«Eres único», Juan Luis Monedero Rodrigo
Agregado en 9 febrero 2019 por richieadler in 288, FiccionesÂ
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 ESPAÑA |
Quizá el mejor momento de su vida fue cuando los dos Procreantes acudieron a él intentando convencerlo para que formase parte de su Unidad Reproductora. El Hogar carecÃa de nombre. Ningún Hogar lo tenÃa. Tampoco los Procreantes. Todos se conocÃan. Y cada uno de ellos admitÃa la incuestionable superioridad de un Hogar. Resultaba lógico. Todo el mundo comprendÃa que el eslabón más importante de una Unidad Reproductora era su Hogar. Por eso, y por lo que significaba aquel momento en la vida de cualquier individuo, el Hogar recordaba con especial cariño la entrevista que mantuvo con los dos restantes miembros de la futura Unidad Reproductora. Los dos Procreantes, indistinguibles entre sà para un Hogar, al igual que todos los de su clase, acudieron a visitarlo a la Comuna Familiar. Cientos de Hogares vivÃan allÃ. En la Comuna crecÃan bajo el atento cuidado, siempre respetuoso, de otros Procreantes, ya ancianos, dispuestos a servirlos y hacer realidad todos sus deseos. Un Hogar nunca se rebajarÃa tanto como para convertirse en siervo de otro individuo. Pero los Procreantes estaban acostumbrados a obedecer. Todos los Hogares eran testigos de hasta dónde podÃa llegar su grado de servilismo ante ellos. El Hogar aguardaba más nervioso de lo que dejaba traslucir la llegada de los peticionarios. Siempre habÃa sucedido asÃ. Un Hogar no buscaba una familia. Se limitaba a esperar que una pareja de Procreantes ya formada acudiera a suplicarle que se uniera a su Unidad. El Hogar tenÃa perfecto derecho a rechazar a los Procreantes si asà lo creÃa conveniente. No era frecuente que se produjera rechazo. Para un Hogar igual daba unirse a una Unidad que a otra. Los Procreantes eran todos iguales y siempre atenderÃan sus deseos con exquisito cuidado, como constituÃa su sagrada obligación. Aquel dÃa se presentaron en la Comuna cientos de Procreantes. Todos los que una vez fueron sus hermanos y con los que no compartÃan otra caracterÃstica que el momento de su nacimiento. Se trataba del dÃa en que se formarÃan las nuevas Unidades Reproductoras. Solo existÃa una limitación para las uniones entre Procreantes y Hogares. Ninguno de los dos Procreantes de la asociación podÃa ser Hermano de Nacimiento. El Hogar se hallaba por encima de aquellos tabúes ancestrales, propios de los individuos sexuados. Él tan solo tenÃa que dar el visto bueno a la petición de su nueva familia.
Los dos Procreantes se mostraban muy asustados. Ambos llegaron enlazados por el talle. Aquel signo externo demostraba a las claras su nerviosismo. Siempre respetuosos, se postraron ante él y le pidieron al unÃsono, con una sola voz que brotaba de dos gargantas temblorosas, que se uniera a ellos para formar el Sagrado VÃnculo que precedÃa a la Unidad Reproductora. Emplearon la fórmula tradicional y, al concluir su solicitud, con una doble vibración que resultó al Hogar sumamente divertida, permanecieron tendidos a sus pies con la vista fija en el suelo mientras aguardaban la temida y anhelada respuesta. El Hogar comprendÃa que para ellos aquel era un instante trascendental. Si él los hubiera rechazado habrÃa llevado la desgracia a aquellos miserables, convirtiéndolos en unos parias aún mayores que los insignificantes individuos que ya veÃa en ellos. Pero el Libro Santo no consentÃa tales muestras de crueldad. Solo un error de protocolo o una falta de respeto por parte de los peticionarios habrÃa hecho del rechazo una respuesta socialmente aceptable. No era el caso. Al Hogar le bastó con saborear la sensación de poder sobre aquellos desgraciados. Antes de contestar con la fórmula ritual, quizá divertido por ver a los suplicantes a sus pies, tan feos e insignificantes, se quedó observándolos durante unos instantes que a ellos les debieron de parecer eternos. Finalmente, cuando consideró que era innecesario seguirlos asustando, el Hogar habló:
—Os acepto. Servidme como es vuestro deber y no deshonréis a vuestra casta.
El Hogar se sintió orgulloso del modo en que declamó la fórmula aprendida hacÃa tanto tiempo. Aquel era uno de los instantes fundamentales en la vida de todo Hogar. No deseaba humillar a sus insignificantes futuros consortes, pero no pudo evitar que el sonido de su voz estuviera matizado por el timbre vibrante del orgullo que teñÃa sus palabras. Los dos solicitantes suspiraron tranquilos y el color de su piel viró hacia los tonos amarillos que indicaban felicidad. Resultaban un poco ridÃculos. El Hogar estuvo a punto de reÃrse, pero prefirió mantener la compostura. Pobrecillos, se sentÃan tan nerviosos como si él hubiera estado a punto de rechazarlos. Se contaba que en alguna ocasión se habÃa producido el rechazo. Pero ningún Hogar conocÃa a otro que afirmase haber rechazado a una pareja. Claro que entre ellos, los Hogares jóvenes, no existÃa ninguno que pudiera remontarse a otros tiempos lejanos. Quizá en el Hogar de los Hogares habrÃa algún hermano maduro que pudiera contar iracundo el desplante de unos Procreantes idiotas y el rechazo consecuente. En realidad, resultaba innecesario añadir al nombre Procreante el epÃteto idiota. ¿Acaso no eran un poco bobos todos los Procreantes? Al menos se los consideraba buenos. Y no tenÃa sentido burlarse de ellos por no poder situarse a la altura de un Hogar. Los Procreantes cumplÃan su función como siervos de los Hogares y miembros activos de la Unidad Reproductora, con lo cual bastaba.
Sus futuros consortes suspiraron aliviados tras la ceremonia de aceptación y el Hogar, condescendiente, les dio permiso para levantarse. Incluso consintió que su nueva familia se le acercase. Uno de los componentes de la pareja, admirado y agradecido, le confesó que le parecÃa muy hermoso y, seguidamente, se tomó la libertad de rozar uno de los brillante pliegues de su caparazón contra la piel de su brazo. El Hogar, irritado por la indiscreción, se apartó de golpe. El Procreante, enseguida, se echó a sus pies y suplicó su perdón.
—Perdóname, amado Hogar, no querÃa ofenderte. ¡Soy tan feliz porque te hayas unido a nosotros!
El gesto del Hogar se dulcificó. Aquellos seres resultaban ridÃculamente encantadores. Aceptó sus disculpas y les pidió a ambos que aquello no se repitiera sin su consentimiento. Los Procreantes, ¿qué otra cosa iban a hacer?, le agradecieron su amabilidad con grandes aspavientos.
«Amado Hogar», habÃan dicho. Sus nuevos compañeros resultaban muy graciosos con su tonta costumbre de enamorarse. Los Procreantes, todos tan feos y tan iguales entre sÃ, desarrollaban sentimientos de afinidad con algunos de sus semejantes y formaban pareja, embrión de la Unidad Reproductora, tan solo cuando se sentÃan enamorados. Lo curioso era que parecÃan considerar su amor extensivo al Hogar. También pensaban que este último debÃa corresponderlos, aunque comprendÃan que el afecto que un Hogar podÃa dedicar a un individuo cualquiera era muy distinto de los irracionales sentimientos desarrollados entre la casta inferior de los Procreantes.
Después de aquel dÃa la vida del Hogar cambió. Junto con los Procreantes, se marchó a vivir en un Nido. La costumbre establecÃa que, tras constituirse una Unidad Reproductora, sus miembros abandonaban sus respectivas Comunas para entrar a formar parte de la Sociedad Intermedia. Ya no eran niños sino que aspiraban a formar parte de la Comunidad de Adultos. Pero tampoco se habÃan convertido todavÃa en miembros de pleno derecho de la Sociedad. Para alcanzar ese punto primero debÃan reproducirse. Únicamente entonces se los considerarÃa adultos respetados por todos los de su casta. Los Procreantes quedarÃan al cuidado de las Comunas de niños, tanto de los retoños Procreantes como de los Hogares, asà como de todos los asuntos materiales de la Sociedad. Los Hogares no se rebajaban a aquellas tareas tan burdas. Ellos, después de participar en la tarea de la reproducción, alcanzaban un estatus superior al de todos los demás. Solo entonces podÃan marcharse al Hogar de los Hogares, el paraÃso de felicidad donde no tenÃan permitido el acceso los Hogares inmaduros ni ningún miembro, niño o viejo, de la pobre casta de los Procreantes.
El Nido era un buen lugar para vivir. Se trataba de una construcción convexa con tres habitáculos: la sala grande para el Hogar, el pequeño cuarto donde cohabitaban los Procreantes y el enorme salón común donde se pasaba la mayor parte del tiempo. El Nido en sà mismo no era ni más ni menos cómodo que las instalaciones de la Comuna. Lo que resultaba delicioso era la libertad de poder desplazarse a cualquier sitio y, sobre todo, el hecho de disponer en todo momento de los dos Procreantes para su servicio. Su nueva familia se mostraba dispuesta a hacer cualquier cosa que él pidiera. Su tiempo, sus esfuerzos, su compañÃa, estaban siempre al servicio del Hogar, su hermano, su ejemplo, su amo y señor. Los deseos de los dos Procreantes coincidÃan con los suyos. Ambos se mostraban satisfechos y complacidos sirviéndole en todo. No, aquellos amables Procreantes nunca deshonrarÃan las costumbres de su tonta raza.
El Hogar comprendÃa que, en ocasiones, abusaba de la buena voluntad de sus serviciales compañeros. Ellos nunca protestaban, jamas le replicaban ni retrasaban un solo instante el cumplimiento de cualquiera de sus órdenes o la simple expresión en voz alta de un deseo. No llegaba a arrepentirse de sus excesos y caprichos. Como todos los Hogares, se trataba de un individuo demasiado egocéntrico como para admitir un error. Tan solo de vez en cuando, como una muestra de magnanimidad, dedicaba frases amables a sus compañeros. Incluso en alguna rara ocasión prescindÃa de sus servicios durante un breve intervalo de tiempo, tanto para gozar de su propia libertad como, secundariamente, para otorgar, como una gracia especial, algo de tiempo a sus esclavos que les permitiera dedicarse a sà mismos, sus banales ocupaciones y sus estúpidas relaciones amorosas.
El Hogar, frecuentemente, se reunÃa con otros congéneres de su casta. A algunos de los habitantes del vecindario los conocÃa de la Comuna Familiar y era costumbre recibir y rendir visitas a los diferentes vecinos. Aquello les servÃa a todos como distracción, pues les permitÃa compartir sus experiencias con individuos que se hallaban a su altura y no con los limitados Procreantes que los atendÃan. Por otra parte, las visitas les servÃan para alardear ante sus semejantes, demostrándoles lo bien que los cuidaban sus serviles compañeros y lo afortunados que habÃan sido escogiendo aquella Unidad Reproductora en vez de cualquier otra. Inevitablemente, cada Hogar consideraba su propia Unidad la mejor de las posibles, no tanto por la presencia en ella de unos Procreantes especialmente atentos sino por ser aquella de la que formaba parte él mismo, el mejor de los Hogares, centro incuestionable del Universo.
Asà pasaban los Hogares sus dÃas. Asà transcurrÃan las jornadas en la vida de nuestro Hogar. Casi todas monótonas, de completa inactividad y hastÃo, salpicadas de caprichos y visitas con los que pretendÃan escapar del terrible aburrimiento de un mundo vulgar que no parecÃa diseñado para albergar espÃritus elevados como el suyo. DÃa y noche soñaba con el instante en el que se produjese el acoplamiento de la Unidad Reproductora y la fecundación fuera un hecho. Entonces podrÃa abandonar la Unidad y marcharse a vivir al Hogar de los Hogares, el lugar de fábula habitado por todos los Hogares maduros, los Hogares Padres, que se habÃan ganado el derecho de acceder a aquel paraÃso elitista al margen de la monotonÃa y vulgaridad de la Comuna o el Nido.
Los dÃas se sucedÃan invariables, pero eso no significaba que nada ocurriera. Para los Procreantes eran de total y continua actividad. De ridÃcula actividad, a los ojos de cualquier Hogar. Realmente los percibÃan como unos personajes lastimosos. ParecÃan satisfechos con su triste existencia como siervos del Hogar, pensando tan solo en engendrar sus propios Hijos para poder participar de las penosas labores que mantenÃan en funcionamiento aquella precaria comunidad que gobernaban. Pero, al margen de la rutinaria actividad de los Procreantes, los cambios, al menos los fÃsicos, afectaban también al Hogar, cuyo volumen corporal se incrementaba de dÃa en dÃa, merced a los cuidados de su Unidad. El Hogar engordaba y su caparazón adquirÃa mayor volumen y resistencia, a medida que sus paredes se engrosaban. Los repliegues de su cubierta formaban elaborados rizos y espirales mientras el fino tegumento que la recubrÃa adquirÃa tonalidades iridiscentes asà como colores brillantes que se movÃan desde el rojo al violeta. También los Procreantes sufrÃan ciertos cambios. En su abdomen se iba desarrollando poco a poco el Germen, la partÃcula que cada uno de ellos aportaba a la reproducción. A la vez que todo su organismo se preparaba para el acoplamiento, su piel se volvÃa de un color amarillo anaranjado, la muestra visible de la creciente, y estúpida, alegrÃa que los invadÃa.
El Hogar no se sentÃa capaz de comprender el extraño humor de los Procreantes. Pese a todo el trabajo que desarrollaban, siempre se mostraban alegres, lo que demostraban dedicándole su estúpida y patética sonrisa cada vez que se dirigÃan a él. En raras ocasiones, el Hogar creÃa reconocer un atisbo de burla en la mirada de los Procreantes. Otras veces le parecÃa que lo observaban con lástima, como si pensasen que, de algún modo, deberÃa envidiar sus intrascendentes existencias. Aquellas miradas que él interpretaba como de compasión solÃan producirse cuando el Hogar se comportaba de modo especialmente caprichoso o exigente. Nunca dudaban al cumplir sus órdenes, pero el Hogar llegó a convencerse de que aquel gesto que le dirigÃan era lo más cercano a una protesta que esos seres inferiores, incapaces de entender lo que significaba rebelarse, parecÃan capaces de demostrar.
El Hogar prácticamente habÃa perdido la noción del tiempo. Solo se daba cuenta de su paso inexorable porque cada dÃa habÃa algún otro Hogar de la Sociedad Intermedia que desaparecÃa de su Nido después de haberse convertido en Padre. El Hogar envidiaba profundamente a aquellos afortunados que él llegó a conocer y que recién acababan de ingresar en el Hogar de los Hogares. Se consolaba pensando que algún dÃa, pronto sin duda, él mismo pasarÃa a formar parte de la casta superior de los Hogares Adultos. También lo animaba pensar que los nuevos Hogares, aquellos que, acompañados de sus nuevas Unidades Reproductoras, sustituÃan en su Nido a los anteriores, tardarÃan aún bastante tiempo en alcanzar el Hogar de los Hogares que tan próximo veÃa para sà mismo.
Un dÃa, sin previo aviso, sin que el Hogar hubiera notado un cambio sensible, los dos Procreantes se le aproximaron enlazados y, sumamente respetuosos, repitieron la vieja escena de postrarse a sus pies. El Hogar tenÃa claro lo que aquello significaba. A un breve instante de nerviosismo lo sustituyó el orgullo Ãntimo de saber que se encontraba ante la culminación de sus deseos. Condescendiente y satisfecho, escuchó con atención la frase ritual de sus Procreantes:
—Ha llegado el dÃa. Estamos preparados y te suplicamos que, en tu infinita bondad, consientas en dar vida a nuestro Retoño.
—Acepto —dijo el Hogar, con la sencillez del formulismo que le tocaba pronunciar.
Era la hora. Bien se notaba en los Procreantes, cuyo tegumento se habÃa tornado de un color anaranjado al tiempo que sus prominentes vientres mostraban el tenue color rosado de la madurez. A su vez, el Hogar comprobó que en su caparazón acababa de aparecer el esperado dibujo de una roja estrella de siete puntas. Aquello significaba que, por fin, se habÃa transformado en un Hogar adulto, capaz de dar la vida a los Hijos de la Unidad Reproductora.
El acoplamiento reproductor podÃa efectuarse. Al Hogar le causaba un cierto desasosiego saber que iba a fundirse en un estrecho abrazo con los Procreantes. ComprendÃa que aquello era necesario, pero le repugnaba en cierta medida el contacto con sus hasta ahora simples criados. Se sobrepuso al asco porque, al fin y al cabo, formaban una Unidad Reproductora y aquella era su función, además del único camino para ser admitido en el Hogar de los Hogares. Los tres pasaron a la que habÃa sido habitación del Hogar. Aquella sala del Nido se llamaba Sala de CrÃa y la razón del nombre era que la unión se realizaba entre sus paredes. Los Procreantes, fieles a su costumbre, limpiaron la cámara concienzudamente y apartaron todos los objetos que el Hogar habÃa acumulado en ella. Luego llegó el instante más sagrado del ritual. Los dos Procreantes se enlazaron y unieron los prominentes bultos rosados de sus vientres. Las dos protuberancias se fusionaron de un modo que parecÃa mágico por lo perfecto. Aquel nuevo bulto enorme situado entre los dos se convertirÃa en el Retoño de la Unidad Reproductora. Seguidamente, los dos Procreantes se aproximaron a su Hogar. Él los recibió en su seno, a la vez que entreabrÃa el caparazón por primera y última vez en su vida. Los Procreantes comenzaron entonces su Cántico de Boda, que reflejaba cómo el Sagrado VÃnculo era llevado hasta su fin último. Se trataba de un canto triste y hermoso. El Hogar sabÃa que nunca lo olvidarÃa. Los Procreantes, transportados por la emoción, parecÃan a punto de ponerse a llorar desconsoladamente. Su tonada se veÃa interrumpida por sus sonoros lamentos, una expresión de emotividad que el Hogar nunca habÃa escuchado y tan solo conocÃa por lo que se le habÃa contado en la Comuna. Ambos Procreantes le dedicaron una mirada llena de amor y conmiseración, semejante a la de otras ocasiones pero mucho más intensa. ParecÃan pedirle perdón, como si fueran a cometer algún crimen. El Hogar, incapaz de conmoverse, ya habÃa desistido tiempo atrás de interpretar las extrañas reacciones de los Procreantes. Simplemente, trató de permanecer serio y concentrado, como exigÃa el ritual. Los Procreantes se fundieron con él en un estrecho abrazo. Al principio, el contacto ligeramente viscoso de sus blandos torsos contra su recio caparazón le resultó desagradable, pero la calidez de los tres cuerpos disipó pronto esa primera impresión. Un escalofrÃo, que le pareció semejante a una cosquilleante corriente eléctrica, recorrió todo su cuerpo. También el de los Procreantes, cuyos vientres se abrieron y dejaron brotar dos formas ovoides de un color rojo intenso, brillantes y hermosas. Eran los dos primordios que habÃan de unirse para formar el Retoño. Ambos Gérmenes se fusionaron y su color se intensificó, al igual que lo hizo su brillo. La esfera recién formada era cálida y su tacto húmedo al tiempo que agradable. El Hogar, con un supremo esfuerzo, abrió su caparazón todo cuanto pudo hasta dejar una rendija por la que, movido por su instinto, el Retoño se introdujo con un sonido muelle. Un suspiro, que tanto podÃa ser de pena como de alivio, se elevó desde la garganta de los Procreantes. ParecÃa su modo de celebrar el éxito de la misión, igual que tiempo atrás habÃa sucedido al ser aceptada por el Hogar la Unidad Reproductora. El caparazón del Hogar se cerró y quedó sellado como si en él jamás hubiera existido la más mÃnima abertura. Un calor intenso pero placentero invadÃa el cuerpo del Hogar, partiendo desde el Retoño y el caparazón hasta llegar a su piel y el final de sus extremidades.
Los Procreantes se apartaron de su lado y se quedaron frente a él, guardando una cierta distancia. Ambos lo contemplaban con su cara de infinita lástima. Una pena infinita, superior a la que le habÃan dedicado en otras ocasiones. El Hogar no alcanzó a comprender plenamente el significado de aquellos gestos. No entendió cuando los Procreantes se postraron ante él. Ni cuando iniciaron un canto lúgubre y triste, más hermoso que el de Boda, pero también considerablemente sombrÃo. Nunca llegó a saber que se trataba de un Cántico de Muerte. Tampoco comprendió cuando los dos Procreantes, al unÃsono, le dirigieron una fórmula ritual, mezcla de súplica y disculpa, que el Hogar no conocÃa:
—Perdónanos. Enorgullécete de nuestros Hijos y reúnete con honor con tus antepasados en el Hogar de los Hogares.
Las voces sonaban lastimosas, cargadas de pena. Pero el Hogar, aunque intuÃa algo extraño, no parecÃa capaz de entender. Mientras aquella escena se desarrollaba ante sus ojos, no era en absoluto consciente de lo que le estaba sucediendo ni menos aún del previsible desenlace. Notaba que el calor que brotaba de lo más profundo de sus entrañas, justo del lugar donde habÃa sido aceptado el Retoño, se intensificaba hasta llegar a ser doloroso, provocándole una creciente quemazón. SentÃa también cómo una extraña rigidez se iba apoderando de sus extremidades. Cuando quiso darse cuenta, comprobó que ya no podÃa moverse. Pudo contemplar, puesto que la vista aún le funcionaba, cómo su piel se tornaba de un color gris metálico que nunca habÃa tenido. Luego, poco a poco, dejó de ver. Pudo escuchar las últimas notas del breve cántico que los Procreantes entonaban a su lado, aunque parecÃa que sus voces procedÃan de muy lejos. El sonido se fue atenuando lentamente, sustituido por un extraño zumbido que parecÃa proceder de lo más profundo de su cerebro. Lo último que sintió fue una especie de estallido en su interior, una ola de energÃa que brotaba desde sus entrañas y se extendÃa por todo su cuerpo entumecido. Pudo vislumbrar, con su último atisbo de sentidos, la intensidad de la radiación que se extendÃa por su cuerpo. Su sensor de radiaciones nunca habÃa percibido nada parecido. Progresivamente, aquella sensación energética se fue extinguiendo, dejando en el fondo de su consciencia una leve sensación de amargor. Al cabo, todas las sensaciones desaparecieron. Luego ya no hubo nada. El cuerpo rÃgido del Hogar brillaba metálico, enrojecido por la fuerte radiación que albergaba en su interior. Ningún hálito de vida, al margen del Retoño en crecimiento, quedaba en aquel hermoso caparazón. Los Procreantes, tristes y emocionados, lloraban mientras entonaban nuevamente el lúgubre Canto de Muerte, pobre homenaje ante el sacrificio de su Hogar que permitÃa el alumbramiento de una nueva vida.
El Hogar murió sin saber lo que le sucedÃa, convencido de la superioridad de su raza y de que, tras aquel instante extraño de sensaciones confusas, lo aguardaba el paradisÃaco Hogar de los Hogares, donde se reunirÃa con sus mayores. Si tal lugar existÃa y el Hogar llegó hasta él, es seguro que no se trataba de una parte del mundo que él conocÃa.
Los Procreantes lloraron durante horas, mientras velaban el cadáver de su compañero. El Hogar estaba muerto, pero dentro de la carcasa de su cuerpo se empezaba a desarrollar un acontecimiento milagroso. El caparazón del Hogar era una suerte de reactor donde se estaba liberando la enorme cantidad de energÃa necesaria para convertir al minúsculo Retoño en varios seres vivos semejantes a sus progenitores. La herencia proporcionada por los Procreantes no era suficiente para constituir vida en sà misma. Resultaban necesarias las violentas reacciones termonucleares que se llevaban a cabo en el interior del Hogar, el depositario del Retoño, para que la vida tomase forma. El milagro de la vida necesitaba del caparazón del Hogar para llevarse a término. El duro exoesqueleto era imprescindible para contener la radiación que podrÃa matar a toda la Unidad Reproductora. La energÃa liberada convertÃa al simple Retoño en nuevos Procreantes y Hogares. El sacrificio del Hogar proporcionaba vida a la Comunidad.
Es cierto que los Hogares se comportaban como seres engreÃdos y prepotentes, convencidos de su superioridad. Eran justamente los Procreantes quienes consentÃan y alimentaban tales aires de grandeza. SentÃan tanta pena por sus hermanos que, sabiendo cuál era su triste destino, les ocultaban la verdad de su papel en la reproducción a la par que los hacÃan soñar con un futuro brillante al lado de sus mayores. Los malcriaban, consintiéndoles todos los caprichos y dedicándoles su plena atención. Consideraban que era lo menos que podÃan hacer por ellos. Puesto que iban a morir muy jóvenes, tan pronto como se produjeran el abrazo fatal y la transferencia de los primordios seminales de ambos Procreantes, merecÃan sentirse felices e importantes hasta entonces. Sus consortes Procreantes sobrevivirÃan al alumbramiento. PodrÃan cuidar de los nuevos niños y dedicar todo su tiempo a vivir para ellos mismos. Los Hogares no tenÃan otra cosa que sus breves existencias. Ni siquiera transferÃan su herencia a los hijos. Se trataba de simples depositarios de la vida, meros trasmutadores de materia.
La carcasa del Hogar mantenÃa su color gris brillante. Al contacto era cálida y suave. ParecÃa increÃble que, dentro de aquella inocente superficie, se estuvieran desarrollando violentas reacciones. Mientras duró la metamorfosis, los dos Procreantes velaron al muerto y rezaron a sus dioses para que su espÃritu se reuniera con los demás Hogares en su Hogar del Más Allá y para que, desde allÃ, todos los espÃritus de sus hermanos favorecieran el éxito del sacrificio.
Dos semanas después de la muerte del Hogar, su caparazón comenzó a resquebrajarse. Solo se abrió lo suficiente para que un huevo grisáceo se deslizase desde su abdomen hasta el suelo. Al quebrarse su cáscara, una bolsa membranosa de color amarillo quedó expuesta a los ojos de los Procreantes. Pequeños bultos palpitantes parecÃan bullir en su interior. El parto habÃa tenido lugar. La carcasa empezó a contraerse sobre sà misma hasta ocupar un mÃnimo volumen. Más tarde fue retirada y enterrada en el lejano cementerio de los Hogares, para que la Comunidad quedase a salvo de las filtraciones de energÃa que, en otros tiempos, hicieron daño a algunos niños. También para evitar que ningún Hogar tuviera oportunidad de atisbar su futuro.
El amasijo amarillento contenÃa los bebés. Si el Hogar hubiera sido capaz de ver lo que albergaba su vientre, se habrÃa sentido orgulloso. Dentro de aquella bolsa amarilla se alojaban seis nuevos individuos: dos Unidades Reproductoras completas. Aquello resultaba extraño y maravilloso. Tan solo uno de cada diez o doce alumbramientos proporcionaba gemelos: dos Hogares y cuatro Procreantes. Los Procreantes eran los padres de las criaturas, pero únicamente la energÃa del Hogar permitÃa desarrollar los tres hijos o, como en este caso, los seis, por duplicación de la Unidad Reproductora recién formada. Los nacimientos normales servÃan para completar el recambio generacional. Los alumbramientos múltiples —en general gemelares, rara vez se habÃa visto un nacimiento de tres Unidades Reproductoras a la vez— posibilitaban la reposición de las Unidades malogradas, por enfermedad o errores de desarrollo mientras se formaban dentro del cascarón, y permitÃan el crecimiento de la población. En este caso los Procreantes se sentÃan sumamente satisfechos. Se habÃan convertido en padres por partida doble. PodÃan considerarse afortunados. El sacrificio del Hogar habÃa resultado fructÃfero, no meramente necesario.
Los niños fueron inmediatamente separados: los cuatro Procreantes pasaron a su correspondiente Comuna Infantil. Los dos Hogares fueron depositados en la suya propia. Ninguno de ellos llegarÃa a saber quiénes fueron sus padres, aunque quizá alguno llegó a ser cuidado por los dos Procreantes que lo habÃan engendrado. En los archivos sà se conservarÃa la información de su nacimiento necesaria para evitar un cruce entre hermanos Procreantes. Ojalá que los hermanos Hogares tuvieran la fortuna que acompañó al Hogar que los alumbró. El futuro lo dirÃa. Un nuevo ciclo vital habÃa comenzado. Entretanto, cabÃa esperar que los Procreantes aprenderÃan sus deberes para con sus pobres hermanos y que los Hogares fueran felices hasta que llegase su triste hora.
Juan Luis Monedero Rodrigo (Madrid, 1971). Biólogo y profesor de enseñanzas medias en un instituto de Móstoles (Madrid, España). Escritor en los ratos libres, que nunca son los suficientes. Con dos libros publicados, la novela «Vida de Uftar» (Ed. Lacre 2016) y el libro de relatos «MÃnima verosimilitud» (Ed. Adarve, 2018), asà como una infinidad de textos sin publicar (o autopublicados). Redactor y responsable —o, cómo él dice, «perpetrador»— de la revista literaria «El despertar de los muertos», con más de veinte años a sus espaldas. Más información en la página de la revista o en el blog https://juanluismonedero.wordpress.com/. Nos dice: «Cultivo casi todos los géneros aunque, vocacionalmente, siempre me ha encantado el relato breve, en particular dentro de géneros como la ciencia-ficción, la fantasÃa, el terror o el más puro surrealismo».