«Sueños de ciudad», Leonardo Espinoza Benavides
Agregado en 2 agosto 2020 por richieadler in 294, FiccionesÂ
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La pantalla le volvió a indicar los cincuenta y ocho documentos que debÃa tener listos durante la mañana. La cifra la habÃa recibido minutos antes, camino hacia el trabajo, y le habÃa parecido un número razonable para comenzar el dÃa.
Se acomodó en su silla y se colocó los anteojos. Reacomodó la imagen al ángulo que le agradaba y abrió la lista de archivos.
—Veamos… Qué cosas tenemos para hoy —dijo inclinándose hacia la pantalla.
—Aquà tiene, señor Loy.
—Muchas gracias, Berto.
Terrig Loy desvió la vista unos segundos para recibir la taza de café. Le dio un sorbo delicado para evitar hervirse los labios y la dejó luego sobre el escritorio. Uno de los cristales de sus anteojos se habÃa nublado con el vapor que florecÃa del tazón.
—Bien… Partamos contigo —dijo Terrig aguzando la mirada.
Antes de comenzar con su lectura, recibió el saludo de un colega que acababa de llegar a su despacho.
—Hola, Enrio —le dijo sin mirarlo, mientras el hombre tomaba puesto a un metro y medio de distancia—. Bien —continuó en un susurro—, ahora sÃ…
El documento por el cual comenzó se titulaba Los efectos de la luz solar en intervalos de cinco minutos al utilizar el transporte automovilizado por la avenida Marcel Aristos entre las seis y siete horas de los dÃas martes al compararlos con intervalos de seis minutos en dos grupos aleatorizados con quÃntuple ciego durante los mismos horarios del dÃa. Terrig leyó las partes claves del documento tal como su oficio le enseñaba y emitió la aprobación que corroboraba la evidencia presentada.
Llevaba cinco años trabajando en el Departamento de Evidencia, clasificando y examinando las publicaciones de diversas áreas de investigación. Era uno de los últimos eslabones en la lectura crÃtica de los documentos, lo cual le significaba un buen pasar monetario y un decente estatus social.
—Hmm… No, tú no —dijo en voz baja al terminar otro de los artÃculos: no se habÃan respetado los protocolos mÃnimos.
Terrig levantó los brazos y luego restregó sus ojos. Le agradeció a Berto por la siguiente taza de café y se dispuso a corroborar la última evidencia matutina, El aporte nutricional del pasto en la dieta homeostática en un grupo de individuos entre veinte y treinta años con tendencia a la intolerancia a la carne de soya. Las ciencias biológicas las dejaba siempre para el final.
Al mediodÃa, luego de cinco horas de trabajo y setecientos mililitros de café, llegó el descanso del almuerzo. Cuatro minutos.
—Aquà tiene, señor Loy.
—Muchas gracias, Berto.
Tomó su sándwich con agua y disfrutó los cuatro minutos asignados. Él mismo habÃa leÃdo parte de la evidencia que comprobaba que aquel era el tiempo ideal para la merienda de las doce.
En la esquina de la pantalla un nuevo número apareció. Ciento cuatro. Las tardes solÃan resultar un poco más duras…
A las nueve cuarenta y cinco de la noche concluyó con su rutina.
—Adiós, Enrio —dijo Terrig, plegando la pantalla del escritorio y guardándosela en su bolsillo. Se alejó del espacio de trabajo, se despidió de Berto y se encaminó hacia las afueras del edificio.
Se vio caminando junto a una mujer. Terrig sabÃa que ella trabajaba en la otra ala de ese piso.
—Hola, Frann —dijo Terrig con soltura, al tiempo que revisaba la hora en la esquina de la pantalla que asomaba de su pantalón.
—Ehm…, hola…, ¿don…?
—¡Terrig! Disculpa… Me tengo que haber confundido.
—No importa. Siempre pasa.
—Lo siento.
No se generó un momento incómodo porque no habÃa tiempo para un momento incómodo. Esos errores solÃan ocurrir. Terrig habÃa hablado antes con ella, solo que probablemente en sus sueños y no durante la jornada laboral. Qué importaba; a todos les pasaba. Terrig volvió a mirar la pantalla plástica de su bolsillo y vio que iba tres minutos atrasado. Su colega hizo lo mismo y seguramente llegó a la misma conclusión.
En el vestÃbulo se dirigieron hacia salidas distintas.
Terrig caminó hacia las afueras de la edificación. A las diez en punto pasaba un automovilizado público que lo acercaba hacia su casa. Pasados los dos minutos que faltaban, apareció el vehÃculo. No requerÃa conductor.
Se subió, acercó su pantalla personal a una consola, esperó el bip confirmatorio y se ubicó en uno de los cubÃculos individuales. Si bien ya era de noche, ninguna estrella se asomaba por el cielo. La intensidad con que la ciudad se iluminaba no hallaba rival en ninguna otra fuente luminosa. Mientras tomaba asiento, Terrig miró por la ventana buscando alguna nube de tintes azules o celestes que contrastara con el ocre de la noche. Detrás de esa, pensaba, debÃa estar la Luna.
Quedaban treinta segundos para que diera inicio a su clase. En la comodidad de su cubÃculo, envió la señal de su pantalla al cristal que estaba enfrente de él, delimitando este su lugar con el del otro pasajero.
—Buenas noches —comenzó Terrig—. ¿Empezamos?
Era tan solo una expresión. Nunca partÃan atrasados. Aunque Terrig, o incluso la locomoción, se atrasara, todos tenÃan a mano su pantalla personal para comunicarse donde fuera.
Esa noche debÃa impartir la clase de Análisis Integrado de la Evidencia a estudiantes de sociologÃa.
—En el caso de ustedes —les decÃa Terrig—, se pone más difÃcil el tema de hacer buenos estudios, por el tipo de variables subjetivas que deben intentar objetivar, a diferencia de un bioquÃmico, por ejemplo…
—Profesor —interrumpió una voz etérea.
—¿S�
—En el caso de los estudios cualitativos, ¿cómo hacen el análisis de esa evidencia?
Eran estudiantes jóvenes; Terrig lo sabÃa. Aún tenÃan que formarse.
—Es complicado —respondió—. Muchas veces lo que hacemos es simplemente descartarlos, cuando tenemos otros que son más bien cuantitativos. Si supieran la cantidad de información que recibimos, se darÃan cuenta de que lo último que alcanzarÃamos a hacer es clasificar algún dato subjetivo. No son considerados evidencia; o si no hay nada más sobre el tema, queda como evidencia clase F. Bien… Sigamos. Quedaron cincuenta y ocho segundos para tiempo de preguntas, para que lo tengan en cuenta…
Terrig Loy terminó su cátedra a las once treinta de la noche y un minuto más tarde se bajó en un paradero.
HabÃa una fila con automovilizados personales que cualquiera podÃa utilizar; estaba incluido en los impuestos. Caminó junto a un abundante grupo de personas que descendÃan también en la parada; encontró uno libre y se subió. Programó su dirección y comenzó el último trayecto hacia su casa. Treinta minutos debÃa demorar.
Comunicó nuevamente su pantalla, esta vez con el panel de vidrio del auto, reemplazando las visiones nocturnas del camino por la lectura a la que tenÃa que acudir. El Departamento le asignó un curso de «Variables numéricas en estudios ecológicos de suelos ricos en silicato». Todo ciudadano que fuera respetable no cesaba nunca sus estudios, ni tampoco la impartición de clases. Era parte del gran proyecto de educación continua: todos estudiantes, todos profesores.
—Los suelos de silicato son tremendamente apasionantes. Ya tenemos la evidencia para clasificarlos en veinticinco grupos distintos sobre la base de…
Terrig Loy entró a su casa faltando tres minutos para medianoche; su mujer habÃa llegado tan solo unos segundos antes. No se distinguÃa ninguna luz encendida en el interior de la morada.
A través del pasillo principal llegó un mensaje:
—¡Ya acosté a la niña!
—¡Ya! ¡Gracias!
—¡Cómo te fue en el trabajo!
—¡Bien, y a ti!
—¡Bien, también! ¡Ya te vienes a dormir!
—¡SÃ, ya voy!
Terrig encendió la luz de la cocina, sacó un trocito de sándwich del refrigerador, lo tragó con un sorbo de agua de la llave y se dirigió a su habitación.
Ahà lo esperaba. El mejor momento del dÃa. La razón por la que todos trabajaban sin parar; lo que otorgaba sentido a la más pequeña nimiedad de la existencia.
Su almohada.
No siempre le llamaron simplemente almohada. Hubo un tiempo en que ostentara un nombre siútico ahora ya olvidado, ideal en sus primeros momentos de comercialización; pero hoy en dÃa bastaba con referÃrsele de esa forma. Almohada.
No era ese antiguo cojÃn oblongo sobre el que ponÃan la cabeza cuando era tiempo de dormir. También se le llamaba almohada, pero ya no se identificaba con ella tal palabra. La almohada era un dispositivo surgido de la tecnologÃa y la ciencia del sueño, del principio de Voss y la estimulación de ondas gamma. Una especie de casco amoldable con una serie de electrodos que se posicionaban en sitios estratégicos del cráneo y de la cara. Ventosas pegadas en la cara. El mejor momento del dÃa, pensó Terrig.
—¿Cuánto te vas a poner? —preguntó su esposa.
—Hmm… Sesenta por ciento de sueño profundo y cuarenta por ciento de sueño REM. —Sesenta por ciento de descanso fÃsico y cuarenta para soñar. Aquello equivalÃa a unas ocho horas de una buena dosis onÃrica.
—Parece que tuviste un buen dÃa…
—Nada especial, la verdad.
—Bueno, que descanses. ¡Buenas noches!
Su mujer ya estaba dormitando. Terrig programó su almohada, se la colocó en la cabeza y se tendió en su cama. Encendió el aparato que transmitirÃa sutiles corrientes eléctricas a través de su red neuronal de tal modo que pudiera tener horas y horas de sueño lúcido y consciente.
Por fin comenzaba su dÃa…
—¡Frann! ¡Frann! ¡Por acá!
—¡Terrig! ¡Voy!
Terrig Loy se retiró los auriculares y detuvo el helicóptero. Se bajó de la máquina y puso pie sobre la arena. Llevaba una camisa blanca entreabierta que dejaba ver su perfecta anatomÃa. Frann corrÃa hacÃa él utilizando un diminuto traje de baño.
—Discúlpame por no reconocerte hoy dÃa en el trabajo.
—Ah, no importa. Siempre pasa.
—Lo siento, Terrig. TenÃa demasiado trabajo que hacer y nunca hay tiempo para nada más que eso en el Departamento.
—Ni me lo digas… Ni te imaginas las cosas que tuve que leer… ¡Pero no es tiempo para hablar de eso! —La tomó entre sus brazos mientras Frann emitÃa una risita.
—¡Suéltame, Terrig! Ni se te ocurra tirarme al agua… ¡No!, ¡no! ¡Yo me tiro sola!
Terrig la soltó y Frann corrió directo hacia el océano. Justo antes de tomar contacto con la espuma de la marea, Frann tiró lejos la parte de arriba de su atuendo.
Terrig pareció flotar hasta las olas…
—SÃ, mamá, todo bien en el trabajo —decÃa Terrig. Ya habÃa tenido suficiente en el paraÃso tropical.
—¡Ay, qué bien!
—¿Todo bien con ese tal Enrio?
—SÃ, papá, todo bien… No, gracias, mamá; ya estoy lleno. No me cabe nada más en el estómago.
—¿Lograste vender alguna pinturita?
—Tuve, de hecho, toda una exposición… No, gracias, mamá; te dije que no me cabe nada más… En el salón Mariatriz que a ti te gusta.
—¡Ay!
—¡Esposa mÃa! —dijo Terrig, en su propio francés con una voz de barÃtono. Lo habÃa aprendido hacÃa varios sueños atrás.
—Querido…
—He tenido que ocupar mi arma…
—¡Oh!
—Eran todos criminales, estafadores, lo peor de lo peor. —Se sentó en una reposadera al lado de su mujer, escuchando los filtros de las aguas cristalinas que adornaban su piscina.
—¡Oh, Terrig!
—Necesito una buena siesta.
—Descansa…
Y descansó.
—¡Bien, bien, Enrio! ¡Bien! ¡Estás mejorando muchÃsimo!
—Gracias, Terrig.
Terrig se retiraba los esquÃs y disfrutaba de la visión panorámica de la cordillera nevada. Caminó junto a Enrio al interior de una cabaña donde los esperaba una mesa con dos cafés servidos. Berto se los habÃa preparado, humeantes como siempre.
—Si me disculpas, Enrio, debo darle un tiempo a mi pequeña.
—Por supuesto… Anda… ¡Nos vemos en el Departamento!
—Mi pequeña… —decÃa Terrig frente a su hija. Le acomodó bien su almohada y la besó en la frente. Se dirigió luego a su propia habitación y se tendió sobre su catre. SabÃa que quedaba poco tiempo de su sueño, lo podÃa sentir. Cerró los ojos y simplemente esperó la transición…
Cincuenta y nueve. Ese fue el número que apareció por su pantalla mientras se dirigÃa hacia el trabajo. El auto al que se habÃa subido la noche anterior lo transportaba hacia el mismo paradero en donde lo habÃa tomado prestado y en donde embarcarÃa para completar el recorrido.
—Qué clima… —dijo Terrig a Enrio mientras se sacaba la chaqueta empapada. Su colega habÃa llegado unos minutos antes que él y, a juzgar por su pelo, también se habÃa mojado con la lluvia.
—Intenso —dijo Enrio, sin desviar la mirada de su pantalla. Tomaba con ambas manos su taza de café mientras la sorbÃa de manera sonora.
—Aquà tiene, señor Loy.
—Muchas gracias, Berto.
Qué alivio dormir bien, pensó Terrig. Se sentÃa repuesto, con el cuerpo descansado y la mente ágil y despierta. ¡Qué serÃa de ellos de no ser por las almohadas! Eso le recordaba la importancia de la evidencia y de los avances tecnológicos. La calidad de vida estaba mejor que nunca; se podÃa trabajar con un tiempo de descanso asegurado. Nadie podÃa privarlo de sus sueños. Nadie.
Seleccionó uno de los documentos: Proporciones de sueño profundo y sueño REM en los cambios de jornadas de descanso de seis horas a cuatro horas en un grupo aleatorizado de trabajadores subterráneos entre cuarenta y cincuenta años con consumo de licor al seis por ciento en intervalos de ochenta y siete minutos. ¡Todo aportaba su granito a la evidencia! Sin la evidencia no se sabÃa nada en lo absoluto, todo resultaba incierto e intangible, inseguro y peligroso. Negligente. Terrig sabÃa la importancia de aquello y, por ende, de su trabajo. Qué suerte tenÃa de haber nacido en estos tiempos, donde habÃa espacio tanto para la satisfacción como para el trabajo; y todo respaldado por números y estadÃsticas ultracorroboradas.
La lluvia martillaba las ventanas del edificio y aportaba con sus notas musicales. Aún no habÃa evidencia suficiente de que fueran efectivamente notas musicales, o si era mejor bloquear o permitirle su sonido en las jornadas de trabajo. Terrig habÃa leÃdo solamente quince documentos al respecto.
Tres cafés en la mañana, cuatro minutos de almuerzo, cuatro tazas y media por la tarde. Se despidió de Enrio y luego de Berto. No distinguió por los pasillos a Frann, pero poco le importaba.
—¡Terrig! —dijo alguien.
—Ehm…, ¿hola?
—¡Oh, oh! Lo siento…
Terrig sonrió:
—Siempre pasa…
El automovilizado público llegó a las diez en punto. Buscó la Luna entre las nubes, dio su clase en su cubÃculo, encontró más tarde un auto personal, acudió a su curso de suelos con silicato y llegó a las doce de la noche a la puerta de su casa.
Por un momento pensó que habÃa dormido demasiado bien la noche anterior. Aún se sentÃa repuesto, por lo que configuró su almohada a sesenta por ciento de REM y cuarenta por ciento de sueño profundo. Le pareció una buena idea continuar algunos sueños.
Pulsó la perilla que encendÃa su almohada…
—¡Terrig!
—¡Abran paso!
Terrig Loy aterrizó sobre la arena vistiendo una pequeña zunga azul. Se deshizo del paracaÃdas que venÃa sujetando con sus manos y corrió al encuentro de Frann.
—¿Quiénes son estas? —preguntó Terrig.
—Son unas amigas… No te importa, ¿cierto?
—Por supuesto que no, Frann —dijo con naturalidad.
Terrig vestÃa un terno negro mientras terminaba su solo de violonchelo. Era una gran audiencia la que se alzaba y aplaudÃa. Del mismo modo lo hacÃa el resto de la orquesta.
—Gracias, muchas gracias —decÃa Terrig, alzando su mano en agradecimiento y dirigiéndola hacia el director de la orquesta para que este fuera parte también de los elogios—. Han sido meses de práctica tras práctica —decÃa, opacado por los vÃtores. Estaba sudando por el esfuerzo de su última interpretación y le costaba encontrar el aire para seguir con su discurso—. Un… un… ¡aplauso para el resto de la orquesta! ¡A cada uno…!
Le faltaba el aire.
Se fue a un lugar sin luz. Estaba completamente oscuro. Pasó una mano por la frente para limpiarse el sudor acumulado, acompañado tan solo por la cadencia de su respiración. Se sentÃa muy extraño, un poco ligero, y con un leve hormigueo que viajaba hacia sus dedos meñiques.
¿HabÃa despertado? No podÃa ser… Se impuso el miedo en un instante, pero sin mayor intensidad. Era demasiado raro que hubiese despertado.
HabÃa despertado.
Y no veÃa absolutamente nada. Esperó hasta que los grises adoptaran alguna forma y alargó después el brazo hacia el interruptor de la almohada. No estaba funcionando. Eso sà le dio miedo. ¡Cuándo encontrarÃa el tiempo para reparar su almohada! Jamás habÃa escuchado que a alguien le pasara esto. Miró al costado y vio que su mujer estaba en sueño profundo. De ninguna forma la despertarÃa.
Qué desastre, concluyó… No hubo forma de encender la almohada. Estaba al tanto de que con cada minuto que pasara, más cansado estarÃa al otro dÃa. Optó finalmente por intentar dormirse por sà solo. Ya pensarÃa en el momento de llamar a la compañÃa para solicitar una reparación.
Quedarse dormido no fue la peor parte. Las ventosas en su rostro contribuyeron a la costumbre, y el hábito se encargó del resto. Lo terrible fue ver pasar sus sueños en cosa de segundos, sin siquiera ser capaz de recordar al menos una parte con suficiente claridad.
HabÃa sido todo tan rápido, tan abstracto, tan inútil.
Fue un dÃa miserable. Noventa y siete archivos para comenzar la mañana.
—Aquà tiene, señor Loy.
—¿Hum?, ¡oh!, gracias, Berto. —Bostezó.
—Le hizo falta más sueño profundo, señor Loy. —El hombre sonrió—. Espero que haya valido la pena el exceso de REM. —Guiñó su ojo y se marchó.
Terrig tomó la taza entre sus manos, bebió de su café y maldijo al sentir que le iba ardiendo la lengua y la garganta.
—¡Vaya, buenos dÃas, Terrig!
—¿Ah?, ¡sÃ!… SÃ… Buenos dÃas, Enrio…
Andar cansado sin tener un buen sueño como explicación resultaba bastante deprimente.
Ese dÃa no buscó la Luna ni puso atención al silicato. Los viajes se le hicieron mucho más largos de lo habitual. Llegó a su casa a medianoche y llamó a la compañÃa.
Esperó a que alguien contestara…
—REMember, buenas noches, mi nombre es Magdalia, ¿cuál es su nombre?
—Terrig Loy. Necesito…
—Buenas noches, señor Loy, ¿en qué puedo ayudarle?
—Ehm, buenas noches… Creo que se me echó a perder la almohada…
—¿Disculpe?
—Creo que se me echó a perder la almohada. Necesito que me la cambien o que…
—¿Disculpe? Señor Loy, no lo escucho bien, ¿qué me dijo?
—Se me echó a perder la almohada.
La mujer guardó silencio unos instantes y Terrig pudo escuchar el torbellino de voces de los otros operadores que trabajan al costado de Magdalia.
—Señor Loy, ¿me dice que se le echó a perder la almohada?
—SÃ…, eso…, no funciona, ya intenté volver a prenderla y…
—No existe ese error, señor Loy.
—¿Ah? ¿Cómo no va a existir?
—Es que no me aparece en la pantalla.
—Bueno, ¡pero se me echó a perder la almohada!
—Deme un segundo.
Terrig frotó su rostro con las manos. Estaba perdiendo tiempo en el que podrÃa estar descansando… A medias, porque su almohada seguÃa mala.
Su mujer le gritó desde el pasillo:
—¡Te respondieron algo!
—¡No! ¡Aún no! ¡Puedes dormirte si quieres!
—REMember, buenas noches, mi nombre es Jovelio…
—¡Me contestaron de nuevo!
—¡Suerte! ¡Buenas noches!
—¿Señor Loy?
—¡SÃ, sÃ! Buenas noches… Se me echó a perder la almohada.
—¿Se le echó a perder o no funciona?
—¿Ah? No funciona…
—Hmm… Deme un segundo.
Arribó la hora una de la madrugada y Terrig conversaba a estas alturas con el gerente de la compañÃa…, según le habÃan informado.
—Está bien… Le enviaremos un reparador.
—¡Oh, gracias! ¡Muchas gracias! ¡Gracias, de verdad! —¡Tanto les costaba decirme eso hace una hora…, imbéciles!, pensó Terrig.
—La hora más próxima es…, hummm…, en dos dÃas más a las…, hmm…, siete de la tarde. Se le enviará la notificación a su empresa para que pueda ir a su casa a esa hora. No se preocupe.
—¡Dos dÃas más!
—Ehm… SÃ.
—¡Oh! ¡Oh! Está bien…, está bien. Déjeme anotado.
—Listo… Muy bien, señor Loy. Solucionaremos su problema a la brevedad. REMember, ¡nunca deje de soñar! ¡Buenas noches, señor Loy!
Esa noche las ventosas no fueron suficientes.
—Aquà tiene, señor Loy.
—Gracias…
—¿Se encuentra bien?
—SÃ…, estoy bien. Tuve unos problemas con la almohada…, pero ya lo arreglarán.
—Le voy a traer un café más cargado.
Berto recuperó la taza que habÃa entregado a Terrig. Se retiró y volvió en unos instantes con un tazón de intenso aroma. Humeaba como nunca.
—Con esto va a andar mejor, señor Loy. Cuidado con quemarse…
Terrig sopló el contenido de su taza y tomó un sorbo. A la tercera succión le pareció sentir que las fuerzas volvÃan a su cuerpo; la mente se le despejaba y parecÃa lista para funcionar. Se estiró en su asiento, se colocó los anteojos y posicionó la pantalla en el ángulo preciso. Se terminó la bebida marrón y comenzó a ver los archivos. Sesentaicinco.
Agitó las manos, soltó una bocanada de aire y se puso a trabajar.
El ánimo le duró menos de veinte minutos.
SentÃa cómo la espalda se le iba encorvando al tiempo que se le sumaba una picazón vidriosa en ambos ojos. TenÃa sueño y estaba cansado, pero lo que le afectaba era no haber podido… soñar.
—Berto… ¿Me traes otro café?
—Ehm… Señor Loy, creo que ha tomado mucho…
—¿Ah?
—Ya se ha tomado cinco tazas, señor Loy.
—Berto, lo necesito para mi trabajo… Lo necesito…
Antes del almuerzo comenzó a sentir unos temblores en las manos. Colocó su dedo Ãndice al interior de un orificio en la pared frontal de su escritorio y sintió a continuación un pequeño pinchazo. El resultado de la máquina indicó un nivel sanguÃneo de cafeÃna un veinte por ciento por sobre el nivel óptimo para las jornadas de trabajo, según la evidencia comprobada.
Terrig Loy se detuvo un segundo. Se calmó.
Pronto arreglarÃan su almohada y todo habrÃa terminado. No habÃa razón para estar desesperado.
La tarde se le hizo eterna. Se subió al automovilizado público y dio su clase sin ninguna inflexión en su voz, monótona y rápida, sin recibir ningún reclamo a cambio. Apenas si pudo poner atención al silicato mientras viajaba en un auto personal.
—Ya, Terrig… Concéntrate —se dijo a sà mismo frente a su cama, su mujer durmiendo en un costado—. Este es tu momento de descanso. Es todo tuyo. Nadie te lo quita. Solo tienes que intentar mantenerte consciente y disfrutar de tu sueño. —Se mantenÃa de pie, respirando a un ritmo pausado y alzando y bajando sus manos en una especie de ritual—. Mantenerte consciente y disfrutar de tu sueño…
Se colocó su almohada y cerró los ojos. Repitió las palabras en forma de mantra para invocar la ensoñación… Era todo lo que necesitaba, soñar un poco, y estarÃa renovado para el dÃa siguiente. Todo saldrÃa bien, tendrÃa energÃas para trabajar, estarÃa contento de haber descansado, se sentirÃa realizado… DebÃa estar consciente, eso era todo, nada más…
—Aquà tiene, señor Loy.
—¡Muchas, muchas, muchas, muchas gracias, Berto! —dijo Terrig, con los ojos más abiertos de lo socialmente aceptado. Berto retrocedió—. Disculpa… No he dormido nada.
En realidad, sà habÃa dormido, pero no habÃa soñado. O simplemente no recordaba lo que habÃa soñado, que para este caso le era lo mismo que no haber soñado absolutamente nada. ¿Qué sacaba con soñar si luego lo olvidaba? La contractura de su espalda era lo de menos.
—¿No le han ido a reparar su almohada, señor Loy? —dijo Berto, con voz trémula.
—Aún no… Tal vez hoy dÃa…
Terrig no podÃa creer lo demacrado que se hallaba con tan solo dos dÃas sin soñar. Era el único instante en que sentÃa que era él, el verdadero Terrig Loy. TenÃa ganas de ir a esquiar con Enrio…, o mejor aún, salir al espacio, visitar Marte; eso tenÃa ganas de soñar. Y Frann…
A las seis de la tarde, con una cafeinemia al ciento diez por ciento, se preparó para llegar a tiempo a su cita con el reparador de almohadas. Se sacó los anteojos y estuvo cerca de plegar su pantalla cuando un mensaje apareció en la esquina de esta: «Estimado señor Loy»… Leyó rápido, con los ojos rebotando en cada extremo de la cara… «Lamentamos informarle que el reparador no podrá asistir hasta en dos dÃas más…».
Berto estaba quieto en el pasillo, sosteniendo la bandeja en la que llevaba la taza de café. No se decidÃa entre acercarse o no. Incluso desde aquella distancia era posible divisar el rostro ausente del señor Loy. ParecÃa ido. TenÃa los ojos fijos en un punto imaginario y no parecÃa parpadear a un ritmo regular; sus párpados luchaban por hallar coordinación. Estaba mal afeitado y despeinado.
Berto se acercó. Tomó la taza y la dejó en el escritorio, sin decir una palabra, y se marchó. El supervisor le habÃa dado la instrucción de seguir llevando tazas de café al señor Loy mientras durase la reparación de su almohada. DebÃan estar atentos a lo que ocurriera. Era un caso poco común, por lo que ya se habÃa dado inicio a un estudio dirigido por un equipo de psicólogos que deseaban publicar su situación. PodÃa resultar muy útil conocer las implicancias de la falla en una almohada, si se tomaba en cuenta la exigente rutina social que ocupaban.
Enrio no pudo descifrar qué pasaba por la cabeza de su colega. SabÃa que llevaba unos cuantos dÃas privado de sus sueños, pero era la primera vez que veÃa un caso asÃ. No pudo, ni tampoco quiso, imaginar lo que eso significaba. Su almohada siempre funcionaba, por lo que se sentÃa realizado con su vida. Nadie le habÃa privado de sus sueños. Le parecÃa extraño haber estado caminando junto a Terrig la noche anterior y ahora verlo asÃ. Debe ser terrible, pensó.
Terrig Loy meditaba. Pensaba lo extenuante que resultaba ser un ciudadano productivo cuando le habÃan quitado su descanso. Buscaba en los rincones de su mente alguna motivación para lidiar con los archivos. No encontraba mucho, asà que no quedaba otra alternativa más que el café.
Terrig Loy estaba desconcentrado.
—Enrio… —dijo Terrig susurrando—. Enrio…, oye…
—¿Ah? ¿Qué pasa?
—¿Cómo vas con tu trabajo?
—Ehm…, supongo que bien.
—DeberÃamos ir a esquiar de nuevo.
—¡Ah!, no te preocupes. Te estas confundiendo. Siempre…
—Siempre pasa… Sà sé. Pero deberÃamos ir a esquiar. El otro dÃa estuvo perfecto.
—Terrig, no hemos ido a esquiar juntos…
—¡Sà sé, Enrio! ¡Sà sé! ¿Has ido a esquiar alguna vez?
—Por supuesto…
—¿Despierto?
—Por supuesto que no, Terrig. Pero he ido en mis sueños. Soy muy bueno, de hecho.
—SÃ, yo también soy bueno… ¡No, Enrio! ¡No has esquiado nunca! DeberÃamos ir uno de estos…
—¡Sà he ido a esquiar, Terrig! ¡No hay ninguna diferencia con que lo haga mientras duermo!
—Tranquilo… Baja un poco la voz… Nos pueden sancionar.
—Y encima haces que me atrase. ¿Sabes, Terrig?, eres mucho más simpático en mis sueños.
—Y tú en los mÃos… No es el punto. DeberÃamos ir a esquiar de verdad.
—¿Para qué? No tengo el más mÃnimo problema de hacerlo mientras duermo. No hay ninguna diferencia. A lo mejor tu almohada no funciona bien, pero en la mÃa es exactamente igual que estando despierto, mejor incluso. ¿Para qué querrÃa hacerlo?
—Bueno…, no sé, para hacerlo despierto simplemente. Es distinto; vale más a lo mejor…
—¿Has ganado un campeonato?
—SÃ…, unos cuantos.
—¿Tú crees que los ganarÃas si se te ocurriera esquiar despierto? ¿Crees que serÃa igual de entretenido?
ParecÃan dos viejos camaradas discutiendo. Sin embargo, era la primera vez que hablaban más allá del saludo matutino. A Enrio le pareció agradable…, pero se estaba atrasando con el trabajo. En el caso de Terrig, resultaba la única forma de escapar del tedio que lo consumÃa.
—Tal vez sà los ganarÃa… ¿Quién sabe?
—Déjame trabajar, Terrig. Ya te van a arreglar tu almohada; aguanta un poco.
Terrig se volvió hacia su pantalla. Miró los archivos: cuarentaiocho por leer.
Dejó caer los brazos en la mesa, apoyó el cuello en el respaldo de la silla y comenzó a mirar el techo. Pidió a Berto otro café. Menos mal que ahora traen protectores gástricos, pensó Terrig.
HabÃa esperado con ansias los cuatro minutos de almuerzo.
—Enrio…, oye… Enrio…
—¿Ah? Terrig…, qué pasa.
—Estuve pensando y tienes…
—¿No hiciste tu trabajo?, ¿en qué momento…?
—Sà lo hice; da lo mismo. Estuve pensando y tienes razón. Ir a la nieve es demasiado complicado. Pero podrÃamos hacer alguna otra cosa.
—Para, Terrig.
—Soy bueno pintando. PodrÃamos ir a alguna galerÃa.
—¿Eres bueno pintando? Terrig, espera a que te arreglen la almohada, mejor. Además, creo que ya no hacen galerÃas…
—¿Qué? ¿En serio?
—Quizá haga alguna mientras duerma. Voy a seguir trabajando, Terrig.
Enrio se inclinó hacia su pantalla y desapareció del espacio visible para su colega.
Cuando dieron las nueve con cuarentaicinco, Terrig partió directo hacia el pasillo para tomar el ascensor. Por ahà avanzaba Frann.
—Hola, Frann —dijo mirando la hora. Le dirigió luego la mirada.
—Hola…, ¿don…?
—Terrig Loy. Nos vimos el otro dÃa. ¿Me recuerdas?
—¡Ah!, debe estar confundido. Siempre…
—No, no… Nos vimos aquà hace un par de dÃas.
—¿S�
—SÃ, hace tan solo un par de dÃas. ¿No…, no recuerdas?… —Un silencio por respuesta—. Bueno, no la retraso más. Que tenga un buen dÃa.
HabÃa repasado el diálogo toda la tarde, recitándolo cada diez publicaciones observadas. Se sentÃa muy conforme con su desempeño, pero habÃa anticipado de manera equivocada las respuestas de Frann. La escena habÃa resultado más corta de lo esperado.
Caminó hacia el automovilizado público observando la noche por sobre su cabeza. Se veÃa de un color morado, con café, y sin ninguna estrella. Quiso imaginarlas por un instante, pero aquello casi le cuesta quedarse sin transporte.
Una vez en su cubÃculo, buscó la Luna con más dedicación de lo habitual. HabÃa una nube particularmente azulada por la cual apostarÃa que serÃa la acertada.
Su pantalla comenzó a vibrar.
Las clases, recordó… DebÃa ser más cuidadoso con sus desvarÃos; si bien no habÃa forma de empezar las lecciones atrasado. Eran demasiadas personas esperando su discurso.
Dijo lo de siempre.
Una vez adentro del auto personal, se dio cuenta de que podÃa concentrarse en mirar a través de la clase de los silicatos, escuchando de todos modos, pero viendo el camino que lo llevaba hacia su casa. No vio casi nada. Estaba, de alguna forma, demasiado oscuro.
Tendido en la cama, con la almohada puesta como sÃmbolo, tomó consciencia de su charla con Enrio. Se preguntó si él estarÃa también pensativo por lo mismo.
—Aquà tiene…
—Muchas gracias, Berto. ¿Has visto a Enrio?
Berto vio su cara aún bastante demacrada, pero al menos ahora no tenÃa los ojos tan expuestos como antes. Eso le habÃa asustado, y agradecÃa que ya no ocurriera.
—SÃ, ya viene entrando, señor Loy.
Terrig se asomó para mirar por el pasillo. Divisó a Enrio caminando y devolvió su cabeza al escritorio. Lo esperarÃa.
—Hola, Terrig. ¡Vaya que eres bueno para esquiar! —dijo Enrio.
—Enrio, ya se me ocurrió… ¿Qué? No fuiste a esquiar conmigo.
—Ah, es lo mismo.
—¿Cómo va a ser lo mismo si yo no estaba?
—En la noche, en mi sueño, me vas a decir otra cosa. De veras necesitas esa almohada.
Terrig frunció el ceño.
—Te decÃa que ya se me ocurrió qué podrÃamos hacer…
—¡Terrig, para!… ¡Para! ¡Para! ¡Para!
Terrig se detuvo… No habÃa previsto esa respuesta.
Esa tarde no fue capaz de mantenerse sentado. Tuvo que pararse, caminar por el pasillo y apoyarse en uno de los ventanales del edificio. Miró un instante a la ciudad. Miró de vuelta a su oficina y unas cuantas miradas lo esquivaron. Se devolvió a su puesto. No era su intención desconcentrar a los demás.
Acomodó la pantalla y siguió leyendo sus archivos. Una sombra se posó sobre la imagen que leÃa…
—Señor Loy —dijo una de las supervisoras—, por favor no pierda el tiempo. —DebÃa ser sutil pero certera. Estaba al tanto del averÃo de su almohada—. Entiendo su situación y espero que pronto se solucione, pero le solicito que no desconcentre a los otros empleados. ¡Concéntrese, señor Loy! Si consigue un mejor puesto, tendrá que acostumbrarse a tres horas de sueño profundo y solo cinco minutos de REM.
¿Quién le dijo a esta señora que él querÃa un mejor puesto? En esta empresa todos asumÃan que uno querÃa ser el jefe.
—SÃ… Disculpe.
Hizo el intento de concentrarse. Abrió un archivo y leyó su tÃtulo: Repercusiones psicológicos individuales y familiares en grupos de poblaciones adyacentes a depósitos de heces animales y humanas de intensidad de olor por sobre el umbral odorÃfero aceptable. Supuso que faltaba evidencia para tomar medidas al respecto… Lo miró de todos modos, con desgano y con otra sensación que no supo definir. Evidencia clase F, terminó por ser. Qué estupidez, fue su pensamiento.
Se encontró mirando el techo nuevamente, pensando, imaginando lo que fuese, tal vez Frann… Y un retrato vino a su cabeza acompañado de una idea:
¡La supervisora!
—Enrio…, oye… Enrio…
—Qué…
—Toma… Te dije que soy bueno pintando.
Terrig le pasó un papel con el borde rasgado. Sobre él, una serie de palos mal trazados que intentaban miserablemente remembrar una figura femenina. Dos óvalos mejoraban el intento. Todo esto coronado con el nombre de la supervisora.
—¿Qué tal, eh? —Terrig lo miró reluciendo una enorme sonrisa, expectante.
Le tomó un par de segundos comprender, pero la respuesta de Enrio fue contundente.
Un ataque de risa… ¡Una explosión de hilaridad!
¡Se estaban riendo! ¡Los dos!… Resultaba difÃcil contenerse.
—¡Vaya, Terrig, qué talento! —apenas pudo concluir sin tener que llevar un puño hacia su boca para disimular de algún modo las carcajadas que no lograba controlar.
—Berto…, oye… Berto —susurró Terrig con los ojos empapados de tanto reÃr.
Berto se acercó, escuchó la historia, vio el dibujo, y se unió a la sinfonÃa.
—¡Tendré mi propia galerÃa, ya verán! —exclamaba Terrig—. ¡Si pintara todo el tiempo que trabajo…! —Y calló de súbito al ver que el resto volvÃa a sus quehaceres.
Era la supervisora.
—Señor Terrig, es suficiente —le quitó el dibujo—; le dije que debÃa comportarse. —Miró el dibujo y su rostro se desfiguró. Terrig acercaba la barbilla hacia su cuerpo mientras dirigÃa la mirada a la supervisora de pie junto a él. Le pareció verla sonreÃr—. Concéntrese, señor Loy —culminó.
La supervisora se alejó por el pasillo y Terrig pudo ver que la esperaba otra mujer. Esta última pareció decirle algo al oÃdo; alguna orden con respecto a él, supuso, porque la musa retratada se encaminaba de vuelta a su escritorio.
—Señor Loy, le informo que la compañÃa se ha comunicado con nosotros para que le permitiésemos acudir a la cita con el reparador. Lo están esperando en su casa. Puede retirarse.
Terrig se quitó los anteojos. Estuvo un momento detenido, sin saber cómo reaccionar. HabÃa pasado dÃas completos cansado, sin dormir ni soñar, buscando formas de distraerse, de motivarse. No habÃa sido todo un éxito, estaba bastante deprimido, pero recordó lo feliz que habÃa estado hace un instante, riéndose con Enrio y con Berto…
¡Al fin le arreglarÃan su bendita almohada! ¡Por fin!
Alzó ambos brazos, estirados; dobló su pantalla y la guardó en el bolsillo; salió por el pasillo directo al ascensor…, y se devolvió, pero por el otro pasillo.
Entró en la otra ala de su piso, el piso de ella; caminó por entre los escritorios, miró a sus ocupantes…, y se detuvo. Retomó el camino original y apretó el botón del ascensor.
HabÃa estado pensando en Frann y en sus últimas conversaciones en el Departamento. Esa no era Frann. Y no tenÃa la intención de que lo fuera, en lo absoluto.
Caminó hacia el paradero y esperó por su transporte. No tenÃa idea a qué hora exacta pasarÃa, pero asumió que serÃa pronto. Era la primera vez que se subÃa antes del anochecer. Se quedó mirando hacia el ocaso antes de posicionarse en un cubÃculo.
No era tiempo de dar clases ni tampoco de escuchar de silicatos. HabÃa sido un transcurso silencioso. Terrig Loy tuvo tiempo de pensar. Luego tuvo tiempo para dejar de pensar…, y descansar. Era distinto a estar soñando.
—¿Usted es Terrig Loy?
—SÃ, soy yo. ¿Usted es el reparador?
El hombre asintió y Terrig abrió la puerta de su casa. Lo hizo pasar y lo dirigió a su habitación. Le señaló la almohada disfuncional.
—De verdad está mala —dijo el reparador. Terrig no dijo nada. Miraba desde la puerta de su pieza, con una incertidumbre que le tenÃa preocupado—. ¡SÃ! Hay que cambiarla.
Terrig quiso decir algo, pero no se convenció de hacerlo. Desviaba la comisura de la boca y asentÃa a las palabras de aquel hombre.
El reparador salió hacia al exterior y después volvió a la pieza con una almohada nueva.
—Firme aquÃ. No tiene que pagar nada extra.
Terrig titubeó…
Firmó.
Se encontró solo allà en su casa. Eran las nueve de la noche. Su hija y su mujer llegarÃan en al menos unas tres horas más. Pensó en esperarlas…, pero el cansancio acumulado…, los dÃas sin soñar…, la almohada nueva enfrente de él… Y si programaba ochenta por ciento de sueño REM, serÃan…, serÃan casi veinte horas…
—Aquà tiene, señor Loy.
—Muchas gracias, Berto.
—Me alegra verlo descansado. ¿Algún nuevo retrato para hoy? Cambiaron a Enrio de lugar, pero… —bajó el volumen de la voz— yo puedo ser el mensajero —sonrió.
—¿Ah? —dijo Terrig, mirando el número de la pantalla—. SÃ…, cierto… Anoche expuse toda mi colección. —Sin desviar la vista tomó un sorbo de café—. Gracias, Berto —dijo sin mirarlo—; muchas gracias.
Qué alivio era comenzar de esta forma la jornada.
Leonardo Espinoza Benavides (San Fernando, Chile, 1991)
Médico cirujano, escritor y cinéfilo. Autor de la novela fix-up de ciencia ficción Más espacio del que soñamos (Puerto de Escape, 2018) y editor general de la antologÃa COVID-19-CFCh (Sietch Ediciones, 2020). Miembro del Directorio de la Asociación de Literatura de Ciencia Ficción y Fantástica Chilena (ALCiFF) y antiguo miembro de la Washington Science Fiction Association (WSFA). Expositor de la primera participación chilena en la convención Capclave de Estados Unidos (2015). Ha publicado ficción y no ficción en Editorial Puerto de Escape, Sietch Ediciones, El Sitio de Ciencia Ficción, The WSFA Journal, Revista literaria Letralia, Portal del Instituto Cubano del Libro – Cubaliteraria, Revista CrÃtica.cl, Dos Disparos Magazine, Publicaciones Universidad Andrés Bello, Fantástica Sin Fronteras, entre otros.
Actualmente reside en Santiago de Chile junto a su esposa, Daniele Nakasawa, y su perrito, Hulky (también conocido como Chulito). Su sitio web es https://leoespinoza.cl.
Me encantó.
Por muy avanzado y aparentemente perfecto que sea el futuro, la obra humana, como el humano mismo, tendrá sus fallas. Eso nos hace interesantes, inestables, locos. Asà somos. Negar nuestra naturaleza o intentar controlarla es inútil, pues siempre saldrá a la superficie, rompiendo el sistema, o al menos, agrietándolo.
De eso se trata este cuento, y me fascina el tema. Muestra cuán vulnerables -y en muchos casos absurdos- son los futuros ideales, a pesar del final.