer—. ¿Has visto? Te dije que tenÃa hambre. Todos tienen hambre cuando llegan. Silencio, que lo asustarás y se irá, como los otros.
En verdad comenzaba a asustarme. Decidà hablarle para que sólo tuviera que responderme a mà en lugar de responderse ella misma.
—¿Qué hay para cenar, abuela?
—Abuela… ¿abuela? ¿Ya tienes nietos? ¿Cómo es eso? —y en voz un poco más alta, dijo—. Guiso, nene, como siempre. ¿Quiere?
—SÃ. Un plato bien lleno, por favor.
—Claro, claro, los jóvenes siempre tienen hambre. Todo el tiempo. ¿No es asÃ? SÃ, sà que lo es. ¿Le damos el plato grande? Silencio. SÃ, el plato grande. Pero en silencio.
La idea de cenar con tranquilidad se esfumó escuchándola hablarse de ese modo. De seguro, además de la edad, la enfermaba la soledad, pensé, sin saber si las manchas en su piel podrÃan, también, indicar algo.
—Tenga, tenga. Aquà está a cuchara —dejó un rebosante plato de guiso sobre la mesa, con un aroma tan delicioso que debà recurrir a toda mi voluntad para no abalanzarme sobre le plato.
—Gracias —dije mientras tomaba la cuchara.
—Ves, ves. Agradecimiento. ¿Le gusta? ¿Qué ves? SÃ, parece que sÃ. Porque no deja de engullir. Y, seguro. Andá a saber cuándo llegó.
—Hoy a la mañana —dije en voz alta—, desayuné antes de tomar el tren.
—Todo el dÃa con el estómago vacÃo. Pobre criaturita. Pobre, pobre, pobrecito.
—Pero por suerte la encontré a usted, ¿no? —dije sonriendo.
—Claro, claro. Porque si iba a otra casa tal vez no le abrÃan hasta que saliera el sol. Y vaya una a saber cuándo sucede eso.
—¿Cómo? —pregunté.
—SÃ, coma, coma tranquilo. Tengo más en la olla.
—No, eso no. ¿Qué dijo sobre el sol? ¿Qué no sabe cuándo saldrá?
—Ah, sÃ. Él no sabe nada; nada de nada.
—¿Puede explicármelo? —pregunté.
—No hay nada que explicar. El sol sale cuando quiere, como un adulto, sà señor.
—Eso es imposible —dije antes de recordar dónde me encontraba—. El sol recorre siempre el mismo trayecto.
—Sà —dijo la anciana—. El sol aparece cuando quiere. Asà son las cosas aquÃ. No le digas nada, lo espantarás y no se quedará. Sà se quedará. ¡Desinfla su bicicleta!
—Pero, sin sol no se puede hacer nada —dije.
—Claro que no, por eso aquà todos se encierran. ¿Se quedará? No, no lo hará. ¿No lo ves en sus ojos? Se irá. ¡Desinfla su bicicleta!
—¿Nadie sabe cuándo saldrá el sol?
—SÃ. Alguien lo sabe. ¡No se lo digas! Silencio, silencio.
—¿Quién? —pregunté comenzando a fastidiarme.
—El sol, por supuesto. Ya tuviste que hablar. ¡Cállate mujer! ¿Pero por qué?
—Habla como si el sol tuviera voluntad. Es sólo una estrella. No piensa, se mueve por allà y la Tierra lo sigue —dije.
La mujer guardó silencio, sentada frente a mÃ. Esperé a que dijera algo más, pero no volvió a hablar. Aproveché su mutismo para terminar la comida antes que se enfriara y aguardé, aún, un poco más.
Esperé y esperé. Hasta que, por su respiración entrecortada, suspiros y ronquidos, descubrà que se habÃa dormido. Haciendo el menor ruido posible, me levanté y caminé hacia la cocina con la intención de servirme un poco más de aquel brebaje. Encontré la olla vacÃa aún calentándose sobre la ardiente estufa. Busqué con la mirada algo qué beber, para que mitigar un poco el salado sabor, sin la menor suerte.
La puerta estaba sin trabas, la bicicleta me esperaba del otro lado; el tiempo que pasara en el interior de aquel lugar fue más que suficiente para borrar cualquier vestigio de orientación. Tomé la bicicleta por el manubrio y caminé hasta la casa siguiente, produciendo otra vez todo el ruido posible y llamando en voz alta, intentado no parecer amenazador, sino ameno y agradable.
Un esfuerzo por completo en vano, porque nadie respondió a mis llamados. Nadie me dirigió la palabra ni dio señales de escucharme en ningún sitio. Incluso allà donde el ruido en el interior era indiscutible, se me ignoraba.
Rechazado, y con principios de soñolencia, pensé en regresar a la estación. Pensamiento fútil, lo sé. Pero pensamiento al fin. Buscando un refugio, un simple parapeto donde esconderme del frÃo y el viento que comenzaba a levantarse, di con un camino. Bien delimitado y con huellas de reciente uso (tal vez del dÃa anterior), completamente liso, como si esperara que lo recorriera, de un extremo al otro sobre la bicicleta.
Cosa que hice, sin preocuparme por si me alejaba o no de la bendita estación de trenes. Ansiaba hallar un lugar donde me recibieran, donde poder intercambiar algunas palabras coherentes, observaciones y, por qué no, dormir un poco. Los ojos comenzaban a cerrárseme mientras pedaleaba.
Horas, o tal vez minutos, después (pero no dÃas, porque no vi salir el sol), ya no distinguÃa las escasas luces de la aldea. Eran muy pocas para señalar, en el cielo, su ubicación. Avanzaba casi a paso de hombre, porque no tenÃa más fuerzas para pedalear. A la somnolencia le siguió el peso del cansancio y, al rato, me dormÃa sobre el manubrio poniendo en peligro mi integridad fÃsica y con la posibilidad de perder el portafolio que colgaba de uno de los frenos bamboleándose todo el tiempo. El que se cayera en aquel lugar, en medio de tanta oscuridad, significarÃa que no volverÃa a verlo (suponiendo que quisiera buscarlo, claro).
Con ese temor en mente decidà desmontar y caminar, acarreando las ruedas que deberÃan estar llevándome. Asà y todo, no avanzaba más rápido que antes sino, aún más lento. Mis pies se enredaban entre ellos haciéndome trastabillar a cada paso, pisar mal, sobre tierra floja que se metÃa en mi zapato y molestaba luego al pisar. Toda una serie de dificultades que se sumaron para llevarme a tomar la decisión de dormir a la intemperie, rodeado de plantas desconocidas, tendido junto a la bicicleta y con el portafolio como almohada.
Recostado boca arriba mirando el cielo pensé en mis compañeros de oficina. Pensaba en ellos como en algo distante y difuso en el pasado. Me resultaba imposible fijar los rasgos de alguno de ellos, mucho menos recordar sus nombres. SabÃa que ayer mismo los habÃa visto y hablado con ellos, ¿por qué no recordaba nada al respecto?
Lo pensé, e intuÃa que habrÃa alguna explicación para ello, pero, antes de alcanzarla, me dormÃ.
III
Desperté tiritando, cubierto por el rocÃo de la madrugada. Con frÃo y hambre, habÃa regresado a la situación de la noche anterior. El tiempo no habÃa pasado para mÃ.
La única diferencia era la coloración rosada del cielo que amenazaba con el alba. No sabÃa cuánto habÃa dormido pero, sin dudas, parecÃa haber sido bastante. Mi estómago lo evidenciaba casi tanto como mis huesos quejándose por la mala posición (más que nada mi cuello por la calidad de su improvisada apoyatura).
Levanté la bicicleta y encontré pinchadas ambas ruedas. EntendÃa ahora por qué me costara tanto avanzar; antes de lanzarme otra vez al camino me quité los zapatos para acomodarme las medias y sacar la arenisca de su interior. Una vez acomodado mi calzado, retomé el camino.
Continué en la dirección que llevaba la noche anterior, hacia un lugar indefinido en el horizonte. Esperando encontrar algún indicio de presencia humana, un poste, un letrero, un trozo de alambrado caÃdo. Lo que fuera.
Todo en vano. Mi único consuelo era que el camino no se bifurcaba en ningún sentido, por lo menos hasta ese momento. TemÃa que, si lo pensaba, terminarÃa por suceder. Tan inverosÃmil resultaba aquel lugar que el mÃnimo pensar parecÃa modificarlo desde el fundamento mismo de su existencia.
Mi estómago hacÃa ruido. Las monedas en el bolsillo del saco tintineaban rÃtmicamente. El sordo latir de mi corazón retumbaba en mis oÃdos. SentÃa la sed junto con un dejo de amargura en lo profundo de la garganta, un indescifrable sabor que iba y venÃa junto con el aire que respiraba; la misma acidez que me atacaba en las mañana en que olvidaba desayunar.
La vegetación raleaba poco a poco mientras avanzaba. SeguÃa aguardando a que el sol abandonara por fin su lecho, pero parecÃa no querer hacerlo. Se demoraba y demoraba cada vez más. El portafolio comenzaba a pesarme, era una molestia de la que me negaba a deshacerme para no perder nada de lo que allà guardaba. Aunque ya no recordaba qué era. SabÃa que contenÃa papeles y documentos importantes en algún sentido, pero carentes de valor por sà mismos en aquel lugar.
Me preguntaba por qué no me habÃa quedado con la vieja loca cuando una roca me hizo tropezar y caer cuan largo era entre la tierra y los yuyos amarillos.
Al levantarme contemplé, bajo el resplandor que comenzaba a notarse, un brillo que no podÃa ser más que el de un trozo de vidrio, en lo alto, como si fuera un techo, el techo de un invernadero.
Dejé el camino para internarme entre la vegetación que crecÃa a mi izquierda, sentÃa las caricias de las hojas en mis tobillos por sobre la gruesa tela del pantalón. Aquel brillo hipnótico me atraÃa como a un insecto.
No presté mucha atención a mi entorno, sólo sabÃa que caminaba. Los ruidos que adivinaba entre la vegetación y los movimientos furtivos los atribuà a liebres y faisanes asustados por mi paso; negándome a considerar otras opciones más peligrosas para mi integridad.
Al acercarme al invernadero fui descubriendo los signos del evidente abandono. Vidrios rotos y sucios, plantas crecidas sin control, puertas desvencijadas. Parte del alambrado que lo separaba del resto del campo estaba caÃdo; por allà pude pasar para continuar acercándome, me picaban las piernas y habÃa perdido un zapato en algún lugar, a cada paso me lastimaba el pie descubierto.
Tan acostumbrado estaba a la soledad, y al silencio de aquel sitio que pasé caminando junto a un hombre que, sentado en la tierra con sus piernas cruzadas, en pose clásica de meditación, me miraba avanzar. Incluso dijo haberme llamado en voz alta y que yo ignoré sus palabras cuando, en verdad, no recuerdo haber escuchado nada.
Sin verlo allà sentado, me asomé al interior de un invernadero. Un aroma rancio, pesado, que picaba en mi nariz, me lanzó hacia fuera tan rápido como lo percibÃ. Tosà varias veces con fuerza para alejar aquel olor de mi garganta. Fue entonces que noté al hombre que me miraba, sin decir nada, desde su improvisado asiento.
Me acerqué a él despacio, temiendo espantarlo o que fuera parte de mi imaginación. Caminé clavándome piedras y pequeñas ramas en los pies y saltando con disimulo, para no hacer movimientos bruscos.
TenÃa los ojos abiertos y me miraba con una media sonrisa en los labios (no sé si se reÃa de mÃ, de la situación, de él o de alguna otra cosa), parecÃa una persona pacÃfica, aunque, la pose en la que se encontraba, es cierto, ayudaba a la confusión.
—Hola —dije.
—Hola —dijo.
—Me han pasado muchas cosas —dije mirando el entorno.
—Se nota.
—Eres la primera persona que encuentro hoy. No sé cuánto llevo caminando, pero si sé que me alejé bastante del tren.
—¿Del tren? —preguntó en voz baja.
—SÃ, ¿por qué?
—¿Sabe desde qué estación?
—Eh… no, no tenÃa, o si lo tenÃa no lo vi, cartel con el nombre.
—Aha —dijo el hombre—, entonces será más difÃcil que regrese.
—¿Por qué lo dice?
—Por esta zona pasan varios ramales de trenes, incluso algunos de ellos por completo olvidados, hay que saber en cuál viajó usted para saber en cuál debe regresar.
—Cualquiera que me deje en la ciudad me queda bien. Una vez que llegue allà voy a saber moverme, es una ciudad.
El hombre me miró a los ojos en silencio.
—¿No es as� —pregunté.
—Puede estar seguro de que no —contestó.
—¿Cómo es posible? ¿No llevan todos los trenes a la ciudad? No van todos los caminos a…
—No —fue su seca respuesta.
—¿Y qué debo hacer ahora? —pregunté en un tono de voz que, incluso para mà mismo, sonó lastimero en extremo.
—Si nada recuerda del lugar en el que estuvo tendrá que recurrir a otro medio.
Pensé un poco en la noche anterior, entre el frÃo, el hambre y el dormir entre plantas, pero, en ese momento, no pude recordar nada de lo que habÃa pasado.
—La verdad que no —dije abatido—, no recuerdo nada —me arrodillé en el suelo junto al hombre que seguÃa en la misma posición—. ¿No puedo regresar por el mismo camino?
—¿Qué camino?
—Ese, el que está allá —señalé una dirección indefinida.
—Usted llegó caminando por allà —señaló una dirección opuesta a la que marcara antes—, y puedo asegurarle que por allà no hay camino alguno.
—¡No puede ser! Yo vine por ahÃ, en bicicleta, pero se pinchó y la dejé abandonada para caminar más rápido.
—¿Ha visto el sol? —preguntó.
—¿Qué? —miré al cielo, donde la aurora aún ocupaba las alturas—. Sólo desde el tren, cuando bajé no habÃa nada más que noche. Dormà y caminé, supongo que el sol ya tendrÃa que haber salido. Pero aquà todo es extraño.
—Si aún no ha visto salir el sol, puede que tenga una posibilidad de regresar.
—¿Cuál? ¿Cómo? ¿Qué debo hacer? Porque harÃa cualquier cosa por regresar a la oficina, al trabajo, a la ciudad, a bañarme, a… ¿Qué hago?
—Tiene que caminar bordeando los invernaderos, por afuera, no por adentro, hasta el último. ¿Me entiende?
—Por afuera, hasta el final.
—Recién entonces se va a encontrar con la casa de Mitra. Él sabrá que hacer.
—¿Mirta?
—Mitra. M-I-T-R-A. Le dice que lo envié yo.
—¿Tengo que decirle algo más? —pregunté.
—No, no hace falta.
—Y cómo le digo que me manda usted.
—Le dice: ‘me mandó él’ —respondió
—SÃ, pero, ¿quién es usted?, ¿quién me envÃa?
—¿Acaso no es obvio?
Ante la inquisitiva mirada del hombre, y temiendo una reacción violenta de aquel, dije que sÃ, que claramente entendÃa, que me disculpara pero querÃa irme ya. Por lo que me alejé en la dirección que me indicara antes, pasando junto al invernadero. Al primer invernadero a decir verdad, ya que se extendÃan, luego del primero, varios más en lÃnea recta hasta llegar al horizonte, o poco menos, la perspectiva resultaba engañosa.
Como me molestaba cada vez más para caminar, opté por quitarme el zapato que aún conservaba e ir descalzo en la tierra, que allà parecÃa menos propensa a las piedras. Caminé un largo trecho sin detenerme, acarreando aún el portafolio y mi sucio traje. Miraba hacia el cielo de vez en cuando para cerciorarme de que continuaba igual y la aurora, apenas más rojiza, aún ocupaba el firmamento, eternizándose en mi recuerdo.
Tuve que abandonar las medias también y dejar que mis pies se hundieran, desnudos, libres, en la cálida tierra arcillosa. Sin notar ya lo largo, monótono e idéntico del camino; sin otro sonido que mis pasos, el viento entre los árboles y las ventanas rotas de los invernaderos; como si las hojas murmuraran para mÃ, avanzaba en un estado cercano a la tranquilidad.
Cuando llegué al final del trayecto, tras el último invernadero, vi la pequeña cabaña que debÃa encontrar. Hacia ella me dirigà con presteza, deseoso de que aquel fuera el último tramo de mi innecesario viaje.
Aunque la casa parecÃa vacÃa, llamé a viva voz:
—¡Mirta! ¡Mirta! ¡Mirta!
—¡Es Mitra, perejil! —fue la respuesta que recibà desde el interior, antes de que la figura dueña de la voz apareciera frente a mÃ. Un esbelto hombre, de cabello rizado y fuerte musculatura, me miraba apoyándose en su puerta, con los pies sucios y la ropa asquerosamente desprolija—. ¿Qué quiere?
—Me dijeron que hable con usted, que puede ayudarme a volver al centro, a la ciudad, en tren.
Volvió a mirarme en silencio por casi un minuto, estudiando mi persona; su cuerpo parecÃa tener brillo propio bajo el resplandor de aquel amanecer infinito.
—¿En qué tren viajó? —preguntó como si escupiera las palabras.
—En el que pasa cerca de mi casa, no recuerdo qué ramal es.
—¿Cómo quiere que lo ayude si no sabe de dónde viene ni dónde quiere llegar?
—Pero me dijeron que usted podrÃa —dije con desesperación—. ¿No puede inventar algo? Tal vez si le digo qué vi en el camino, o si hablé con alguien más, o lo que hice antes… algo…
Mitra me miró una vez más, atendiendo, ésta vez, a mis manos.
—¿Qué tiene all� —preguntó señalando el portafolios.
—Papeles —dije—, papeles y cosas que necesito para el trabajo. Ah, sÃ, y esto —apoyé el portafolios en mi pierna, lo abrà en parte y saqué del interior la daga que levantara del suelo del tren se lo entregué—. Esto estaba en el tren.
—¿Y por qué levantó eso en lugar del libro? ¿O aquel otro objeto indefinido?
—Para no dejarlo allÃ. Un objeto peligroso como éste no deberÃa estar en el suelo… ¿Cómo sabe de eso? —pregunté con sorpresa.
—¿Cómo pensaba utilizarlo? —continuó sin responderme.
—Oh, no iba a usarlo. Se lo entregarÃa a alguien con autoridad. ¿Por qué? ¿Significa algo?
—Sà —dijo solamente, para agregar después—: De haber optado por el libro usted habrÃa regresado a su hogar sin problemas. De haber optado por lo indefinido la historia también serÃa otra, y no estarÃamos aquà hablando. Pero, como prefirió la daga, señal de aventuras, le ha sucedido todo esto.
—No entiendo, nada, de lo que me está diciendo —dije mirando como colgaba la daga de su pantalón.
—Verá, el universo es un acordeón, y nosotros navegamos lentamente sobre sus cuerdas, que nos llevan a puertos ines…
—Un momento —interrump×. Los acordeones no tienen cuerdas, son instrumentos de fuelle.
Mitra me miró en silencio. Negó con la cabeza varias veces, se llevó una mano a la frente y se volvió hacia el interior de la cabaña. Mientras se alejaba le escuché decir:
—Era una bella metáfora…
No volvà a verlo.
Llevo tres meses perdido aquà -según la cuenta de las veces que me quedé dormido-, sea donde sea este aquÃ. He buscado a Mitra en el interior de la pequeña cabaña que resultó ser mucho más grande por dentro de lo que aparentaba desde afuera. A pesar de mis esfuerzos, no he dado con su persona en la oscuridad total del interior y la sucesión de habitaciones rectangulares y vacÃas. Me atrevà solamente a penetrar en unas pocas de esas habitaciones, hasta donde la luz exterior llegaba a iluminar el suelo de madera mientras permanecÃan abiertas las puertas que comunicaba cada habitación con la siguiente. TenÃan la terca costumbre de cerrarse poco a poco, como si la construcción se encontrara a falsa escuadra y algo, como la gravedad, o alguna otra fuerza incomprensible, las obligara a cerrarse. TemÃa perderme allà dentro y no recordar, luego, el por qué de mi búsqueda.
Ese fue el lÃmite de mi esfuerzo; prefiero quedarme, de momento, en el exterior de la cabaña mientras veo como, allá lejos, en lo que supongo ha de ser el este, los primeros rayos del sol ganan intensidad jornada tras jornada.
José A. GarcÃa (Buenos Aires, 1983), escritor, guionista de historietas, blogger y profesor de historia. Publicó el libro de cuentos Fábulas del cuaderno verde (2014) con Textosintrusos y como guionista los libros de historietas Cómo armar tu primer CV (2012) y Las aventuras de Franco Salvatierra (2013) con Editorial Noviembre. Participa en diferentes publicaciones independientes de España, Ecuador, Cuba y Argentina con cuentos, artÃculos e historietas realizadas con diferentes dibujantes. Cree fervientemente que el conocimiento se demuestra haciendo y no acumulando diplomas, premios y menciones como si fueran condecoraciones o tÃtulos de nobleza.
Su sitio web es http://www.proyectoazucar.com.ar.
Navegando las cuerdas del acordeón fue publicado originalmente en el número 34 de revista Próxima (2017).
Gracias por el relato, me atrapó y lo leà de un «tirón». Sólo dos cositas me quedaron sonando:
La radio a galena es básicamente un detector de señal, posee muy poca potencia como para hacer «bullicio» de hecho antiguamente se utilizaban con auriculares de cristal de muy alta impedancia, cualquier otra cosa, un parlante por ejemplo, representaba una carga muy alta terminando de «matar» la señal (no se escuchaba nada).
El fenómeno de la aurora lo tengo asociado a una actividad electromagnética de altura, polar, y de tonalidad verdosa, me cuesta mucho imaginármela rojiza.
Bueno, eso. TenÃa que decirlo, de impertinente nomás, y de paso si no lo decÃa me iba a costar dormir esta noche :).