Revista Axxón » «L’incantatore», Pablo Julián Vázquez - página principal

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 ARGENTINA

Allá por el setenta y cinco ocurrió la invocación; yo tenía veintiséis años y creía sabérmelas todas, nadie tenía la razón excepto por mí. En esa época empecé a interesarme por las ciencias ocultas y la magia. Estudié a los celtas, a los alquimistas, a los brujos de toda Europa durante el oscurantismo y leí trozos de manuscritos de Flamel, Paracelso, Trismegisto y Agrippa. Me tragaba toda la información con el interés de un niño por los cuentos de hadas. Solía decir a las personas que lo leía por gusto. Pero en realidad, muy en el fondo, quería creer que todo ese mundo existía en verdad.

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Ilustración: Marina Arien

La búsqueda de información, dio paso entonces a la experimentación. Consulté cuanta biblioteca tuviese disponible volúmenes que refiriesen al auge de la hechicería, me enterré en los laberintos que suponen las casas de antigüedades. Incluso contemplé la idea de pasearme por los cementerios, en busca de otro espíritu atormentado con quien compartir mi curiosidad y mis investigaciones.

Entonces, con el paso de los meses, el éxito llegó en la forma de un mohoso manual en la estantería de una de esos negocios atiborrados de antigüedades. Por fuera parecía un libro común, de lomo duro, forrado en cuero de color marrón. No tenía título, por lo tanto no lo habría encontrado de no ser por la recomendación del dueño de la tienda. Lo hojeé durante unos minutos y me encontré con dibujos exquisitos, propio de los grimorios medievales. El anciano que atendía el lugar lo entregó por un par de monedas, ignorante de su posesión. Para él no era más que un cacharro que ocupaba espacio; pero para mí, era una joya. En ese momento entendí eso de que: “La basura de un hombre, es el tesoro de otro”.

Al llegar a mi departamento, desconecté el teléfono. Corrí a mi escritorio con el libro como un niñito lo haría con su juguete nuevo. Por fin estaba ante él. Las hojas amarillas y el olor rancio a épocas pasadas me dieron una satisfacción increíble. Cuando lo abrí, me encontré con un problema: estaba por completo en italiano. Pero no me rendí, salí de allí y entré a la librería más cercana. Por suerte el italiano y el español son dos idiomas de raíces latinas y con un diccionario y un poco de ingenio me las arreglaría más que bien para desentrañar el texto.

“L’incantatore esoterico”, ese era el título del libro. En la primera página no había más que eso, sólo el título. El nombre del autor no aparecía por ningún lado –y no importaba; con tal hallazgo entre mis manos, no era de interés quien lo hubiese escrito. En algunos dibujos había representaciones de criaturas extrañas, en otros, de hechizos imposibles. Al traducir el texto me di cuenta de estaba escrito de una manera exquisita y poética. Entonces deduje que el autor le había dado más importancia a la obra que a su propio nombre. Los textos y las imágenes, pensé, no formaban parte más que de una construcción artística, no muy distinto de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel o La Gioconda de Da Vinci. Pero, en el fondo, de nuevo, una vocecita insistía en que era una ventana a otra realidad, a otro mundo que se mantiene oculto a los ojos y nada más se deja ver ante aquellos que se atreven a escudriñar entre los renglones de lo mundano.

En los días subsiguientes, me detuve en cierto capítulo del libro. En el texto se prometía la receta para crear vida a partir de la transmutación de materia, lo que los alquimistas llamaban «homúnculo». Se necesitaba: un recipiente o jaula, velas negras, sangre, sal, semen y una preparación especial, además de recitar el ritual una noche de cielo cerrado. Todo eso podría conseguirlo de manera muy fácil, me dije. Hasta que llegué al final de la lista. Allí se solicitaba el cadáver de un niño de seis años –podía tener un año más, o un año menos. Algo escabroso, y obviamente ilegal. Pensé en ir al cementerio cuando las rejas se hubiesen cerrado, saltar, buscar el lugar de reposo de alguien con esas características, desenterrarlo y por último llevármelo para comenzar mi experimento. Pero si el curador del camposanto o algún policía me atrapaban, sería el final de mis investigaciones.

Supuse que si hacía bien el cálculo con respecto a la edad, un mono serviría tan bien como un niño. Dejé la idea cocinándose en mi cabeza. Tres días después me puse en contacto con un viejo compañero de escuela, que se había convertido en veterinario del lugar. Luego de dos noches de intercambiar llamados telefónicos, accedió a mi pedido sin más excusa que «Mi sobrino está en la universidad y necesita recabar información para la clase de Anatomía». Lo llevé en mi coche, envuelto en sábanas. Era pequeño pero pesado. Y al desenvolver el trapo blanco sobre la mesa, me di cuenta de que le faltaba el pelo en ciertos lugares; el proceso de putrefacción ya había empezado su tarea.

Lo dejé en el congelador durante una semana, analizando si de verdad valía la pena. Si yo era un hombre de razón no debería esperar nada de un simple cuento sobre hechizos y encantamientos. Otra vez la voz, diciéndome que le diera una oportunidad, que recitara el cántico, y en caso de fracasar, me desharía del mono y haría de cuenta que nada había pasado.

Me había convencido lo suficiente como para sacar el cadáver de su prisión helada, arrojarlo sobre el mantel blanco y rodearlo con un círculo de sal y velar negras encendidas. Las llamas danzaban con la brisa, la luz de la luna no llegaba a atravesar el pesado techo de nubes y la mezcla yacía preparada en un frasco. La jaula estaba abierta y lista para encerrar a lo que fuese a cobrar vida ante mi atenta mirada.

Me encomendé a la tarea a la hora de la cena. Despejé mi horario de manera que no tuviera otra preocupación que no fuese el libro y lo que allí decía. A continuación me las arreglé para introducir la mezcla en el cuerpo inerte del mono, usando guantes de látex y utensilios de cocina. Todo mientras recitaba el encantamiento una y otra vez. Así lo hice durante una hora. Cuando la aguja pequeña del reloj dio dos vueltas completas, me rendí. Entonces arrojé el cuerpo del mono en la jaula, la cerré, apagué las velas y me fui a dormir.

En medio de la madrugada me despertaron unos ruidos horribles. Eran chillidos guturales y golpes metálicos. Creí que alguien había entrado; tomé el arma que guardo bajo mi almohada y salí a enseñarle la salida a mi inesperado visitante. Bajo el manto de la oscuridad no podía ver nada, pero sí podía escuchar los chillidos y los golpes. Procuré no hacer ningún ruido para no alertar al ladrón. Atiné a prender la luz y luego frené mi mano; si encendía las luces y no estaba delante de mí, estaría detrás de mí y eso no es bueno cuando lo que quieres es dispararle a alguien. Procuré entonces pegar la espalda a la pared para evitar sorpresas y no alejé mucho el arma de mi pecho. Apuntaba hacia el ruido, mantenía mis sentidos alerta y mi dedo índice cerca del gatillo. Cuando pude localizar de donde provenía el barullo, esperé unos segundos y disparé. La detonación iluminó todo el cuarto. La bala cortó el aire y fue a pegar en la pared del otro lado. Pero no fue el estallido lo que me dejó atónito; fue el pequeño rostro asquerosamente humano mirándome fijo, a través de ojos lechosos, mostrándome los dientes y la trampilla de la jaula abierta por completo.

Me arrojé tras un sillón. Algo se arrojó contra mí. Sentía los rasguños en el rostro. Me protegí los ojos con las manos y la pistola cayó al suelo. Las pequeñas heridas comenzaron a arderme. Las uñas se enterraban en mi carne. Sabía que tenía que estirar los brazos, defenderme, atacar y terminar con eso, pero me dio asco. Sentía repugnancia de tocar a esa criatura. Gritaba y maldecía como si supiese que decir, pero sin poder hacerlo. Era un quejido articulado, casi humano. Entonces recordé el encantamiento y, antes de que pudiese darme cuenta, me encontraba recitándolo. Luego de unos segundos, los ataques cesaron.

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Ilustración: Marina Arien

Corrí a encender la luz. Detrás del sillón, hipnotizado mirando la pared, se encontraba el cadáver del mono. No llegaba al metro de altura, estaba de pie y distraído, como una persona lo estaría en un museo, admirando una pintura. La pistola había caído más allá de donde se encontraba él. Cualquier intento de acercarme resultaría en un nuevo ataque. Continué con el encantamiento. Y en ese momento sentí pena. Pena por haberle dado vida contra su voluntad. Pena por los que habían pasado por su mismo tormento. Me congelé por un segundo, preguntándome qué había visto en el otro mundo, qué esperaba más allá del estertor final.

La voz en mi cabeza se transformó en mi propia voz y gritó que era verdad, y si eso era verdad, ¿qué otras cosas podían serlo, entonces? ¿A qué legiones podía traer desde otros planos? ¿Cuán grande era el poder que se encontraba en mis manos?

Me acerqué a la criatura, le rodeé el diminuto cuello con mis manos. De mi boca salían palabras; de mi corazón, un asco tremendo. Pero no por la piel podrida que rozaba mis palmas, sino por haberme convertido en un dios inmundo, uno que había dado a luz a la corrupción misma de la vida. El nudo en mi garganta deformó las palabras que salían de ella, pero aún así no dejé de recitar. Incluso cuando sentí el chasquido de las vertebras destrozándose no dejé de hacerlo.

A continuación, con la calma que me caracterizaba, cuya fama me precedía, encendí un fósforo y convertí el libro en el montón de cenizas que siempre debió haber sido.

Ese otro mundo extraño se me había revelado, y mis ojos se habían transformado en ventanas hacia las extensiones de su dominio.

Ahora los años han nublado tanto mi cabello, que antaño fue negro, como los recuerdos en torno a ese libro. Por las noches duermo con la luz prendida, temeroso de que algún día, otro curioso como lo fui yo, encuentre otra ventana hacia aquel lugar.


Pablo Julián Vazquez es un estudiante de cine nacido en Argentina en octubre de 1994. Comenzó a poner en papel las cosas que se imaginaba tan pronto como aprendió a escribir. Declara ser un obsesivo del terror, la fantasía y la ciencia ficción. Esta es su primera publicación en Axxón.

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