«Todo está lleno de trank: Dedicatoria, Prólogo», VÃctor Conde
Agregado en 16 febrero 2020 por richieadler in 292, FiccionesÂ
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 ESPAÑA |
DEDICATORIA
Para Xavier y JuanAn, mis queridos Frikismikis.
La polilla lunar, la polilla lunar,Ha llegado ya, se alza en vuelo ya,La polilla lunar. Todos adorad, todos cantadA la polilla lunar.—Canción infantil surgida en Malasia a raÃz de la llegada de los Vahn.
Hay cosas que son tan grandiosas que no las podemos analizar con objetividad ni aunque las tengamos delante de nuestras narices. La invasión de esa raza extraterrestre, por ejemplo: los Vahn. ¿Es realmente agresiva? ¿Nos están invadiendo, o no es más que una paranoia de algunos cientÃficos? ¿Son benévolos o malévolos, los Vahn? Y lo más desconcertante… ¿cambiarÃa en algo que fuesen buenos o malos… el hecho frÃo de que nos estén conquistando?
—MarÃa Lindenbrock, analista del consorcio europeo para el estudio de los Vahn.
PRÓLOGO: Año 2101 d.C. / 28 d.V. (después de los Vahn)
Marga ejecutó en su KeG un refinado floreo.
El cielo era salvaje aquel dÃa: consistÃa en un disco azul incrustado de lapislázuli y cosido a los extremos del mundo por sus costados, en plan cuenco. Una aureola de brillante piel de vÃbora. HabÃa jirones de nubes por debajo, empujados por vientos con mucha prisa, vientos impacientes, que los llevaban de una punta a otra de ese cuenco.
Un estremecedor trémolo brotó de su KeG, indicándole que las conexiones con la red central se habÃan apagado. Marga maldijo en arameo a todos los dioses que conocÃa y se colocó bien las gafas de escalador. Mirando al horizonte, allá donde el gigantesco cuenco del cielo se curvaba sobre sà mismo y tocaba la tierra, lo único que se apreciaba era desierto: naturaleza salvaje. Ni rastro de civilización. Ni la menor huella de ninguna ciudad o pueblo abandonado, antena repetidora de señales o estación de servicio de carretera.
Estaba sola, y lo sabÃa. Más sola que ningún otro ser humano desde hacÃa… pues por lo menos tres o cuatro siglos. Las nubes, las nubes se escapaban lejos. Ojalá, deseó, pudiera ser nube. Se habrÃa conformado con ser un frágil cúmulo nimbo con tal de haber podido sobrevolar aquella cordillera.
Trotó cien metros más. Empezó a jadear por la altura y la falta de oxÃgeno y tuvo que pararse. Las montañas no eran muy escarpadas, pero sà extensas, quizá demasiado para una mujer sola. ¿Cómo se llamaba el paÃs que hasta hacÃa poco se proclamaba orgulloso poseedor de aquel fenómeno natural? China, Zhongghuô. Pero China ya no existÃa: habÃa entrado en un segundo periodo de revolución y habÃa quedado arrasada luchando contra sà misma. ¿QuerÃa decir eso que aquellas montañas ya no tenÃan nombre?
Se chupó las encÃas, preocupada. No era la falta de agua lo que la tenÃa casi derrotada, sino la de comida. TendrÃa que encontrar pronto la salida de aquel desierto, o alguna manera de hallar árboles frutales o animales que corriesen poco, o morirÃa de inanición. La habÃan tenido casi dos dÃas sin comer en la prisión de los terroristas hasta que logró escapar, y de eso hacÃa… ¿cuántas horas? No podÃa saberlo, pero seguro que muchas.
Lo peor de todo, la auténtica tortura, era que llevaba una mochila cargada de obleas de pan a la espalda. Rico y sabroso pan, nutritivo, lleno de fuerza y energÃa, cuyo olor la estaba carcomiendo… —¡Basta, no pienses más en eso, por piedad!—. Pero no podÃa tocar ni un solo gramo. Ya habÃa lamido los bordes de las obleas, ablandándolas, para ver si asà se le transmitÃa al estómago algo de su potencial nutritivo… pero no daba resultado. No bastaba con el olor, ni con lamer el pan. Si no querÃa morir de hambre, tendrÃa que comérselo.
Y eso supondrÃa una irreparable pérdida para la ciencia.
Marga era, antes incluso que mujer y madre de familia, una cientÃfica. FÃsica especializada en la teorÃa del campo unificado, para ser más exactos. TenÃa cuarenta y siete años y un par de buenos doctorados a sus espaldas, e incluso un premio Andrus que llevaba más de una década cogiendo polvo en su aparador —nunca se acordaba de pasarle aunque fuera un trapito—. Marido, hijos, decanato en la Universidad de Esmirna… y una deuda pendiente con un grupo teórico-terrorista que se hacÃa llamar Noviembre Negro. Los teórico-terroristas no ponÃan bombas, pero sà que eran violentos y a veces secuestraban o disparaban a la gente.
A lo que se dedicaban era a dinamitar los cimientos teóricos de la ciencia moderna y tergiversarla para que no funcionara. Para que dejara de serle útil a la gente. Una vez, habÃan cambiado la fórmula para deducir el movimiento lineal de una partÃcula de todos los servidores web del mundo, y nadie se dio cuenta hasta cerca de dos meses después. En otra, se enteraron de que una cientÃfica japonesa habÃa hecho un descubrimiento crucial para entender la tecnologÃa de los Vahn y la secuestraron antes de que pudiera comunicárselo al mundo. A ella y a su asistente —la propia Marga—. Ella habÃa conseguido escapar del búnker, su mentora no.
Esos tipos representaban una amenaza pintoresca en abstracto, pero opresiva en lo real. Y no habÃa que tomárselos a broma. Sus pistolas disparaban de verdad.
Pobre Akane, no lo comprendió hasta que fue demasiado tarde. Siempre habÃa sido una mujer increÃblemente alegre y optimista, que confiaba en las bondades de la colaboración entre pueblos y paÃses. Se habÃa leÃdo de cabo a rabo las seiscientas doce páginas del Manifiesto de la Unicultura, una declaración de amistad de todas las fuerzas cientÃficas y creativas del mundo, y habÃa firmado sin pensárselo los estatutos. Pobre: nunca imaginó que cada paraÃso tiene sus demonios, y cada jardÃn su serpiente.
Ella no habÃa podido saltar a tiempo la verja. Se quedó trabada en el alambre y las balas la alcanzaron. Sus últimas palabras fueron mudas, pues ya no le quedaba aliento, pero reverberaron en sus ojos. Marga las leyó en aquellas pupilas contraÃdas al tamaño de alfileres: «Escapa, llévate las fórmulas. Cuéntaselo al mundo. Que sepan lo que realmente son los Vahn». Y luego, un punto y final. El ángulo de sus finas cejas blancas y la inclinación de su distinguida nariz, que siempre le conferÃan un aire de solemnidad, se convirtieron en un epitafio.
Marga huyó, escaló paredes, rodó por terraplenes, gateó por zanjas. Y consiguió dar esquinazo a sus enemigos. En un par de ocasiones vio drones sobrevolando los valles, muy arriba, seguramente equipados con cámaras infrarrojas, pero en cada ocasión tuvo suerte y encontró un arbusto bajo el que meterse. Hasta ahora habÃa logrado burlar a las balas.
El enemigo al que no podÃa burlar era el hambre, y sus perseguidores lo sabÃan.
Si no tenÃa un increÃble golpe de suerte, encontrarÃan su cadáver tirado en una zanja con la mochila llena de rica comida todavÃa en su espalda… —¡Que te he dicho que no pienses en esas cosas, tonta! ¡Conmigo no te hagas la loca!—. Pero eso no era comida: eran páginas, papeles, folios garabateados. La doctora Akane no tenÃa hojas a mano para escribir sus fórmulas, pero la tenÃan esclavizada haciendo turnos de cocina y horneando pan, a pesar de que a ella tampoco le habÃan permitido probar bocado en dos dÃas. Una sutil forma de tortura. Asà que Akane usó los materiales más inmediatos: con la excusa de decorar las obleas, cogió una boquilla y empezó a soltar gotas de merengue que seguÃan un patrón secreto, una función de la desigualdad de Kraft para los códigos unÃvocamente decodificables. Y volcó en el pan todas sus fórmulas matemáticas. Todas sus teorÃas. Toda su magia.
Su ayudante, Marga, huyó con esas obleas, y sabÃa que si se comÃa una sola —ella, que no conocÃa los estudios de la doctora en profundidad, sino solo en sus generalidades— la fórmula estarÃa incompleta. La gran teorÃa sobre los Vahn quedarÃa oscurecida por enormes agujeros. Orificios con forma de galletas. Y el mundo perderÃa un tesoro.
Pero el estómago ya no le rugÃa: le dolÃa. Quemaba con un vacÃo ardiente, con una ansiedad horrenda. Su cuerpo, atenazado por el hambre y el sobreesfuerzo que estaba haciendo para escapar, habÃa empezado a devorarse a sà mismo.
Miró las montañas, el paisaje que tenÃa por delante: para llegar a la ciudad más cercana deberÃa atravesar brazos de un mar desecado, una inimaginable maraña de follaje gris moteado de lagunas estancadas, y más montañas detrás. Y el único aparato que habÃa logrado robarle a un guardián, un transmisor KeG, no tenÃa potencia ni para llegar a la siguiente esquina.
Se derrumbó sobre una piedra. La vocecilla de su conciencia se hacÃa cada vez más pequeña, más aplastada por el peso de la ansiedad. No lo hagas, decÃa aquella voz cada vez más débil. No… lo… hagas…
…Pero, mientras la escuchaba, sus manos jugaban asà como quien no quiere la cosa con el cierre de la mochila. Y antes de que pudiera darse cuenta, tenÃa una oblea entre los dedos.
(Poniendo por caso un ejemplo hipotético, nada más)
…Antes de darse cuenta, estaba golpeando el borde del pan contra sus labios.
(Imaginemos que una de ellas se cae y se rompe. ¿Cuál serÃa menos lesiva para la teorÃa? ¿De qué parte de la fórmula se podrÃa prescindir sin que el conjunto sufriera en exceso?)
…Antes de darse cuenta, un sabor exquisito y divino llenó su paladar y mojó su lengua y crujió dulcemente bajo sus dientes.
(Siempre hipotéticamente hablando, claro, porque no voy a hacerlo. Pero si lo hiciera, ¿qué me comerÃa?)
Se tragó no una, sino seis obleas de pan antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, llevada por un irrefrenable éxtasis. Una pulsión de yonqui, de heroinómano con el cerebro consumido totalmente por el ansia.
Se habÃa comido media teorÃa.
Marga se echó a llorar, y el desierto lloró con ella.