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Chile  CHILE
Era un atardecer frío y colorido de otoño, con olor a petricor. Fumaba sola en el estacionamiento del centro comercial, esperando que el nodo del videojuego fuera activado en una hora terrestre estándar más, ganar créditos suficientes para comprar otra dosis de Nooz y con la droga volver atrás en el tiempo con mi hijo, antes de la trágica muerte.

Debía volver con mi familia en menos de un mes o la realidad podría reiniciarse y los perdería. No sabía qué mundo podría encontrar con la siguiente dosis. Podría romper la realidad y viajar a un tiempo o dimensión diferente otra vez.

Ampliación

Ilustración: Pedro Bel

El viento movió mi larga falda rosada con pliegues. Cerré mi chaqueta de mezclilla sin mangas y soplé mis manos con guantes de cuero sin dedos, intentando entrar en calor.

Exhalé el humo de mi cigarrillo, miré hacia arriba y pude ver a una familia de tres golondrinas, las últimas del año, volar entre las nubes naranjas y púrpuras. Emigraban hacia tierras más cálidas.

Escuchaba “I Wished On The Moon” de Ruth Etting. Prefería los modelos antiguos de audífonos antes de los implantes cocleares.

Algunos androides y algunas ginoides daban vueltas en círculo alrededor de los automóviles y sobreautos estacionados.

Cuando esta playa de estacionamientos era un terreno baldío, mi padre me enseñó a andar en bicicleta en una tarde muy similar. Jamás tuve la oportunidad de mostrarle cómo hacerlo a Lucian, ya que trabajaba como recepcionista y cuando llegaba a casa tras ser la última en salir de la oficina, solo quería quitarme los zapatos de tacón y ver un poco de televisión. Creo que nunca logró aprender a andar en bicicleta.

El poco tiempo que teníamos libre el fin de semana lo dedicábamos a hacer las compras o el aseo. Cuando finalmente tenía tiempo para el niño, él ya jugaba en la calle hasta entrada la medianoche.

Pronto la playa de estacionamientos será una playa real, igual que el resto de la ciudad, hundida bajo el mar.

Rai me decía que no lo dejara salir con esos vagos, porque ellos eran casi adolescentes y Lucian solo un niño. Crecí sin amigos, por eso quería que él viviera la infancia que no tuve. Además de tener que ganar suficiente dinero para estar a la altura de las expectativas de la familia de mi esposo.

Lancé la colilla del cigarrillo sobre un charco de agua, distorsionando el reflejo de las viejas palmeras secas y los vehículos oxidados.

Sería mejor esperar dentro. Vería cómo estaba el viejo Daniel, el único amigo que me quedaba.

Cada vez que Raimundo veía un elemento de otra época, me decía que habíamos viajado a ese momento. Un chiste en esa época, una realidad hoy. Yo le respondía que los amaría en todos los tiempos.

Algunas gaviotas y un pelícano volaron hacia la entrada del mall, sobre la gigantesca estatua de Zeus caída sobre el techo de un gimnasio, con enredaderas creciendo sobre ella.

Los amaría en los tiempos de los griegos.

Entré al centro comercial y este descontó un crédito de mi cuenta personal. Las puertas automáticas intentaban cerrar, pero los engranajes rotos lo impedían.

Algunos androides deambulaban entre las tiendas y los pasillos. Los grandes salones una vez llenos de compradores ahora albergaban formas humanoides sin vida, caminando sin un aparente sentido lógico. Alguna vez los usaron para alentar a los compradores, emulando sus hábitos. Ahora parecían fantasmas, malas copias de clientes típicos que dejaron nuestro pueblo.

En la recepción había una fuente seca. Estatuas de Poseidón y Anfitrite custodiaban en silencio las monedas oxidadas, casi fundidas sobre la fuente de mármol. Una luz pálida de color celeste los iluminaba desde lejos.

Me parecía irónico que el mismo dios que más daño causaba cada año, ahora pareciese tan indefenso. Imagino que ganó alguna apuesta y por eso reclamó más tierra para sus dominios.

Poseidón y Ares. El mar y la guerra. De seguro tramaron algo juntos. Tal vez ahora gobiernan en vez de Zeus sobre el olimpo.

Después de la tragedia, pensamos en irnos a vivir a una estación espacial. Dejar la tierra atrás y empezar de nuevo. Yo no pude dejar los recuerdos del niño, no podría perder lo único que me quedaba de él.

Caminé frente a la heladería dónde conocí a Raimundo, el padre de Lucian. Había una fila tan larga que tuvimos que esperar dos horas para pedir helados de lúcuma y manjar, los mismos sabores que mi madre me compraba en la heladería artesanal de la plaza central, antes de ser absorbida por esta franquicia multinacional.

Cuando finalmente nos atendieron, los relojes de ambos estaban sin batería, así que no pudimos pagar. Fue la peor y también la última primera cita que tuve.

Once años más tarde celebramos nuestro primer aniversario de bodas en este mismo lugar. Yo tenía veintiséis y estaba embarazada. El muro marino aún resistía y la guerra de los metales todavía no alcanzaba la antigua capital del país. Estábamos llenos de esperanza, con el mundo por delante, pero aquel futuro idílico nunca llegó, al menos no para quienes no pudimos pagarlo.

Muchos cambiaron sus grandes casas en la cordillera de la costa por pequeñas y lujosas habitaciones en torno a Saturno.

El pasado, por otro lado, estaba apenas a mi alcance. Tan cerca que podía escuchar las carcajadas de mi hijo, corriendo con su gorra azul, agitándo la cerveza a su padre o dibujando sus manos en las puertas de la casa.

Lucian esperaba junto a su padre que yo volviera a ellos, treinta años atrás.

La noche que di a luz, Rai casi no estuvo en el parto. Le pedí que me comprara un litro de helado de cada sabor.

Él siempre olvidaba cargar su transmisor subcutáneo. Cuando regresó a casa, encontró una nota de papel. Yo había tenido que venir de urgencia al hospital en el ala oeste del centro comercial. Tuvo que devolverse tan rápido como pudo. Asustado y preocupado, olvidó dejar el helado en casa.

En las primeras holografías del bebé, él tenía su chaqueta manchada con helado derretido. La misma chaqueta que ahora uso para recordarlo, aunque él haga todo lo posible para olvidarse de mí.

Otro androide, vestido con un traje elegante color café, caminó frente a mi. Se sacó el sombrero de fieltro para saludarme. A veces creo que pueden reconocerme. No se supone que tengan memoria, pero me gusta imaginar que lo hacen. Vengo cada noche, así que deberían hacerlo. Imagino que a este le gusta escuchar a Carlos Gardel. El original, no el rapero marciano.

El primer baile de nuestra boda fue el tango Soledad. Después del divorcio, la letra de la canción me hizo sentido por primera vez. En ese momento no me pareció la gran cosa ya que era la tradición de su familia. Un largo historial de separaciones debió alertar a la joven enamorada que fui.

Caminé fuera de una tienda de ropa costosa. Los vidrios estaban rotos y varios maniquíes destruidos. La tienda estaba sin iluminar, solo algunos rayos de luz exterior se marcaban entre el polvo flotante.

Tosí. Todo en silencio.

Di un golpe en el suelo. Un maniquí, diseñado con la forma y el rostro del David de Miguel Ángel, vestido con una camiseta rosada, una chaqueta blanca con hombreras y pantalones del mismo color, giró para mirarme. Todas las noches notaba mi presencia.

Debía de estar fallando, al igual que todo lo demás. Ya me había acostumbrado a su bienvenida. Lo extrañaría cuando finalmente llegará al fin de su vida útil o el océano lo arrastrara a sus profundos dominios.

En otras tiendas sin iluminar, los androides vagaban por las sombras, cargando bolsas mientras caminaban lentamente en la obscuridad.

Una ginoide contemplaba su reflejo frente a un maniquí desactivado. Me pareció que se imaginaba usando la ropa en el mostrador. Entré a la tienda para tomar el sombrero amarillo de ala ancha y se lo coloqué a la robotina. Me miró, agachó su cabeza en símbolo de gratitud preprogramada y continuó vagando por el centro comercial vacío, atrapada en un bucle, repitiendo eternamente el mismo patrón.

Las escaleras mecánicas hacia el tercer piso no funcionaban. Caminé con la dificultad de mi edad por ellas. Mis rodillas ya no eran las mismas de treinta años atrás, cuando podía subir a Lucian a sobre ellas y jugar a que él era un avión, dejarlo caer sobre mi y hacerle cosquillas.

Cuando pude visitarlo en el pasado volví a hacerlo. Lo haría nuevamente. Solo debía conseguir mucho dinero.

Cuando subí, el nivel completo cobró vida. Las luces parpadearon incesantemente y la canción “Twilight time”, no la original de The Platters, sino el cover de The Plutoneers. Comenzó a sonar distorsionada, un poco más lenta y lejana.

Los amaría en mil novecientos cincuenta.

Esta canción era la favorita de mi abuelo, la que papá escuchaba con mamá cuando bebíamos té y comíamos pan tostado con tomate y albahaca en las noches de verano. Sonaba de fondo cuando le di el primer beso a Raimundo en el patio de comidas, cuyos ventanales colocó mi hermano mayor en su primer trabajo como obrero de la construcción.

Sin importar qué grupo musical la reinterpretara, era la canción de mi infancia y de mi adolescencia rebelde, de mi adultez amada y de mis amaneceres solitarios e incluso aquellos días luminosos en el pasado perfecto al que espero volver.

Un androide que cojeaba dio vuelta en una esquina del segundo piso del centro comercial. Al verme cambió su dirección.

—Los juguetes de colección tienen un cinco, cinco, cinco por ciento de descuento si compras más de dos productos de la misma década. Un cinco por ciento adicional si compras los juguetes que te faltan para completar los personajes de la serie. No te demores, Susana, Susana, Susana. Solo te faltan once, once, once, figuras de los años cincuenta de videojuegos inspirados en personajes de mil novecientos ochenta. La oferta dura hasta la medianoche.

Lo ignoré.

—El vino Carmenere es la elección… elección… elección preferida de las mujeres divorciadas… Divorciadas.

Divorciada.

Tuve que contenerme las ganas de volver a lanzarlo hacia el piso menos uno. Con mi reloj pagué un crédito para que se callara por cincuenta y ocho minutos. Ambos continuamos nuestros caminos.

La tienda de memorabilia quedaba en ese mismo piso.

Pasé a mirar qué novedades tenían. Una ginoide sexy, de cuerpo cromado y curvilíneo atendía la tienda. Junto a la entrada habían dos torretas automáticas de alto calibre vigilando.

Miré la pantalla rota de mi reloj. Calculé cuánto dinero me quedaba. Podría conseguir algunos juguetes, si presionaba en los juegos hasta medianoche en vez de mi rutina de terminar un poco más allá de las diez. Seis horas en vez de cuatro. No habría problema.

Debería hacer un poco de espacio en casa. Si mi Lucian estuviese conmigo, jugaría con ellos o al menos estaría feliz de tenerlos. Cuando rompiera y puediese verlo, le contaría de todo lo que lo esperaba en el futuro. Estaría muy feliz.

Tendría que esperar un par de días más para conseguir la cantidad suficiente de dinero para una dosis de Nooztalgika. Sé que Raimundo y Lucian esperarían por mi. Siempre y cuando me drogara y viajara antes de veintiocho días, no habría problema alguno.

La tienda estaba llena de personajes de la cultura popular. Había juguetes, camisetas, loncheras, posters, vasos y llaveros. Algunas mochilas y decenas de cajas. Aunque era una tienda pequeña, estaba atiborrada de coleccionables. Probablemente porque yo era la única en esta sucursal con algo de dinero para gastar.

Sobre uno de los estantes Luke Skywalker, disfrazado de Doctor Who, le disparaba a R2D2 disfrazado de Dalek.

Junto a ellos había un furby disfrazado de Pikachu y otro de Charmander.

Los Lucy y Ricky Ricardo de este año sonreían en una camiseta. En otra había un estampado de las nuevas aventuras de Samantha Stephens, su esposa Jeannie y su hija adoptiva Sabrina.

Un juguete de Superman se erguía heroico.

Sobre el mesón estaban los modelos de todas las naves enterprise, incluyendo la Enterprise H con daños en las nacelas.

Intenté tocarlas, pero la ginoide hizo un sonido de alerta y las torretas me apuntaron.

Juguetes cabezones del doctor Emmet Brown niño, o Tiny Doc, junto a Marlene McFly, sacudían sus cabezas sobre un DeLorean DMC 15 eléctrico, suave y cromado que levitaba de verdad.

Mi abuelo, mi padre, yo y mi hijo crecimos viendo las mismas series y amando a los mismos personajes. Cada uno tuvo su propia generación de Power Rangers, su propio Kamen Raider y su distintivo Ultraman o Enterprise.

Cada tarde Rai le dibujada nuevos súper héroes y nuevos personajes al niño, pero no tenía sentido. Ya había suficientes personajes para contar cualquier historia necesaria. Era una pérdida de tiempo.

—Es como el color café de las pinturas, amor. — Me decía mi ex esposo.

—No entiendo tu metáfora, querido.

—Puedes hacer una combinación infinita de colores, pero cuando las computadoras se retroalimentan de sí mismas, terminamos con los colores y los personajes tan mezclados, que se pierden entre sí y se convierten en una pasta sin personalidad ni propósito, atrapados en un reciclaje cultural sin fin ni principio aparente.

Jamás entendía qué quería decir, pero lo amaba de todos modos. Lo bueno es que en el pasado creado por Nooztalgika perdió esa mala manía. Lucian sería muy feliz viendo a Tarzán, La Sombra, EL Zorro y Sherlock Watson luchando contra robots marcianos del futuro. Raimundo lo odiaría mucho.

Pasé por la farmacia. Lo único que quedaba de ella era un androide apagado, entre los restos quemados. Aquí compré por primera vez condones, una prueba de embarazo y pañales.

Al final del centro comercial estaba la gigantesca estatua de Atenea de Pallas, desde el piso menos uno hasta el tercero. Luces brillantes de neón la iluminaban de color rosado y celeste. Su casco estaba lleno de guano. El tragaluz sobre ella estaba roto, lleno de musgo y hojas secas. Algunas enredaderas se colaban hacia dentro.

Cuando llegué al sector de juegos, estaban encendidos. La computadora central había activado el nodo del videojuego.

El salón tenía todo tipo de casetas de videojuegos inspirados en personajes. Había juegos físicos y diversas conexiones de realidad virtual.

Daniel, un anciano vagabundo, bebía alcohol desde una botella escondida en una bolsa de papel café. Era pequeño, calvo y con sobrepeso. Llevaba una chaqueta a cuadros amarilla y tenía un pequeño bigote sobre su labio superior.

—Hola Daniel. Sabes que no es un crimen beber en la vía pública si nadie te atrapa, ¿no?

—Tengo amigos que han muerto por mucho menos. No seré otra estadística más.

—Alcohólico y adicto a las drogas. Amigo, ya eres otra estadística.

—Todos son adictos a las drogas. Una milésima de decimal no cuenta realmente. La policía mata cada vez más indigentes. Esa es una estadística que sí va en aumento.

—Si alguno de nosotros contara para algo, no estaríamos acá, ¿verdad?

—Yo estoy acá porque es mi hogar. Soy dueño del lugar. Todo el centro comercial es mío y haré en él lo que me plazca.

—Ya no más, de acuerdo al banco y la junta directiva del holding.

—Pues esos imbéciles de cuello y corbata pueden venir a quitármelo cuando quieran.

—Dejarán que el mar se ocupe de ello. Dime, anciano, ¿Cuidaste bien mis máquinas?. Debo conseguir suficiente para pagar la renta, la luz o el agua de este mes y conseguir un poco de Nooztalgika.

—Pues no te daré de la mía. Tendrás que matarme para robar mi dosis de Nooz.

—Jamás te mataría. Me aburriría mucho sin ti y lo sabes.

—Pues si no compraras tanta basura podrías hacerte con una dosis más rápido.

—Compro por mi hijo. Cuando lo vea le contaré todas las cosas que le esperan en el futuro.

—Pues yo me cansé de esperar. De esperar por el futuro que no vino y de esperar por ti, querida niña. Tardaste mucho. Ya tomé mi dosis y hará efecto en cualquier momento.

—Dale saludos a tu novia.

—A las jóvenes asiáticas no les importan los saludos de mujeres divorciadas y tristes de mediana edad.

—De nuevo esa palabra. Divorciada. Pareciese que solo puedo definirme por mi estado marital o la falta de este.

—Entonces te definiré de otra forma. Adicta al alcohol, a las drogas y a comprar. ¿Mejor?

Se estiró sobre la alfombra sucia del piso, que tenía aquel clásico estampado color morado con triángulos celestes, rosados y amarillos. Se tapó con periódicos.

Sobre un mueble de madera había un pequeño altar, con velas apagadas. Tenía una fotografía de él cuando era joven, inaugurando este centro comercial.

En una impresión lenticular estaba él con sus cuatro hijos frente a una gigantesca mansión blanca. Su esposa estaba doblada hacia atrás, escondida. Estiré la foto y pude ver a la familia completa. La movía de un lado a otro y todos pasaban de serios a muecas divertidas. Parecían felices.

Había una fotografía Polaroid de Daniel siendo un adolescente con frenos, tomándole la mano a una joven asiática que no se veía muy feliz.

—¿Cómo fue que terminaste perdiendo a tu familia, tu mansión y a tu trabajo cómo gerente?

—Déjame dormir. Estoy a punto de romper la realidad.

—Vamos, Daniel. Tú y yo sabemos que cada vez te toma más tiempo romper y tus visitas al pasado son cada vez más cortas.

—Está bien, si con eso consigo que me dejes en paz. Ella era la hija del jefe de mi mamá abogada.

—Madre abogada y padre empresario. La tenías bien difícil de niño.

—Mineko vino al país por un verano y me enamoré de ella apenas la vi. Ella odiaba a los gaijin. Me tomó tres meses conseguir que me diera el primer beso, antes de subirse a un avión de vuelta a Nueva Osaka.

—¿Tres meses, uh? He tenido cosas entre mis dientes por más tiempo.

Daniel hablaba cada vez más lento. Cerró sus ojos.

—Jamás pude olvidarla y cuando tomé mi primera dosis, me encontré en mi adolescencia y ella estaba loca por mi. Un mundo real, una realidad alterna, una alucinación compleja o como quieras llamarlo. Mi vida es perfecta, es lo que siempre soñé. Rápidamente todo lo demás dejó de importar.

En pocos minutos su mente se había ido.

Yo también tenía algo similar, pero los Corceles Azules solo te llevan lejos, no a un pasado mejor. No a un sueño que se repite, que puedes continuar dónde lo dejaste. Era diferente, un viaje hacia el inconsciente. Sueños más vívidos, no una realidad alterna. Un catalizador, no un universo paralelo en el que no sucedieron los errores que definieron la ruina de tu vida.

En el centro del salón había un nodo de conexión física para una terminal de realidad virtual del juego Viaticum. La misma misión de inicio que se podía encontrar en la mayoría de los nodos primarios de historia.

Tanto ese juego cómo Defensa Costal eran una mezcla de realidad virtual con realidad aumentada. Muchos juegos usaban los mapas de las ciudades reales como niveles, la mayoría estaban desactualizados.

El país con más costa fue el que más sufrió cuando subió el nivel del mar. Miles de familias se vieron afectadas. Millones de historias en teoría diferentes, pero en la práctica las mismas. Todos arrancados a la fuerza de sus hogares.

Tomé el casco ya conectado. No temía que alguien viniera a robarlo. Junto a este había un vaso con pseudocafé de lentejas y una pizca de neocafeína. Mi propia mezcla especial. Estaba frío y con un poco de cenizas de tabaco que dejé la noche anterior. Lo bebí de un sorbo.

Apreté la cinta roja alrededor de mi cabello rizado. Tuve cuidado de dejar mi abultada chasquilla sobre esta.

Me subí al círculo de juego y me coloqué el casco.

Casi podía escuchar las risas y los gritos de los niños, corriendo por todos lados. Lucian era uno de ellos. Él bebía Pepsi Crystal y se entusiasmaba tanto con este juego que se aguantaba las ganas de ir al baño. Más de una vez tuvo que correr para llegar.

No podía recordar cuántos cumpleaños celebramos aquí. Los de Lucian, los de sus amigos e incluso los de Rai.

Este era su juego favorito. Habían juegos que daban más dinero, los casinos eran una opción. Tal vez podría estar en otro nodo o usar una consola diferente, pero no me sentiría cercana a él.

En otro lugar no lo recordaría junto a mí, pidiéndome ayuda para que pasara el nivel por él, tirando de mi vestido mientras Raimundo reía muy fuerte, con esas carcajadas características que a veces me daban vergüenza ajena, sobre todo cuando íbamos al cine y se reía más que los niños y no nos dejaba escuchar los chistes con doble sentido de los hijos de Shrek.

Al momento de elegir el modo de juego, lo dejé en modo competitivo. Añadí los últimos doscientos créditos desde mi cuenta. Debería defenderlos e intentar aumentarlos.

Me encontraba en la antigua playa de este pueblo. Piloteaba un robot gigantesco. Podía ver todo el mar, el pueblo y las casas sobre la cordillera de la costa. Nuestra casa era un punto rojo en la cima de un monte. Era la misma hora y el mismo clima que en la vida real. La noche recién había caído y estaba un poco nublado.

Primero me atacaron cinco pequeños drones, que eliminé fácilmente con mis rayos láser. De los doscientos créditos iniciales, había recuperado cinco. Si decidía irme en ese momento, solo me habría llevado esa cantidad como ganancia.

Tenía una larga noche por delante.

Los enemigos continuaron llegando, cada vez de mayor dificultad.

Eventualmente un gigantesco robot emergió del mar. Luchamos cuerpo a cuerpo. Aquella máquina gigante intentaba destruir este pequeño pueblo.

Me costó derrotarlo. Lo detuve. Había salvado a mi comuna. Aunque en la vida real, solo quedaban algunas edificaciones en los cerros.

Había evitado que el pueblo fuese destruido, que las familias tuvieran que separarse. Que los niños murieran y las madres se quedarán solas.

Cansada, respiré con dificultad.

Desde el mar emergió otro robot, un poco más grande, con armas un poco mejores y con el mismo deseo de destrucción.

Estuve peleando hasta más allá de medianoche.

Cuando me quité el casco, mi reloj marcaba trescientos setenta y cinco créditos en mi cuenta.

Daniel seguía viajando. Lo tapé con una chaqueta apolillada que encontré junto a sus pertenencias.

Dejé el centro comercial.

En medio del estacionamiento había un automóvil Citroën Karin eléctrico, con autonomía de sobrevuelo de veinte horas. Yacía abollado y desarmado. Su ingeniosa cabina piramidal estaba rota y en sus costados habían rayados con spray cian y magenta. Un prototipo descartado del siglo pasado se convirtió en el auto insigne de varias épocas.

Cuando las empresas automotrices se dieron cuenta que no era necesario crear un modelo nuevo cada año, porque ya existían modelos suficientes para relanzar, notaron como aquellos diseños que pensaron perdidos ganaron más popularidad de la que podrían haber imaginado.

Los Ferrari, los DeLorean y mis favoritos, los Fiat 600-E, sobrevolaban las ciudades y protaganizaban películas.

En mi cumpleaños, Rai consiguió un DeLorean DMC eléctrico y me llevó a pasear por la costa durante un atardecer, mientras escuchábamos “Earth Angel” cantada por The Penguins. Él odiaba ese auto y las canciones antiguas, pero estaba dispuesto a hacerlo por mi. Me decía que prefería la música actual, incluso si no fuese buena, porque era algo nuevo. Hoy esa carretera yace bajo el mar.

Los amaría en mil novecientos ochenta.

Es probable que esa noche quedara embarazada.

Corría mucho viento por las calles silenciosas.

Bajo un puente había un grupo de indigentes. Algunos bebían cervezas, otros se calentaban las manos en un fuego.

Un joven alto y delgado, que usaba un jockey azul y un polerón gris con un estampado de Superman se acercó a mi.

—Es tarde para que estés sola en la calle. Deberías ir a casa.

—¿Tienes Nooz?

—Sabes que bien que sí, como yo sé bien que no puedes pagarme.

—¿Qué te hace pensar eso?

—¿Además de la mirada desesperada? Nadie que pueda pagarla estaría a mitad de semana y a esta hora en un lugar cómo este.

—Tengo la mitad. Casi. Un poco menos, realmente.

—Aunque pudieras pagarla. Mantente lejos. No es para ti.

—¿Qué sabes tú qué es o no es para mí? Dame lo de siempre.

—Sé que no hay nada real allá. Y aunque lo fuese…

—Lo es.

—Aunque fuese real, yo más que nadie desearía volver atrás. Elegir mejor. Volver al pasado con mi familia. Pero no es real. Por más que desee una infancia perfecta o padres amorosos, no será lo que me pasó.

—Pero podría serlo.

—Lo que hice estuvo mal, pero no puedo fingir que no sucedió. Pagué… pagamos nuestras deudas con la sociedad. Ahora solo queremos enfocarnos en pasar la página. Cada uno estuvo en la cárcel o fue un esclavo, pero ya no.

—Siguen siendo esclavos de los químicos. ¿Vas a venderme mis pastillas o no?

—Tenemos nuestra propia familia de la calle. Nos cuidamos las espaldas. Deberías hacer lo mismo. Perdí una novia con la Nooz. Hizo una mala mezcla y jamás volvió a despertar. Mi mejor amigo murió robando un banco para conseguir créditos y poder romper a un pasado mejor.

—Tal vez ella encontró la forma de quedarse en esa nueva realidad para siempre.

—O quizás su cerebro se frió. Podría ser solo un sueño, no una realidad paralela. Como sea. Acá están tus dosis de siempre.

Le pagué al chico y guardé las pastillas en el bolsillo de mi chaqueta de mezclilla. Cien créditos fueron transferidos a su cuenta. Necesitaría diez veces eso para comprar una dosis y volver atrás en el tiempo.

Calculé que era un poco más de las dos de la mañana cuando volví a casa.

Era una casa suburbana típica. No tenía luz eléctrica. Junto a la puerta había varios tickets con códigos escaneables impresos. Eran mis deudas.

Abrí con cuidado la habitación de Lucian.

Todo estaba perfectamente limpio y ordenado.

Dejé los nuevos juguetes repartidos sobre los estantes, dónde la colección apenas daba más.

En las paredes habían posters de Playstation y Nintendo. Aunque nunca jugó con esas consolas, me parecía que cuando era niño deberían haberle gustado.

Otro póster mostraba una feroz batalla entre Sub Zero disfrazado del coronel Sanders junto a Scorpion vistiendo una chaqueta de Pepsi en contra de Kratos disfrazado de Ronald McDonalds y Aloy con un traje rojo lleno de logos de Coca-Cola en un nivel clásico de Mortal Kombat.

Dejé a Superman sobre su mesa de noche.

—Buenas noches, hijo. Te amo mucho.

Cerré la puerta y fui a la cocina a buscar algo de comer. Encontré un poco de pizza fría sobre el mesón. La acompañé con una cerveza tibia, sentada en el sillón lleno de mi ropa sin doblar.

Tragué dos pastillas. Un Corcel Azul y un Amoenus. Comencé a viajar por pastizales perfectos bajo nubes con forma de algodón, montando un caballo roano.

Desperté cuando la luz me llegó directo a los ojos. En otoño el sol tiende a entrar por el living comedor y no por la ventana de la cocina.

Escuché ruidos en la calle. Corrí la cortina de la ventana y vi al camión de la basura, seguido por dos recolectores y tres androides de trabajo, con los logos de Prodüce en sus cuerpos metálicos.

El sol matutino iluminó las casas sobre los cerros, disipando la niebla marina. Pude ver con claridad el mar y algunas pocas edificaciones altas emergiendo de este.

La mesa del comedor estaba llena de basura y tazas sucias. Rai estaba emocionado cuando compró el nuevo modelo de lavavajillas láser y siempre intentaba que lo usara. Pero me parecía una pérdida de tiempo que lavara en cuatro horas lo que me tomaba una o dos.

—Es una o dos horas que puedes pasar con el niño, antes que crezca y se olvide de nosotros.

Me decía bajo el arco de la entrada a la cocina, con una taza de café real en su mano, mientras el sol dorado de la mañana iluminaba la bella sonrisa bajo su bigote.

Años más tarde la cocina estaba en las sombras y no tenía más horas para pasar con el niño, ni tampoco lavavajillas.

Una pareja de vecinos, los mismos que tienen un árbol real de naranjas en su jardín posterior, salieron a trotar. Vestían sus cortavientos con colores brillantes y cintas de transpiración en sus cabezas. Un pequeño perro robot les indicaba el camino.

Casi pude oír a Rai.

—Jamás dejes que un perro vaya delante de ti. Debes demostrarle quién manda y quién guía. Si le das mucha cuerda, terminará mordiendo a alguien.

Su madre, la única que no me odiaba en esa familia, me contó que aunque él detestara a los perros pequeños, de alguna forma su nueva esposa lo había convencido de crear un perro a la medida, empalmando los genes de las mascotas anteriores de ella.

Los primeros meses con la casa para nosotros solos por primera vez en quince años fue muy difícil. Rai se quedó conmigo hasta que me dio la excusa de encontrarse a sí mismo. Lo que encontró fue una joven de familia aún más rica que la suya. Yo siempre tenía la presión de su padre y hermanas sobre mí, para ganar más, para conseguir mejores vacaciones. Por eso hacía turnos tan extensos y por ende dejaba a mi hijo solo con las bandas criminales.

Intenté sacudirme el sueño con una ducha fría y media pastilla de neocaf.

Fui interrumpida por el teléfono de línea.

Salí del baño con la toalla alrededor de mi cuerpo y contesté.

—¿Quién habla?

—Cielos, Susan. ¿No puedes tener un teléfono real que te diga quién llama?

—Cecilia. Dime. ¿Tu hermano olvidó llevarse algo más en la mudanza?

—Es Cecille. Muy graciosa. Para que quede claro, él me dijo que no lo intentara. Que no valía la pena, pero eres la madre de mi sobrino, así que te mereces una oportunidad.

—Dime.

—Tengo trabajo para ti.

—¿Tu sirvienta robó tu collar de perlas o la niñera se fue con tu esposo? ¿Necesitas otro jardinero para tus árboles hechos a la medida?

—Por los dioses, Susan. Es en serio. No me pongas ese tono. Solo intento ayudarte. En dos semanas abriremos una nueva estación espacial de baja órbita. Siempre estamos cortos de trabajadores bilingües. Sé que eras secretaria y hablas inglés a la perfección.

—Técnicamente era recepcionista, que no es lo mismo. También sé japonés. Tengo una larga lista de talentos inútiles.

—No te hagas la graciosa. Te llamo desde California y las llamadas internacionales son costosas. Te estoy haciendo un favor. El pasaje al espacio no es barato, pero…

—¡¿Es una maldita broma?! Déjame adivinar. Deberé vender mi casa. La casa que yo compré y yo pagué. La casa dónde crié a mi hijo y que tu hermano dejó atrás cómo suciedad en el zapato. Oh y déjame adivinar otra vez. Su nueva familia rica puede pagarla. ¡¿Acaso sabes cuánto cuesta ahora, después de que toda la costa del país sucumbió?! Claro que sí, si tu esposo es vendedor de bienes raíces.

—Susan…

—Vete al demonio, Cecilia. No. Y dile a ese pelmazo que haga lo mismo. No pienso vender nuestra casa. Y dime Susana. Tu nombre es Cecilia, no Cecille. Te conozco desde antes que usaras frenos.

—Susana, no cuelgues. Espera. Sabes que casi no hay trabajos a largo plazo. Cuando entras a Prodüce es muy difícil que te despidan.

—No te despiden, porque todos renuncian o se lanzan de cabeza hacia el planeta.

—Necesitan gente. Hay oportunidades de seguir subiendo. Si lo haces bien, podrías tener un equipo a tu cargo en menos de cinco años.

—Continúa.

—Envié una caja con la oferta. Debería llegarte en un par de horas estándar terrestres. Si decides hacer algo con tu vida, tienes dos semanas para llegar a la estación espacial “Felixstowe”. Estaré ahí por dos meses, supervisando las obras. Te capacitaremos como soldadora, pero si puedes tomar un curso antes, sería perfecto. Es mucho más barato capacitarse en la tierra.

—Y por curiosidad es la misma compañía la que vende los viajes a baja órbita.

—Es lo que es.

—Adiós Cecilia.

—¿Lo pensarás?

—Lo pensaré.

Cuando el niño se fue, Raimundo realmente lo intentó. Yo perdí mi trabajo y él jamás se apartó de mi lado. Creo que fui yo quién lo alejó.

Alterada comencé a escanear los códigos QR de los tickets de deudas en el suelo con mi teléfono. Pagué el agua y la luz. Este mes me daría un lujo y pagaría el gas de cañería.

La sangre se me congeló.

Estaba tan enojada que olvidé pagar primero las contribuciones de mi casa. Debía pagarlas tres veces al año y ya había llegado la fecha. Aunque legalmente era mía, si no le pagaba al gobierno la perdería.

No me alcanzaba el dinero.

Estaba obligada a aceptar el trabajo o conseguir muchos créditos rápidamente.

Volver a mi amado hijo me parecía mucho más difícil.

Cuando compré mi casa, estaba exenta del pago. El valor había subido rápidamente. Mucha gente no podía pagarlo y terminaban en la calle.

Tomé la mochila de cuero de Rai y guardé un poco de ropa. Saqué el jockey azul de Lucian y salí a la calle, decidida.

Bajé por los cerros silenciosos. Una bandurria, grande y con alas gruesas, con largo pico y cuerpo amarillo con negro y patas de rojo coral se asustó al verme. Se fue volando.

Llegué a la avenida. La mayoría de las tiendas estaban cerradas. Solo un pequeño mercado de frutas y verduras atendía, además de una panadería en una esquina.

Tomé un bus público. Avancé por toda la nueva costa.

A medio día llegué a otra ciudad, más grande y más poblada. No me fue difícil encontrar el centro comercial.

Junto a él había un casino gigantesco, con una Venus de Milo de cien metros de altura en su entrada.

Dentro del edificio me conecté a una partida del mismo juego de defensa, pero en un nivel de dificultad inherente mucho mayor.

Cuando era de noche había triplicado el saldo de mi cuenta.

No tendría que esperar más por mi Lucian.

Una docena de niños estaban a mi alrededor, sorprendidos de ver a una señora de mi edad jugando y ganando.

Una vez en la calle, me pareció que el casino me llamaba. Si tenía suerte lograría duplicar mi nuevo saldo. De hacerlo, mil doscientos créditos me alcanzarían para pagar las contribuciones de la casa, un pasaje a baja órbita y una nueva vida en el espacio o comprar otra dosis de Nooztalgika y volver a ellos, antes de que su universo desapareciera.

Estaría en una realidad alterna en la que el niño no se unió a las pandillas, por estar todo el tiempo en la calle. Cuando Raimundo aún no me odiaba, culpándome por el asesinato. Un mundo en el que Lucian no le disparó en el rostro a un chico de una banda rival y terminó vendiéndome drogas bajo un puente.

Un mundo dónde todo salió bien al final.

Si Rai estuviese aún a mi lado, sería más fácil empezar de nuevo. Él me confortaría en mis decisiones, fueran buenas o malas. Pero al mismo tiempo, si siguiéramos juntos no estaría en esta encrucijada.

Podríamos desayunar en familia, con el sol entrando hacia la cocina.

Lucian intentaría robar el tocino de mi plato y yo fingiría que no lo veo. Rai me abrazaría por la espalda y besaría mi mejilla con su rostro rasposo, mientras me sirviese café real recién molido.

La casa estaría limpia y ordenada, con excepción de los juguetes sobre la mesa de café.

Mi hijo me abrazaría y me diría cuánto me quiere sin razón.

Porque me aman en el pasado, cuando mi vida es perfecta.

En el tocadiscos suena “Earth Angel”. Lucian dibuja súper héroes y yo bailo felizmente con Rai, mientras los árboles verdes se mueven con la fresca brisa en una maravillosa mañana de verano, en un hermoso barrio suburbano.


I. A. Galdames, escritor chileno de ciencia ficción nacido en 1987, es un desarrollador web autodidacta en el espectro autista y una mermelada de ayer.

Ha publicado cuentos en la antología Neon Dreams and Nightmares, en las revistas Anapoyesis, Espejo Humeante, Penumbria, Axioma, Iguales y en Teoría Omicrón.

Sus escritos son mayormente de ciencia ficción y exploran la soledad, el aislamiento, la percepción temporal y el existencialismo, con inspiraciones expresionistas, cyberpunk y neo-noir.

Su sitio web es http://ignaciogaldames.com.

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