«Gaviota blanca y solitaria», Geoffrey W. Cole
Agregado en 9 agosto 2019 por richieadler in Ficciones
EE.UU. |
El primer oficial anunció que el avión estaba perdido tres horas después de que entraron en la nube. Ergot esperó que terminara el anuncio y luego abrió su cuaderno para encontrar el final del poema en el que había estado trabajando. En el asiento ubicado detrás de él roncaba un anciano, con un delgado hilo de baba colgando del mentón bien afeitado. El resto de los pasajeros estalló en una indignación confusa.
Antes de poder agregar una sola palabra a la página, la novia de Ergot, Dina, llegó al extremo de la fila, una mano empuñando la cartera y la otra hecha con el puño hecho una bola con la que sacudió al anciano para despertarlo.
—¿Me perdí el carrito del desayuno? —preguntó el anciano, limpiándose el mentón.
—Ya que el avión está perdido—respondió ella—, me gustaría sentarme con mi novio. ¿Me permite?
El anciano recogió sus cosas.
—¿No deberíamos quedarnos en nuestros asientos? —preguntó Ergot.
—Si le traen el desayuno kosher, mándemelo —dijo el anciano.
Dina se sentó en el lugar del anciano.
—¿No es mejor sentarnos juntos por fin? —dijo.
Después de su primera vacación juntos, Dina había adquirido el hábito de Ergot de reservar asientos separados para ambos para que él pudiera escribir; ella nunca había dicho nada al respecto, pero hoy no le importó un cuerno.
—Es agradable —respondió él.
—¿Qué pasa con la nube? —preguntó ella.
Él se encogió de hombros. La nube y la luz gris del alba a través de la que volaban tenía fuerte presencia en el largo poema que estaba componiendo. Su cuaderno se apoyaba en la falda, abierto en la página del pareado a medio terminar en el que había estado trabajando.
Ella miró la pluma que se deslizaba sobre el papel.
—Termínalo —dijo—. Yo miraré algo.
Dina se puso auriculares y recorrió las películas en la pantalla del respaldo. Ergot llevó la pluma al final del pareado:
No era Keats, él lo sabía. Por eso tenía que seguir trabajando, pero no podía hallar la palabra siguiente.
Graham repasó los cálculos manuales de su bitácora una vez más. En las tres horas desde que se habían metido en la nube cuyo brillo gris y opaco penetraba por el parabrisas, deberían haber viajado más de dos mil kilómetros. Eso los hubiera ubicado en alguna parte sobre el norte de Quebec, y debería haber amanecido hacía bastante.
Los instrumentos no corroboraban ninguno de sus cálculos; el GPS estaba desactivado, nadie le respondía en la radio ni el teléfono satelital, y el indicador de presión de aire indicaba la presión al nivel del mar, aunque el altímetro decía que seguían volando a doce mil metros.
—Paul —le dijo Graham al capitán—, ¿puedes revisar esto y decirme qué estoy haciendo mal?
El capitán aceptó la bitácora pero no miró a la página en la que estaba abierta.
—Está bien. —La devolvió.
—¿Y ahora qué? —preguntó Graham.
—¿Otra bebida?
El capitán tomó un trago de su petaca. Graham llamó a los auxiliares de cabina y los mandó a servir otra vuelta a los pasajeros.
Dos horas después de que Dina se le unió, los auxiliares de cabina volvieron a pasar con el carrito de bebidas. Ergot pidió un ruso blanco.
—¿Seguro que necesitas otro? —preguntó Dina. Su actitud de nutricionista lamentaba lo que le harían las calorías y la grasa a las arterias de Ergot.
—Que sea doble —pidió Ergot.
Tomó un sorbo y volvió a la página. La poesía brotaba de su pluma. Ergot dependía de los rusos blancos para superar su primer millón de palabras. En una clase de poesía hacía años, un instructor le dijo que el primer millón de palabras producidas por cualquier autor eran mierda. Sólo después de haber excretado esas palabras sobre la página, el escritor podía producir guano vendible. Según su estimación más generosa, a Ergot todavía le faltaban seiscientos cincuenta mil palabras. Había aprendido pronto que los rusos blancos eran laxantes poéticos.
Los haikus le salían fácilmente cuando estaba borracho, así que excretó algunos para describir al otro pasajero que lo circundaba amargamente:
No sólo los borrachos llegaban a sus páginas:
Mientras Ergot garabateaba, Dina sacó su teléfono y se conectó al wifi del avión. Todos los emails anteriores que había enviado desde que entraron a la nube le habían rebotado. Tenía clientes esperándola en Seattle; detestaba hacerlos esperar. Ergot también tenía reuniones de ventas, aunque ella estaba segura de que no había pensado en esas reuniones desde que las había programado antes de sus vacaciones. Ella intentó publicar un mensaje en Facebook, luego en Twitter, pero ninguno de los dos la dejaron publicar nuevos mensajes. La actualización más reciente de Twitter era de hacía seis horas, más o menos la hora a la que habían entrado a la nube. Apagó el teléfono. Ya no podía quedarse sentada. Se desabrochó el cinturón.
—Hey, amigos —se escuchó en los altoparlantes—. Habla el primer oficial. Vamos a intentar salir de esta nube, así que apaguen todos los aparatos electrónicos, guarden los elementos sueltos, enderecen sus asientos y abróchense los cinturones. No se preocupen, pronto los llevaremos a casa.
Dina volvió a abrocharse el cinturón. Ergot siguió garabateando.
Graham apagó los altoparlantes y miró a Paul. El capitán tenía apelmazado por el sudor el poco pelo que le quedaba en la cabeza calva, y seguía rascándose la hombrera izquierda.
—Si no me vas a audar a volar —dijo Graham—, ¿podrías al menos echarle una mirada a los instrumentos?
—¡Sí, señor! —respondió Paul.
Graham tiró del comando. Empezaron a subir. A su lado pasaron volando las nubes, grises, anodinas, luminosas por el alba. Luego de un ascenso prolongado, sonó una alarma y parpadearon luces en el panel de instrumentos. Habían llegado a la altura de entrada en pérdida.
—¿Y lo de mirar los instrumentos?
—Los estaba mirando.
Seguía sin haber cambios en las nubes. Graham inclinó el avión más hacia arriba. Las alarmas resonaron. A esa altitud, la presión del aire era tan baja que las alas podrían perder impulso y podrían desplomarse. Pero no ocurrió. El Airbus siguió deslizándose a través de la nube gris mientras la alarma de entrada en pérdida retumbaba y el capitán susurraba para sí mismo en el asiento de al lado.
—Es raro —dijo Paul.
Graham niveló el avión y luego lo impulsó en un descenso suave. Nada cambió del otro lado del parabrisas, sólo una nube gris interminable, pero el altímetro descendía. Cuando llegaron a dos mil metros sin cambio notable en la presión de aire, la velocidad del aire o las nubes impenetrables en el exterior de la cabina, volvió a ascender a una velocidad de crucero segura.
—No se la puede pasar por arriba —dijo su capitán—. No se la puede pasar por abajo. No se la puede rodear. Habrá que atravesarla.
Paul intentó tomar un trago de la petaca vacía.
—¿Alguna vez hiciste un aterrizaje de emergencia? —preguntó Graham.
—Sólo en simulaciones.
Graham miró su reloj; habían pasado ya siete horas desde que entraron en la nube. Los niveles de combustible no habían bajado desde entonces, pero no confiaba en los instrumentos y no quería quedarse sin combustible a doce mil metros. ¿Pero aterrizar a ciegas?
Graham siguió volando el avión horizontalmente y se quedó mirando la nube.
Cuando los pilotos dejaron de maniobrar, Ergot extrajo su libreta. Siempre le había dado vergüenza el título garabateado a mano, “Poesía en movimiento”, un nombre que eligió porque sólo encontraba tiempo para escribir cuando viajaba en taxis, trenes, vuelos y cruces en ferry, pero ahora no le importaba. Todo lo que quería era escribir. La demora había sido intolerable. Durante el ascenso y el descenso, la poesía se le acumuló como una presión en el cráneo; más y más palabras llenaban un volumen limitado y si no las extraía a la página, las perdería o explotaría. Las palabras le salieron estallando en un torrente de tinta negra.
Dina miró más allá de su novio, a través de la ventana. La luz gris le recordó una mañana, años antes de conocer a Ergot, su primera mañana en el que fuera su nuevo departamento de un ambiente. Ese día, pensó que nunca se sentiría más sola que en ese momento.
Volvió a ponerse los auriculares y fingió mirar otra película.
Doce horas después de entrar en la nube luminosa, Paul se levantó de su asiento. Graham olió orina en el capitán mientras éste se estrujaba para salir.
—¿Dónde vas? —le preguntó.
—A tomar aire —respondió Paul.
Paul salió de la cabina y le inclinó la gorra a una de las lindas azafatas. No “asistentes de vuelo”, no. Odiaba ese término. Su esposa había sido azafata, antes de que se casaran. No la había visto a ella ni a los niños hacía tres semanas. Las lecturas de los instrumentos le recordaron un sueño que lo afligía casi cada noche que pasaba apartado de su familia. En el sueño, piloteaba un vuelo interminable.
Miró a la diminuta ventanilla de la puerta de emergencia. La misma nube gris. Todo lo que tenía que hacer era despertarse y se despertaría cubierto de sábanas con aroma a blanqueador en otro hotel anónimo de aeropuerto con media botella de whisky en el escritorio.
Abrió la puerta de emergencia.
Una ráfaga de aire con aroma a narcisos agitó la página en la que Ergot estaba trabajando. Levantó la mirada a tiempo para ver al capitán lanzarse fuera del avión, las piernas apretadas contra el pecho como si estuviera haciendo una zambullida “bomba” en la pileta de natación del vecino.
Del techo cayeron máscaras de oxígeno sobre sus cabezas. El primer oficial habló por los altoparlantes pero Ergot no pudo escuchar lo que decía por los gritos de los pasajeros. Intentó ayudar a Dina a ponerse su máscara mientras ella le gritaba que primero se pusiese la propia.
Mientras Ergot respiraba aire forzado que apestaba a plástico, se olvidó de su libreta y las seiscientas veintiocho mil palabras que todavía tenía que excretar. Cada película que había visto lo había convencido que cuando se abría la puerta de un avión en pleno vuelo, el avión estaba condenado. Después de treinta y cinco años en el planeta, Ergot no estaba listo para manchar de rojo alguna tundra nevada. Quería casarse con Dina y tener bebés. Quería construir un hogar en la Península Olímpica lejos de toda la polución y la carnicería de Seattle. Quería sobrepasar ese millón de palabras y empezar a escribir buena poesía.
Giró hacia Dina, que tenía los ojos enormes y aterrados detrás de la máscara amarilla. Sabía que podía hacerlo. Ahora podía preguntarle.
El primer oficial apareció al final del pasillo. Tenía la piel broncínea y la sonrisa blanca de un instructor de tenis. Cuando levantó las manos para pedir silencio, los pasajeros se lo concedieron. Hasta las palabras de Ergot murieron en sus labios. El primer oficial tomó el teléfono de las manos de la asistente de vuelo y su voz los calmó desde los altoparlantes.
—Al avión no le pasa nada —dijo—. Pero sí le pasó algo al capitán. Trabajé con Paul durante mucho tiempo y hoy lo afectó algo. Lo importante es que estamos a salvo. Sólo estamos perdidos. Sin embargo, hay un problema. No podemos seguir volando con la puerta de emergencia abierta. Voy a tener que hacer bajar el avión.
Las máscaras de oxígeno apagaron los gritos de alarma y terror de los pasajeros sentados.
Detrás de sus ojos cerrados, Dina también vio las mismas películas que Ergot. También imaginó que este era el final. Un negocio exitoso, niños, quizá hasta casamiento, todas las cosas que siempre había deseado. Al menos, nunca tendría que mudarse a la Península Olímpica. Odiaba la vida rural en general y la Península en particular; demasiadas montañas se interponían entre ella y la vida real de la ciudad.
Una mano cálida le tocó el hombro. Abrió los ojos y encontró la cara broncínea del primer oficial sobre ella.
—Por favor levante del todo su asiento —dijo él, y luego pasó al pasajero siguiente.
La mano de Ergot se deslizó entre las de ella y se las apretó.
Graham se sentó detrás del comando del avión y disminuyó la altitud.
El aroma floral aún le cosquilleaba en las narinas. No había usado una máscara de oxígeno mientras caminaba por el pasillo calmando a los pasajeros; no le había hecho falta. A doce mil metros no debería haber podido respirar, pero el aire que entraba por la salida de emergencia le recordaba una tibia brisa que soplaba en el hogar de sus padres, la granja en Iowa. Apartó el pensamiento hacia el fondo de la mente. Tenía que concentrarse.
—Diez mil metros —dijo por el altavoz.
Ergot y Dina se tomaron las manos mientras el primer oficial anunciaba la altitud descendente. Ergot buscó palabras. Cualquier cosa era mejor que el sonido de su propia respiración reverberando en la máscara de plástico.
—Cuatro mil metros.
—Cuando salgamos de aquí… —empezó Ergot.
—… nos separaremos —completó Dina.
Las palabras se le escaparon. No las había planeado en lo absoluto, pero mientras las decía, ella supo que eran correctas. No podía quedarse con un hombre que prefería garabatear poesía antes que reconfortarla cuando más la necesitaba.
—Mil metros.
Ergot miró a la nube fuera de su ventana. Las uñas de Dina se le clavaban en la palma empapada. Pero acababa de decir que quería dejarlo ir.
El alba esperaba gris y traicionera
Tenía que escribirlo, pero ella le aferraba la mano de escribir.
—Quinientos metros.
En el avión todos contuvieron la respiración.
—Cien.
Se cerraron los anos.
—Cincuenta.
Alguien hizo el ruido de un ratón moribundo.
—Diez.
Graham, chorreando sudor por las patillas, las manos sudorosas en el comando, miró a la nube buscando por algo, cualquier cosa, sobre lo que poder aterrizar el avión de 120 toneladas.
—Cero metros.
Nada.
—Menos diez metros.
Las exhalaciones formaron un huracán de preguntas.
—Menos cincuenta.
Graham golpeó el puño sobre los instrumentos traidores mientras seguía bajando en espiral por debajo del nivel del mar. La presión del aire no era distinta aquí de lo que era a doce mil metros. A menos que estuviera volando sobre el Mar Muerto, los instrumentos tenían que estar equivocados.
—Mil metros bajo el nivel del mar —dijo, y se preguntó si el problema, en lugar de estar en los instrumentos, no estaría en el mundo mismo.
Cuando el primer oficial habló por los altoparlantes, Dina pudo ver sus calmos ojos azules.
—No sé qué decir. Deberíamos haber chocado con algo. Terremo, agua, hielo, árboles. La cabaña de una viuda en los Territorios del Norte. Algo.
Los altoparlantes hicieron clic y callaron.
Dina se quitó la máscara de oxígeno y exhaló tanto aire como pudo.
—Esto no puede estar pasando —dijo.
—¿Entonces no vamos a cortar? —respondió Ergot.
Ella se desabrochó el cinturón de seguridad.
—No se supone que abandonemos los asientos —dijo él.
—¡Las reglas se aplican muy bien aquí!
—No irás a saltar, ¿verdad?
—Tiene que haber alguna explicación para esto.
Ergot la miró moverse por el pasillo. Tenía una explicación: esto podría ser un recuerdo de ácido. Eso explicaría por qué Dina quería dejarlo. Él nunca había consumido ácido, pero la madre de Ergot le había regalado «viajes» prenatales. Antes de morir, solía relatarle historias de sus alucinaciones compartidas.
—Me siento como Jessica Atreides —había afirmado ella—. Luego de que consumió la especia, podía comunicarse con su hija en el útero. ¿No te acuerdas?
Él no se acordaba, pero su espina dorsal sí y de vez en cuando segregaba una pizca de ácido lisérgico para recordarle a la vieja Ma. Esos recuerdos, que venían en forma de breves sensaciones de ser sumergido en crema de maíz, o de que el empapelado del departamento que compartía con Dina interpretaba a Gershwin para él, no tenían nada en común con las horas que ya habían pasado en el avión.
Y por mucho que quisiera creer que todo esto era una locura temporal, había un hecho evidente que probaba que era real: en sus alucinaciones, él era un excelente poeta.
Eso quería decir que Dina realmente quería dejarlo.
Otros pasajeros tuvieron la misma idea que su novia; se movieron hacia el frente del avión en busca de respuestas.
Ergot buscó la suya en su cuaderno.
Dina se detuvo a un metro de distancia de la abertura en el fuselaje del avión. Esperaba vientos que la golpearan y cambios de presión que le destrozaran los oídos, pero lo único que encontró fue una brisa amable y floral. Otros pasajeros se le unieron.
—Quizá nos estrellamos —dijo un hipster vestido con una camisa arrugada de franela—. Y esto es el más allá.
—Quizá volamos dentro del Triángulo de las Bermudas —dijo una mujer que se teñía el pelo dos tonos demasiado oscuro.
—Estábamos volando encima del Ártico —dijo Dina—. Nunca supe del Paralelogramo de la Isla de Baffin.
—Quizá hemos volado hacia otra dimensión —dijo el primer oficial. Cuando Dina y los otros se volvieron para mirarlo, continuó: —No se preocupen, el avión tiene el piloto automático. Y si hubiera algo con qué chocarse, creo que ya lo hubiéramos chocado. Ahora, ¿podrían alejarse de la salida de emergencia? No es segura.
—¿Ese es su plan? —preguntó Dina—. ¿Apartarse de la salida?
Graham miró a la mujer de arriba abajo. Recordaba de antes a la morena bonita, y era aún más bonita cuando se enojaba.
—Si usted sabe lo que está pasando, soy todo oídos.
—Soy una nutricionista —respondió ella—. No tengo idea. Pero este avión está lleno de gente. Alguien debe saber algo.
El modo en que sus rizos enmarcaban su rostro le recordaron a una chica en el secundario de cuyo nombre no se acordaba pero a la que siempre se le veía la tira del sostén sobre el hombro derecho. Nunca había tenido a una mujer en la cabina; todos los otros pilotos que conocía lo habían hecho.
—Tiene razón —acotó él—. Alguien debe saber algo. Y usted dice ser una nutricionista, ¿verdad? Muy bien. Quédese por aquí. Podríamos estar en este vuelo por un largo tiempo; podríamos necesitar sus consejos.
El sistema de altavoces crujió sobre la cabeza de Ergot.
«Hola, amigos. Estamos un poco desconcertados. Si hay a bordo algún físico, meteorólogo, sacerdote, rabino, imán, ingeniero o algo parecido, ¿podrían venir a verme en la sección de Primera Clase para tratar de resolver esto?»
Los pasajeros que se consideraban «algo parecido» pasaron al lado de Ergot. Su madre, él estaba seguro, los habría acompañado, enturbiando la conversación con su sabiduría filtrada a través de su religión/filosofía personal, un rejunte aturdido por las drogas que Ergot llamaba «budistismo».
Ergot decidió que hacía mejor uso de su tiempo quedándose en su asiento. Estaba inspirado. Las palabras le brotaban. Antes de darse cuenta cabalmente de ello, estaba escribiendo en la contratapa de su cuaderno. Revolvió la cartera de Dina hasta que encontró su libro de sudoku y empezó a llenar los espacios en blanco entre los problemas.
Mientras escribía, intentó aceptar que ella lo dejaría. ¿Por qué no había de hacerlo? Como vendedor de bañeras era inferior a la media, y como poeta, su verdadera vocación, todavía le quedaban medio millón de palabras antes de ser competente. Quizá cuando llegara allí, cuando escribiera el tipo de poema que realmente mostraba sus sentimientos, ella cambiaría de idea. Se dio cuenta de que eso era rayano en autoengaño adolescente, ¿pero qué otra cosa le quedaba?
Dina y los otros discutieron el problema por casi tres horas. Los dos físicos discutieron sobre estratificación en las capas de vapor de los gigantes de gas. El único químico se mostró de acuerdo con el dentista en que debían tomar una muestra de la nube para determinar si era tóxica. Los ingenieros querían diseñar un dispositivo para bajar a alguien a la nube, pero no pudieron decidir si usar cinturones de seguridad o frazadas para la soga. El sacerdote hindú, el rabino, el imán y el ministro recomendaron orar, aunque estaban en desacuerdo en el destinatario de las plegarias. El único filósofo, un doctorando, decidió que tenía que elegir un nuevo tema para su tesis. El meteorólogo pronosticó más nubes.
Dina calculó cómo racionar mejor la comida restante. Mientras hablaban, tomeró la atención del primer oficial. Conocía ese tipo de hombre: rubio, bronceado, una sonrisa calculada para provocar la reacción eléctrica que ella estaba permitiendo que le produjera. Cuando terminó la conferencia, él se ofreció a ayudarla a revisar las raciones restantes.
Mientras revisaban cajas tibias de pollo à la King y pasta con salsa marinara, él dijo:
—¿Le gustaría ver la cabina?
—Debería ver si tienen refrigerios en el fondo del avión —respondió ella.
Cuando Dina volvió a su asiento, Ergot le estaba llenando el libro de sudoku con su supuesta poesía.
Veinte horas dentro de la nube. Thurgood Strombolite, de un metro ochenta y cinco de altura y ciento sesenta kilos de peso, se sentaba en la última fila al lado de los ya asquerosos excusados. Subió al máximo la música de los auriculares para no tener que escuchar al viejo que se debatía dentro del excusado a sus espaldas, pero la música no subía bastante de volumen. Se oyó el mecanismo del excusado, se abrió la puerta. Emanó una pestilencia que produjo arcadas a la gente que lo rodeaba.
Thurgood se metió el puño en la boca, con lágrimas en los ojos. Ese era su castigo por sus décadas de beber y pelear, pero sobre todo por esa noche, hacía tantos años, en la casa de su prima. El viejo afeitado pasó delante de Thurgood, se detuvo, se aferró el vientre y volvió hacia el excusado.
—Pensé que había terminado —dijo mientras corría hacia el inodoro.
—Me harté —dijo Thurgood.
Se levantó con dificultad del asiento, caminó hacia la parte de atrás del avión, abrió otra puerta de emergencia y realizó un elegante salto de cisne hacia el grisor.
Dina caminó por el pasillo y trató de calmar a los pasajeros que tenían la misma idea que Thurgood.
—Vamos a lograrlo —dijo, haciendo eco al primer oficial que hacía lo mismo en la fila de enfrente—. No se preocupe. Llegaremos pronto.
Dejó que el primer oficial se detuviera en la fila de Ergot.
Una vez que los pasajeros se calmaron, Dina envió a las asistentes de vuelo con porciones cuidadosamente racionadas de comida de aerolínea. Dado que era un vuelo internacional, estaban mejor aprovisionados que un vuelo doméstico, pero realmente no había suficiente para más que algunos cientos de calorías por persona, incluyendo las bebidas. Al menos los niveles de agua potable no habían disminuido. Como con el combustible, los medidores indicaban que no habían usado una gota de agua potable desde que habían entrado a la nube.
El tentempié calmó a los pasajeros. Dina permaneció al frente del avión, con las asistentes de vuelo, revisando las porciones restantes una y otra vez para asegurarse de que cada quien recibiera la porción justa.
Ergot terminó con el libro de sudoku y recorrió el avión buscando más papel. Varios paasajeros le ofrecieron sus cuadernos y sus diarios, los que él acumuló en el compartimiento superior de su asiento. En lugar de un título como Poesía en movimiento, bautizó a cada cuaderno en el número de palabras que estimaba poder hacer entrar en ellos. Con los cuadernos que había acumulado, llegaría a estar a unas doscientas mil palabras de la marca del millón. Y realmente estaba mejorando.
Un día más tarde, Dina ayudó a las asistentes de vuelo a entregar otra comida racionada. El desayuno consistió en dos pretzels, cinco maníes salados y unos pocos tragos de jugo de naranja o cerveza por persona.
—¿Esto es kosher? —le preguntó el viejo que se había sentado al lado de Ergot.
—Los pretzels sí, creo —respondió Dina.
El viejo le tiró los maníes en la cara.
Eso enardeció a la multitud. Lanzaron puñados de nueces y pretzels a Dina y las asistentes de vuelo. Mientras los pasajeros se levantaban y saqueaban los carritos de comida, Dina corrió al frente del avión y golpeó en la puerta de la cabina.
Graham abrió la puerta. Volaron puños, lloraron bebés y se lanzó gente hacia las salidas de emergencia. La bonita nutricionista morena se interpuso entre los líderes de la turba y el hueco abierto en el abión. Graham la tomó de la mano y la metió en la cabina mientras pasajeros furiosos se lanzaban hacia el grisor.
Trabó la puerta detrás de ella.
Ergot dejó de intentar reseñar la revuelta cuando se dio cuenta de que Dina no estaba sentada a su lado. Soltó el cuaderno y se lanzó al pasillo. Aire tibio perfumado de pétalos de rosa penetró en el avión al abrirse más salidas se emergencia y lanzarse las puertas hacia el grisor.
En su visión periférica, Ergot vio gente revoloteando fuera del avión. Más tarde, escribiría:
Semillas de un arce de primavera / esperando renacer / rezan al viento
Recorrió la totalidad del avión. Un flequillo de rizos castaños flotó en la brisa or encima de las salidas de encima del ala derecha. La agarró, pero los rizos eran de una adolescente que miró a Ergot, se encogió de hombros y después caminó hacia el ala donde se quedó mirando el grisor por un momento antes de saltar. Más gente se lanzaba hacia la aurora —»gris e insaciable»— mientras él buscaba la cara de ella entre los pasajeros.
Mientras más y más pasajeros desembarcaban, Ergot se ponía frenético. ¿Habría sido una de las primeras en saltar? ¿De qué servía su puta poesía si ella ya se había ido?
Revisó cada sanitario y golpeó en la puerta del piloto, gritando el nombre de Dina. El piloto respondió algo que Ergot no llegó a entender.
Cuando los últimos pasajeros terminaron sus partidas no anunciadas, Ergot volvió a su asiento, sacudiéndose. Quedaban menos de la mitad de los pasajeros. Permaneció sentado durante un largo tiempo mirando a la pantalla del respaldo del asiento de adelante en el que estaba en pausa la película que Dina había estado mirando. No se acordaba cuándo había sido la última vez que ella se había sentado a su lado.
En algún momento encontró el cuaderno, titulado «Veinticinco Mil», y vertió su dolor en la página.
Dina emergió de la cabina y se apuró a ir al baño de primera clase. Se limpió lo mejor que pudo. Su piel todavía cosquilleaba donde los dedos del piloto habían presionado su carne, donde su lengua la había lamido.
—Si vamos a volar para siempre aquí —había dicho él—, estaré feliz siempre y cuando estés conmigo.
Tonterías románticas poscoitales, ella lo sabía, pero fingir era divertido.
Caminó hacia atrás en el avión hasta la fila que olía a Ergot.
—¿Sigues escribiendo? —preguntó.
Él tiró el cuaderno cuando ella habló y le rodeó la cintura con los brazos.
—Pensé que habías saltado —le dijo él hablándole a su vientre.
—¿Entonces qué? —preguntó ella—. ¿Nos quedamos aquí sentados?
—Ten la puta seguridad de que no nos vamos a sentar aquí —respondió él. Abrió el compartimiento superior y volcó una pila de libros en su bolso de mano—. Nos vamos a primera clase.
Ergot dejó el bloc en el piso donde había caído. ¿Qué importaba? Ella estaba viva. No sabía dónde había estado y algo en la manera en que ella rehuía su mirada y en su cabello despeinado y el botón que le faltaba a su camisa le dijo que no debía preguntar. Ella estaba aquí. Era todo lo que importaba.
Se acomodaron en los asientos de primera clase que ahora estaban disponibles. Otros pasajeros habían tenido la misma idea. Ergot nunca había disfrutado de semejante lujo. Una serie completa de películas nuevas estaban disponibles en una pantalla del doble del tamaño de las agotadoras pantallas de la sección económica. Dina estaba feliz de ver una película con él (uno de los clásicos en blanco y negro que tanto le gustaban) y después se quedó dormida.
Mientras ella dormía, Ergot abrió un nuevo cuaderno y describió en verso su apariencia al dormir. El aroma florido del amanecer llenaba el avión pero él pensó haber detectado algo más en ella, un aroma que no podía identificar y que su mente le decía que era mejor ignorar. En sus poemas, ella se convertía en una ninfa, una diosa, una grulla esbelta, mientras avanzaba más y más hacia el momento de ser un poeta competente.
Nubes ininterrumpidas llenaban el parabrisas en frente de Graham. ¿Por cuántas semanas las había estado mirando? ¿Dos? ¿Tres? ¿Podrían ser cuatro? No podía acordarse.
La morena, inclinada sobre el panel de instrumentos, presionaba su trasero contra las caderas de él. Graham parpadeó y retomó sus embestidas.
Luego de terminar, siguió mirando por la ventana.
—¿Qué ves allá afuera? —preguntó ella.
Graham no contestó. La escuchó volver a deslizarse dentro de su ropa, que apestaba a sus sesiones de sexo y el sudor de ella y la desesperación creciente de él. La puerta de la cabina se cerró con un chasquido cuando ella salió.
¿Cuántos pasajeros habían saltado ya? ¿Dos tercios? Quizá incluso tres cuartos de los pasajeros que habían empezado el vuelo con él. Se preguntó qué habrían encontrado en la nube.
El golpecito vacilante en el hombro de Ergot lo desconcentró. Un hombre negro con gruesos montículos de caspa sobre los marcos plásticos de sus anteojos le pasó a Ergot una bolsa de compras llena de libros.
—Supe que está buscando material en donde escribir —dijo—. Ya los terminé. Debe quedar algún espacio en blanco que usted pueda usar.
—Gracias —respondió Ergot.
—¿Qué escribe?
—Poesía.
—¿Ningún cuento, novela, nada de eso?
—Sólo poesía.
—Lástima —respondió el hombre—. No leo poesía. Cuide esos libros.
Luego salió por la salida de emergencia y cayó hacia el amanecer. Ergot delineó su caída en su verso, con las palabras trazando un arco parabólico a lo ancho de la página. Y era bueno. Realmente bueno. Estaba cerca de la marca del millón. Quizá a unas cien mil palabras. La punta de su pluma vibró, una energía que fluía desde la pluma a sus dedos, hasta la muñeca y el codo, luego el hombro, el cuello, y cuando esperaba que se dirigiera hacia su cerebro, descendió. Hacia su entrepierna.
¿No eran las gónadas la fuente de toda poesía, de todo arte? Los que eran demasiado débiles para luchar por una compañera extraían la belleza del universo y la volcaban en la pared de la caverna para atraer una compañera. Su arte, lo sabía, sólo estaba destinado a ella. Pero todavía no estaba listo. Incluso con las novelas del hombre negro, todavía no tendría suficiente papel para llegar al millón de palabras.
Inspiró y miró a lo largo del avión. Asientos vacíos, paredes en blanco, piso alfombrado y techo de plástico. Y sonrió. Había hallado sus páginas.
Dina caminó por el pasillo entre los habitantes en disminución del avión.
—¿Cómo va el videojuego? —le preguntó a un chico que jugaba con una consola portátil. El chico gruñó y siguió jugando.
—¿Aún sigue haciendo flexiones de brazos? —le preguntó al abogado del traje sucio.
—Todas las mañanas —respondió él—. ¿Encontró otra cosa para comer?
—No, lo siento.
No quedaba comida, la habían consumido hacía semanas, pero para sorpresa de Dina, no la necesitaban. Los primeros días todos habían querido comer —era un hábito difícil de vencer—, pero después de superar la dependencia mental de la comida, Dina descubrió que su falta no les causaba daños físicos. Era como el avión, que seguía consumiendo el mismo combustible para seguir en vuelo, y la pluma de Ergot, que nunca se quedaba sin tinta. Después de soportar tantas sorpresas, incluyendo el hecho de que ahora ella oficialmente se estaba cogiendo al primer oficial, esto no debería haberla sorprendido tanto, pero la sacudió. Comer era su profesión y su pasatiempo favorito. Lo que fuera este lugar, también le había quitado eso.
Siguió avanzando por el pasillo. Todos tenían alguna cosa que los retenía en el avión. Se detuvo al lado de un artista que trabajaba en sus dibujos con una carbonilla que nunca se gastaba. Varios artistas por computadora creaban formas brillantes en sus computadoras. Unos pocos hombres y mujeres, como el abogado, se obsesionaban por su estado físico. La familia mormona sobre las alas pasaba todas las horas rezando.
Mientras pasaba, la matriarca le dijo:
—¿Quieres acompañarnos hoy, querida?
—Sigo siendo católica.
—A nosotros sigue sin importarnos —le respondió la mujer.
Dina pasó a su lado. Otros pasajeros subsistían a fuerza de entretenimiento. Algunos leían novelas, como el hombre negro que acababa de lanzarse por la salida, y otros miraban películas y TV.
Hacia el final del avión, se encontró con un hombre y su computadora. En sus semanas de andar por el pasillo, no recordaba haberle preguntado nunca en qué estaba trabajando.
—¿Qué te retiene en el avión? —le preguntó.
—Internet —respndió él.
—¿Qué sitios?
—Todos. Escribí un programa que se asegura de que nunca visite la misma página dos veces. La mayoría es bastante aburrida, el resto es porno, pero es mejor que tirarse por la puerta. ¿A tí qué te retiene?
Dina parpadeó. Nunca nadie se lo había preguntado antes. Raramente hablaba con Ergot, pero cuando lo hacía, él le aseguraba que le tendría un poema si esperaba un poquito más. Así que ella esperó y se cogió al piloto. No creía que Ergot lo supiera. No estaba segura de importarle si él se enteraba. Tampoco estaba segura de por qué le importaba el maldito poema de él.
—Cuido a todos los demás —respondió Dina—. Con eso me alcanza.
Cuando la chica entró en la cabina, unas ocho semanas de haber entrado en la nube, Graham entendió.
—Estamos atorados en el amanecer —dijo mientras ella se sacaba la camisa que se había sacado tantas veces antes—. En el momento exacto en que el sol surge sobre el horizonte y vuelve a traer la luz al mundo.
—Hagámoslo distinto hoy —pidió ella mientras él se sacaba la gorra—. Sorpréndeme.
—El amanecer siempre se mueve en torno a la tierra, persiguiendo siempre a la noche y dando a luz al día. Da vueltas y vueltas y vueltas, y de algún modo nos ha arrastrado con ella.
Dina le tapó la boca con la mano. No necesitaba dos poetas en su vida.
Ergot compuso una cuerteta en la última porción de pared desnuda en la parte de atrás del avión. Luego se pudo de pie; las paredes y el techo del avión estaban cubiertas de su poesía. Todos los asientos desocupados también estaban poblados de versos. Hasta las paredes internas de los excusados estaban llenos de su graffiti poético.
En algún momento en torno a la fila veinticuatro había pasado la marca del millón de palabras, pero para su sorpresa, seguía mejorando, así que continuó. Todavía no era Keats o Whitman, pero mejoraba con cada pasada de su pluma de punta de fieltro. Sólo necesitaba más superficie.
Una parte del avión todavía estaba libre de poesía: la cabina. La había evitado las últimas semanas. No quería molestar al piloto, que estaba ocupado manteniéndolos vivos a todos. Dina iba a verlo de vez en cuando; la había visto entrar casi cada día. Estaba allí ahora mismo. Seguramente no les importaría si también les llenara las paredes interiores.
Mientras caminaba hacia la cabina, intentó reprimir lo que había temido tanto tiempo: Dina había dicho que quería romper con él cuando aterrizaran. No habían aterrizado, aún no, de modo que aún estaban juntos. Pero no estaban juntos. Como el gato de Schrödinger, su relación estaba a la vez viva y muerta, y no quería ser quien abriera la caja para colapsar la dualidad.
Escuchó movimiento en la cabina. No debería ser necesario que llamara, ¿cierto? Debería poder entrar directamente.
Entró con su pluma por delante.
Dina escuchó abrirse la puerta pero no se molestó en darse vuelta para ver quién había entrado. Mientras el primer oficial la trabajaba, ella miraba el grisor. Incluso luego de todas aquellas semanas, no había cambiado. Nada podía permanecer igual por tanto tiempo.
—¿Dina? —dijo Ergot.
Se detuvo en la puerta, con su pluma negra de punta de fieltro aferrada como un arma patética, y en el rostro una expresión como la de un niño que acaba de confirmar sus sospechas sobre el Conejo de Pascua.
—Un minuto —dijo el primer oficial.
Ergot dio un paso atrás.
—Ergie, espera —dijo Dina.
Ergot dejó que la puerta se cerrara.
Dina se deslizó de abajo del primer oficial. A él no pareció importarle. Ella volvió a vestirse y se encontró que Graham se había acomodado, desnudo, en el asiento. Tomó el comando.
—Voy a intentar bajarnos —dijo.
El amanecer terminaba en el suelo, decidió Graham. Si sólo pudieran tocar el suelo, escaparían el amanecer perpetuo. Entonces podría abandonar el maldito avión.
Emmpujó el comando hacia adelante y el avión se inclinó en barrena.
Dina se apuró a entrar en la cabina de pasajeros. De la docena de personas que permanecía en el avión, ni uno de ellos era Ergot, aunque había dejado su marca. Había poemas cubriendo cada superficie: los asientos, las paredes, incluso los folletos de procedimientos de emergencia de los bolsillos de los respaldos. Y en muchas de esas palabras Dina se encontró a sí misma.
El avión se inclinaba frente a ella como una colina empinada. Se impulsó hacia adelante, usando los asientos como asideros.
—¿Has visto al poeta? —le preguntó al chico de la consola, que gruñó.
—¿Dónde está Ergot? —le preguntó al abogado que estaba haciendo dominadas en el compartimiento superior del asiento. Él negó con la cabeza.
—¿Mi novio? —les preguntó a los mormones.
—Rezaremos por él —respondió la matriarca.
Entonces llegó al asiento del Completista de Internet.
—Por favor dime que lo viste —pidió ella.
—Nop —dijo el Completista—. Pero leí que normalmente hay una escotilla que lleva hacia el compartimiento de equipaje de abajo, en alguna parte del área de pasajeros.
Volver hacia el frente del avión era como caer. Cerca del compartimiento donde solían sentarse las asistentes de vuelo, encontró la escotilla. La abrió y descendió por una estrecha escalera.
Ergot se sentó al lado de un maletín abierto. Garabateaba letras negras en la camiseta de alguien y al hacerlo contaba en su mente: 1.273.462; 1.273.463; 1.273.464. En torno a él los otros maletines se movían y gruñían al adoptar el avión un ángulo aún más empinado.
—Tenemos que irnos —dijo ella.
—¿Por qué no te vas con él? —respondió Ergot, que siguió garabateando.
—Léemelo. Ahora eres lo bastante bueno, ¿verdad?
Él asintió. Era lo bastante bueno. Pero no había terminado. Demonios, apenas estaba empezando.
Ella le tocó la mano. Lo alejó del maletín y de todas las superficies que podía llenar con palabras. Tinta permanente, eso prometía su pluma de punta de fieltro. ¿Y acaso no era para eso la poesía? Si no podría convencer a los seres amados de retribuirnos ese amor, al menos podría dejar una marca en el mundo, mostrar que estuvimos allí.
—Lo siento, Ergie. Debemos irnos.
Lo condujo hacia la escalera y subieron al avión. Los otros pasajeros se quedaron en sus asientos, tan absorbidos en sus libros o computadoras o lo que fuera que los fascinaba tanto que podían ignorar la fuerte inclinación del avión y el gemido de los motores mientras el primer oficial detrás de la puerta cerrada apuntaba a algún lugar que él creía que podía terminarlo todo.
Condujo a Ergot a la salida de emergencia más cercana. Flotaba a su lado un aire calmo que olía a flores de primavera. Jazmín, quizá. Y la nube gris, interrumpida sólo por la larga curva del ala.
Un ala blanca y vacía.
—Todavía tengo tanto que escribir —dijo él.
—Siempre tendrás más para escribir —respondió ella—. Pero yo me voy. Puedes venir conmigo o quedarte.
Él miró la camiseta que tenía aferrada en la mano y la blanca superficie del ala. Tantas palabras podrían entrar en esa superficie estrecha. Y luego miró a Dina. ¿Hacía cuanto había mirado por última vez esos ojos grises? Mirado de verdad.
Cuando lo hizo, no pudo encontrar una sola palabra que les hiciera justicia. Después de tantos cientos de miles, no podía entrar ni una sola palabra que fuera suficientemente buena para ella.
—¿Vienes conmigo? —preguntó ella.
Él le tomó la mano.
Saltaron.
Mientras caían, giraron para ver el avión zambullirse detrás de ellos.
Ergot rió mientras susurraba en el oído de Dina:
El avión se desvaneció en el grisor y quedaron solos, descendiendo. Ninguno de los dos sabía si el descenso terminaría, o cuándo, pero se abrazaron y compartieron palabras en susurros, en el viento con aroma a flores.
Los cuentos premiados de Geoffrey W. Cole han aparecido en las publicaciones Apex, Clarkesworld, EscapePod, New Worlds e Imaginarium 2012: The Year’s Best Canadian Speculative Writing. Textos suyos han sido traducidas al catalán, francés, húngaro, italiano, rumano y español y han sido producidos como podcasts. En 2016 ganó el Premis Ictineu para la mejor historia traducida al catalán.
Geoff tiene licenciaturas en biología e ingeniería y un Master of Fine Arts en escritura creativa de la Universidad de Columbia Británica. Vive con su maravillosa esposa, sus tres hijos y un gigantesco sabueso en Toronto, Canadá. Es miembro de SF Canada y la SFWA.
Visite a Geoff en http://www.geoffreywcole.com.
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: ENSEÑANDO A LEER A PIE GRANDE (nº 222), SOBRE LOS DIVERSOS USOS DEL CEDRO (nº 229)