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 ARGENTINA

Durante todo el día me inquietó una sensación de dispersión y de vacío, de no ser completamente yo. No veía la hora de volver a casa, darme una ducha, comer algo y tirarme a dormir.

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Ilustración: Pedro Bel

Llegando al barrio, los faroles, los jardines y hasta los árboles se me antojaban irreales o arbitrarios, más artificiales que de costumbre. La tarde persistía, aplazaba la noche. Bajo esa demorada oscuridad crucé el umbral de mi puerta. Anduve merodeando por el living hasta que llegué a la escalera ¿Acaso ya había estado hoy ante aquellos escalones? oí un apagado estampido que hizo eco en el silencio ¿una puerta cerrándose de golpe? ¿un martillazo ronco? ¿un trueno conciso?

Me quedé en silencio. Hasta que, apremiado más por el miedo que por la curiosidad, subí la escalera a los saltos. Iba en busca del revólver que escondía en la mesita de luz.

Llegué hasta la habitación: la puerta abierta de par en par. Y ahí estaba él (más bien debería decir que ahí estaba yo, otro yo), sentado sobre el colchón, iluminado por la haragana luz de los faroles de calle. Me miraba expectante, con la cara desencajada (la misma cara que debo de haber puesto al verlo). Si no era yo, era demasiado igual a mí. Y me asusté aún más cuando advertí que, bajo la cama, asomaba un cuerpo exánime. Era un brazo que sobresalía. El indudable brazo de un muerto.

Yo y mi otro yo nos estudiábamos en silencio, tratando de entender. Sentí que su forzada respiración se dilataba también en mi pecho, como si fuéramos ecos instantáneos el uno del otro. Abrió la boca para hablar, y adiviné el peso de sus palabras en mis propios labios.

—Yo soy real —dijimos a la vez.

—Si esto es un sueño, ¿quién de los dos está soñando? —replicamos al unísono.

Y por toda respuesta escuchamos abrirse la puerta de calle. Y, después, pasos en el living. Y, después, alguien que se acercaba a la escalera.

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Ilustración: Pedro Bel

—Tres son multitud —exclamamos.

Pero mi otro yo ya se había levantado y aferraba el revólver. Antes de que me apuntara di un salto hacia él. En el forcejeo, el disparo detonó ahogado por nuestros cuerpos trenzados. El otro se desplomó junto a mí.

Yo dediqué un momento a contemplar su vaga y lenta agonía de muerte.

Y mientras, en mi confusión y aturdimiento, arrinconaba su cuerpo debajo de la cama, oí los pasos apremiantes y desordenados que subían la escalera.

Me desmoroné sobre el borde de la cama. El revólver todavía humeaba en mi mano cuando me vi, bajo el marco de la puerta abierta.

Era yo, o era demasiado igual a mí. Me miraba expectante, con la cara desencajada. La misma cara que debo de haber puesto yo al verme.


Cristian Nuñez nació en Santa Fe (Argentina) en 1973. Es Licenciado en Química por la Universidad Nacional del Litoral. En 2012, por cuestiones de trabajo, se radicó en Río Negro. Algunos de sus poemas y cuentos participaron en antologías y revistas digitales. Fue integrante activo del Centro de Escritores César Cipolletti y es miembro del Taller de Corte y Corrección coordinado por Marcelo Di Marco. Gracias a El Sur – taller literario sigue ensayando el arte de la corrección. Fue seleccionado en la convocatoria del FER (Fondo Editorial Rionegrino) 2018 en la categoría «Narrativa – Cuentos», con su libro “El algoritmo del monstruo”.

Ha publicado en Axxón; en Ficciones: «DEL TIEMPO Y LOS INSECTOS» EN «FICCIÓN BREVE (SETENTA Y SEIS)» (nº 264) (como Cristian Nuñez), VOLAR (nº 273) (como Cristian Gabriel Nuñez)

2 Respuestas a “«La puerta abierta», Cristian Gabriel Núñez”
  1. Ric dice:

    Un cuento corto y muy efectivo. Felicitaciones, Cristian

  2.  
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