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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

 

 ARGENTINA

La enfermera había salido de la casa de la vieja hacia diez minutos, con el pelo revuelto, el labio cortado y jurando nunca regresar. Ramiro intentó alcanzarla para ayudarla y tal vez con suerte convencerla de que se quedara. El hijo de doña Filomena tardaría otros tres días en regresar de su viaje de negocios y lo mejor era que él se encargara de lo tocante a la salud de la mujer. Sin embargo fue inútil. La vieja se había vuelto tan agresiva como la enfermedad que cada día le mataba más y más neuronas. El mismo Ramiro solo hablaba con ella por el teléfono de su oficina, comunicado con cada una de las casas. La enfermera era quien podía entrar a los dominios de Filomena sin que le tiraran algo por la cabeza.

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Ilustración: Pedro Bel

Ahora quedaba Ramiro como único contacto de aquella mujer con el resto del mundo. Vivía con su hijo en un dúplex; él ocupaba el piso de arriba, cerrado desde su partida. Con suerte volvería pronto y según la enfermera había suficiente comida para que Filomena aguantara. La casa contaba con un sistema de aire acondicionado automático que permitía pasar los calores del verano sin problemas. No era de extrañar, todas las viviendas de la calle eran modernas y hasta el despacho de Ramiro se consideraba un lujo para un guardia.

Regreso a este para sentarse frente al escritorio y tomar el teléfono. Marcó el número con pesadez, queriendo retrasar la distorsionada conversación. Sonó dos veces.

—¿Hola? —dijo una voz de campana.

—Hola, Mena —le gustaba que la llamaran así—. Soy Ramiro ¿Está todo bien? Recién la vi a la enfermera.

—Sí, sí. La nena es terrible, le cuesta seguir pasos. No sé de dónde la sacó mi hijo.

—No sé si va a volver, pero Lucas ya debe estar en camino. Igual sí necesitas algo decime.

—No querido, mi nene ya vuelve y lo resuelve todo. Estos inoperantes no me van a desanimar. Tenemos unos días hermosos últimamente ¿Para qué me voy a hacer mala sangre?

Ramiro se sintió satisfecho con esto y dio por terminada la llamada. Había hecho lo mejor que podía y nadie podía recriminarle nada. Lucas volvería pronto.


Un cuerpo se arrastraba veloz sobre el metal y sus garras lo hacían rechinar. Siseos de ultratumba llegaban hasta ella con un aire metálico y en la oscuridad del cuarto creyó ver el brillo de pequeños ojos. Se cubrió el cuello con las sábanas y contuvo sus temblores. Solo otro sueño, las mismas pesadillas vivientes que la visitaban cada noche. No tardarían en desaparecer. Cada vez le costaba más separar la realidad de la fantasía.

Se concentró en la pantalla llena de estática. Apenas podía oír al presentador del programa y eso la hacía enojar. Intentó subir el volumen, pero apenas levantó el control remoto la tapita se abrió y las pilas se salieron. Una aterrizó sobre la cama, pero la otra rodó hasta perderse entre las sombras tejidas alrededor del suelo. Hizo un vano esfuerzo por distinguir la figura cilíndrica.

Extendió un brazo tembloroso y empezó a palpar la alfombra con pálidos dedos de uñas rotas. Hacía calor y sudaba gordas gotas por todo el cuerpo. Era como si en su mundo solo existiera un negro mar sobre el que flotaba la cama, y el televisor blanco y negro como un viejo faro moribundo.

Había truenos en el cielo. No, no era cierto. Eran las pisadas de su hijo que buscaba algo entre los papeles. Tal vez uno de sus pasaportes. Era bueno que vivieran en la misma casa, le facilitaba las cosas a la anciana.

Tocó algo frío. Pensó que era la pila. Se equivocó. Ese se escabullo con rapidez ante el contacto. Contuvo un grito y retiró la mano de nuevo a la seguridad de las sábanas.

Los siseos se intensificaron. Se ramificaban a su alrededor ocupando todo el espacio disponible. Ya ni la estática del televisor podía ser oída. Las paredes retumbaban ante la infinitud de voces inhumanas que le pedían respuestas ¿Dónde estaba Lucas? ¿Cuándo volvería? Eran como niños asustados y en parte se compadeció de ellos.

O así era hasta que uno de los pequeños empezó a trepar por uno de los pies de la cama. Su cuerpo viscoso brillaba al reflejar la luz del televisor. Ella lo pateó con todas sus fuerzas y lo vio perderse entre las sombras. Ocultó el rostro bajo las sábanas y cerró los ojos, esperando que el día irrumpiera por las ventanas en cualquier momento. Al menos lo suficiente como para ver el teléfono y hablar con Ramiro, eso siempre la calmaba.

Él era su ancla a la realidad.


Ramiro leía una revista cuando sonó la alarma de su reloj digital. Mediodía, hora de llamar a Filomena para ver que todo estuviera bien. Tomó el auricular y marcó. Sonó una vez.

—Hola, Mena.

—Hola querido. Qué bueno que llamaste ¿Sabes cuándo vuelve Lucas? No me llamó anoche.

—No, Mena. Pero quédese tranquila que ya debe estar por volver. Debe ser una noche más a lo mucho ¿Necesita algo?

—No, no. Gracias por preguntar. Con lo que tengo me las arreglo un poquito más. Total ya estoy acostumbrada.

—Mire, si quiere puedo ir a verla un ratito. Pero tiene que quedarse tranquila.

—¡No! Ni se te ocurra. No quiero ser una carga. Además el nene ya debe estar por volver. Imagínate lo que pueden decir los vecinos… Que soy una rompequinotos.

Dejo escapar una risita que llenó de alivió a Ramiro. No tenía deseos de entrar al dúplex. Desde que la enfermera se fuera ya nadie hacía la limpieza y el edificio empezaba a oler mal. Era desagradable por fuera, y por dentro solo podía estar peor. Además tenía muchas cosas de las que ocuparse, la seguridad de la calle era una de ellas.

No estaba ahí para cuidar de la vieja.


Otra noche. Los siseos ya no eran como antes. Ahora eran furias encarnadas. Ya no querían respuestas, sino retribución por todo lo que habían pasado. Su hijo ya tendría que haber regresado, había dicho que era un negocio sencillo. Una simple transacción de rutina.

Pero el chico era un poco lento. Tal vez se hubiera equivocado en algo. Uso el pasaporte de Gastón, o de Dimitri. Ella no quería un pasaporte a nombre de Dimitri, pero él decía que sus rasgos iban con el nombre. Era guapo, con el cabello rubio y los ojos celestes, no azules.

Los cuerpos resbalaron por la ventilación. Los escuchaba golpear el metal y quejarse. Eran tantos y tan fríos que se chupaban el calor de la casa. Y el calor los hacía crecer. Y mientras más crecían más hambre tenían. Un ciclo sin fin, una serpiente que se enroscaba hasta llegar a morderse la cola.

¿Dónde estaba Lucas?

¿O Gastón?

¿Dimitri?

Las pequeñas garras destrozaban la alfombra a medida que hacían su camino hasta la cama. Todo por culpa de la inútil de la enfermera. Tenía que venir, ajustar la temperatura, hacer la comida, tomar su dinero e irse. Así hasta que Lucas regresara. Pero se acobardo, e igual quería el dinero prometido. Trato de detenerla, pero no pudo hacerlo. Ya estaba vieja.

Vieja y cansada.

Cerró los ojos y dejo que los siseos tropicales la envolvieran.


Ramiro condujo a los policías hasta la puerta del dúplex. Se tapó la nariz para no inhalar los efluvios que provenían de la casa. Ya eran parte de ella y todos los vecinos odiaban lo que eso le hacía a la calle, arruinaba sus mañanas, tardes y noches. Esperaban que él hiciera algo, pero le tenía miedo al hijo de la vieja. Había sido muy específico en que nadie la molestara. Y todo la molestaba ahora, incluso el teléfono.

Pero ya no importaba. No cuando Lucas había sido arrestado y deportado. Un olor vomitivo lo golpeó de lleno al abrir la puerta. Uno de los policías empezó a toser y el otro hizo arcadas. No había luz, varios focos se quemaron durante los días de abandono.

Entraron con cuidado, guiados por la linterna de uno de los policías. Partículas de polvo flotaban alrededor del haz de luz. Caminaron hasta alcanzar la puerta del dormitorio, el estómago revuelto y los ojos llenos de lágrimas. Las bisagras chirriaron como ratones y la cama apareció ante ellos. Filomena cubierta con las sábanas hasta la cabeza se movía con parsimonia.

—Mena —susurró Ramiro—. Mena, soy yo Ramiro. Vine con la policía. La vamos a ayudar.

La vieja no respondió. Pero volvió a moverse.

Hubo un siseo. Algo pasó sobre el pie de Ramiro sobresaltándolo. Por reflejo el policía de la linterna apuntó al suelo. Los tres hombres quedaron paralizados ante una alfombra llena de bultos que se movían. Alrededor de estos yacían bolitas de materia fecal.

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Ilustración: Pedro Bel

Uno de los policías presionó el interruptor de la luz. La oscuridad se desvaneció y la alfombra se convirtió en un mar de reptiles. Lagartijas y serpientes, flacas y gordas, retorciéndose y viéndolos con ojos lechosos y fríos. Fríos como sus pieles escamosas.

La sábana cayó al suelo, empujada por una iguana blanca que se lanzó al suelo. Paralizados, dejaron que el reptil se escabullera por la puerta dando horribles siseos.

Las moscas nunca tuvieron el valor de acercarse a la horda de seres que habían sido incubados en el segundo piso del dúplex. Traídas de algún lugar casi olvidado de la selva con la intención de venderlas en el mercado negro. Lucas se encargaba de la transacción cuando lo arrestaron y temiendo lo peor su cómplice había huido dejando sola a la vieja. Cuando sintieron la punzada del hambre en sus vientres, los reptiles hicieron su camino hacia la fuente de comida más cercana.

Sobre la cama descansaba Filomena, convertida en jirones de carne podrida de la que asomaban huesos amarillentos. La caja torácica convertida en el nido de cuatro huevos grisáceos.

En el suelo, los reptiles seguían retorciéndose.


Rodrigo Melerio es un estudiante de letras que escribe cuentos e historias con toques de aventura y terror relacionados a la naturaleza. Es participante del taller literario El Tintero Azul y admirador de escritores como King, Haggard, Conan Doyle, London y Edgar Rice Burroughs.

4 Respuestas a “«Dúplex», Rodrigo Melerio”
  1. Fernando dice:

    Muy buen relato.

  2. Gustavo Gutiérrez dice:

    Guau, te juro que nunca me esperé ese final. Pensaba que los Seres eran delirios de la vieja. Excelente. Muchas gracias!!!!!

  3.  
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