«El cazador, el vórtex, la mujer y su amante», Natalia Cáceres
Agregado en 2 agosto 2020 por richieadler in 294, Ficciones
ARGENTINA |
El vórtex, en lugar de cerrarse, parpadeó unos instantes, como si se hubiese producido una interferencia, y permaneció abierto. Yui lo miró con una mezcla de curiosidad y preocupación que se manifestó en el ondular de sus antenas. Sus ojos de reptil –última orgullosa adquisición–, veían a la perfección, pero eran de lo más inexpresivos. Fue su mujer quien insistió hasta convencerlo de que se implantara las antenas expresionales con las que Yui se sentía ridículo, y eso hacía que vibraran de indignación cada vez que era consciente de ellas. Tenían un acuerdo con su esposa, ella no se metía en sus negocios y él complacía sus caprichos. Precios justos por tratos justos.
Esa tarde se demoró más de lo debido en continuar su camino. Las ideas le pesaban, le costaba organizar en su mente el itinerario a seguir. Le molestaba sobremanera que sus planes dependieran del accionar de terceros, la incertidumbre le provocaba paranoia, y eso lo llevaba a repasar varias veces cada decisión a tomar. Escondió en un pozo disimulado entre unos arbustos un paquete de píldoras que debía entregar al anochecer. Dio media vuelta y volvió sobre sus pasos.
El vórtex latía en medio de la bruma cuando Yui se aproximó un poco más. Sí, allí palpitaba toda la energía de un portal que aún no ha sido atravesado, pese a que él lo había hecho menos de diez minutos atrás. ¿Alguien más estaba utilizando el mismo acceso o se trataba de un error tecnológico? Estaba bastante seguro de que Nambo era un destino que nadie querría explorar. Aquel páramo brumoso que venía visitando en los últimos meses no podía poseer nada de interés para los cazadores –usuarios exclusivos de los vórtex con destino a lugares sin urbanizaciones–, no había allí ninguna forma de vida valiosa.
Que el propio Yui todavía se hallara en ese lugar era circunstancial. Dicha circunstancia se basaba en el hecho de que era un tramposo en todos los aspectos de la vida, excepto en el profesional. No era un cazador experto en trampas. Alguna vez lo había sido, pero su inclinación al resto de las trampas había ocasionado su deshonroso despido. Años después, y utilizando ilegalmente una tarjeta de cazador modificada para acceder a distintos destinos programados, Yui atravesaba el nebuloso páramo de Nambo sólo para despistar su verdadero rumbo. Su destino final se hallaba en la ciudad de Portia, en un lujoso módulo habitacional donde engañaba a su esposa con una ardiente ricachona a la que le vendía sustancias ilegales a precios exagerados. El viaje actual era pura especulación, ya que Zande hacía más de dos meses que no lo llamaba, ni por negocios, ni por placer. El humor de Yui se manifestaba en sus antenas.
El vórtex en medio de la bruma desataba demasiados interrogantes en su cabeza, sus antenas expresionales bailoteaban desquiciadas. ¿Su mujer? ¿Su amante? ¿Algún narcotraficante despechado? ¿Un cazador furtivo? ¿Un inspector curioso? Múltiples posibilidades, ninguna a su favor. El corazón le galopaba con fuerza y Yui no podía hacer otra cosa que mantener la vista en el lugar por donde algún ser debía materializarse. Vio una fluctuación en medio del vórtex y el instinto de conservación fue más grande, de un salto se escondió tras un arbusto gigante que lo ocultó sin problema. Se quedó allí expectante, con la mano sobre el cuchillo que escondía en una de sus botas.
A la aparición la precedió una risotada que hizo que sus antenas se estremecieran con una mezcla de furia y estupor. Su esposa. Podría reconocer esa risa en cualquiera de los mundos. ¿Dónde había quedado el honor? Yui apretó los puños y juntó bronca para encararla como debía por no respetar el trato, que siempre fue tronco salvador del perpetuo naufragio de su matrimonio. Pero no hizo a tiempo de abandonar su escondite, puesto que otra risa lo obligó a quedarse petrificado con las antenas tiesas, a punto de manifestar una creciente desesperación.
La segunda risa pertenecía a su amante. ¿Qué perverso plan urdirían esas dos para destruirlo? ¿Pretendían darle alcance y confrontarlo, chantajearlo, hundirlo? Oh, no podía permitir que su hombría fuese puesta en jaque, ya se las verían con él y todas las cosas que tenía para… Yui se sentó sobre la raíz del arbusto y se agarró la cabeza. Cada una de esas mujeres tenía entre sus manos la información suficiente para arruinarle tanto la vida que no pudiese aspirar a ser mejor que uno de esos entes flotantes e insípidos –los Urgos– con los que se cruzaba de vez en cuando y tantos escalofríos le provocaban. Sin embargo, en ese momento no podía hacer más que quedarse en el mismo lugar y ser testigo de lo que el destino le deparase.
Ambas mujeres caminaban de la mano, susurrando y riendo sin parar. El hecho de que rieran de él ya tenía a Yui sin cuidado, con ese par en sociedad no era lo peor que podía sucederle. Se dirigieron en línea recta hacia un punto fijo, no lo estaban buscando; tampoco paseaban, ya habían estado allí antes. El vórtex se cerró tan silencioso como se había abierto. Las dos mujeres de su vida se perdieron tras un gran ambrul de tronco ancho, ramas cortas y grandes hojas que al caer formaban un amplio colchón de tonalidades variadas de azul.
Tras unos instantes de indecisión, Yui salió sigiloso de su escondite y se acercó al árbol con cautela. Ya no se oía más que el leve murmurar y el crujido de las hojas secas. El tronco del ambrul tenía numerosas protuberancias de las que Yui se valió para trepar hasta la copa, a casi tres metros de altura. Consiguió encaramarse sin hacer ruido y desde allí pudo observar la escena que se desarrollaba al otro lado.
Su mujer y su amante se hallaban arrodilladas sobre el colchón de hojas, revolviendo entre las mismas. De vez en cuando, una de ellas soltaba un gritito de júbilo y guardaba algo en un lienzo que estaba dispuesto entre ambas. Desde las alturas, Yui no alcanzaba a ver de qué se trataba. No porque sus ojos de reptil no pudiesen distinguirlo, sino porque siempre el hallazgo quedaba oculto por el cuerpo de alguna de las dos mujeres. Durante interminables minutos se dedicaron a la misma tarea. Al terminar, se sentaron una junto a la otra a seleccionar su recolección. Recién cuando colocaron su botín dentro de una bolsa transparente y regaron su contenido con una botella, Yui pudo vislumbrar de qué se trataba. Lo supo al ver la botella, era su amante quien la portaba y el propio Yui se la había vendido. Era un potenciador, un brebaje que hacía que las sustancias psicotrópicas tuviesen un efecto más duradero en el organismo. Lo que sus mujeres habían recolectado con tanta gracia era nada más y nada menos que una especie de hongo alucinógeno que se creía extinta hacía mucho tiempo y cuyo nombre no podía recordar por más que se esforzara. De dónde habían sacado la información acerca de su ubicación era algo que lo perturbaba sobremanera.
Yui tomó una decisión, se acercaría a ellas cuando estuviesen tan drogadas que lo consideraran una alucinación y las interrogaría acerca de los hongos y de su acceso al vórtex. Con esa información podría evitarles el paso a ese páramo y así tener la exclusividad del negocio de los hongos. Acomodó mejor su cuerpo en la copa y se dispuso a esperar.
Tras un tiempo que se le hizo interminable, Yui consideró que era momento de entrar en escena. Descendió del árbol sin hacer movimientos bruscos, caminó hacia ellas con la mayor naturalidad que le fue posible y se sentó al borde del cúmulo de hojas. Se propuso no mirarlas demasiado hasta saber si su presencia pasaba desapercibida, pero no pudo cumplir, le resultaba imposible concentrarse en otra cosa que no fuera sus cuerpos relajados.
Xelia, su esposa, seleccionaba hojas del suelo y se las acomodaba en la falda arremangada sobre los muslos. Desde donde se hallaba sentado, Yui podía vislumbrar su ropa interior sin esfuerzo. Zande, su amante, se había recostado boca arriba sobre las hojas y observaba el cielo con gesto asombrado, de vez en cuando reía y sus enormes pechos se bamboleaban sin control. Las antenas expresionales de Yui comenzaban a manifestar su excitación. Intentó controlarse recordando la razón por la que había abandonado su escondite. Se obligó a pensar en el monopolio de los hongos y la cantidad de dinero que podría llegar a ganar en poco tiempo. Necesitaba la información que ellas poseían y esa era su única oportunidad de conseguirla. Debía pensar en frío y reprimir sus impulsos primitivos. Cerró los ojos e imaginó números de muchas cifras, el aroma de un vehículo nuevo, infinitos destinos por conocer, manjares por descubrir, nuevas drogas que probar. Se detuvo antes de que su mente inventara feminidades exuberantes de razas desconocidas o debería volver a concentrarse, y no sabía de cuánto tiempo más disponía.
Abrió los ojos y ahí seguía Xelia contabilizando hojas. Esta vez se concentró en su rostro calculador y por fin pudo comenzar a interrogarla. No quería sacarla de su sopor, así que las preguntas no fueron demasiado específicas. Pudo sacar en limpio que ya habían hecho esa incursión varias veces, copiando de alguna manera el acceso a los vórtex del “imbécil de su marido”. Las antenas de Yui vibraron con furia, movimiento que se detuvo en seco cuando las manos de Zande las atraparon por detrás con una risa que, muy a su pesar, volvió a excitarlo. Se giró lentamente para que el dolor que le provocara el tirón enfriara su mente. Al interrogar a su amante mientras se hallaba entretenida con sus antenas, se enteró de que habían descubierto los hongos por casualidad, pero la risa comenzó a reemplazar casi todas las palabras y no pudo comprender la mitad de la explicación. Como si eso no complicara lo suficiente la situación, vio de reojo que Xelia se aproximaba gateando hacia ellos. Se detuvo al llegar a los pies de Zande y le clavó una mirada tan significativa que Yui por un instante sopesó la posibilidad de que se comunicaran mediante telepatía. No tuvo tiempo de ahondar en dicha hipótesis porque las cosas a su alrededor se ponían cada vez más extrañas.
Zande extrajo un dispositivo desconocido de entre sus ropas, era algo redondo, de tamaño pequeño y lo llevaba colgando del cuello. Sonrió cómplice y se lo acercó a los labios. Xelia se puso de pie en el límite del montículo de hojas, alejada de ellos; levantó ambos brazos uniendo las manos sobre la cabeza, se colocó en una graciosa pose y esperó. La ocarina en manos de Zande rompió con las primeras notas el silencio de la tarde. Las antenas de Yui se paralizaron, expectantes. La inmovilidad de Xelia se desarmó y sus extremidades se embarcaron en una danza que hipnotizó a su marido sentado en el suelo cuyas antenas oscilaban entre una mezcla de excitación y nostalgia. ¿Cuándo fue la última vez que la había visto bailar? Parecía envolverse en cada nota sostenida en el aire, dejarse abrazar y transportar por el sonido. Los ojos de Yui se posaron en los de Zande, que brillaban siguiendo los movimientos que su dulce música provocaba.
Los pensamientos de Yui comenzaron a tejer una historia más allá de las circunstancias actuales, una historia que no estaba seguro de querer desentrañar. Entonces sus ojos se posaron en una cuarta figura que se había acercado con sigilo a observar el espectáculo. Las antenas expresionales vibraron al son del escalofrío que trepó por la columna del ex cazador. A su lado, flotando indolente con la mirada vidriosa, un Urgo observaba la danza de su mujer con un interés que nunca nadie había logrado vislumbrar en uno de esos seres. Unas manos enormes colgaban a ambos lados de sus piernas cruzadas en posición de loto, y en medio de éstas asomaba un pene de tamaño monstruoso. Yui se pasó las manos por la cara y sus antenas manifestaron un creciente desconcierto. Se había cruzado repetidas veces con esas criaturas y estaba seguro de que sus genitales no se notaban a simple vista. Ya no pudo apartar los ojos del ente que tanto desagrado le provocaba, sobre todo porque se instaló en su cabeza la idea de que si decidiera atacarlos, no tendrían la más mínima oportunidad de defenderse. Siempre les había atribuido una naturaleza pacífica que rozaba la abulia, pero al contemplar su reacción a la danza de Xelia comenzó a dudar seriamente de sus prejuicios.
Aquel miembro se erguía entre sus piernas como un animal desperezándose. Para terminar de completar ese cuadro, su esposa se acercó y comenzó a acariciarlo con dedicación. Yui no salía de su estupor, las antenas no eran suficiente para expresarlo, así que su boca se abrió sin su consentimiento. Se sentía atrapado en una alucinación inducida por psicotrópicos, pero con la contundente certeza de que no existía una escapatoria real. Nunca se había sentido tan carente del control de una situación en toda su vida.
Zande se aproximó también al pene del Urgo, que para esa altura en la mente de Yui ya poseía entidad propia, y se unió a las caricias. La ocarina descansaba entre medio de sus pechos, por lo tanto con la mano que le quedaba libre tomó el mentón de Xelia, lo atrajo hacia su rostro y comenzó a besarla con pasión. Con ese pequeño gesto, logró que Yui comprendiera que el único espectador en esa escena era él.
Se retrotrajo a su pubertad, cuando soñaba con ser un cazador sólo para entrar en contacto con aquellas extrañas mujeres alienígenas que observaba en su monitor privado. Azorado y con el pene duro como una piedra, las veía fornicar con humanos en las películas prohibidas que su padre podía conseguir en sus viajes. Eyaculaba avergonzado entre sus sábanas, con toda la culpa que la religión le había inculcado.
Una sonrisa torcida se instaló en el rostro del Yui adulto, que había llegado a ser cazador, conocido infinidad de lugares y copulado con todas las razas conocidas por la humanidad como si estuviera llenando un álbum de figuritas. Se había creído un experto en materia sexual, y sin embargo, nunca se había sentido más excitado en su vida que en aquel extraño momento. El vértigo que le ocasionaba la remota posibilidad de que el Urgo de pronto quisiera penetrar a una –o ambas– de sus mujeres con ese miembro de proporciones descomunales hacía que se sintiera a punto de estallar.
Se hallaba en un estado mental tan inesperado que los planes que su mente había esbozado de antemano cambiaron de forma radical. Ahora sopesaba dos opciones. Una era filmar escenas como la que presenciaba en ese instante, alucinaba con la cantidad de dinero que le pagarían por ese tipo de pornografía exótica. La otra, y muy a su pesar era la que iba ganando peso, era conservar esas instancias para su placer personal, no compartir esa sensación –física y mental– con ningún otro ser vivo.
Mientras se perdía entre estas cavilaciones, las dos mujeres se habían entrelazado en una danza de caricias y gemidos que logró que ambas entidades masculinas eyacularan al mismo tiempo. Yui quedó sentado al borde del cúmulo de hojas, muy poco consciente del momento en que había comenzado a masturbarse sin tapujos. Se quedó con el corazón palpitante, las antenas caídas y una creciente nostalgia porque todo hubiese acabado. Recién entonces fue testigo de la escena que lo hizo comprenderlo todo. Ambas mujeres habían sostenido el pene del Urgo en el momento del clímax como si se tratase de un cañon, lo habían dirigido hacia la sombra del ambrul, al centro mismo de la montaña de hojas. Al cabo de un instante, el Urgo se alejó flotando, desinteresado por cualquiera de ellos como si formaran parte del paisaje. Su gigantesco miembro había desaparecido dentro de su cuerpo junto con todo rastro de deseo sexual.
Ambas mujeres, luego de chequear que el semen se hubiese depositado donde haría crecer más de sus preciados hongos, acomodaron sus ropas, sus cabellos, tomaron la bolsa que permanecía casi llena, le dedicaron un par de sonrisas sarcásticas y se alejaron de la mano hacia el lugar donde habían vuelto a activar el vórtex.
Yui se quedó un rato allí sentado, con su propio semen manchando sus pantalones, cavilando sobre el destino, el futuro y la aceptación de las propias imposibilidades. Decidió que se haría extirpar aquellas malditas antenas expresionales, que estaría más pendiente del movimiento en aquel páramo de allí en adelante y que necesitaba relajarse de verdad por una vez en la vida. Esa última conclusión lo hizo estallar en carcajadas, que no se detuvieron hasta que el vórtex volvió a cerrarse y se percató de que no podría volver a abrirlo desde allí, puesto que el sistema había computado que el usuario de su tarjeta acababa de abandonar esa locación. Se tiró de espaldas en el césped, clavó la vista en el cielo brumoso de Nambo, su repentina trampa autoinfligida, y volvió a reír como nunca había reído en su vida.
Natalia Andrea Cáceres. Escritora argentina (Buenos Aires, 1977). Escribe desde que tiene memoria. Ha publicado sus cuentos en revistas como Axxón, Cruz Diablo, The Wax, Brutal Magazine y otras publicaciones literarias del mundo de habla hispana. En 2010 publicó su primera novela: Sed. Desde 2016 se desempeña como editora de la Revista Cruz Diablo.
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: «DUDOSO SUCESO» EN «FICCIÓN BREVE (SESENTA)» (nº 213) (como Natalia Andrea Cáceres), «BLANCO Y NEGRO» EN «FICCIÓN BREVE (SESENTA Y UNO)» (nº 217) (como Natalia Andrea Cáceres)