Revista Axxón » «Todo está lleno de trank: Capítulo 5, Capítulo 6», Víctor Conde - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

 

 ESPAÑA

5. UN MAYORDOMO (CASI) PERFECTO

Raquel Casamara estaba orgullosa de su nuevo mayordomo de metal. En cuanto su sistema operativo terminó de actualizarse, se puso en marcha con una fiesta de luces y sonidos digna del genio de la lámpara, hizo unas cuantas gracietas que hicieron reír a los niños y adoptó una actitud solícita, de sirviente perfecto para el hogar, tratando en todo momento con la mayor cortesía a sus nuevos amos y pidiendo que le diesen instrucciones sobre qué labores domésticas debía realizar.

—¿Cómo lo llamaremos, mamá? ¿Cómo? —preguntaron entusiasmados los chiquillos. Cada vez que llegaba un nuevo ser vivo a la casa (y para ellos el domobot entraba en esa categoría, pues podía moverse y hablar y contar chistes), la fase de búsqueda del nombre perfecto era un ritual. Tras los correspondientes sorteos, el pez globo de la pecera había acabado llamándose Mazinger, el epagneul papillón que le regalaron a Sofé por su cumpleaños se llamó Jeloukiti (escrito así, y sin acento, y todo ello a pesar de que el pobre perro era un macho), y el loro que tenía Yiun en su habitación acabó siendo Chuknorris.

—Creo que me toca a mí ponérselo, ¿no? Que hasta ahora no me habéis dejado bautizar ni a las hormigas —sonrió la madre.

—¡Oh, no, nooooo! —Los pequeños pusieron caras llorosas, de chantaje emocional—. ¡Nos toca, nos toca!

—Eh, niños, dejad a vuestra madre que para eso el mayordomo ha salido de sus ahorros —dijo Ramón, revolviéndole el pelo a Sofé—. Aunque, según esto —leyó el manual técnico del robot—, ya tiene nombre. Y es muy bonito: se llama DM3000/45813/SemproHYX7295v2.4. ¡Pura poesía posmoderna!

—Bobo —dijo Raquel—. Creo que lo llamaré… —rebuscó en los archivos mentales de su infancia— …¡Chao Li!

Su familia en peso la miró, desconcertados. No pillaban la referencia. Raquel se hizo la ofendida y les tiró un almohadón de la cama.

—¡Oh, vamos, no me digáis que cuando erais niños no veíais las reposiciones de los culebrones de los ochenta!

—Aún somos niños, mamá —le recordó Nicolás.

—Ese plural englobaba solo a tu padre, cariño. Venga ya, ¿tu madre nunca te bajó de Internet episodios de Falcon Crest? ¡Chao Li era el mayordomo de la casa! ¿No te acuerdas?

Resignado, Ramón se quitó las gafas redondas y sin montura, limpió los cristales y se las volvió a colocar, ocultando dos finas rayas rojas en el puente de la nariz. Ella le tiró otro almohadón.

—¡Mariposas que volan! —gritó Sofé, correteando con un origami de papel en las manos. Estaba muy feliz—. ¡Mariposas que volan! ¡Que volan!

—Se dice vuelan, cariño.

—¡Eso, que volan!

A pesar de las protestas de los niños, que querían ponerle algún nombre sacado de las series infantiles de moda, Chao Li —que al final se quedó así— cumplió a partir de aquel día sus obligaciones con diligencia y profesionalidad: hacía las camas, alimentaba a los animales, cortaba el césped, limpiaba la casa, fregaba la losa, planchaba… y un largo etcétera de cosas que se les iban ocurriendo sobre la marcha a sus dueños. El prospecto del fabricante decía que podía llevar a cabo sin inmutarse un máximo de mil doscientas labores domésticas diferentes, por lo que las familias que lo compraran no tenían que tener miedo de sobrecargarlo de trabajo. La serie Domobot 3000TM tenía potencia para eso y mucho más. El robot hablaba con ellos con frases sencillas, enunciativas, como se les enseña a hablar a los acusados ante un tribunal. Pero su tono de voz era cálido y protector. Lo tenían programado en su versión castellana, y jurarían que la voz que venía de fábrica se parecía mucho a la del tipo que doblaba en las viejas películas a Bruce Willis.

Durante los primeros dos meses no hubo problemas: realmente, aquella máquina era el complemento perfecto para el hogar, el electrodoméstico con el que las familias de todo el mundo habían soñado desde más o menos la era de los trogloditas. Chao Li ejercía sus funciones sin quejas y con pulcritud, y cuando los amigos del matrimonio venían a casa a alguna fiesta, el domobot era siempre el centro de los chismorreos. Hasta los niños estaban entusiasmados, pues resultó que uno de los periféricos que Chao Li llevaba incorporados era una impresora, y podía imprimir dibujos graciosos para los críos desde una ranura que tenía en el abdomen. Los retratos-robot —nunca mejor dicho— de Jeloukiti y de Chuknorris estaban a la orden del día.

Sin embargo, cuando se cumplió la novena semana de permanencia del robot en el hogar, empezaron a pasar cosas raras.

Ramón ya había notado que últimamente Chao Li tardaba más tiempo de lo habitual en recargar sus baterías. Lo hacía de noche, enchufado a la corriente, mientras la familia dormía, y por lo general no tardaba más de dos horas hasta estar a tope. Pero una noche, Sofé despertó a su padre para que le trajera un vaso de agua y, cuando fue a la cocina trastabillando como un zombi, vio que el domobot seguía enchufado. No se había desconectado él solo. Al mirar el reloj, comprobó que eran las cuatro de la madrugada. Hacía dos horas que Chao Li tendría que haber concluido su periodo de recarga.

Ese incidente no pasó de un comentario al día siguiente, durante el desayuno, en el que Raquel —muy dada, como ya se ha visto, a recordar cosas de cuando era niña y de la generación de sus padres— mencionó algo llamado «efecto memoria» que tenían las baterías antiguas, las fabricadas a principios del siglo XXI. Según ella, su madre le había contado que si no dejabas que las baterías se descargasen del todo, y las enchufabas a media carga todas las veces, terminaban por estropearse y conservar solo la mitad de su capacidad. A eso lo llamaron jocosamente «efecto memoria» de las pilas. Y Raquel lo enlazó con el sobre-exceso de alimentación de Chao Li.

—Espero que no sea porque su batería interna se ha estropeado. Si es así, lo llevaremos a la fábrica ahora que aún está en garantía.

—Vamos a ver —coincidió su marido—. A lo mejor es solo que se quedó dormido.

—Ramón, los robots no duermen.

—Ya.

Pero el incidente no solo se repitió en más noches, sino que la impresora de Chao también se estropeó. Cuando la familia se levantaba por la mañana para ir a trabajar y lo descubría aún allí, enchufado a la corriente, solía encontrar hojas tiradas a los pies del domobot que este había vomitado durante la noche como si le hubiese dado una diarrea de papel. Pero lo más raro eran los dibujos: los folios no estaban en blanco, sino pintados, y eran dibujos abstrusos, abstractos. No tenían sentido. Parecían una amalgama psicodélica de colorines mezclados en inflorescencias deletéreas. Chorreones de color que habrían podido pasar por un simple fallo del tóner de no ser porque, si se los miraba largo rato sin pestañear, uno descubría un cierto patrón matemático en ellos. Las espirales y los remolinos tenían esa aura repetitiva y musicalmente rítmica de los fractales.

Sin embargo, el incidente que lo cambió todo ocurrió a mediados de la undécima semana, una noche en la que los niños llegaban tarde a su hora de acostarse: habían estado viendo el show de Yam Park Go —una celebridad local— hasta muy tarde. Más o menos a la altura de la tercera protesta y del «¡no, papá, cinco minutos más!», Sofé fue a la cocina a por su obligado vaso de agua y vio que Chao Li estaba allí, silencioso en una esquina, con su apéndice de alimentación enchufado a la pared.

La niña, que había oído discutir a menudo a sus padres sobre ese tema, se hizo la mayor y fue a desenchufarlo a mano, barruntando un «ay, ay, Chao Li, travieso, mira que tienes hambre». Y entonces, ocurrió: el domobot se volvió loco en cuanto ella tocó el cable, lanzando pitidos y gritos y fogonazos de luz por la placa negra de su cabeza. Al mismo tiempo, extendió en abanico y con violencia todos sus brazos y apéndices manipuladores, algunos acabados en pinzas y agujas bastante afiladas, como un monstruo que de repente se dispone a devorar a su víctima.

Sofé lanzó un chillido de pánico. Sus padres acudieron corriendo para encontrarse con el espectáculo de su hija llorando de miedo a los pies de una monstruosidad mecánica que parecía un electrodoméstico fuera de control. El cable se le había desenchufado solo de la pared, y más folios eran vomitados por su impresora con rayones quebrados y explosiones de tinta como alaridos simbólicos de una mente enferma.

Ramón dirigió una mirada imperturbable a su mujer y dijo:

—Mañana mismo lo llevamos al taller.

Y Dios dijo: hágase el taller. Y el taller se hizo.

El coche de Raquel se desplazaba a toda velocidad, en modo automático, por la pared lateral de la autopista, agarrado con tentáculos invisibles a la pinza electromagnética de la vía. En el asiento de atrás iba el domobot, apagado y tumbado de costado. Los niños se habían quedado en casa de los vecinos con los que más confianza tenían.

Raquel miraba fijamente la pista, con aire abstraído, mientras Ramón consultaba la garantía en su versión on line. Seúl, con el paso del tiempo, se había convertido en una ciudad de superautopistas, como casi todas las grandes metrópolis del mundo. Los tentáculos de las magnetovías se expandían como los brazos de un calamar infinito, tanto horizontal como verticalmente, y formaban un sistema circulatorio de cemento que lo cubría todo: calles, avenidas, pulpos de varios niveles superpuestos, puentes colgantes… y trepaban verticalmente para hacer suyos también los edificios, las torres, las antenas. Los coches se conducían solos en modo GPS a velocidades que en épocas pasadas los conductores habrían considerado suicidas.

—Uhm… aquí no dice nada de problemas con la batería —rumió el ingeniero—. Ni en las FAQ ni en las consultas de los clientes se dice que este problema haya aparecido nunca. Según esto, las baterías son muy fiables.

—Pues qué bien. El nuestro viene a batir un nuevo récord —dijo ella de mal humor.

—Venga, no te pongas así. Al fin y al cabo, no pasó nada. Solo fue el susto que se llevó Sofé.

—No pasó nada… pero pudo haber pasado, Ramón. —Los ojos de Raquel estaban inquietos y saltaban de un punto a otro con un deje de furiosa y malsana suspicacia—. Imagínate que el robot funcionara mal. Imagina que al extender sus apéndices le hubiese hecho un corte en un bracito a la niña. Podríamos estar ahora mismo en el hospital, y no de camino a la fábrica para que nos cambien el modelo.

—Ya, todo eso ya lo sé… —Suspiró—. ¿Sabes qué es lo más gracioso?

—Qué.

—Que los niños me preguntaron si llevábamos a Chao Li al médico. Y cuando les dije que no era al hospital a donde lo estábamos llevando sino a la fábrica, para que nos dieran otro modelo, me miraron raro, como si estuviera diciendo una barbaridad. Creo que no se hacen a la idea de que Chao Li es un aparato, y que se puede cambiar por otro exactamente igual. Para ellos es como si fuera una persona.

—Ya… creo que se habían encariñado con él. Pero me da igual.

—A mí también. Nosotros hemos pagado un pastizal por un electrodoméstico, y si no funciona, tenemos derecho a uno nuevo, qué demonios. Al cuerno con las prosopopeyas.

Delante apareció por fin la torre de la empresa que fabricaba los modelos Domobot 3000TM. Era un edificio grande en cuya base se abrían tres bocas que se tragaban literalmente la autopista, apuntando a sendos puntos cardinales. El coche de Raquel fue devorado por una de esas gargantas y el GPS les avisó de que habían llegado. Treparon por una pared subiendo por una catenaria electromagnética, junto a otros veinte vehículos, y llegaron al parking preferente. En aquella empresa tenían una forma especial de cuidar a quienes venían con un impreso de reclamación en la mano.

No los hicieron esperar mucho. Unos solícitos empleados vestidos con un uniforme verde muy pulcro se hicieron cargo del «artículo para el hogar» defectuoso, y ellos pasaron directamente a una sala de espera limpia y elegante, decorada con gardenias. Menos de cinco minutos después, la puerta se abrió y un hombre que parecía un médico, pues llevaba una bata de científico, salió a recibirlos, todo sonrisas e inclinaciones de cabeza.

—¡Buenos días, señor y señora Casamara! ¿Españoles, verdad? Lamento que nos conozcamos en estas tristes circunstancias. Soy el doctor Syngman II Kim, encargado del departamento de domótica avanzada e inteligencia artificial de la firma.

—¿Doctor en Medicina? —preguntó Raquel.

—En ingeniería informática, pero en lo que a nosotros nos atañe, es casi lo mismo —bromeó—. ¿Qué le ha pasado a su electrodoméstico?

Procedieron a explicárselo con todo lujo de detalles. Era como si se estuvieran confesando, o como si estuvieran ante un consejero matrimonial. A medida que iban añadiendo detalles, la ceja derecha del doctor Syngman se fue arqueando más, milímetro a milímetro, sobre el pliegue epicántico de su ojo.

—Efecto memoria energética… hacía años que no escuchaba ese término. Evidentemente, con las baterías de isótopos de litio de la actualidad tal cosa es imposible, pero me ha hecho gracia que me lo recordasen —sonrió Syngman—. Un domobot que se enfurece si le interrumpen su recarga… Vaya, qué curioso. —Leyó en profundidad el informe—. Les juro que es la primera vez en todos los años que llevo al frente de esta empresa que escucho algo parecido.

—Pues qué bien —rezongó Ramón—. Parece que nos tocó la china. Con perdón. Expresión hispana.

—¿Pueden arreglarlo, o nos darán otro? —preguntó Raquel—. Mis hijos se han encariñado ya con ese…

—Les proporcionaremos uno nuevo, y además, de un modelo más avanzado, totalmente gratis. Será la forma de la empresa de disculparse con ustedes. Si quieren podemos copiar los registros de memoria social que generó ese modelo en torno a su familia durante esas semanas en su nuevo cuerpo, para que tenga más visos de ser «la misma persona» cuando se lo devolvamos.

—Pero… ¿y si el fallo está en algún lugar de su memoria eidética, comportamental? —preguntó Ramón—. ¿No se trasladará también al nuevo cuerpo con la copia?

—Sinceramente, lo dudo, señor Casamara —dijo el doctor. Jugueteaba con un bolígrafo para tablets en cuyo fuste se veía la silueta de una modelo en bañador de los años cuarenta del siglo pasado—. Esos registros no son memoria real, sino un edificio de enlaces que fue construyendo el modelo sobre las costumbres de su familia: horas de llegar a casa y de acostarse, cosas que les gustan y que detestan, lo que observó de las, ejem, intimidades del hogar… elementos así. Ese registro mejora la interactividad del domobot con sus amos. Yo creo que lo mejor es borrarlo todo y empezar desde cero.

—Yo también —dijo Raquel, a la que no le había gustado nada la inflexión que aquel hombre le había dado a la palabra «intimidades». Sabía que aquellos robots observaban y aprendían, pero hasta ese momento no lo había visto como un espía industrial metido en su hogar. ¿Le habría mandado una copia en algún momento a la central de ese registro de intimidades de su familia? ¿Lo habría leído alguien?

—Bueno, vamos a proceder a un análisis exhaustivo de la mente de este modelo, y averiguaremos lo que ha pasado. —Syngman exhaló un suspiro de satisfacción prematura. No tenía la menor duda de que lo conseguirían—. Les mantendremos informados. Mañana mismo, un mensajero les llevará su nuevo Domobot 3025+TM a casa.

—Estaremos esperándolo ansiosos —sonrió Ramón, no sin un deje de ironía, y estrechó su mano.

Abandonaron relativamente contentos la fábrica y volvieron a casa para darles la buena noticia a sus hijos: sí, seguirían teniendo un mayordomo. Y sí, sería una especie de versión mejorada de Chao Li. La clave para que no se pusieran tristes, se dio cuenta la madre, era ponerle el mismo nombre al robot nuevo que tenía el antiguo.

Pasó una semana sin nuevos incidentes, y con el ánimo general de la familia otra vez alto. El hermanito gemelo de Chao Li llegó —así se lo explicaron a la pequeña Sofé—, e hizo perfectamente bien sus labores. No se conectó nunca más de lo necesario a la corriente y jamás expulsó garabatos esquizofrénicos de su impresora. Este modelo, en elegante marfil industrial, era mejor y más bonito que el anterior.

Al lunes siguiente, recibieron un comunicado de la fábrica. Era del doctor Syngman, que solicitaba hablar con ellos en privado, pero no por vía telefónica. Preocupados, Raquel y su esposo volvieron otra vez a aquel despacho, donde el Syngman que los recibió era una versión sutilmente menos alegre, más sombría, que la de la vez anterior.

—¿Qué pasa, sucede algo malo? —preguntó Ramón, preocupado.

—No, tranquilos —dijo el doctor, poniendo algunos papeles encima de la mesa. Entre ellos estaban los dibujos que le habían traído los Casamara, los que había hecho Chao Li, solo que tenían marcas. Alguien había señalado unos puntos en los manchones fractales de color y les había endosado números, como cuando se estudian las huellas dactilares—. Es solo que… este caso ha despertado mi interés personal, como científico. Es algo insólito dentro del mundo de la robótica. Les pedí que vinieran porque a lo mejor pueden darme más datos.

Raquel y su marido compartieron una mirada telepática.

—Primero, como es lógico, analizamos la batería y los acumuladores del domobot, a ver si estaban bien. Lo estaban —prosiguió el doctor, mirándolos con una tranquilidad carente de sorpresa—. Así que tenía que ser un problema cerebral, no de cableado. Pusimos a nuestra IA más potente, He0 Huἥ, a lobotomizar el cerebro del androide… perdón, es una expresión que usamos por aquí.

—¿Y qué encontraron?

—La ansiedad que se generaba en DM3000/45813/SemproHYX7295v2.4 por conectarse más y más tiempo a la corriente tenía su origen en unas líneas de código mal escritas. O, mejor dicho, corrompidas por algún fallo durante su actualización del sistema. Su cerebro tiene varias directrices que son como los principios freudianos de la búsqueda del placer, solo que aquí lo que intentan es proteger los buenos «sentimientos» y la conducta intachable del domobot —explicó Syngman con voz grave—. Todas las conductas descubiertas por casualidad durante su proceso de aprendizaje, es decir, aquellas que sus amos premian y refuerzan, son dignas de ser atesoradas por el robot. Son «placenteras» para él, si me permiten la expresión. Pues bien, en un momento dado, y ni siquiera He0 Huἥ sabe por qué… en esa lista de placeres virtuales entró el conectarse a la corriente y… eh… libar cada vez más energía hasta sobrecargar el amperaje de sus baterías. El robot encontraba placer en esa sobrecarga, aunque para él debía de ser dolorosa. Por eso se enfadó cuando su hija intentó desconectarlo y privarle abruptamente del flujo eléctrico.

—P… pero… ¿y los dibujos? —La cara de Raquel era un poema. Como la de su marido.

—Los dibujos. —Una sonrisa enigmática se abrió paso por su cara—. Ahí es donde tenemos el verdadero tesoro de este caso. Esa sobrecarga dañó algunas áreas de su cerebro, entre ellas la que controlaba el volcado de imágenes a la caché de la impresora. Lo que el robot estaba imprimiendo… —aquí hizo una pausa dramática—, eran ni más ni menos que las «visiones» que tenía cuando se hallaba en los picos máximos de amperaje. Lo que su cerebro veía mientras la electricidad le hacía daño.

»En palabras más sencillas, señor y señora Casamara… —Los miró a los dos con infinita dulzura—: Tuvieron en casa al primer robot yonqui de la historia. Y lo que hizo fue imprimir sus «flipes» de heroinómano terminal, sus viajes lisérgicos al Nirvana robótico. Los analistas informáticos van a estar filosofando sobre el significado de estos dibujos durante siglos.


6. CRUCE DE CAMINOS

Marcus estaba deseoso de encontrar un sitio tranquilo donde entrar en comunión con lo que él llamaba «la parte más onírica de sí mismo», gracias al gramo de trank que le había sacado por la mitad de precio al listillo de Rapunzel. Pero claro, aunque esos sitios existían hipotéticamente, en la práctica eran difíciles de encontrar.

A su piso no iba a volver, eso desde luego. Porque no quería arriesgarse a que alguno de sus amables compañeros le robara todo lo que tuviera en los bolsillos mientras navegaba por los universos antimorfológicos del trank. Tampoco podía arriesgarse a perder la conciencia durante la media hora o así que duraba el cuelgue en mitad de un parque público, por razones obvias. Curiosamente, el mejor sitio para tener intimidad para este tipo de cosas era la cárcel, porque allí estaría vigilado y bien a salvo detrás de la barras, pero entrar en ella no era tan fácil como parecía. Y además, la pasma le requisaría el trank en cuanto lo viera —seguro que para usarlo ellos—. Así que el problema no tenía una solución trivial.

Pero sí que había un lugar, ahora lo recordaba. Sí, aunque a veces fuera amable con sus visitantes y en otras peligroso. Se trataba de unos antiguos estudios de cine patrocinados por el Estado, ya en situación de semi-abandono, donde lo más peligroso que uno podía encontrarse solía ser un nostálgico disfrazado, un superviviente de la era en que las películas se pasaban en un sitio lleno de butacas con una pantalla enorme por delante. Esos lugares ya no existían, hoy en día todo el mundo se descargaba los contenidos visuales directamente a sus redes sociales y los veían mientras hacían otras tres o cuatro cosas al mismo tiempo. Por eso, las tramas de las películas tenían por fuerza que ser muy sencillas, para que hasta un niño de cuatro años las entendiera, porque los productores sabían que la gente las vería prestándoles atención solo a ratos, y con solamente una cuarta parte de su cerebro. Si una trama era del tipo «chico conoce chica – chica se enamora de chico – ambos se casan al final»… uf, ya estaba siendo muy compleja para los gustos del gran público.

Los estudios Dandong; reliquias del pasado llenas de moho y colorines. Iría allí a disfrutar sin molestar a nadie de su trocito de cielo.

Se suponía que el solar estaba vallado, pero los que sabían qué cosas pasaban allí dentro también conocían los accesos. Así que localizó a un vagabundo que iba con cierta prisa, como el antiguo cliente que llegaba tarde a una sesión y aún tenía que comprar las unidades azucaradas de reventón pisingallo, y las bombas cancerígenas gasificadas teñidas de negro —se decía que esto era costumbre en la época de sus abuelos—. Inexplicable que uno destrozara su salud de esa manera solo por disfrutar de hora y media de ocio.

Siguiendo al vagabundo, localizó un acceso a través de una rotura de la valla y entró en los estudios. Había dos clases de personas allí dentro: los ya mencionados vagabundos, que solo buscaban un sitio al abrigo de la lluvia donde pasar la noche, y los frikis disfrazados, que practicaban un extraño juego de rol en el que, mientras estuviesen vestidos como su personaje favorito y dentro de aquel recinto, diluían su personalidad en la del personaje, y se convertían en él durante un rato. A Marcus no le daban miedo, a menos que imitaran a los protagonistas de una peli de artes marciales, con katanas de pega. Uno podía llevarse una hostia gratuita si simplemente se acercaba a preguntarles la hora.

Vio pasar dos chicas vestidas como colegialas pero con el pelo de colores y un maquillaje que recordaba las películas de zombis. ¿Colegialas sexys muertas vivientes? De todo hay en la viña del Señor… Se escondió cuando vio venir por un camino a dos tipos que parecían sacados de una película muy antigua, muy vintage, como se decía ahora: iban ataviados con pijamas de color amarillo y naranja, pelucas de pelo occidental —cuando los coreanos quieren disfrazarse de europeos o norteamericanos, tienen sus propios códigos para eso—, y pistolas láser de juguete en la cintura. Uno tenía unas orejas puntiagudas postizas, una referencia que Marcus no supo identificar. Ambos hablaban muy lentamente y en una jerga incomprensible.

Encontró lo que buscaba unos minutos después: al abrigo de uno de los edificios principales había un grupo de informatakas de pelambrera punk. Eran una tribu urbana de programadores radicales que venían a estos sitios a ejercitar sus habilidades, reventando antiguos códigos o forzando empalizadas de datos. Dos de ellos estaban sentados en posición de loto delante de una pared de símbolos de prohibición holográficos, que tapaba con su resplandor rojizo la entrada a un callejón. La miríada de señales de prohibición, con sus correspondientes diagonales cruzadas, decían que no se podía beber, ni comer, ni hablar, ni moverse, ni traer animales, ni no traer animales, ni saltar, ni dejar de saltar, ni fumar, ni dejar de fumar, ni hablar bajo, ni hablar alto, ni conducir, ni dejar el coche en casa, ni ser feliz…

Los informatakas tenían los brazos levantados y las manos vueltas hacia arriba. Tecleaban al revés en consolas puestas boca abajo, arrebatadamente, mientras sus sonrisas alternaban varios estados de ánimo deplorables como canciones de vodevil. Sus ojos estaban idos, perdidos en las mil permutaciones de aquellas señales rojas, entregados a la saga interminable de su paludismo.

—Perdón —dijo Marcus cuando atravesó la pared holográfica, emborronando una docena de símbolos. Los informatakas le insultaron y mentaron a su madre, pero no se movieron del sitio: siguieron tecleando de manera enfermiza, como los matemáticos analistas de entidades que trabajaban para las empresas de software. Él les dedicó una sonrisa horizontal—. Disculpen, solo será un instante…

Dejó la pared a su espalda y miró el callejón. Estaba vacío, ¡estupendo! Mientras los locos de los bits siguieran enfrascados en su juego —y podían pasarse así toda la noche, a menos que les picasen más mosquitos anofeles—, el holograma lo ocultaría de miradas indeseadas. Y podría disfrutar en paz de su viaje.

Se sentó en una esquina y sacó la ampolla con la droga. El trank podía entrar en contacto con el cuerpo humano de cualquier manera imaginable, y era igual de efectivo en todas: aspirado, inyectado, frotado sobre la piel como un linimento, goteando sobre los ojos como un colirio, mediante cápsulas ingeridas por la boca o por vía rectal… El método era elección del consumidor. Era cuando la linfa extraterrestre llegaba al cerebro, agitándose como una bestia selvática entre llamaradas de cuarzo rosa, cuando se producía el milagro.

Marcus solía ver una playa mientras estaba en trance. Detrás había una selva, y delante un mar inmenso de un tono lapislázuli precioso, cristalino. La suave pendiente de la arena se introducía en el agua como si nunca hubiese sido profanada por huellas humanas, en millones de años, y solo las conchas dejaran sus rastros en ella al ser arrastradas por la marea. Un sol redondo, dorado, que no hacía daño cuando lo miraba fijamente, colgaba de un horizonte plácido. Había islas a lo lejos.

Marcus se encontraba a gusto en ese lugar, y no solo a nivel consciente, cerebral, sino también en sustratos ocultos a los que su mente normalmente no llegaba. Lo más raro que tenía la linfa, el efecto cinestésico que producía, era una disociación de los conceptos con sus significados aparentes. Es decir: uno podía mirar fijamente una playa y no saber qué era una playa, el significado suelto en una especie de paquete que flotaba por algún lado, desligado totalmente de la imagen. Eso propiciaba las experiencias surrealistas, pues era como hacer regresar la mente a ese momento en el que uno acaba de salir de la madre y no posee nombres ni significados para nada. El aire no era aire, el suelo no era suelo. Esas sombras oscuras que se movían a su alrededor como colosos aún no eran personas.

Marcus había tenido experiencias realmente surrealistas en su playa. Cuando el trank borraba los significados del mundo, el agua se le había aparecido como un sonido plástico, una música elástica y figurativa que le cantaba canciones alegóricas. El sol se convertía en un gran ojo invertido, con el párpado hacia dentro, que estaba en dos distancias a la vez, muy cerca y al mismo tiempo increíblemente lejos. Así pues, tenía también dos magnitudes: pequeño como un microbio y grande como una galaxia.

Era un estado de esquizofrenia simulada, eso él lo sabía. Lo sabía mientras estaba fuera, pero no cuando entraba en él. El cerebro posterior se deprimía y no le mandaba al cerebro anterior los estímulos que necesitaba, por lo que este se vaciaba drásticamente de contenido. Era eso, un bebé abandonado, limpio y puro; un campo gravitatorio supraceleste, el final abrupto de una novela que nunca se escribió.

En numerosas ocasiones, Marcus se había preguntado si los Vahn verían así el mundo. Si esa era su clase de percepción. Pero no era posible, no en una civilización avanzada que había conquistado las estrellas: ningún ser puede llegar a fabricar herramientas, ni siquiera las más simples, si su mente trabaja en un plano psicodélico. En todo caso, inventaría herramientas para manipular los espejismos, pero nunca el mundo real.

A lo mejor eso era el trank, se le ocurrió: una herramienta para manipular los espejismos. Un destornillador-martillo-espátula para visiones alucinógenas.

Pinche molécula, como diría su amigo el sudamericano. El que entendía como gracioso subirse a los minaretes musulmanes a llamar a la oración con su disfraz de cerdo puesto. O el que había vendido polvos de talco como repelente para tiburones falso.

Entonces, la vio: la sombra que se movía unos metros más adentro, en el callejón. Hasta que no varió de posición permaneció invisible. Parecía una mujer menuda y muy flaca, como si hubiese pasado por un serio periodo de hambruna.

Marcus estaba a punto de mojarse el dedo en saliva para pringarlo con el polvillo negruzco y aplicárselo por frotación en el cuello, cuando se detuvo. Trabajosamente, se puso en pie y caminó hacia la mujer. No era ni bonita ni fea, sino que poseía un rostro redondo en el que los rasgos se estiraban como ingredientes de una pizza para abarcar bien sus espacios asignados. Era de mediana edad, y parecía tan sucia como para haberse marcado ella sola un cruce de montañas, sin piolet ni parka.

—¿Señora, está usted bien? —preguntó en su vacilante coreano, a pesar de que la chica tenía pinta de europea. Ella medio abrió un ojo y le miró. Llevaba algo agarrado con fuerza en una mano, un manojo de papeles arrugados. Y también una especie de caja, pero no compacta, sino como si fuera uno de esos ordenadores antiguos de torre que los informáticos se fabricaban en plan monstruo de Frankenstein, ensamblando piezas de aquí y de allá.

Unos segundos después, la mujer reaccionó dando un respingo. Se apartó de Marcus como si la estuviese amenazando con un cuchillo, arrastrándose por el suelo.

—¡No me haga nada, yo ya no los tengo! —gritó en inglés—. ¡Me los quitaron! ¡Tenga piedad!

—¡Eh, eh, tranquila! ¡Nadie la está amenazando! —dijo él, en tono conciliador—. No voy a hacerle daño. ¿Tiene algún problema grave, quiere que llame a la policía?

Esa posibilidad asustó aún más a la mujer que el estar sola en un callejón con un desconocido.

—¡No, a la policía no! ¡Tienen contactos dentro, la tienen comprada! Conocen… ellos… ellos son… están por… por todas partes… —Su voz fue cambiando de modulación hasta convertirse en un gemido lastimoso.

—Mire, señora, aquí no puede quedarse, es peligroso. ¿No tiene ningún lugar al que ir, su casa o la de un amigo…?

La mujer sacó de su bolsillo un puñado de billetes arrugados y se los tendió.

—Usted es uno de esos trankis que vienen a este parque, ¿no? Tome, con esto podrá comprar más. Se lo doy si me lleva a un lugar seguro.

Marcus volvió a meterle otra vez el dinero en el bolsillo, sospechando ya que aquella mujer no estaba del todo cuerda. De ella emanaba un olor intenso, cáustico, como si no se hubiese duchado en semanas. Y además, tenía rastros de hierba y de tierra de las montañas por todo el cuerpo. La hipótesis de que se había marcado un periplo por la zona salvaje del país ella sola ganaba fuerza, y también que lo había concluido arrastrándose por los ventosos arrabales polvorientos de la ciudad.

—Vamos a ver, empecemos por su nombre. Está claro que necesita ayuda. Yo soy Marcus.

—Me… me llamo Marga, soy española. Tra… trabajaba en el instituto de astrofísica del CEM.

—¿Una astrofísica? ¿Y qué hace tirada en un callejón de madrugada?

—Ayúdeme a levantarme. —Marcus lo hizo—. ¡Dios, las agujetas! Han sido muchos kilómetros, me arden las piernas… Me persigue un grupo teórico-terrorista llamado Noviembre Negro, no sé si habrá oído hablar de ellos…

—Eh… sí, pero pensaba que eran frikis con demasiado tiempo libre.

—Su amenaza es muy real, créame… Matan a la gente. La secuestran. —Una descarga de lágrimas humedeció sus ojos—. Nos llevaron por la fuerza a las montañas, a mi jefa y a mí… para obligarla a borrar todo rastro de sus investigaciones sobre los Vahn. La mataron. La… la mataron. —Observó la papelina con el gramo de trank que Marcus llevaba en la mano, intocada—. Oh, lo siento, le he aguado la fiesta…

—No se preocupe, ya habrá tiempo para esto luego. Oiga, esto me sobrepasa, y creo que a usted también. Debe hablar con alguna autoridad pertinente. La voy a llevar a la comisaría más cercana, y allí cuidarán de usted, y seguramente querrán oír toda su historia.

—Pero la policía…

—No está comprada, confíe en mí. Conozco bien a los de este barrio, me he cruzado con ellos muchas veces. Son un poco capullos, pero no creo que estén metidos en esa clase de asuntos.

La ayudó a salir del callejón, renqueando. La mujer no se separaba ni de su miniordenador ensamblado ni de sus papeles arrugados. Sostenía ambas cosas como si su vida dependiera de ello.

—Gracias, Marcus… es usted buena gente.

—No se fie; en esta ciudad, cualquiera con una sonrisa bonita podría ser un violador.

—Pero usted me está ayudando.

—Sí… supongo que sí, ha tenido suerte de encontrarme a mí en lugar de a otros. O de que yo la encontrara a usted. —Hizo un mohín—. Hay gente que es más ladina que un vendedor de paracaídas de desecho. O que esos telepredicadores que venden versiones no censuradas de los diez mandamientos, con doce más.

Se detuvieron por fuera del callejón. Un coche se acercaba por el camino que circundaba la nave principal del estudio: a primera vista parecía un vehículo normal, de esos 4×4 urbanos que techo bajo y ruedas anchas. Pero incluso Marcus, que no era para nada propenso a la paranoia, notó que había algo raro en él. Primero, porque por aquellas calles no solía transitar ningún coche. Y segundo, porque se movía muy despacio, como si su objetivo no fuera trasladar a sus ocupantes de un lugar a otro, sino vigilar las sombras. Mirar desde el interior de sus cristales tintados a las tribus urbanas que allí se reunían. De su motor surgía un ronroneo fangoso, con una especie de frecuencia intestinal.

Marcus se dio cuenta de que tanto él como Marga se habían escondido instintivamente detrás de la esquina, en la sombra. Y le pareció una estupidez. Otro lamentable episodio de las aventuras de Marcus el Vista de Águila.

—Ande, vamos —la urgió—. Cuanto antes acabemos con esto, mejor. Cuando venía para acá, vi un quad aparcado tras esos árboles. Seguramente será de alguno de esos informatakas. Le pediré que la lleve a la comisaría.

Cuando salieron de las sombras, reluctantes —sobre todo la mujer—, el coche frenó en seco. Y se quedó allí, en la oscuridad, como si estuviera a la espera de algo. Como un telón de fondo se veía una pared pintada con un graffiti autocensurado, hecho a base de asteriscos: «V**a *l ******rón *****cano». Marga perdió color en las mejillas, y aceleró el paso hacia los árboles donde su amable salvador aseguraba que estaría el quad. De la parte de atrás del 4×4 salía una antena como una especie de órgano prolapsado, que apuntaba hacia ellos.

—Esto no me gusta… —murmuró la española en su lengua materna—. No me gusta nada…

Llegaron hasta los árboles. En efecto, había un pequeño quad con manillar de motocicleta aparcado allí. Cerca, dos jóvenes disfrazados de personajes de anime se hacían arrumacos en la espesura. Ninguno los vio llegar. Marcus se fijó en que el vehículo tenía las llaves puestas, pero cualquier pensamiento nefasto derivado de ese hecho se evaporó. Él no era un chorizo, no robaba a la gente.

Ese pensamiento duró en su cabeza exactamente dos segundos más: el tiempo que tardó el 4×4 en poner violentamente la marcha atrás y salir disparado de culo hacia ellos. Una de las ventanillas tintadas se abrió por un costado, y de ella salió una mano que empuñaba un arma.

—¿¿Lo ve?? —gritó Marga—. ¡Se lo dije! ¡Son ellos!

—Mierda… —Marcus se subió a horcajadas al quad como el jinete de un caballo, y esperó a que ella se sentara a su espalda. Puso en marcha el vehículo, lo que provocó que los jóvenes de los arrumacos interrumpieran lo que estaban haciendo y asomaran la cabeza de entre los arbustos.

—¡Eh! —gritó una chica cuyos pechos desnudos lucieron blancos a la luz de la luna—. ¡Ladrón, bájese de ahí! ¡Socorro, policía!

—Eso, que venga la bofia… —dijo Marcus, metiendo la primera marcha—. ¡Sujétese!

Las persecuciones reales de coches no son como en las películas. No se realizan a velocidad suicida ni haciendo cabriolas en medio del tráfico. En realidad son muy lentas y seguras, pues ambos conductores quieren, antes que nada, no estrellarse y que la persecución continúe. Se confía más en la resistencia y la permanencia en la carretera que en la velocidad y el riesgo. Eso lo descubrió Marcus cuando trató de alejarse del coche que los perseguía, zigzagueando entre los árboles. Los faros del perseguidor eran ojos de sapo en la niebla. De la ventanilla del conductor brotaron órdenes, gritos, peticiones formales para que se detuviera… parecían horrendas parodias de un canto fúnebre en falso árabe.

—¡Son ellos, Noviembre Negro! —chilló Marga, agarrada a su cintura. Tenía el ordenador encajado entre ambos cuerpos, sus aristas clavándose en la piel de Marcus de manera dolorosa—. ¡Viene a por mí!

—¡Pues menuda gracia! ¡En cuanto veamos a un policía, se baja y se abraza a él como si fuera su padre, ¿estamos?! ¡No quiero que me meta en sus follones, sean cuales sean!

Marcus se dio cuenta de que la cosa iba en serio cuando las balas empezaron a surgir de las armas. Pero no era munición normal, de la que iba «en línea recta»: eran balas locas, proyectiles preparados para hacer quiebros en el aire y acercarse al blanco desde direcciones imprevistas, para sortear sus escudos. Marcus los vio zumbar en trayectorias desbaratadas dejando rastros blancos. A cierta distancia, sobre la valla que limitaba el estudio, una familia de objetos grises evolucionaba con una finalidad prevista: pequeños drones del servicio de Parques y Jardines de la ciudad que aprovechaban la noche para regar y fumigar. Las balas esquizofrénicas golpearon a uno de ellos, derribándolo con una explosión de fuego.

—¡Esos tipos van en serio! —protestó, como si elevar su queja a alguien sirviera para algo. Marga se abrazó con más fuerza a él para no caerse mientras el quad fabricaba sus propios atajos a través de los jardines.

—¡Se lo dije, son Noviembre Negro!

—¿Y por qué demonios la buscan a usted?

—¡Me escapé de su búnker en las montañas, y les robé una teoría revolucionaria de la física!

Marcus clavó sus ojos pasmados en ella a través del retrovisor.

—¿¿Qué??

Llegaron al límite de la valla, pero era como una red de pesca metálica: Marcus sabía que si intentaba atravesarla se quedaría atrapado en ella como un pez, así que no lo intentó. Dio un volantazo y se dirigió de nuevo hacia el callejón donde había encontrado a Marga, detrás de la barrera holográfica de los informatakas. A su espalda quedaron los edificios de la ciudad, surtidores de cemento líquido que se elevaban a gran altura abriéndose en ramificaciones de coral negro. Las calles sesteaban bajo lo que podía haber sido un tranquilo cielo de otoño. Aquel barrio no era especialmente pijo, pero tenía sus empresas refugiadas en agujas que pinchaban el cielo, en manojos de espirales blancas, rematadas por azoteas en un tour de force de azulejos y mosaicos.

Los proyectiles seguían dibujando sus estertores y líneas quebradas en el aire, como balas trazadoras. Los dos chicos a los que les había robado el quad, desnudos, se ocultaron tras un árbol cuando el rugiente 4×4 pasó junto a ellos.

Las ruedas del quad encontraron un bache y dieron un tumbo. A Marga estuvo a punto de caérsele su caja, pero la agarró en el último segundo con dos dedos. Parecía que aquel trasto le importaba más que su propia seguridad, pero sus motivos tendría: ahora mismo, Marcus no tenía cerebro para otra cosa salvo para conducir. Estaban a solo dos segundos de la pared de señales de prohibición holográficas, y del estrecho callejón que se ocultaba detrás. Los informatakas, alertados por el ruido, se volvieron con caras de disgusto, y lanzaron gritos de pánico cuando vieron que los dos vehículos se les echaban encima.

Una avispa a reacción penetró por detrás de Marcus, hizo un nido explosivo en el hombro de su chaqueta y taladró un orificio perfectamente redondo, sin estrías, en el retrovisor izquierdo. Su aturdida mente tardó unos segundos en comprender que se trataba de una bala.

¡Le habían disparado! ¡Se habían atrevido! Miró de reojo la explosión de pana y hebras deshilachadas de su hombro, para ver si encontraba sangre. No estaba seguro de si le habían rozado o no; el dolor aún no había alcanzado su entumecido cerebro. Sinapsis lentas, espesadas por el miedo. Marga parecía estar bien.

—¡Agárrate! —le advirtió justo cuando atravesaron la pared de hologramas. Ella cerró los ojos. El 4×4 aceleró porque ya prácticamente los tenía a tiro…

Y entonces, sucedió.

El quad se había metido como una bala en el callejón, pero cuando le tocó el turno a su perseguidor, este resultó ser unos centímetros demasiado ancho por cada lado como para caber. El 4×4 se estrelló con un estruendo aparatoso contra las dos paredes, haciéndose polvo la chapa y los faros, y se detuvo en seco. Su conductor no había podido preverlo porque los hologramas las tapaban.

Pero eso no fue lo más aterrador, sino el hecho de que el copiloto, que no llevaba puesto el cinturón porque estaba disparando, salió disparado por el parabrisas delantero y aterrizó en medio del callejón, justo a los pies de Marcus, que había frenado su vehículo. El tranki y la científica observaron fijamente aquel cadáver durante unos segundos de terror: ambos habían visto antes la muerte, ella cuando escapó del campamento y él en un par de ocasiones en que la droga había hecho estragos entre sus compañeros. Pero nunca la había tenido delante tan desnuda, tan clara, pinchada en la punta de su propio tenedor. Aquel hombre había muerto por su culpa, aunque fuera en defensa propia: su cráneo aplastado, tumescente, los miraba con ojos que, colgando de los nervios oculares, seguían preguntándose qué pasó.

Marga vomitó, manchándole la pernera del pantalón a su compañero. Este aceleró otra vez y se dirigió, esta vez sin miramientos, hacia la salida del estudio.

—Vas a tener que explicarle a la policía un verdadero montón de cosas, guapa —gruñó.

Ambos se fundieron en el tráfico de la noche. Fundido a música rock.

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