«Los del piso de arriba siempre ganan», Javier Garrido
Agregado en 2 agosto 2020 por richieadler in 294, Ficciones
VENEZUELA |
I
El alquiler era en verdad una auténtica ganga, de esas que pueden hacer sospechar que existe gato encerrado hasta al más ingenuo de los aspirantes a inquilino. Un apartamento estudio equipado full, con balcón, cocina y puesto de estacionamiento, en una calle tranquila de una urbanización decorosa, en el cuarto piso de un edificio no demasiado viejo, con un ascensor que funciona, definitivamente no podía resultar tan barato. Hasta preguntó, medio en broma, si por casualidad el anterior inquilino no se habría ahorcado o cortado las venas en la ducha.
Le explicaron que la dueña estaba urgida de ocuparlo. Era una mujer peculiar, que rentaba en el mismo edificio otros cuatro apartamentos. Al parecer, la idea de tener siquiera uno desocupado la enfermaba.
—Ya lo entenderás que cuando la conozcas. Sus normas son bastante estrictas, aunque muy en el fondo no deja de ser una excelente persona.
De cualquier manera, no podía darse el lujo de ser escrupuloso. Estaba dispuesto a alquilar el apartamento así fuera cierto que el arrendatario precedente se había colgado, tanto como si hubiera sido un asesino serial o si se hubiera dedicado a degollar gallos blancos en un altar montado sobre el inodoro. Le daba absolutamente lo mismo. En otras palabras: estaba desesperado. Más de tres meses de pagar hoteles de calidad menguante había terminado por descalabrar sus finanzas, y ya tenía previsto que a cortísimo plazo acabaría recalando en alguna de las pensiones dudosas e infames del centro. Cuando por azar le hablaron de esa oportunidad, y le mencionaron unas condiciones tan razonables, se le abrió el cielo y sintió que le arrojaban un salvavidas.
Sin perder el tiempo concertó la cita por teléfono, y quedó para esa misma tarde. El apartamento se lo mostró el conserje, un hombre taciturno y aindiado de voz aflautada que no llegaba al metro y medio de estatura; al parecer ejercía también de mano derecha y sicario de la propietaria. Su acento del Perú o de Bolivia era incuestionable.
—¿Cómo se portan los vecinos? ¿Son tranquilos? — preguntó, más que nada por decir algo.
—Tranquilos… sí…
—¿Ha venido mucha gente a ver el apartamento? Me imagino que sí, con lo difícil que está conseguir un alquiler razonable. Con lo carísimo que está todo…
—No…
Todo lucía escrupulosamente pulcro, y en la ducha no se descubrían manchas de sangre. Aunque sonara a chiste, tres semanas antes había estado viendo un tabuco siniestro en el que lo primero que advirtió en el suelo al entrar fue una silueta de hombre delineada en tiza blanca (pero lo que lo disuadió al final de tomarlo fue el monto del alquiler y que exigían por adelantado nada menos que medio año de depósito). Todos los grifos e interruptores de luz funcionaban; había conexión a internet y también un viejísimo televisor de tubo Magnavox Touch-Tune. La nevera, pese a ser casi tan arcaica como el televisor, enfriaba y no exhalaba olores sospechosos.
Eso sí, no había lavadero.
—Hay una lavandería cerca, en el centro comercial —le informó el peruano.
—Pues me interesa. ¿Qué tengo que hacer ahora?
—Eso es con la señora Olga.
La señora Olga Portela de Carballo vivía en el mismo edificio, pero en el quinto piso. En cada piso había tres apartamentos, pero el de ella era doble, pues había unido en uno solo el 5-A y el 5-B. El único que quedaba independiente, el 5-C, estaba sobre el que aspiraba alquilar, de manera que sus propietarios pasarían a ser sus vecinos de arriba. Le llamó la atención que este último solo tuviera una sencilla puerta de madera, en tanto que el otro no solo estaba defendido por una pesada reja de hierro con tres cerraduras, sino además por una aparatosa puerta de seguridad.
No es que la señora Olga fuera peculiar: resultó ser todo un personaje. Tan pronto Manuel Quispe (que así se llamaba el peruano) le franqueó la puerta, lo agredió un olor a zoológico que de tan intenso resultaba casi sólido, como un puñetazo en plena cara. No menos de una veintena de gatos maulladores, de todo pelaje y tamaño, merodeaban, trepaban por las cortinas, saltaban de mueble en mueble, luchaban, comían, copulaban o reposaban por todo el recibidor. En un par de ocasiones se le cruzaron entre los pies y estuvieron a punto de hacerlo tropezar y caer. Un naranja atigrado muy viejo y canoso, apoltronado en una butaca, lo miró pasar con sus ojos color miel. La patrona lo esperaba en la cocina, con un persa azul descomunalmente obeso acunado en las rodillas.
Esta era una anciana magnifica, gordísima y fofa, con el cutis de un blanco lechoso lleno de vetas azules, los dientes manchados de nicotina y el pelo sin recoger teñido de rojo rabioso. Le recordó, quien sabe porque, a uno de esos sapos que se inflan y abomban cuando están a puntos de ser tragados por un perro. Los pechos inmensos le colgaban hasta la cintura y las piernas llenas de varices confluentes y violáceas semejaban un mapa hidrográfico. A su lado sobre la mesa tenía un cenicero colmado de colillas, una cajetilla exangüe de Astor rojo y un mechero Zippo. En consonancia con esto, el aliento le apestaba a tabaco.
—¿Gusta un café? Manuel, por favor, se bueno y sírvele un café al señor… Aún debe estar caliente. ¿Está interesado en el apartamento de abajo? ¿Le gustó? Por ese alquiler esta regalado. Si no fuera por la necesidad…
Rechazó el café ofrecido con firme cortesía, no porque no le apeteciera (que en realidad si le apetecía, y por el aroma quedaba claro que se trataba de un café de buena estirpe) sino porque había observado a un estilizado Cornish rex paseando por entre las tazas, deteniéndose a lametear esta y aquella.
Tras ser interrogado sobre su condición social, sus estudios, su estatus familiar y sus medios de vida, la señora Olga le recitó las normas como quien repite el credo. Depósito de tres meses a pagar por adelantado, contrato mínimo por seis meses, pago de la mensualidad los primeros cinco días del mes, pago exclusivamente en efectivo o, a título de excepción, cheque conformable, respetar a la comunidad, evitar escándalos, no poner música a volumen excesivo, no llegar borracho, no dar martillazos en la madrugada (tampoco los domingos temprano), no se admiten animales (sic), no orinarse en las escaleras o el ascensor, no tirar colillas encendidas ni basura por la ventana, no robar el wifi de los vecinos, no tirar papeles ni otros objetos al inodoro, no cambiar la ubicación de los muebles, no perder ni sacar copias de las llaves, no merodear ni fumar por los pasillos, respetar los puestos de estacionamiento, no colgar ropa interior en el balcón, no abusar del agua caliente (había un calefón común por piso), si alguna vez traía mujeres por favor que no dieran espectáculo, porque ella sabía bien como eran los hombres solos y había muchos niños en el edificio. Luego le dio a firmar una especie de contrato manuscrito en un cuaderno empastado amarillento, añejo y grueso, y a continuación un cheque por el total monto del depósito y del alquiler del primer mes cambió de manos, quedando asentada esta transacción aparte en un libro de contabilidad tan veterano como el cuaderno. Esto puso fin a las formalidades más o menos legales, pues todo hacía suponer que no estaba previsto que al inquilino se le pudiera ocurrir solicitar una factura.
—¿Cuándo puedo mudarme?
—Ya mismo, si quiere. Manuel, dale su llave al señor.
Le entregaron un llavero con la efigie de la catedral de Santiago de Compostela, con tres llaves en el anillo: la de la entrada del edificio, la del garaje y la de su apartamento.
II
No pudo mudarse en ese mismo momento, porque el hotelucho donde se alojaba quedaba muy a trasmano, pero si al otro día. Antes de las siete de la mañana sacó sus maletas y entregó la llave de aquella habitación que había estado desangrándolo como a una res colgada del gancho en el matadero, y no eran aún las ocho cuando entraba en posesión de su nueva morada. Aunque este no era sino el preludio de una semana ajetreada, pues sus posesiones materiales estaban pródigamente dispersas por los domicilios de al menos media docena de amigos y conocidos. Para la tarde de ese primer día ya había logrado recuperar su equipo de sonido Technics (del que se sentía con justicia orgulloso y al que había echado particularmente de menos). A la siguiente mañana continuó con la mayor parte de su guardarropa, y para el mediodía del jueves ya tenía en su poder su colección de CD y vinilos de música clásica. Mientras los extraía de la caja de cartón donde habían estado exiliados durante meses y los alineaba escrupulosamente en una estantería lo reconfortó la idea de que por fin estaba recuperando su vida.
En las muchas idas y venidas de esa semana fue conociendo a algunos de sus nuevos vecinos, más que nada en el estacionamiento y el ascensor. En el primer piso vivía una pareja de españoles muy simpáticos, con una hija universitaria y un zagaletón en sus treinta que por lo que veía se pasaba el día echado en el sofá dedicado a los videojuegos. En el 4-A se domiciliaba una rubia cuarentona muy alta y de buen ver, devota de las lycras, que puntualmente salía a correr con su Golden Retriever todos los días a las seis y media de la mañana y de nuevo a las cinco de la tarde. En el 3-B vivía un abogado con su familia, y en ese mismo piso, pero en el 3-C, los chinos dueños de un almacén. Quitando a los chinos (que no parecían muy dados a opinar) todos aquellos con quienes se cruzaba y entablaba conversación, una vez enterados de que era el inquilino nuevo del piso 4, no se cortaban en acribillarlo con amargas inventivas y quejas contra su casera y también contra el conserje, al que imputaban ser un mero instrumento de sus intereses.
—¿Y si es así, por que no lo despiden y contratan a otro? — le preguntó al abogado, en la ocasión en que este lo ayudo amablemente a subir unos cajones hasta su apartamento.
—Bueno, aquí vivimos trece familias, pero solo somos ocho propietarios, y la señora Carballo es dueña sobre los papeles de siete de los apartamentos. Y como a las reuniones de la Junta de Condominio nunca va nadie, ella siempre tiene mayoría y hace lo que le da la gana. Fíjese en la prohibición de mascotas: fue idea de ella. ¿Se lo puede creer? La verdad es que tampoco nadie se la ha tomado muy en serio.
Le chirrió un poco lo de las trece familias. Según sus cuentas, los apartamentos eran catorce en total, incluyendo el doble del pent-house. ¿Habría alguno desocupado? ¿O habría algún otro dueño de más de uno?
Pero la verdad es que por ahora esas minucias de la política interna del edificio ni le iban ni le venían.
Algo más inquietante fue su encuentro con la señora Ilárraza, la vivaz y maliciosa anciana del 2-C. Se habían saludado en el vestíbulo del edificio, y luego fue a tropezársela en la carnicería, adonde había ido a comprar huevos y unas chuletas para la cena de esa noche.
—¿Así que usted es el nuevo incauto que le alquila a Olga el apartamento del cuarto piso?
—Pues sí, debo ser ese que usted dice. Pero, ¿a qué viene lo de “incauto”? ¿Hay algo que debiera saber y nadie me ha dicho?
—¿Saber? No, nada, como se le ocurre… Dios me libre de andar hablando mal de Olga, que es una santa mujer. ¿Ya conoció a todos los vecinos? En especial a los de arriba…
—Me temo que no, pero…
—Entonces, no tiene de que preocuparse. Yo solo vine por tres cuartos de kilo de lagarto sin hueso. ¿Ya estará listo? ¿Cuánto es? ¿Tanto? La semana pasada pague la mitad de eso. ¿Cómo que donde? Aquí, por supuesto, y usted mismo me atendió. Es usted un ladrón. Si, le dije ladrón. ¡A usted, sí! Yo compro donde me dé la gana, que para eso es mi dinero. Ya la pensión ni alcanza para malcomer…
—¿Los vecinos de arriba?
—Usted tranquilo. No se gana nada haciéndole caso a viejos, que solo servimos para hablar pendejadas, y me perdona por la mala palabra. De mi parte solo hay buenas intenciones y mejores deseos, y espero en verdad que dure más que el anterior inquilino. ¡Cóbrese su mierda de una buena vez!
Y tras arrojar a la cara del carnicero el puñado de billetes, se fue con su bolsa, dejándolos a los dos con las palabras en la boca.
De regreso vio a Manuel Quispe regando los maceteros de la entrada. No pudo resistir la tentación de preguntarle.
—Oí que tuvieron algunos problemas con el inquilino que me precedió. Me gustaría saber exactamente qué ocurrió, para no incurrir en lo mismo. ¿Sabe?
—Ninguno.
—¿Seguro? Pero me dijeron…
—No, nada. Ese apartamento llevaba tiempo sin ocupar. No recuerdo.
Para ser alguien que casi no hablaba, dar tres respuestas en una y además en contradicción, debía resultar una especie de hazaña épica.
Prefirió dejarlo así. Regresó al apartamento para preparar algo que se pareciera a una cena de verdad (ya lo tenían harto los sándwiches, los perrocalientes y las hamburguesas), y se le ocurrió que ya a estas alturas podía relajarse un poco y celebrar. De manera que destapó una Solera Light recién sacada del congelador, y puso en el Technics el CD de las Estaciones de Vivaldi, en la versión de 1959 de I Musici con Felix Ayo, para oírlo mientras cocinaba. Disponía también de otras dos grabaciones, mucho más modernas, más fieles y (supuestamente) superiores, la de Il Giardino Armónico y la de los Sonatori della Gioiosa Marca, con instrumentos de época, pero de todas formas seguía prefiriendo el sonido limpio, pulido y civilizado de los I Musici, por mucho que tuviera claro que Vivaldi nunca hubiera imaginado sus obras interpretadas así.
Aunque obviamente, al pobre Vivaldi a esas alturas eso poco podía importarle.
Se comió con buen apetito las chuletas, acompañadas de arroz blanco, de una ensalada rallada de repollo y zanahoria que había comprado en el supermercado y de otra botella de Solera, mientras veía en el ancestro de todos los televisores y sin prestarles mayor atención las noticias de CNN. Ya casi había terminado cuando oyó aquel ruido en el piso de arriba.
Le resultó insólito debido a que las dos primeras noches sus vecinos del quinto no habían dado señales de vida. En apartamentos tan pequeños y no precisamente nuevos resulta esperable que la actividad en uno se perciba y repercuta en los otros: se oyen pasos, un perro ladrando, un mueble que se arrastra, cualquier objeto que cae, o el rumor del agua corriendo por las cañerías al ducharse o al jalar la palanca del inodoro. Tampoco se los había encontrado ni una vez en el ascensor (hasta el momento, el único al parecer interesado en subir hasta el quinto piso, y que lo había continuamente, era el conserje). La verdad es que inconscientemente ya había dado por sentado que el apartamento de arriba se encontraba vacío.
Escuchó una serie de seis o siete ruidos secos y duros, cada vez menos intensos y más rápidos, que terminaban fusionándose y luego se extinguían. En otras palabras, exactamente lo que ocurre cuando alguien deja caer al piso una pelota pesada y rígida. El ciclo completo se repitió en tres ocasiones y luego se restauró el silencio.
Paradójicamente, fue ese silencio siguiente el que hizo que se le erizaran los cabellos de la nuca. Como si de pronto faltara algo crucial.
“Coño. Estoy que no me reconozco. ¿Desde cuándo estoy así de impresionable? Voy a necesitar tomarme un Lexonatil. O mejor, dos”, pensó.
Pero en el resto de la noche no ocurriría nada más que reseñar. Después de fregar y secar los trastos, ubicó la laptop en el mesón de la cocina, comprobó que tenía conexión a internet, y se dispuso a adelantar algo de los trabajos pendientes, pues la mudanza había ocasionado que todo en esa semana se le retrasara. Como por lo visto seguía apeteciéndole el barroco, puso, a bajo volumen, un poco de Bach.
III
La noche del viernes el episodio de los golpes en el techo se repitió punto por punto, y exactamente a la misma hora.
Pasado el sobresalto, consideró por unos momentos si aquello era suficiente razón para presentar una queja. Como inquilino nuevo todavía navegaba en el limbo, y ciertamente, ni quería ni le convenía de buenas a primeras adquirir fama de problemático o quisquilloso. Además, todo el evento no habría durado, cada noche, más de treinta segundos, y a una hora que sería una exageración denunciar como avanzada.
Diferente sería si hubiera ocurrido en la madrugada y lo hubiera despertado.
De todas maneras, cedió a la tentación de salir al corredor e incluso de asomarse al hueco de la escalera, escrutando hacía el piso de arriba sin saber muy bien que estaba buscando. En eso oyó pasos que subían desde abajo. Al mirar vio que quien llegaba era el conserje, trayendo en brazos al descomunal persa azul de la casera.
—Buenas noches.
—Buenas noches señor.
—¿Sacó a pasear al gato?
—Se ha escapado.
—¡Vaya! Que travieso. Y hermoso el animalito. ¿Cómo se llama?
—Gaspar. Con su permiso.
Y sin más palabras lo vio seguir escaleras arriba con Gaspar. Percibió entonces olor a humo de cigarrillo y se dio cuenta de que en la escena había un tercer personaje. Junto al ascensor, en el extremo del pasillo opuesto a la escalera, había un balconcillo que daba a la fachada del edificio. De allí venia el aquel olor y la fumadora era su vecina, la rubia cuarentona y de buen ver, que lo estaba observando con expresión burlona.
—Hola. ¿Se te perdió algo?
Le extrañó el tuteo y también que una mujer en apariencia tan preocupada por su condición física fumara. A decir verdad, le chocaba cualquier mujer con un cigarrillo entre los dedos, y tenía la impresión de que últimamente caían en ese indecoroso vicio incluso más que los hombres. ¿Se llamaba Estela? Creía recordar que ese era el nombre que le dio cuando los presentaron. En lugar de su habitual lycra vestía de jeans y una blusa malva. No pudo evitar fijarse en que la blusa tenía desabrochados en la parte de arriba un par de botones que no deberían estarlo, lo que ciertamente hacía muy complicado el mirarle a la cara mientras hablaba.
—Oí un ruido y salí a ver. Pero parece que no fue nada.
—¿Un ruido?
—Si, en el apartamento de arriba.
—¿En el apartamento de arriba? En verdad eso sería extraordinario. Yo solo salí a fumarme el último cigarrillo de la noche. Odio fumar dentro de la casa porque el olor se les pega a los muebles, pone las paredes amarillas y le da asma a mi perro. Debo admitir es que es un asco de vicio. ¿Eres músico? —le preguntó de improviso.
—Er… la verdad es que no…
—Siempre oigo que pones música clásica.
— ¡Dios! No pensaba estar abusando del volumen y espero en verdad no haber molestado. De verdad me apena…
—Tranquilo, que solo se te escucha desde el pasillo. La he oído cuando regreso de caminar o al salir a fumarme un cigarrillo. No me molesta para nada. Y al menos no pones reguetón, o alguna mierda así, como los subnormales del segundo.
—¿Eres aficionada música?
—La verdad es que no me apasiona. Solo en fiestas y en el reproductor del carro, y cosas sencillitas de escuchar, como baladas y cosas así. Mi ex era fanático del rock hasta el punto de resultar cargante; podía hablar del tema por horas, mientras a su alrededor todos bostezaban de tedio. ¿Te ha gustado el apartamento?
—Hasta ahora me parece muy cómodo, y con unos vecinos tranquilos y agradables.
—Respecto a los vecinos difiero, pero sentirse cómodo es lo principal. Aunque lo de los malditos gatos es una pura chifladura. La vieja loca del último piso intentó prohibir que los demás tuviéramos mascotas, pero le paramos los pies. Pero ya está bueno de charla por hoy. Me toca retirarme: me acuesto siempre temprano para madrugar. Tengo la absurda esperanza de que el ejercicio me salvara de que el tabaco me mate —y tras destripar la colilla contra la baranda la arrojó al vacío, y luego se abotonó la blusa.
—¡Espera! Solo una pregunta más. Me han mencionado que el anterior inquilino de mi apartamento tuvo no sé qué problema. ¿Qué sabrás de eso?
—¿Agustín? Realmente parecía una persona muy normal, y siempre saludaba…
—¿Perdón?
—Es solo un chiste. Cuando descubren a algún asesino serial o violador, y en la televisión entrevistan a sus vecinos, eso es lo que siempre dicen, que parecía muy normal y que saludaba. ¿Nunca te has fijado?
—La verdad es que no había caído en eso.
—Si hubo algún problema, ni me entere. Agustín era un tipo muy callado y ordenado, pero tampoco es una obligación ser la alegría de la fiesta. Si te soy sincera, ni me di cuenta de cuando se marchó.
—¿Fue hace mucho?
—Un mes, quizás. O a lo mejor dos. Tampoco es que llevara mucho tiempo aquí.
IV
Había previsto que para el sábado tendría finiquitados los detalles que le faltaban de la mudanza. Le faltaba por recoger un par de cajas de libros y otra de recuerdos, fotografías, tarjetas, cartas y cosas por el estilo.
Al pasar por el vestíbulo con rumbo al garaje se detuvo un momento frente a los buzones de correo; solo entonces cayó en cuenta de que no le habían entregado la llave del suyo (aunque no creía que fuera a necesitarlo mucho). Se fijó que todos estaban cerrados, excepto uno, y precisamente el del 5-C, el de sus vecinos de arriba.
Quizás debiera pasar a visitarlos para matar la curiosidad acerca de su actividad nocturna: lucidamente previó que no lo haría. No se veía subiendo la escalera para pulsar el timbre y simplemente decir: “Hola, soy su nuevo vecino, el del apartamento de abajo. ¿Por qué rebotan esa pelota siempre a la misma hora?”. De paso, había ocurrido solo dos veces. Dos puntos definen una recta, pero dos veces es diferente de “siempre”. Tampoco era tan raro que aún no se hubiera cruzado con ellos en el ascensor o la escalera: sin ir más lejos, aún no tenía idea de quién o quienes vivían en el 4-B, y estaban prácticamente puerta con puerta.
Lo que había presupuesto con optimismo sería una gestión simple terminó por convertirse en una pesadilla. Al llegar a la casa de su amigo (que estaba ubicada muy retirada en las afueras) pasaban ya de las diez de la mañana, pero resultó que este había salido y que nadie más tenía idea del paradero de sus cajas. Le informaron que regresaría sobre la una de la tarde. Para no perder el viaje y matar el tiempo se le ocurrió llevar a cambiarle el aceite al Fiesta, pero no encontró ningún taller abierto. De regreso de su improductiva búsqueda pinchó un neumático. A la una, su amigo no había regresado aún, y resultó además que cargaba con las cajas en su propio vehículo: por lo visto había tenido la intención de llevárselas el mismo para ahorrarle el viaje. Apareció por fin sobre las tres. Las fulanas cajas resultaron ser bastante más grandes de lo que recordaba, y solo le cupieron dos en el maletero. La otra fue a parar al asiento de atrás, pero su fondo cedió y el contenido terminó regado en el piso del automóvil.
Termino regresando a su casa después de las cinco, harto, extenuado y con un dolor de cabeza feroz. Se tragó de golpe cuatro tabletas de paracetamol, se dio una ducha y luego se tendió en la cama. En principio no tenía el propósito de dormir, pero sin darse cuenta fue cayendo en un semisueño turbio, orlado con las punzadas de la migraña.
Lo despertaron los golpes en el piso de arriba.
Abrió los ojos. Se dio cuenta de que el dolor de cabeza casi se había ido y pudo ver que ya estaba oscuro, pues cuando se recostó todavía era de día y no había encendido la luz. La siesta inadvertida había durado más de tres horas.
Oyó la segunda serie de golpes, y luego la tercera. Pero tras extinguirse esta última, a diferencia de los días anteriores no siguió el silencio. En su lugar pareció como si se hubieran puesto a empujar un mueble muy pesado a todo lo ancho del techo. Continuó luego un crujido como de madera a punto de romperse, y finalmente, una detonación seca. Pausa. Enseguida, una carrera ejecutada por una docena de pares de pies calzados con zuecos de madera.
“¿Qué coño está pasando?”
El dolor de cabeza comenzó a latirle de nuevo.
Cesó el bailoteo de los zuecos y se oyó como se desparramaba un millón de bolas metálicas.
Era enloquecedor.
—Se están luciendo, hijos de puta…
Por lo visto, ahora si le había llegado la hora de presentarse a sus vecinos del piso de arriba. Se puso el pantalón y la primera camisa que encontró a mano.
La puerta del 5-C Lucía extrañamente patética, inocente y callada, en particular en comparación con la ominosa reja del apartamento de enfrente, detrás de la cual se percibía un apagado coro de maullidos. Aún dudó unos segundos antes de pulsar el timbre: demasiado silencio, incongruente con el escándalo que había escuchado desde su piso. ¿Se habría equivocado? Imposible: el ruido venía de arriba.
Pero el silencio en verdad no era total: oía música. Tras tocar un par de veces, la puerta se abrió.
Quizás La distribución interna de aquel apartamento fuera radicalmente diferente a la del suyo: lo cierto es que lucía mucho más grande. Las luces atenuadas no le permitieron discernir mayor cosa de su interior y ciertamente, lo que había escuchado era música, aunque a un volumen tan discreto que no alcanzaba a reconocerla. ¿Oía también una máquina de escribir? Pero no había ni el menor rastro de maderas crujientes ni de bailarines en zuecos.
Tardo algo más en darse cuenta de quien le había abierto la puerta: vio a una niña de unos siete u ocho años, muy delgada, descalza y vestida con una camisola estampada de ositos, de inmensos ojos ámbar llenos de sueño y la cabellera entre rubia y pelirroja. Era una niña tan bella que casi daba miedo.
No pudo menos que sentirse extremadamente estúpido y ridículo.
—Hola nena. ¿Está tu papá o tu mamá?
—Papito si está, pero está ocupado.
—Soy el vecino nuevo, el del apartamento de abajo, y solo quería ver si estaban bien. Oí unos ruidos raros. ¿Puedo hablar con tu papá?
—Papito está ocupado. Quizás se desocupe más tarde. ¿Quiere pasar a esperarlo?
—¿Pasar? ¡Ejem! Creo que mejor no. Si está tan ocupado…
—A esta hora siempre está atareado. Es por su trabajo, ¿sabe? Es un trabajo muy importante.
—Entonces paso luego. Chao, nena.
—Hasta luego, señor.
La puerta se cerró antes de que terminara de entender que había ocurrido. Ciertamente, si tenía algunos vecinos escandalosos, no parecían ser los de aquel apartamento. ¿Estaría perdiendo el juicio? Incluso verificó que al pulsar en el ascensor el botón del cuarto piso, se abría al suyo, y al pisar el del cinco al siguiente. No había pisos intermedios. Subió y bajo las escaleras un par de veces: dieciséis escalones tras salir de su apartamento lo ponían frente a la puerta del 5-C.
—¡Dios! ¿Estaré alucinando? —pensó en voz alta.
Ya de regreso confirmo que la tranquilidad era total, lo que agravó su sensación de bochorno. A lo mejor si había alucinado. O quizás se trataba de alguna perturbación en la estructura del edificio o en las cañerías de agua. ¿No sería esa la causa de que el alquiler fuera tan razonable?
“Claro que sí. Me voy a ganar el premio a la explicación más estúpida. Mañana le pregunto al conserje, por si sabe algo. Aunque seguro que no”.
En cualquier caso, ya tenía hambre. Como salir a cenar le pareció excesivamente complejo optó por prepararse unos huevos revueltos y unas rebanadas de pan tostado. Cuando estuvieron listos lo venció la tentación de comer en la cama, y para distraerse puso en el televisor el History Channel, donde, como cosa rara, daban un documental riguroso sobre la huida de Hitler a La Atlántida, con abundancia de evidencia y testigos contundentes e irrefutables. Recordó que hacía un par de semanas la huida había sido a Carmen de Patagones o a algún otro lugar parecido.
Apenas había tragado un par de bocados cuando los ruidos se reiniciaron. Esta vez empezaron como un soplido bajo y ululante, seguido de una sucesión de crujidos y golpes secos y finalizaron con unos arañazos, como si un perro gigantesco estuviera escarbando en su techo. Atónito, se aproximó a la ventana, y luego a la puerta: resultaba indiscutible que los ruidos eran mucho más fuertes en el centro del apartamento, e inapelablemente venían de arriba. Sacó la escoba del armario y golpeó dos o tres veces el techo con el mango. Los ruidos cesaron en el acto, pero no habrían transcurrido cinco minutos y apenas intentaba retomar la cena cuando arrancó el zapateo de los zuecos.
Eso ya era demasiado.
—Ahora si me van a oír.
Pulsó el timbre con impaciencia. Ya no le importaba parecer descortés, y juró que en esta ocasión no iba a valerles utilizar a una niña como escudo y coartada para el abuso.
Se volvió a abrir aquella puerta y esta vez sí pudo reconocer la música: ¡Bruckner! Tercer movimiento de la séptima sinfonía. Ya no se oía la máquina de escribir ni se encontró con la niñita en el umbral de la puerta. En su lugar lo encaró un anciano muy alto, de aspecto digno y sereno, pálido, erguido, de bigote pulcramente recortado y con el cabello completamente blanco peinado hacia atrás. Aunque tenía sobre las pupilas un velo lechoso se notaba bien que habían sido antes de un castaño muy claro. En la mano izquierda traía una copa con agua.
La inesperada conjunción de Bruckner con aquel viejo majestuoso desarmó lo que hasta un segundo antes consideraba una ira justa.
—Buenas noches, joven. ¿Qué se le ofrece?
—También buenas… Verá…. Soy su vecino de abajo… —atinó a balbucear.
—¡Ya! Usted debe ser el joven que se acaba de rentar al 4-C. ¿Me equivoco?
—Para nada. Verá usted, he venido a molestarlo por…
—Ya estaba al tanto de que quizás pasaría por aquí.
—Sí, claro, verá… Los ruidos…
–¿Ruidos?
—Pues verá, si, estaba cenando y de pronto…
—Por supuesto, me hago cargo. A la mayoría de la gente no le agrada la música clásica; tristemente, la asimilan a iglesias, funerales, golpes de estado y cosas por ese estilo. Y si hablamos del pobre Bruckner, la cosa incluso es peor. Pero al final cada cual es dueño de sus gustos. Lo que no se siente en el alma no puede obligarse o imponerse. Aunque la verdad es que no me imaginaba que mi música pudiera oírse, y mucho menos molestar, en el piso de abajo. Le ofrezco mis apenadas disculpas, joven.
—¡No! No me refiero a la música… La verdad es que soy un apasionado de…
—¿No es por la música? Entonces la verdad es que no entiendo a qué se refiere. ¿No quisiera pasar? La verdad es que se me está pasando la hora de los medicamentos. Podríamos charlar sentados y cumplir con mi horario. Cuando llamó a la puerta, estaba a punto de comenzar con mi ritual nocturno.
Y le mostró en la palma derecha seis o siete pastillas multicolores y de varios tamaños.
—Mi médico me recomendó tomarlas de una en una, dejando pasar unos minutos. Hay dos para el corazón, una para la tensión, una para dormir, otra para el colesterol, otra para la digestión. Hoy todo se arregla con pastillas, aunque cuando llega la hora ninguna vale. Le juro que es un fastidio. Pase adelante, por favor —y se hizo a un lado como para dejarle paso.
—La verdad no creo que… Supongo que todo ha sido una confusión. No quiero seguir molestándolo.
Esta vez marcó PB en los botones del ascensor. Quería creer que el conserje tenía que saber lo que estaba ocurriendo.
Sobre todo, lo mortificaba la sensación de estar haciendo el ridículo. No parecía verosímil ni razonable que un caballero de edad provecta o una nena adorable se dedicaran un sábado en la noche a arrastrar muebles o a zapatear como posesos para molestar al vecino de abajo. ¿O si era factible? Otro detalle que ignoraba era cuanta gente vivía en aquel apartamento. Por muy diferente que fuera la distribución respecto al suyo, seguía siendo un apartamento tipo estudio, de un solo ambiente. La niña debería tener una madre. ¿Y padre? No le cuadraba que fuera hija del anciano, así que “papito” sería alguien más. Aunque se han visto cosas más extrañas. Sin salir de…
A la izquierda del ascensor y justo antes de entrar al garaje se encontraba la puerta de la CONSERGERIA (así, con “g”, tal y como lo denunciaba para la eternidad una pequeña placa a su lado). Constató que todavía no eran las diez de la noche, pulsó el timbre y esperó.
Nada.
Insistió un par de veces más. Detrás de la puerta no se oía el menor ruido, y ya estaba a punto de rendirse cuando la hoja retrocedió de golpe. En el umbral apareció un Manuel Quispe tambaleante y íntegramente desnudo, con el torso brillante de sudor, los genitales al aire y la mirada extraviada, llevando alrededor del cuello un collar de flores plásticas y en la mano derecha una cimitarra de juguete. Alcanzó oírlo mascullar algunas palabras, pero la casi tangible vaharada a aguardiente que lo golpeo volvió superfluo cualquier comentario.
—Tranquilo, no se preocupe, que no era nada. Siga en lo suyo.
Por lo visto, en aquel edificio ocurrían cosas muy raras los sábados por la noche.
De regreso reflexionó que, sin llegar a semejante estado, tomarse un trago quizás no fuera después de todo una opción tan mala. Recordó que en alguna de las cajas que aún no había abierto debía tener una botella de Black & White sin descorchar. De regreso a su apartamento comprobó que todo estaba tranquilo (sospechosamente tranquilo, pensó con aprensión), y como ya no tenía hambre, guardo los restos de la cena en la nevera. La verdad es que tampoco le interesaba ya la bebida, pues en realidad lo que le apetecía era darse una ducha y acostarse a dormir, pero actuando por pura inercia se puso a revisar las cajas, con la extraña suerte de dar con la de la botella a la primera.
“En fin, si esto tocaba hoy, que así sea” (y tras romper el precinto puso dos dedos de whisky en un vaso, hielo y un poco de agua. Se lo fue tomando a pequeños sorbos, mientras miraba al techo con desconfianza.)
“Por lo visto, terminarían por hoy. En cuanto el conserje este sobrio, le presentaré la queja. O quizás sea preferible hablar directamente con la señora Olga” (aunque en realidad estaba más que seguro de que no iría a quejarse a ninguna parte, pues llevando menos de una semana de inquilino no quería ganarse fama de problemático).
Se recostó con el vaso de whisky en la mano y aunque aún era temprano se fue aletargando.
Pero no alcanzó a dormirse, pues lo sobresaltó otra vez el regreso de la serie de seis o siete ruidos secos y duros. El ciclo completo se repitió en tres ocasiones y luego volvió el silencio. Un silencio efímero, pues lo cortó el arrastre del mueble pesado, y luego el repiqueteo del millón de bolas de metal desperdigadas y enseguida el bailoteo de docenas de pies calzados con zuecos. En vano intentó ignorarlos. Se tapó la cabeza con dos almohadas; luego, probó a taparse los oídos con unas bolitas de algodón, pero seguía oyendo igual el zapateo inmisericorde. Se calzó los auriculares del equipo de sonido y puso el disco con los highlights del Anillo de los Nibelungos por Szell y ni así.
“O son unos lunáticos enfermos, o son unos hijos de puta. Ya basta, de verdad. Si es necesario, llamaré a la policía” —y aprestó a recorrer de nuevo los dieciséis escalones que lo separaban del 5-C. Esta vez no lo ablandarían con niños ni viejos.
En el piso superior todo estaba tranquilo, y tras la puerta seguía oyéndose el Scherzo de la séptima de Bruckner. Esto le extrañó, pues debería haber concluido hace rato, pero igual hundió con saña el dedo en el botón del timbre: lo obligaron a ser grosero, así que lo sería. Un timbrazo muy largo y luego, para trasmitir impaciencia, una serie de timbrazos cortos, y luego otros dos largos. Matizó su indignación alternando los ataques al timbre con golpes de puño en la tabla de la puerta. Quizás tuviera suerte y terminaran por asustarse, o alarmaría a los otros vecinos y alguien llamaría a la policía. En cualquier caso, esos desvergonzados tendrían muchas cosas que explicar.
Al final la puerta se abrió de nuevo.
Aparte de Bruckner, volvía a oírse la máquina de escribir (pero, ¿de verdad hay alguien que utilice una de esas hoy en día?). Y en el umbral no había aparecido ni el viejo ni la niña. Quien le abrió esta vez fue una mujer joven, de ojos color miel, con la cabellera rojiza mojada y apenas vestida con una bata de baño, hermosa como una visión, tan hermosa que daba miedo. ¿Esto no lo había pensado ya antes? Sus facciones eran idénticas a las de la niña y el viejo. ¿Madre, hija y abuelo? Por lo visto, sus zafias llamadas la habían sacado de la ducha.
Apenas un segundo antes tenía clarísimo el torrente de amenazas, indignaciones, injurias, denuestos y reprobaciones que haría llover sobre el desaprensivo que apareciera tras aquella puerta. Ahora, por tercera vez, ante aquellos ojos que lo observaban con curiosidad, se había quedado mudo.
—¿Lo puedo ayudar en algo, señor? ¿No es usted el que se acaba de mudar al apartamento de abajo? ¿Se siente mal?
—No, si… Debe haber alguna confusión… La verdad es que oí unos ruidos aquí…
—¿Ruidos?
—Sí, a esos ruidos me refiero. Es enloquecedor, en verdad… pero… ¿Cómo sabe que soy el vecino de abajo?
—Lo vimos el día que llegó. ¿No lo recuerda? ¿Se siente mal? Esta pálido. Por favor, pase un momento para que se siente…
—Mejor no, creo. Hace un rato hable aquí mismo con un señor bastante mayor…
—Por supuesto, pero mejor debería entrar, y a lo mejor entiende por fin.
—Todo esto es muy raro. Desde mi apartamento se oyen unos ruidos espantosos.
—¿Aquí arriba? ¿Y ahora le parece que sea así de verdad? Pero es cierto que en las noches ocurren aquí cosas un poco raras. No se lo puedo negar.
—En serio ya no sé… Quizás debería hablar con…
—¿Con Olga quizás? ¿Y de verdad piensa que ella no está enterada? Venga, por favor, ya no tiene objeto resistir. El final siempre es el mismo.
Sintió que la mano de ella le tomaba del codo con falaz suavidad y que luego lo atraía hacia su cuerpo. Vio sus labios muy cercanos, sin darse cuenta cruzó el umbral y enseguida oyó que la puerta se cerraba a sus espaldas. Cuando advirtió aquellos dedos huesudos e inhumanos cerrarse en su hombro, comprendió que estaba perdido.
—Cada vez resulta más fácil. Aunque más temprano o más tarde, siempre somos los que ganamos— oyó la voz del viejo.
Comprendió que eso era la pura verdad.
V
A última hora le avisaron que un candidato inquilino vendría esa mañana a ver el apartamento, y tuvo que darse prisa para desocuparlo. Limpio el baño y la cocina con minuciosidad maníaca, y desechó lo que había en la nevera. Poca cosa en realidad: dos o tres huevos, un plato con restos de un revoltillo y una rebanada de pan tostado mordida, dos cervezas, un yogurt líquido, media cebolla empaquetada en envoplast, un bote de margarina de soya y un trozo de queso blanco.
Encontró una botella de Black & White destapada y casi completa, y pensó que era muy improbable que alguien fuera a reclamarla, de manera que decidió quedársela para su uso personal; todo lo demás lo guardó escrupulosamente en cajas de cartón, incluyendo el costoso equipo de sonido. Acto seguido bajo todo al cuarto de la planta baja que hacía las veces de trastero y depósito. Allí quedarían aquellas cosas en salvaguarda hasta que su dueño acudiera a reclamarlas.
Sí es que lo hacía. Y la verdad es que nunca había pasado antes.
Acababa de bajar la última caja, pesadísima por estar llena de discos compactos que le habían llamado la atención por la elegancia de sus caratulas, cuando escuchó la llamada en el intercomunicador.
Como da costumbre, mientras subían en el ascensor con las llaves del 5-C en la mano, el otro intentaba buscarle conversación. Eso no fallaba.
—¿Cómo se portan los vecinos? ¿Son tranquilos? —oyó que le preguntaba.
—Tranquilos… sí…
Javier Garrido es médico, y nació en Caracas, Venezuela, en 1964. Ha publicado relatos en Letralia, Culturamas y Extrañas Noches. Sus libros publicados: Viernes (cuentos), Porlamar, 1992; La muñeca descalza (cuentos), Porlamar, 1993; Abbadón y otros cuentos siniestros. Amazon, 2018.
Exceoente Dr Javier, mis vecinos de arriba, tal cual, hay que exorcisarlos