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 ARGENTINA

Cuando la abuela de Germán murió, sus padres le dijeron que se había ido al Cielo. El chico de tres años no entendía aún qué significaba aquello, y buscaba a su abu Alberta entre las nubes del horizonte que se perfilaba de un color anaranjado tras la cúpula de cristal que cubría la ciudad de Buenos Aires.

Germán la extrañaba. En especial, cuando recordaba los panqueques de dulce de leche que solo su abuela era capaz de preparar tan ricos (su madre por más que lo intentaba, no conseguía imitarla; ni mucho menos Amalfa, la robot de servicio).

Al cumplir los cinco, tal como estipulaba la ley, le realizaron su implante de hard-brain. Fue un pequeño pinchazo, pero a diferencia de las vacunas de nanobots que le daban cada año, esta aguja se la aplicaron en la base del cráneo y no en el brazo. Le dolió la cabeza y sintió mareos por un par de días. Hasta que por fin pudo aprender a comunicarse telepáticamente y a través de la Nube. Al principio fue con sus padres y tíos. Al cabo de unas semanas, ya era capaz de “hablar” cerebro a cerebro con casi cualquier ser humano del planeta. Claro que sus padres conectaban el control infantil para restringir el acceso de Germán solo a las mentes de sus familiares directos y maestros y compañeros de escuela, manteniéndolo a salvo de los desconocidos.

Y al mes, se produjo el “milagro”: la abuela Alberta le habló otra vez. Estaban telepresentes sus padres, como dos burbujas enormes de luz, quienes le habían anunciado que tenían una gran noticia para darle. Y vaya que lo fue. El rostro de la abuela apareció en su mente, tal como la recordaba, y le dijo palabras dulces: “¿Cómo estás, mi chiquito? ¿Extrañás la comida de la abu?”. Y hasta jugaron una partida de ajedrez, antes de que la nona desapareciera. Pero, cada semana, la abuela volvería y compartirían tiempo y cariño en la red.

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Ilustración: Pedro Bel

Germán creció. Y aprendió que las personas cuando mueren van al Cielo o a la Nube, el paraíso digital. Y aprendió también que el proceso de migración debía realizarse por lo menos siete segundos antes de la muerte cerebral definitiva. Solo así lograba transcribirse el complejo sistema de sinapsis neuronales a un modo digital seguro y en red. Esa era la principalísima función de los hard-brains, más allá de todas sus otras aplicaciones: realizar la transferencia de la mente a la Nube un instante antes de morir.

Otra cosa que aprendió Germán es que solo se iba al Cielo si se “era bueno” y se cumplía con los Mandamientos que exigía la Ley. Los criminales tenían vedado el acceso a la vida eterna. Todo registro digital, mails, imágenes, textos, pensamientos, todo vestigio de su presencia en las redes y, por supuesto, toda su memoria y estructura sináptica eran aniquilados y su hard-brain desactivado con la muerte de su cerebro biológico. Los peores delincuentes eran literalmente borrados.

Cuando su madre murió, o mejor dicho dejó de existir en forma biológica, no tardó en comunicarse desde la Nube. Él era apenas un adolescente, y estaba muy abatido. Pero se reconfortó cuando ella le contó lo bello que era ese “otro mundo”: el poder estar en cualquier parte del planeta de manera instantánea, el ser capaz de acceder a toda la información, al arte y al conocimiento sin límites físicos. “Me siento liviana”, fue su descripción. “Y feliz: aquí vivo en comunión con todos los que pasaron a este plano digital”. Fue muy extraña la sensación de estar hablando con su madre difunta: ¿Era en realidad ella? ¿O una mera copia o simulación digital? Según los postulados de la transmigración, se trataba efectivamente de la mente de su madre, de la conciencia original transferida a un nuevo soporte no biológico. Para ella habría sido una continuación sin interrupción de los mismos procesos mentales que se desataban de modo químico en sus neuronas a un modo electro-cuántico en los servidores. Y así se lo relató: “No sentí nada del otro mundo. Mientras me dio el ataque cardíaco, seguí pensando en las compras que tenía que hacer ese día. Y cuando me di cuenta de que mi cuerpo ya no funcionaba, fue como sacarme un gran peso de encima”. Sí, era realmente ella. O, mejor dicho, seguía siendo ella. Dejó de hacerse esos cuestionamientos metafísicos y se acostumbró a tener a su madre en el Cielo y a hablar con ella cotidianamente casi del mismo modo en que lo hacía “en la Tierra”. De hecho, las comunicaciones más habituales entre seres humanos eran telepáticas a través de los hard-brains conectados a la red, por lo que no había mucha diferencia entre comunicarse con un vivo o con un “muerto” (o sería más preciso decir: entre un vivo biológico y un vivo digital).

Sin embargo, cada tanto sentía la necesidad de darle un abrazo fuerte, lo que era imposible. Como un modo de mitigar esa ausencia “física”, su padre pudo conseguirle un empleo junto a él en la empresa en la que trabajaba, prometiéndole que además así mejoraría sus conocimientos en informática, que ya eran notables. El trabajo, que consistía en el control de robots de producción, resultó ser bastante arduo, incluso más pesado que el que las mismas máquinas realizaban.

Con el paso del tiempo, Germán logró naturalizar la presencia viva y real en la Nube de su madre, y la de otros familiares y amigos que “se habían ido”, y era común el hablarles con cierta regularidad y afecto. Claro que ellos no sufrían las vicisitudes de las existencias biológicas y sus necesidades, por lo que siempre eran sabios consejeros que todo lo veían a la velocidad de la luz y servían de buen consuelo cuando la vida se tornaba difícil. Como cuando terminaba sus largas jornadas laborales junto a su padre y, extenuados, a veces se sentían menos humanos que los robots que supervisaban. “Ya descansarán y estarán tranquilos y sin preocupaciones cuando les toque venir aquí con nosotros”, era la frase más habitual que los habitantes del Cielo digital les transmitían para reconfortarlos.

Hasta que ocurrió el fatal accidente. Un pequeño resbalón y su padre fue literalmente engullido por aquellas máquinas que no podían detenerse, que debían seguir produciendo de un modo inexorable. Sin embargo, luego de que su padre muriera de ese modo tan inesperado como horrible, sucedió algo aun más extraño. No hubo comunicación de él desde el Cielo ni al primer día, ni al segundo día, ni al tercer día. Seguían pasando las horas y nada. Comenzó a preocuparse mucho. Algo malo debía estar sucediendo, alguna falla o error. ¿Se trataría tan solo de un problema de comunicación? ¿O habría fallado el proceso de transmigración y su padre estaría muerto, definitivamente muerto, como su cuerpo ya en descomposición? Esto último lo aterró. Sufrió escalofríos de solo considerar la posibilidad. Tenía que averiguar lo que ocurría.

Realizó decenas de consultas a la empresa Eternus (“responsables de la vida más allá de la frontera”), sin que le prestaran demasiada atención. Pensó en demandarlos judicialmente, pero no tenía suficiente dinero para pagar un abogado. Hasta que por fin la corporación le contestó. Le concedieron una entrevista con el Doctor Xamos, quien era el supervisor de su área de neuro-red.

—Perdóneme, joven, pero aquí no ha habido ningún fallo en el proceso –le repitió el científico—. Transmigración con cien por ciento de efectividad realizada.

—¡Pero eso no es posible! —insistió él—. ¡No puedo comunicarme con mi padre!

—Lo siento, muchacho. Puede constatar todo lo que le he informado en el hard-brain que se le extrajo al cuerpo, que se encuentra en el Registro Mundial de Memorias.

El científico dio por terminada la entrevista y se retiró, dejando a Germán todavía sin respuestas, y molesto. Muy molesto. Esos desgraciados cobraban fortunas por su servicio y ahora no le ofrecían ninguna solución.

Pensó entonces en preguntarle a su madre. Si ella estaba en la Nube, de seguro tendría que haberlo visto a él allí. ¡Claro! ¡Cómo no se le había ocurrido antes! Pero su mamá le contestó que no lo había encontrado, que no estaba en el Cielo; ni rastros de él, le dijo apenada (aunque dudaba de si realmente podía sentirse pena en el paraíso de modo de vida digital).

Esto lo impacientó aun más, casi al borde de la desesperación. ¿Dónde estaría entonces su padre? Tenía que averiguarlo, a como diera lugar. Se dirigió entonces nuevamente a la empresa Eternus, pero esta vez no concertó citas. Hackeó el sitio e ingresó a sus archivos. Revisó los registros hasta que pudo encontrar el nombre de su padre, pero lo que halló lo desconcertó. Por más que examinó todo palmo a palmo, no encontró más información que una inscripción junto al nombre: “Código 701”.

Buceó en las redes intentando averiguar qué significaba. Pasó días navegando en la Nube. Hasta que logró encontrar algo en la Secretaría de Justicia Mundial. El apartado escondido en un rincón del espacio virtual decía: “Código 701: Violación de Mandamiento 666-A de la Ley 123.444/99”. Pero no daba ningún detalle sobre qué significaba aquello.

Debió internarse en las partes menos conocidas de la red, en las profundidades que excedían lo legal. Y así lo averiguó: “Contrabando de cerebros congelados”. ¿Su padre, un delincuente? Eso era ridículo. Pero haciendo memoria, recordó que años atrás, cuando él era aún un niño, su padre había sido procesado por una causa penal de la que nunca le habían dado detalles. Sin embargo, recordaba con claridad que su padre había sido absuelto. Es más, el Estado hasta lo había indemnizado por las molestias causadas. No podía ser esa la razón. Su padre había sido declarado inocente; nadie podría haberlo borrado ni haberle quitado el derecho de ir al Cielo.

Y aun así, seguía sin aparecer. Sin dar señales de vida en la Nube, ni en ningún otro sitio, por supuesto. Germán estaba desconsolado. Recordó entonces lo que le había dicho el empleado de Eternus, e inició el largo y complejo proceso frente al Registro Mundial de Memorias para solicitar acceso al hard-brain que fuera de su padre y ver si allí encontraba alguna respuesta. Pero, para su sorpresa y enojo, su requisitoria fue rechazada. Ya estaba harto de la situación, y no aceptaría más negativas. Si no le daban lo que pedía por las buenas, lo obtendría como fuera.

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Ilustración: Pedro Bel

Se decidió entonces a robar ese bendito hard-brain. Lo planeó con cuidado. Le llevó semanas de estudio. Tuvo que hackear el sistema central del Registro y engañar a su compIeja Inteligencia Artificial. Así hizo pasar al viejo hard-brain de su padre como si fuera uno nuevo a ser instalado en un niño de cinco años. Y logró que le enviaran el dispositivo a su propio domicilio, simulando que se trataba de una clínica de neuro-implantes. Y nadie lo descubrió. Salió limpio del asunto.

Lo que parecía no estar del todo limpio era la memoria de su padre. Pudo acceder a toda su vida, en imágenes, actos, pensamientos; todo. Y descubrió que sí había estado inmiscuido en algunos asuntos ilegales, aunque siempre había logrado eludir a la Justicia, nunca se había podido probar nada en su contra.

Lo último que el hard-brain había grabado era su muerte. Esa espantosa muerte. Y la transmigración a la red, la cual, según constaba, había sido exitosa. ¿Qué había sucedido entonces? Volvía al punto de partida.

El regreso al trabajo fue triste, gris y cargado de un resentimiento abismal hacia la burocracia, hacia el Sistema, que lo había dejado sin respuestas ni esperanzas, sin su padre. Los meses y los años siguientes pasaron llenos de rencor y amargura, y le fue fácil caer en las drogas; y en ciertos actos de revancha, como violaciones a códigos de privacidad en la red y estafas menores a grandes corporaciones; a esas desgraciadas que lo manejaban todo. Y descubrió como hacerlo sin ser jamás descubierto. Esa era su venganza. No lo controlarían a él. No al menos en esos pequeños resquicios de libertad.

Cuando sufrió la sobredosis, Germán lo sintió como una merecida liberación; había escrito en su testamento que renunciaba a cualquier tratamiento médico de reanimación: quería ir directo al Cielo. Esperó durante esos siete segundos con ansias, mientras se realizaba la transmigración. Sintió como poco a poco sus pensamientos, sensaciones, vivencias, abandonaban ese atormentado cerebro y fluían con una liviandad pacificadora. Vio que era absorbido por una luz blanca, brillante, colmada de datos que revoloteaban como un enjambre de luciérnagas. Ahora se sentía volar a la velocidad de la luz por miles de mundos de color, magia y espacio ilimitado. ¡Todo aquello de la vida en la Nube después de la muerte era verdad! Seguía de algún modo vivo, consciente, pero en otro estado diferente y, según parecía, muy superior al biológico.

Pero al cabo de un tiempo difícil de definir (quizás días, quizás un instante), la inmensidad de luces y color se volvió oscuridad. Se vio encerrado en un habitáculo rectangular en penumbras. Apareció frente a él una figura con cuerpo humano y cabeza de chacal, que sostenía en su mano izquierda una balanza. Colocó de un lado de la balanza una pluma y del otro un cerebro. Enseguida adivinó que se trataba del suyo. De la boca de ese ser comenzó a narrarse su vida, la que había sido grabada íntegra en su hard-brain. Pronto comenzaron a llover las acusaciones. “Hackeo a empresas de bien público”. “Violación de la propiedad privada”. “Estafa y robo” y un sinnúmero más; pero la que se destacaba sobre todas era “Suicidio, incumpliendo la obligación de trabajar hasta la vejez”. Y no solo contaban aquellos delitos de los que creía haber salido impune. Cada pensamiento, cada intención y deseo indebido que había experimentado durante su vida estaba allí, grabado para siempre y escrutado ahora hasta su más mínimo detalle por una Justicia más allá de la terrenal. En ese momento pudo por fin comprender que nada escapaba al control férreo del Sistema. Ni en la vida, ni más allá de ella. Luego de escuchar su sentencia, lo último que pudo ver antes de que todo desapareciera fue: “DELETED”.


Este cuento “Siete segundos” ha sido publicado en la antología “Paisajes perturbadores” realizada por Pórtico, encuentros de ciencia ficción.


Diego Milinik nació en la ciudad de Buenos Aires. Es ingeniero industrial y estudió física, letras y filosofía.

Se encuentra actualmente trabajando en una serie de cuentos de temática post-capitalista.

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