Revista Axxón » «Tejedor de voluntades», Eneele Horst - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

 

 ARGENTINA

Un temblor suave y constante estremecía el suelo. Sentado en su trono de oro, el Arconte arqueó el torso contra el gran respaldo circular adornado con un grabado del sistema solar, y alzó la barbilla con gesto altivo, desafiante. Antes de escuchar los pasos apresurados del servidor que se acercaba, había percibido su miedo, su apremio, y sabía lo que venía a decirle. Al entrar en el recinto, el joven de piel olivácea, vestido con la túnica azul que todos los servidores del Arconte llevaban, aminoró la marcha y bajó la cabeza rasurada y tatuada con el mismo gráfico que decoraba el trono. Se detuvo delante del gobernante y comenzó a hablar, sin alzar la mirada.

—Señor, perdóname por perturbar la trama de tus pensamientos y detener tu viaje, ¡y que también me perdonen los desconocidos a quienes estoy privando de tu visita! Es necesario que consideres de inmediato la posibilidad de abandonar esta morada…

El Arconte frunció el entrecejo y, sin decir una palabra aún, estudió la mente de su siervo. El muchacho creía que la muerte se cernía sobre todos los que vivían en el templo y quería eludirla de la única forma posible: convencer a su Señor de evacuar el edificio. De no conseguirlo, sin embargo, se prepararía para lo que sobreviniera, incluso si esto era morir aplastado bajo un montón de cascotes; su voluntad estaba atada irrevocablemente a la de su gobernante, su dios-viviente. De haberse tratado de cualquiera de los otros, se dijo el Arconte, no habría sido genuina lealtad, pues él había moldeado la mente de esos hombres para convertirlos en sus siervos personales; pero dentro de este muchacho no había tenido necesidad de tocar demasiados hilos, y su honesta devoción, incluso en aquella hora aciaga, lo conmovió y aligeró su malhumor.

Al hablar, la voz cavernosa e inexpresiva del Arconte reverberó entre los muros del santuario.

—Sé que te han enviado a ti, Balhar, porque eres mi favorito… bien, cuando vuelvas con los demás, hazles saber, y tenlo claro tú mismo, que mi confianza en ti no te da derecho a decirme lo que tengo que hacer…

—Jamás te diría lo que tienes que hacer, señor mío… —dijo el muchacho, restregándose las manos, nervioso—. Tan sólo intentaba recordarte que la estructura de este edificio es muy antigua; los muros están llenos de grietas, hay sectores que ya se han desmoronado… ¿Qué sentido tiene poner en riesgo tu vida, de la cual depende la humanidad entera? Puedes establecer una nueva morada en el sitio que escojas, ¿quién se te opondría? ¿No son tuyos todos los hogares de la Tierra y más allá?, ¿no se inclinan ante ti todas las cabezas?

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Ilustración: FRAGA

El Arconte no respondió. Tenía el poder para penetrar la mente humana, desmadejar los pensamientos y emociones y tejerlos a su antojo, y los pueblos se sometían a su gobierno, acataban sus leyes, se enfrentaban unos a otros, si él así lo decidía; se enemistaban padres e hijos, hermanos, amantes. Él era el comienzo y el fin de la guerra; era el motivo por el que se unían y se destruían las familias y las sociedades. Su propósito era que la especie que lo adoraba prosperara, pero ligada a sus caóticos orígenes, como él la había conocido, como a él le gustaba; como era más susceptible de aceptar el yugo. Pero aunque todas las mentes se abrían a su escrutinio, desde el comienzo las había habido inmunes a sus argucias. Por grandiosas que fueran las visiones con que intentara seducir a las personas, siempre había quién se resistía a bajar la cerviz y quién se arrepentía de haberlo hecho luego de algún tiempo. Era, de todos modos, amo y señor de una buena parte de los habitantes de la Tierra, y esparcía su influencia incluso allí donde su poder no tenía alcance, a través de emisarios escogidos de entre los seguidores a quienes les había tejido la más inquebrantable voluntad de servirle, conciencias a las que ya no tenía necesidad de acceder para asegurar su control. Los había enviado a los túneles subterráneos de la luna, que albergaban una colonia dirigida por una obcecada mujer de ojos rasgados, en cuya mente, durante sus visitas a la Tierra, todos los tejidos del Arconte se desarmaban en pocos segundos; y en los domos de cristal de Marte, donde el régimen que había resultado de la adaptación a las duras condiciones de supervivencia poco lugar dejaba para nuevas formas de opresión; los había en los sombríos hábitats polares de Mercurio, hogar de un pueblo taciturno que dedicaba todo su tiempo al cuidado de las máquinas recolectoras de metales, y en las ciudades flotantes de Venus, donde la vida, persiguiendo el crepúsculo entre las nubes, transcurría como en un sueño, y los grandes líderes mundiales, los héroes y los dioses no eran para la gente más que el recuerdo de una era olvidada. En esos rincones del espacio todos conocían la historia del hombre extraordinario, el hombre de rostro aquilino, de mirada aguda y fiera, que no podía envejecer, y decía velar por el bienestar de la raza humana, procurando guiar cada uno de sus pasos; pero sus reglas, sus promesas de magníficas visiones, de emociones que ni siquiera las drogas más potentes podían provocar… las ofertas del Arconte, que sus mensajeros refrescaban en la memoria de los colonos, no bastaban para que esa gente, a excepción de pequeños grupos, deseara ponerse al servicio del gobernante terrestre y vivir de acuerdo a sus enseñanzas. El poderío del Arconte, al igual que su templo, estaba lleno de grietas.

—¿Tú crees, entonces, que mi vida corre peligro?, ¿que Yo, que supe engañar al tiempo y derroté a la vejez, permitiré que me doblegue un terremoto? —le espetó al siervo; al cabo de una pausa, se apretó el ceño con el pulgar y el índice y añadió, en tono conciliador—: Pero en verdad no hay nada que temer. Eres joven, Balhar, por eso tienes el corazón lleno de dudas. Yo llevo mucho tiempo aquí, el tiempo de varias generaciones, y la tierra ya se ha sacudido antes. Mi templo no se vendrá abajo. Regresa con los demás y transmíteles lo que te he dicho; podéis dormir tranquilos… —Guardó silencio para escudriñar las emociones del siervo, y el alivio que captó reconfortó su espíritu turbado; era como si de repente un ruido molesto y continuo hubiera cesado. El muchacho esbozó una débil sonrisa, se prosternó y abandonó el recinto. Al encontrarse solo una vez más, el Tejedor de Voluntades dejó escapar un suspiro y se puso de pie. Recorrió la estancia, pensativo, envuelto en los siseos de su túnica blanca, que dejaba al descubierto sus brazos delgados y nervudos, y en el tintineo de los muchos brazaletes y collares de oro, obsidiana, granate y lapislázuli que adornaban sus muñecas y su cuello. Así había construido su dominio, presagiando eventos cuya materialización no podía garantizar; sembrando, sin el auxilio del discurso, la confusión y la esperanza dentro de una u otra mente; plantando aquí delirios de grandeza, despertando allí sensaciones abrumadoras que volvían a las personas adictas a su manipulación. Y acostumbrado como estaba a aquel juego, algunas veces se dejaba enredar en la urdimbre de su propio engaño. En aquel momento, por unos instantes, se dijo que la convicción que acababa de ostentar delante del joven siervo tenía en verdad fundamento. Pero el Arconte no podía ver el futuro; si el vetusto edificio cedía, nada podría hacer él por evitarlo, y aunque había aprendido a gobernar su cuerpo al punto de detener el deterioro de sus células, si esos muros se desplomaban sobre él, no sería capaz de evitar que lo sepultaran. Mucho menos podría salvar de la muerte a sus siervos. Sin embargo, se daba cuenta ahora de que, si bien podía ordenar la evacuación y escoger cualquier otro sitio donde ubicar su trono, tal como había dicho Balhar, estaba tan apegado a aquel templo que la idea de marcharse le resultaba inconcebible. En un principio, el Tejedor había ido de ciudad en ciudad, de nación en nación, poniendo a prueba su poder, descubriendo el placer irresistible de controlar a sus semejantes; luego esa carga, que no deseaba soltar, lo había abrumado, y había buscado el consuelo de la reclusión. Había comprado aquel edificio abandonado, de muros y techos, columnas y molduras cubiertos por completo de intrincadas tallas: figuras geométricas, florales y zoomorfas; escenas de la vida diaria de la cultura que lo había construido, danzas cortesanas, batallas, hazañas de antiguos dioses… Le había gustado porque lucía como un espejo de su propia mente poblada de enmarañados pensamientos, de retorcidas historias, de miles de rostros y de voces. Su sed de poder, que le exigía visitar, a través de los mares y los desiertos, de las llanuras y las montañas, el interior de más y más seres humanos cada día, lo había empujado luego a la cámara más aislada del templo, con el fin de alcanzar una mayor concentración. Por último, luego de algunas décadas, había mandado cubrir las ventanas y tragaluces porque en la oscuridad le era más fácil visualizar su itinerario inmaterial. En esa perpetua penumbra, a la que sus ojos se habían habituado, alzó ahora las manos para tocar la superficie de los relieves, que veía como un amasijo incomprensible de líneas entrelazadas, y sus dedos reconocieron el contorno de dos figuras humanas unidas en un abrazo tan apretado que era imposible precisar al tacto dónde terminaba uno y donde comenzaba el otro. El Arconte no comprendió por qué de pronto tenía un peso en el pecho, por qué de pronto se sentía tan cansado. Quizás había estado cansado por mucho tiempo y recién ahora se atrevía a reconocerlo. Retrocedió, abrumado por la confusión, y en ese instante la tierra osciló de tal forma que el hombre cayó al suelo. La atmósfera se llenó de sonidos roncos, de gritos distantes, y cuando se restableció la calma, la luz, que por siglos había estado prohibida en aquella cámara, entró a raudales, encegueciendo al Arconte caído. Sollozó, cubriéndose los ojos, pero al cabo de unos minutos se incorporó, espiando entre los dedos, y avanzó, tosiendo, agitando las manos para disipar el polvo, sobre los escombros del muro que se había derrumbado, hacia otras estancias, siempre en pos de la luz, caminando primero y luego corriendo, hasta alcanzar el exterior.

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Ilustración: FRAGA

En la gastada escalinata de la entrada, el Arconte se detuvo de golpe y observó a la gente que, más allá del predio ocupado por el templo, iba de un lado a otro, aturdida por el último sacudón de la tierra. Atravesó el camino polvoriento que discurría en medio de la hierba chamuscada, fijándose en cada detalle del paisaje ordinario que tenía ante sí: el juego de sombras de los vehículos que levitaban sobre el ardiente pavimento; los rascacielos en forma de espiral, brillantes bajo el sol; la oscura selva que se extendía detrás de la ciudad…. La mente del Arconte, en la que día y noche susurraban las voces de aquellos a quienes invadía, se llenó de los sonidos de ese mundo cotidiano que había olvidado, de conversaciones y bocinazos, del ladrido de los perros, del canto de las aves, y recordó cómo se sentía ser simplemente un hombre, antes de descubrir aquel don, aquella anomalía cognitiva que había despertado su obsesiva ambición de poner al mundo entero a sus pies. Recordó cómo se sentía reír a carcajadas, y dejar que las lágrimas corrieran por sus mejillas sin preocuparse por secarlas; lo que era amar y ser amado sin condicionamientos; recordó el calor de otro ser humano en su piel, el deseo. Y recordó el sabor de la libertad, aquello que había perdido por consagrar sus horas a quitárselo a los demás.

Una expresión de profundo dolor contrajo su severo rostro. El suelo se movía de nuevo pero el Arconte apenas se percató. Aunque su cuerpo era aún el de un hombre joven, se sintió demasiado viejo para ese mundo en constante crecimiento; su personalidad se había formado con el legado de un tiempo primitivo, que él había tratado de mantener vigente desde el rincón más profundo y sombrío de su morada; el único sitio donde una criatura como él aún podía existir. Y sólo la inminente destrucción de tal sitio le había hecho comprender que su autoridad estaba desvaneciéndose; que el esfuerzo por conservar y expandir su gobierno lo había dejado exhausto.

Los gritos de las personas que ahora corrían en desorden, intentando ponerse a resguardo, le parecieron lejanos. Tambaleándose, volvió sobre sus pasos, buscando la mente de sus servidores para mandarles abandonar el templo. Cuando se topó con ellos en la escalinata y le rogaron que los acompañara, hizo como si no los hubiera visto. Estimuló en la conciencia de esos hombres y muchachos la creciente sensación de independencia que había plantando en el momento de ordenarles que se marcharan, y después de unos segundos le dejaron en paz y corrieron en dirección contraria. Algunos, no obstante, volvieron la cabeza conforme se alejaban, y vieron al Arconte atravesar el umbral de la entrada y avanzar bajo la lluvia de rocas, mientras los muros se rajaban y se combaban, hasta que toda la estructura se desmoronó con un estruendo ensordecedor, eliminando para siempre la potestad del Tejedor de Voluntades.


Natalia Lorena («Eneele») Horst es escritora de fantasía, ciencia ficción y terror gótico, y diseñadora gráfica.

NGC 3660 y Ficción Científica publicaron dos de sus relatos.

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