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«Saltemos, sin sondearlo, el abismo que se ha creado con la unión de un universo material y uno espiritual: una creación intangible, invisible, imponderable, como colofón de una creación visible, tangible y ponderable; ambas completamente opuestas, separadas por la nada, reunidas por razones incontestables, unidas en un ser que todo lo debe a la una y a la otra.»

—Séraphita, Honoré de Balzac

Despertó de pronto; abrió los ojos y la consciencia emergió de las profundidades tan atléticamente que fue como si nunca hubiese dormido. A su lado, su mujer daba la impresión de mantener una silenciosa relación de afecto con la almohada, y las sábanas, que sólo en parte le cubrían la espalda, copiaban su figura, revelándola: acurrucada, con las rodillas cerca del pecho. La imagen le pareció un bosquejo inconcluso en blanco y negro; momentos después estuvo fuera de la habitación.

Antes de bajar las escaleras pasó por el cuarto de sus hijos —en parte para corroborar que todo estuviese bien, y en parte porque sabía que la personas al dormir adoptan un semblante único, casi cómico, y no quería perderse el espectáculo—. Ambos dormían profundamente; sonrió al ver las muecas en sus caras. «Una buena noche para todos», se dijo en silencio.

Ampliación

Ilustración: FRAGA

Ya en la planta baja, sin hambre ni sueño se dejó caer en el viejo sillón. El lugar estaba a oscuras y el silencio de la noche llenaba el espacio. No buscó modificar la situación; la idea de cualquier cambio, dentro o fuera de él, le pareció ridícula, y tuvo la impresión de que algo en su interior había hecho las paces con el mundo mientras dormía; la balanza que sopesaba pensamientos y emociones reposaba en equilibrio. Abrazado a esa sensación se hundió en el sillón y se dejó estar.

El chirrido monocorde de unos grillos lo trajeron al presente y se encontró descalzo sobre el pasto húmedo, afuera de la casa. Miró a su alrededor y, aunque no supo bien cómo había llegado ahí, no se sorprendió en lo más mínimo; se conocía lo suficiente como para saber que era capaz de abstraerse en sus pensamientos de tal modo que, cuando «despertaba», podría encontrarse en cualquier tipo de situaciones: conversando con su mujer —o haciendo el amor con ella—; leyendo un libro, o escribiéndolo; jugando con sus hijos o en el mercado. En resumen, sabía que su mente tenía el poder de arrastrarlo de un lugar a otro, muchas veces, sin su aprobación consciente.

Caminó unos pasos hasta el jardín; el lugar se le antojaba una especie de sanctasanctórum: consideraba cada flor, cada matiz y cada aroma allí presente como una manifestación más de su propia alma. De una sola mirada notó que sus queridas —violetas de los Alpes, estrellas federales, crisantemos y camelias, entre otras— exhibían sus pimpollos con orgullo maternal, por lo cual, aunque su tarea no había ido nunca mucho más allá del riego rutinario, se felicitó mentalmente. «Otro ciclo comienza», se dijo. «Nada es eterno y, aun así, todo renace empecinadamente, siempre inagotable, como una compensación fundamental».

Esas palabras lo cautivaron; las oyó en su cabeza una y otra vez y creyó percibir en ellas una resonancia particular, íntima y conmovedora. Como cada vez que esto le sucedía, pensó en volcar sus experiencias intelectuales al papel; era ésta su manera de anclar, por decirlo así, un estado de ánimo en particular sobre el lecho del tiempo y del espacio emocional (algo así como el space-time continuum del corazón). De ese modo, como si de una fórmula mágica se tratase, él sabía que, llegado el caso, leyéndose a sí mismo podría revivir el tenor emocional exacto de aquello que había escrito y, por una suerte de auto-ósmosis, las fibras de su mente vibrarían en simpatía —como cuando se ojean fotos en el álbum familiar, pero sin la desagradable nostalgia—. Su ópera prima en eso de inmortalizar un estado mental había debutado hace años, época en la que había conocido a quien en un futuro se convertiría en su mujer.

«Hoy es un día como ningún otro —había escrito en su grimorio personal—: veo la bondad florecer en todo lo que vive. Las risas de los niños resuenan en el aire como melodías de una cajita musical sin fin, y las sonrisas de los viejitos me parecen cálidos rayos de luz. Hasta la mía, por lo general mezquina, me resulta el día de hoy incontenible y encantadora.

»Pero la suya…, su sonrisa es otherwordly; es un rayo cósmico, es viento solar que modifica mi esencia. ¿Y su mirada? La tibieza de mi alma. Por su amor, y por nada más, puedo burlarme de la eternidad, de la creación y sus misterios.

»Sé que exagero, claro, pero ¿acaso existe otra manera cuando se ama? ¿No es el amor de por sí una exageración, una agitación desmesurada del microcosmos humano?

»¡Benditos sean los que aman, que no conocerán la muerte!»

A esta suerte de encantamiento recurría él, afortunadamente no muy a menudo, en tiempos de crisis sentimental, o mejor, de ceguera y aridez espiritual. Existían otros escritos mágicos en su haber, pero éste, éste en particular, era el único capaz de sumergirlo en una profunda sensación de sosiego. Era, como a él le gustaba llamarlo, su propio opio psicológico.

Pues bien; mientras intentaba retener aquellos pensamientos sobre ciclos eternos y el constante devenir, algo en el ejército de plantas desvió su atención. Notó no sin algo de inquietud que aquellas, y todo a su alrededor, lucían ahora contornos desdibujados; el foco de su mirada parecía fuera de sí. Lo que le resultó aún más desconcertante, sin embargo, fueron los colores, o, mejor dicho, su ausencia: una escala de distintos grises era todo lo que percibía y pensó que al mundo le habían apagado la alegría.

La misma visión espectral surgía ahí donde posaba la mirada. Un hilo de temor le acarició la espina dorsal y deseó no haber salido de la cama. Quiso moverse, pero su voluntad no le correspondió; tuvo la sensación de estar encadenado al aire. Mientras forcejeaba, una descarga, un fulgor eléctrico, lo atravesó de lado a lado; una concatenación de ideas, esquemas y abstracciones brotaron en su mente: la mentalidad del universo, la realidad substancial; la correspondencia entre los planos, la vibración diferencial… —cerró lo ojos y sacudió la cabeza, como negándose, pero no hubo caso; otras manchas de conceptos asaltaron su imaginación—: el incesante vaivén del ritmo, flujo y reflujo, ascenso y descenso, causa y efecto.

Sintió no caber dentro de los límites de su organismo; le urgió expandirse, dilatarse hasta forzar los límites de lo conocido y más allá. En ese frenesí de energías, hasta la última molécula de su ser se estremeció por unos instantes y, al fin, como un hilo de agua que desemboca en el mar, tuvo una visión enceguecedora: el gran plano físico se elevaba, como evaporándose, hacia el sutil plano mental, y éste a su vez, deslizándose hacia arriba en espiral infinito, anhelaba fundirse con el misterio del más allá.

La sirena de una ambulancia lo sacó del trance y recuperó la libertad. Caminó a tientas hasta la vivienda y vio un par de figuras desdibujadas ingresar por la puerta principal; en un gesto nervioso, su mujer les indicaba el camino de las escaleras. La imagen de sus hijos vino a su mente, imaginó algo terrible; se culpó por no haber estado ahí y un terror primitivo se apoderó de él. Permaneció inmóvil unos instantes (¿o fueron horas?); intentó calmarse, pero fue en vano, y se abalanzó sobre las escaleras como arrastrado por algún poderoso imán. En el descanso encontró a uno de sus hijos; incapaz de focalizar, su rostro le pareció pálido y su mirada, perdida.

No se detuvo, no pudo hacerlo. Desde el corredor del piso superior oyó el llanto de su hija y experimentó en carne propia la angustia de su esposa. Víctima de la inercia que lo poseía ingresó en la habitación matrimonial; ahí fue testigo de algo que tardaría unos momentos en comprender. Su hija y su mujer se abrazaban en lágrimas mientras los médicos luchaban por reanimar un cuerpo tendido sobre la cama. Perplejo, pudo reconocerse en los rasgos de aquél hombre sin vida y una sensación indescriptible serpenteó en su pecho.

Lentamente, todo comenzó a desintegrarse; los bloques de la realidad se desencajaron a su alrededor, descomponiéndose en expresiones mínimas. Gradualmente, entre olas de luz y calor, la substancia etérea que mantenía la materia en cohesión le resultó visible; en el océano de pura energía que era su trama, mareas de electrones, protones y neutrones danzaban por doquier, impelidas por designios indescifrables, hermanadas en un campo de electricidad magnética.

En cuestión de segundos la temperatura superó los umbrales de su percepción y los sonidos le resultaron graves, irreconocibles, como oídos a través de un manto de agua. Luego sobrevino el silencio, un silencio desconocido, absoluto; inmerso en él luchó por concentrarse, pero su órgano psíquico parecía haberse escindido en funciones básicas, inconexas.

Las últimas instancias de la vida que había conocido se arremolinaban ahora en su glándula pineal; sus ojos físicos le resultaron para entonces tan obsoletos como el resto de su cuerpo, tendido sobre la cama. El ojo de su mente, sin embargo, le ofrecía alucinaciones inconcebibles. Se vio rodeado por figuras geométricas vivientes; los cinco sólidos pitagóricos, repletos con caracteres de un idioma desconocido, giraban sobre sí mismos y en torno a él en una extraña danza, mientras criaturas terribles, divinidades de otros mundos, descendían en un haz de luz, amenazantes y a la vez compasivas, seduciéndolo, alentándolo a dar el salto definitivo, aquel que cercene de una vez su conexión terrenal.

De un momento a otro, sin embargo, las visiones se esfumaron y no le fue posible distinguir ya nada más que oscuridad; había abandonado el mundo de las formas y ninguna impresión impactaba en sus sentidos. Aturdido, inexplicablemente vivo, existía en un momento y en un lugar que le resultaban incomprensibles, en los límites mismos de lo humanamente perceptible.

—Hoy es un día … —intentó desesperadamente recordar aquella fórmula mágica, pero las palabras tropezaban entre sí; carentes de sostén, cada una de ellas era un ser independiente con voluntad propia— …como ningún otro… —incapaz de continuar, luchando por encausar sus últimas energías mentales, fue directo al final—: ¡Benditos sean los que aman, que no conocerán…


Walter Claus tiene 41 años y vive en Villa Tesei (Hurlingham, Provincia de Buenos Aires). Es un escritor aficionado, que adquirió el gusto por la literatura, y en particular la ciencia ficción y el terror, en época reciente.

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