ESTADOS UNIDOS |
Avanzó paso a paso a través del pandemonio de vides de hojas enormes hojas repletas de agua como si caminara entre astillas de vidrio, calculando cada paso con precaución, esforzándose por ver más allá de la pared de vegetación. Las sombras se burlaban de su imaginación. Cada gigantesco brote se convertía en otro monstruo que se cruzaba en su camino.
Mientras ignoraba el dolor que le produjo otra rama punzante recordándole la herida de la pantorrilla, y mientras examinaba el follaje, escuchaba los sonidos de la batalla, distantes pero nítidos. Por un claro entre las copas esmeralda de los árboles, vio un destello de luz carmesí abrirse paso por el cielo nuboso, anunciando una gran tormenta.
¿Qué estaba haciendo aquí? Él, Willie Solman, era una persona que solía hacer un esfuerzo para no pisar ni siquiera un caracol de jardín. ¿Qué demonios estaba haciendo aquí, enrolado en los astromarines, intentando matar a criaturas que no había visto nunca, salvo en unos videos de mala calidad? Era una locura, todo el asunto: el odio, la matanza, una guerra por un sector olvidado de la galaxia. No tenía nada que ver con él. No era asunto suyo, al menos no lo era hasta que el gobierno desenterró una antigua ley de conscripción y lo arrancó de la vida que llevaba. No tenía nada que hacer allí. Tenía que estar en su hogar, en el escenario de The Bad Penny, tocando blues.
En vez de eso estaba… bueno, no sabía exactamente dónde estaba; ni en qué parte del espacio, ni en qué parte del planeta. Una emboscada lo había separado de su pelotón. Las imágenes caóticas aún le llameaban en el cerebro. Sangre por todas partes, los disparos de las armas entrecortados por los gritos, órdenes gritadas sin sentido. Gilmore y Fitzgerald y Josecito cayeron con los primeros disparos, con agujeros que les atravesaban la carne y los huesos. Él se tiró al suelo y se arrastró buscando refugio al primero sonido de ataque. Duro de miedo, no se movió hasta que escuchó la orden de retirarse. ¿Pero retirarse hacia dónde?
Así que se arrastró, mientras la lucha continuaba a su alrededor; se arrastró sobre el cadáver quemado de Doc McGee; se arrastró hasta que se desplomó de agotamiento. No se dio cuenta hasta más tarde de que estaba herido. Su primer intercambio de fuego y ni siquiera le había quitado el seguro a su arma. Por lo que sabía, todos los otros estaban muertos, y todavía no había visto a lo que fuera que se suponía que tenía que combatir.
Pero había escuchado historias. Como las que contaba el Sargento Bortman sobre matar «babosas» en Vega 7. El lo llamaba «combatir plagas». Describía su babosa sangre azul y sus rasgos espantosos, y cómo se comían a sus propios muertos. Willie no sabía cuando de lo que les había contado Bortman era cierto, pero las historias habían bastado para que quisiera desertar. ¿Pero a dónde podías huir en el espacio muerto?
El receptor táctico de su casco no había escupido más que estática desde hacía un rato, así que lo apagó. La pantalla en su visor no funcionaba, igual que su GPS. El peso del M-190 que llevaba en las manos no le aumentaba la confianza, pero al menos ya le había sacado el seguro. Si sólo pudiera estar seguro de la dirección a seguir. ¿Hacia los sonidos del combate? ¿En dirección opuesta? Ni siquiera estaba seguro de poder darse cuenta de la dirección de la que venía el sonido. Pero cualquier cosa era mejor que quedarse sentado y esperando… esperando Dios sabía qué.
Otro parpadeo irregular iluminó el cielo y el piso bajo sus pies tembló con un rumor distante. Un hedor mohoso saturó el aire y la boca de Willie supo al sudor espumoso que le recubría el rostro. La humedad se le pegó como una segunda piel, y con cada paso un barro verde le aferraba las botas como si quisiera arrastrarlo a las tripas de ese mundo extraño.
Apartó otra hoja gigantesca con el cañón de su arma y estiró una pierna para pasar por encima de un tronco putrefacto. Su pantorrilla se estaba entumeciendo; esperaba que esa fuera una buena señal.
Antes de poder levantar la otra pierna por encima del tronco, algo lo atacó. Sólo sus reflejos impidieron que lo golpeara. Apuntó su arma en todas direcciones, listo para reventar lo que fuera, y vio un látigo largo y purpúreo recular como [¿un souvenir? (!!!) «long, purplish whip recoil like a party favor»]. El tentáculo desapareció dentro de una criatura descomunal del tamaño de una vaca y tan verde como su entorno. No tenía ojos ni piernas visibles, sólo una extraña corona de espinas afiladas en lo alto de lo que parecía su cabeza. Willie no estaba seguro de si era un animal, un vegetal o un cazabobos del enemigo.
Siguió con el arma preparada mientras rodeaba al animal, esperando que su distancia estuviera fuera del alcance de la lengua tentaculada. El bicho no hizo otros movimientos, y aunque pronto quedó atrás, Willie temía encontrarse con otro de sus primos.
Los ruidos distantes de la batalla se habían apagado, pero eso sólo hizo que el fuerte latido de su corazón se sintiera mucho más fuerte. Encontró una porción de terreno relativamente seca y se agachó para descansar. Incluso cerró los ojos por unos segundos. Entonces fue cuando lo oyó. Su fatiga desapareció y abrió los ojos con la alerta que produce el miedo. No se movió, se limitó a escuchar. Ahí estaba de nuevo… ¡música!
¿Una alucinación? ¿Se le había infectado la herida con un virus extraterrestre? Le habían advertido del alto riesgo de infección, y de la posibilidad de sufrir delirios como consecuencia. Willie sacudió la cabeza y volvió a escuchar. Todavía estaba allí, distante pero real. La melodía más extraña que hubiera escuchado jamás. Era ligera y sonaba a instrumento de viento, tal como él imaginaba que sonaría una zampoña, pero abrumadoramente triste. Al principio parecía una flauta. Después hubiera jurado que era un saxofón ronco.
La tonada resonaba a través de la selva, con cada nota creando su propio eco. A Willie le pareció hermosa y cautivadora. No vaciló. Se puso de pie y empezó a seguir el sonido como si estuviera persiguiendo una presa en una cacería allá en Louisiana. Se sentía atraído a hacerlo; ya no le preocupaba el peligro de su entorno. La música era lo único que todavía tenía sentido para él, y no le importaba si la estaba tocando el mismo diablo.
El sonido aumentó de intensidad, convenciéndolo de que iba en la dirección correcta. Cuando salió de la maraña del espeso bosque y entró en un pequeño claro vio aquello.
Aquel ser se apoyaba sobre un árbol retorcido e interpretaba un instrumento de aspecto extraño con la forma de un trío de serpientes enroscadas desde una única boquilla pero que desembocaban en tres aberturas. La rareza del instrumento, sin embargo, no podía competir con el ser que lo interpretaba.
Estaba parado en dos piernas, era humanoide y hasta estaba vestido con ropaje militar similar al de Willie. Pero allí terminaba el parecido. Su rostro era una masa descolorada y gelatinosa, cuyo único rasgo vivaz eran los dos ojos bulbosos que parecían a punto de estallar fuera de unas mejillas hinchadas y temblorosas. Incluso desde unos metros de distancia, Willie veía las venas que latían en la piel casi traslúcida del extraño. Casi no tenía nariz, pero sí tres fosas cavernosas en su lugar. No tenía pelo, por lo que Willie podía decir, y la boca era un orificio sin labios que envolvía de forma obscena la base del instrumento.
Willie advirtió todo esto en el momento en que entro en el claro, el mismo instante en el que se congeló paralizado por el miedo y atraído por la música; el mismo momento en que el extraterrestre lo vio.
La sorpresa del extraño era evidente. Dejó de tocar, bajó el instrumento y se lo quedó mirando. La realidad reemplazó de inmediato al asombro en un instante; la criatura soltó el instrumento y ambos soldados se apuntaron mutuamente con sus armas.
Se suponía que disparara. Willie sabía, al aferrar su arma, que debía apretar el gatillo, lanzar la primera salva, y ponerse a cubierto. Se lo habían machacado durante semanas de entrenamiento intensivo y forzoso. Así que esperó, esperó que le llegara la muerte. Pero la muerte no llegó. La criatura continuó apuntándole con el arma lista para disparar… pero no disparó.
Willie decidió sacar ventaja del momento. Moviéndose tan lentamente como pudo, bajó su arma. Casi al mismo tiempo el ser que tenía en frente bajó la suya. Se miraron el uno al otro, examinando más de cerca sus diferencias.
Willie quería hablar, decir que no había disparado porque no tenía el temperamento para matar, y por… por la música. Quería preguntarle a la criatura por qué no lo había quemado, y cómo se llamaba ese extraño instrumento. En vez de eso, se llevó la mano con cuidado al bolsillo de la camisa. Cuando sacó la armónica la criatura reaccionó instintivamente, volviendo a levantar su arma.
Con precaución, Willie se llevó la armónica a los labios y empezó a tocar. Con la primera nota, el alien se relajó. Apoyó su arma contra el árbol y escuchó.
Willie tocó un blues lento y triste que era muy apropiado para la deprimente selva tropical; el pequeño claro lo contenía como un anfiteatro viviente. A medio camino se detuvo, miró a su adversario y sonrió. El alien tomó su propio extraño instrumento y empezó la misma melodía seductoramente inquietante que había interpretado antes. A Willie le sorprendió cómo los dedos morados y fofos de la criatura se retorcían a todo lo largo de las varas del instrumento como si estuviera jugando un juego tridimensional. Mirando la interpretación, los ojos de Willie estaban tan fascinados como sus oídos. Escuchó un poco más, intentando descifrar las notas, la melodía, y luego se le unió con la armónica. Tocó suavemente e intentó acompañar. Cuando parecía que lo estaba logrando, el alien se detuvo. Willie también se detuvo y lanzó una gran sonrisa. No estaba seguro, pero hubiera jurado que el alien le devolvió la sonrisa.
La criatura se le acercó con unos pocos pasos lentos y apuntó a Willie con su instrumento de tres puntas. Quería que él hiciera algo. Le salió un ruido de la boca, pero para Willie era un galimatías.
—No tengo idea de lo que estás diciendo, amigo.
La criatura siguió apuntándole mientras se le acercaba con pesadez. Willie se dio cuenta de que no le apuntaba a él sino a la armónica. El alien sujetó su propio instrumento, y entonces Willie entendió.
Cuando hicieron el intercambio, la mano de Willie rozó la de la criatura y humedad pegajosa de su piel lo llenó de asco por un momento. La sensación se desvaneció cuando deslizó los dedos sobre el acabado suave del artefacto extraterrestre. No sabía si estaba hecho de una madera muy bien pulida o de algún polímero sintético.
Willie se lo llevó a los labios, vacilando antes de tocarlo, y luego descartó cualquier preocupación por gérmenes extraterrestres y trató de hacerlo sonar. El chillido que emitió era todo menos armonioso. Luego de dos intentos audiblemente dolorosos, se detuvo.
Mientras tanto, el alien había ajustado su propia boca ancha a la armónica, pero le llevó varios intentos el emitir algún sonido. Cuando finalmente descubrió el método adecuado, las notas discordantes que creó los hicieron reír a ambos. Al menos a Willie le sonó que aquel ser se estaba riendo.
Antes de que cesara el sonido de su risa, una explosión sacudió el claro de la selva y los lanzó a los dos al suelo. El alien logró ponerse de pie primero y se dirigió hacia su arma. Atontado, Willie intentó sentarse al tiempo que un enorme vehículo armado se movía pesadamente a través del grueso follaje y emergió en el claro. Detrás de él se arracimaba un pelotón de marines. Como insectos furiosos, abrieron fuego. Disparos de calor rojo-anaranjado restallaron en torno al alien mientras corría torpemente para ponerse a cubierto.
Willie se puso en pie con torpeza y miró a sus compañeros marines en una niebla de emociones confusa. Antes de poder pensar en llamarlo, el alien desapareció en el bosque. Luego la serva estalló en una sacudida de hojas destrozadas y barro volando. El arma de la criatura giraba en todas direciones por el aire, en un lento movimiento onírico dentro de la lluvia de escombros.
—¡Sigan en movimiento! ¡Estén alertas, no se alejen! —El líder del pelotón agitó el brazo como cierre de sus órdenes y se movió detrás de las huellas del vehículo que aún avanzaba.
Willie se quedó en silencio con una mirada estupefacta en el rostro. Los brazos le colgaban fláccidos, con el arma en una mano y el instrumento alien en la otra.
—¡Hey! ¿Estás bien? —le preguntó un marine con cara de bebé tratando de llamarle la atención—. ¡Te pregunté si estás bien!
Willie asintió y el marine siguió adelante. Tan rápido como había invadido el claro la fuerza de ataque se retiró, con la vegetación machacada como única prueba de su paso.
Aún de pie, aún mirando hacia la selva donde el soldado extraterrestre había desaparecido, probablemente hecho jirones por algún disparo, Willie intentó librarse de la bruma que le invadía el cerebro. Levantó el extraño instrumento que tenía en la mano, sorprendido de descubrir que aún lo tenía. Ábrió la otra mano, y su M-190 cayó al barro. Con las dos manos levantó la extraña boquilla hasta sus labios y…
…tocó. Tocó con la familiaridad de un viejo amigo. Sus manos eran un par de colibríes que revoloteaban a todo lo largo de los tubos. La composición era una de su autoría, una fusión de ardientes toques de jazz que hervían hasta un crescendo, luego se enfriaban y precipitaban un interludio más clásico. Se elevaban, caían, luego volvían a elevarse. Para cuando había llevado la tonada a su cima, hasta la orquesta completa que lo acompañaba guardaba un respetuoso silencio.
Tocó el instrumento como no lo había tocado nadie, porque nadie lo había tocado jamás. Nadie en la Tierra tenía un instrumento como aquél. Otros habían hecho copias luego de que la fama de Willie había crecido, pero nadie había logrado duplicar su singular resonancia. Era el único hombre con ese sonido singular.
Para la audiencia, el final llegó demasiado pronto. Se pusieron masivamente de pie y aplaudieron con fervor. Willie se inclinó levemente reconociendo su adoración y les lanzó un beso. Luego de seis años ya estaba acostumbrado a la adoración; realmente estaba harto. Se peinó hacia atrás el pelo largo, de costoso peinado que ya empezaba a agrisarse en las sienes, y saludó a la audiencia. Los de las primeras filas podían ver la sonrisa forzada que les lanzaba, pero las luces de escena ocultaban las arrugas.
Entró tras bambalinas con el aplauso aún rugiéndole en los oídos y sin perder tiempo se dirigió a su vestidor. Lo seguía de cerca un hombre bajo y regordete que olía a cigarros, y al que le costaba seguirle el paso a Willie.
—Gran espectáculo, Willie —jadeó—, realmente fabuloso. Se están volviendo locos.
Willie cruzó la puerta del vestidor y se sacó la corbata del cuello. Se dejó caer frente al espejo de maquillarse. Una mujer mayor que él le alcanzó una toalla y se llevó su tripeta.
—Sonaste encantador esta noche, Willie —le dijo mientras lo ayudaba con el abrigo.
—Gracias, Georgeanne.
Willie se secó el sudor del rostro y empezó a desabrocharse la camisa.
—Sí, te aman, Willie —dijo el gordo, que había recuperado el aliento tras la caminata a paso vivo—. Escucha, todavía se los oye. ¿Qué piensas de un bis?
—Esta noche no, R. J., no me quedan fuerzas.
Georgeanne le trajo un vaso de agua a Willie y él tomó un largo trago.
Llamaron a la puerta. Se asomó un tramoyista y preguntó:
—¿Sale de nuevo?
—No, no sale —le respondió Georgeanne con firmeza.
Antes de retirarse, el intruso le echó una mirada rápida a Willie, quien no le aportó consuelo alguno.
—Está bien, Willie —dijo su representante, palmeándole la espalda—, guárdalo para el domingo. El domingo es el grande. Va a estar escuchando todo el mundo. Diablos, más que todo el mundo. Te van a enganchar a todas las estaciones y colonias del sistema. Va a ser el espectáculo más grande de la década, o no me llamo Robert Joshua Bottfeld.
Sacó un gran cigarro, abrió un encendedor enchapado en platino, y lo encendió.
Apenas empezó a humear el cigarro, Georgeanne se lo arrancó de la boca y lo apagó en el agua.
—¡Cerca de Willie, no! —exclamó con una mirada penetrante.
—Ah, sí.
Willie ignoró el diálogo, indiferente a todo salvo el rostro que le devolvía la mirada desde el espejo. El éxito lo había puesto en esa silla, un tipo absurdo de éxito que excedía sus sueños más locos. ¿Entonces por qué la cara en el espejo estaba tan huraña? ¿Cómo podía propagar tanta alegría con su música y encontrar tan poca él mismo?
—Adivina qué, Willie —dijo R.J. con un tic de excitación—. Hoy me llamaron de nuevo de DreamWorks. Todavía quieren hacer la película. ¿Me escuchaste?
—Sí, te escuché. Mira, eres un gran representante, siempre has sido bueno conmigo, pero ya te dije, soy un músico, no un actor.
—¡Hey, por siete millones y un contrato para la banda de sonido puedes ser lo que te pidan!
—No es el dinero, R.J., se trata de la música. Nunca lo entendiste.
—Entiendo perfectamente. Entiendo que te gustan tus limusinas y tus mujeres, tu casa en la Riviera y todos tus juguetes. Siempre es el dinero, Willie, y esta película les va a dar el impulso que le hacen falta a tus ventas que vienen bajando.
—Lo pensaré —respondió Willie como si no lo fuera a pensar; antes de que su representante pudiera seguir la discusión, Willie cambió de tema —. ¿Cómo está tu hijo, Georgeanne?
La sonrisa de matrona de la mujer se disolvió en preocupación.
—No muy bien. Me dicen que van a volver a empezar la conscripción de gente joven, y él quiere ir a la universidad y estudiar ingeniería.
—Sí, parece que el gobierno está preparando otra lucha con las babosas —dijo Bottfeld.
—Pero no ha habido guerra durante años —dijo Willie—. Tenemos un tratado y…
—Nada de tratados, esos bichos alien no andan en nada bueno. ¿No sigues las noticias? Tendríamos que haberlos barrido a todos en lugar de dejarlos rendirse. Demonios, ahora hasta dejan que esos babosos anden en la Tierra. Mierda, Willie, tú sabes de qué te hablo. Estabas allá peleando con ellos, antes del tratado.
Willie no respondió.
—Quizá el hijo de Georgeanne terminará el trabajo que tú empezaste. Yo digo, que los maten a todos.
Georgeanne pareció aún más preocupada.
—Willie, ¿crees…?
Pero Willie no estaba escuchando. Corrió al baño, cerró la puerta y se quedó parado delante del lavamanos.
¿Otra guerra? ¿Más gente muriendo? ¿Para qué? ¿Derechos de territorio? ¿Sobre planetas de jungla ardiente? Éramos más civilizados cuando levantábamos una pierna y meábamos los árboles.
Se sintió mal por el hijo de Georgeanne. El chico probablemente no tenía idea de lo que le esperaba. Pero Willie lo sabía. Sus propios recuerdos eran vívidos, siempre cercanos a la superficie.
Como fuera, él no podía cambiar el pasado, así que ¿por qué no disfrutar del éxito?
Activó el sensor del grifo.
Lo había logrado. A lo grande. ¿Importaba cómo? Se frotó las manos con jabón y se echó agua en la cara. Llámalo azar, destino, karma, lo que quieras; no era culpa suya, ¿verdad? Era hora de superarlo.
Willie tomó una toalla y se secó la cara. Se sentó en la tapa del inodoro, reclinando la cabeza hacia atrás, y trató de vaciar la mente. Se relajó, procurando liberarse de toda emoción. Necesitaba un descanso. Quizá luego del concierto siguiente tomaría unas vacaciones, sin que importaran los planes de R.J.
Entonces la oyó. La canción que había escuchado por primera vez hacía siete años. No la escuchó con los oídos, sino en la cabeza. Desolada y efímera, la misma tonada que lo había llamado en aquella selva lejana. Él nunca la había interpretado; no quería ni siquiera intentarlo. Pero últimamente había estado escuchándola más y más, hasta que no estuvo seguro de qué era real y qué era un mero recuerdo fantasmal.
Se arrancó la toalla y sacudió la cabeza. Pensó en otras canciones, otros instrumentos. Esperaba que así abandonara su mente. No era culpa suya. ¿Por qué estaba…? Entonces se interrumpió tan de pronto como había empezado.
Willie salió del baño con las manos temblorosas.
—¿Estás bien? —preguntó Georgeanne.
—Sí, estás un poco pálido —acotó Bottfeld—. Ven, vayamos a la fiesta.
—No tengo muchas ganas de fiesta esta noche, R.J. Me duele la cabeza. Ve tú sin mí. Voy a dar una vuelta y tomar un poco de aire.
—Pero, Willie, va a ser… —Antes de que Bottfeld pudiera terminar, Willie ya se había ido.
—Ha estado teniendo dolores de cabeza cada vez más seguido últimamente —dijo Georgeanne—, y también pesadillas.
—¿Pesadillas? ¿De qué tipo?
—No sé. No habla de eso. Me pregunto si tendrá que ver con lo que decías, sabes. Sobre cuando estuvo en la guerra.
—Eso fue hace años —dijo Bottfeld, buscando otro cigarro en el bolsillo—. ¿Por qué eso le iba a empezar a preocupar ahora? —Encendió el cigarro y exhaló—. Por supuesto esas malditas babosas le provocarían pesadillas a cualquiera. No alcanza con que invadan nuestra parte de la galaxia, ahora le están jodiendo la cabeza a mi niño mimado.
—Otra cosa —vaciló Georgeanne—. No sé si debería decirlo, pero tú eres su representante y todo eso.
—¿Qué pasa?
—Una vez lo escuché hablando solo. Creo que escucha cosas… imaginarias.
Bottfeld exhaló una nube gris azulado y respondió con algún desdén:
—Espero que sea material para un disco nuevo.
Afuera hacía un frío húmedo, pero a él no le importó. Se había metido en un barrio familiar, pero no notó que un grupo de vagabundos lo estaba examinando. Tampoco le prestó atención a unos trasnochados que se burlaron de él por deporte. Se concentró en la botella que tenía en la mano y en poco más. Sabía cómo librarse de la inquietud: ahogándola.
Siempre había pensado que ser rico y famoso era lo máximo… pero ahora, que era ambas cosas de un modo que superaba sus mayores deseos, ya no estaba tan seguro. Al principio había sido fantástico, pero ahora, ¿qué significaba? ¿Era feliz? ¿Estaba satisfecho? Maldita tripeta, como fuera. No la había pedido. Ahora la tenía y… se dio cuenta demasiado tarde de que pensar en ella había sido un error. Esa melodía que no lo dejaba olvidar se le había vuelto a meter en la cabeza. Había empezado suavemente, como una brisa ligera. Sin embargo había crecido sin pausa, hasta que fue un vendaval aullante que impactaba su cerebro en ruinas. La canción, el recuerdo. Era tan real.
—¡No! —aulló Willie, lanzando la botella medio vacía contra la pared. El vidrio roto y su propia ira silenciaron la melodía obsesionante.
Se sintió agotado y bebió, pero no lo suficiente. Miró alrededor, notando por primera vez dónde se encontraba. Se acordó de un bar cercano. Un lugar donde solía tocar, hacía mucho, antes de que todo se saliera de control. Podía cerrar el círculo, matarse allí. La idea le resultó atractiva.
El resto de la noche se hundió en la niebla de la borrachera. Se acordaba de una banda. Willie los recordó porque uno de ellos, un tipo de aspecto extraño, tocaba la armónica y no lo hacía mal. Recordó que el tipo se veía raro porque, además del sobretodo largo y el sombrero grande y de ala caída, llevaba guantes. Los músicos no llevan guantes, especialmente si tocan la armónica. Willie también recordó haberse caído de la silla y discutir con la camarera sobre lo mucho o poco que debía seguir bebiendo. Una propina generosa la convenció de darle la razón, pero cuando ella le trajo la bebida él ya no la quiso.
Algo después de que la banda hiciera una pausa, Willie quedó inconsciente. Sólo volvió en sí cuando la música volvió a empezar. Lo despertó algo familiar en la canción. Algo…
Le corrió un escalofrío. Esa canción, esa melodía maldita. Al principio pensó que estaba soñando, porque ya no estaba sólo en su cabeza. Y no era una tripeta, era el sonido de una armónica.
Abrió los ojos empañados. El intérprete estaba solo en el escenario, interpretando la melodía que se había convertido en una tempestad en la cabeza de Willie. Escuchó atentamente cada nota, cada inflexión, y aún no daba crédito a sus oídos. No era posible. Era su imaginación.
Dispuesto a saberlo con certeza, se puso de pie al terminar la canción. Apenas podía concentrarse, ni que hablar de caminar. Dio cinco o seis pasos erráticos hacia el escenario, chocó con alguien y empezó a dar volteretas. Antes de orientarse, alguien lo había agarrado de la camisa y le había pegado. Hubo muchos gritos y confusión. Willie sintió que lo arrastraban de allí.
—Te vas, amigo. No me importa cuánto dinero tengas.
Willie vio que el camarero había venido a ayudar al grandote de la puerta a restablecer el orden. Se metió la mano al bolsillo y le tiró un puñado de billetes, y después miró hacia el escenario. Estába vacío. El de la armónica se había ido.
Lo sacaron y lo empujaron a la calle. Cayó y no intentó levantarse. Yació allí, preguntándose qué era real y qué no, y si acaso eso importaba ya.
La gente se abalanzaba al salón de conciertos como las corrientes de un deshielo. Incluso tras bambalinas, a Willie sus murmullos discordantes le resultaban ensordecedores. Con la tripeta en la mano, caminó de ida y vuelta por su vestidor. Se detuvo a masajearse las sienes que le latían, y siguió yendo y viniendo.
—Willie, muchacho, cálmate —dijo Bottfeld cuando vio el aspecto nervioso de su cliente—. Guárdalo para el show. Sabes que les encantará. Siempre es así.
—Sí, pero ¿me va a encantar a mí?
El teléfono de Bottfeld pidió atención con un pitido.
—Sí… ¿Qué?… Bueno, asegúrense de que seguridad diga que está todo bien.
—¿Algún problema? —preguntó Willie.
—No tienes de qué preocuparte. Seguridad tuvo que echar a un viejo tocando la armónica en la salida de atrás cerca de tu limusina.
—¿Qué?
—No te alarmes, no pasa… ¡Hey! ¿A dónde vas?
Willie, tripeta en mano, ya estaba saliendo. Gritó mientras se iba:
—¡Voy a tomar un poco de aire!
—¡Espera! —gritó Bottfeld, después agregó con resignación—. Diablos, no tardes mucho, Willie. Sales en 20 minutos.
Willie intercambió asentimientos con el guardia de seguridad en la salida trasera y se dirigió al callejón. Había otro guardia junto a su limusina.
—¿Quiere que vaya con usted, señor Solman? —preguntó el segundo.
—No, gracias, voy a estirar las piernas un minuto nada más.
No tuvo que caminar mucho hasta que la escuchó… la canción fantasma que no se iba. Por alguna razón, el sonido ya no lo aterrorizaba. Se había vuelto inevitable. Lo aceptó con calma, con un viejo amigo que ha venido de visita y ya no se va. Siguió por el callejón iluminado por las estrellas, siguiendo la melodía. Solo se detuvo cuando la música cesó. Escuchó, perdido sin la melodía. La inquietud llenó el silencio. De inmediato sintió recelo. ¿Qué debía hacer? ¿Hacia dónde…? Entonces escuchó otra cosa. El sonido muy real, muy ordinario de alguien tocando blues.
No tuvo que caminar mucho para encontrar al de la armónica, vestido igual que hacía dos noches. Medio escondido en la sombra, cubierto con la ropa, Willie realmente no podía ver al fulano. Pero no hacía falta. El extraño dejó de tocar y Willie se llevó la tripeta a los labios. Empezó la misma canción lenta y triste que había estado tocando el extraño, y se detuvo luego de unas pocas notas. El de la armónica respondió el mismo modo.
—Eres tú —dijo Willie—. Estás vivo.
El extraño cojeó con la pierna rígida acercándose unos pasos.
—Sí, soy yo. —La voz tenía un seseo que no era del todo humano.
—Pensé que habías muerto. Hubo una explosión y luego…
El extranjero cojeó más cerca, como para demostrar su discpacidad, y se sacó el sombrero.
—Sólo murió parte de mí allí.
Los rasgos arrugados y curtidos del extraño sobresaltaron repentinamente a Willie, aunque había sabido exactamente qué esperar bajo el sombrero.
—¿Cómo supiste dónde encontrarme?
—¿El gran Willie Solman? ¿Quién no te conoce en este planeta? El espectáculo de esta noche se publicitó ampliamente. Creo que lo llaman «Canciones de la Galaxia» —El ser hizo un sonido que fue parte eructo, parte tos, y luego continuó—. Interpretas la «tripeta», como la llamas, bastante bien. Mucho mejor de lo que yo lo hacía.
Willie levantó el instrumento.
—Siempre me pregunté cuál era su verdadero nombre.
—Hgs-doushk —dijo la criatura, con un sonido extraño que le surgió de lo profundo.
—No creo poder pronunciar eso —dijo Willie—. Sabes, tú no eres tan malo con esa armónica. Te escuché la otra noche. Tremendo blues el que tocaste. Supongo que tendrás bastante éxito en tu lugar de origen.
—Creo que los victoriosos son más tolerantes que los derrotados —dijo el extraterrestre, y luego escupió y tosió con fuerza—. Luego de que tus militares nos echaran de nuestro asentamiento en Klidcki-sh… ustedes lo llaman Gliese 581-G… los tuyos se transformaron en el azote de la existencia de mi mundo. —El extraterrestre levantó la armónica. —Sí, aprendí a tocarla. Me fascinaba. Pero mi gente odiaba todo lo que tuviera conexión, por remota que fuera, con los seres humanos, con una pasión que dudo que entiendas. Tu raza, tu tecnología, tu cultura, se volvió algo repugnante para ellos. —La criatura vaciló, recordando. —Mientras más tocaba la armónica, más me desgraciaba. Me encantaba el sonido, pero no tenía nadie que lo escuchara. Toleraron por un tiempo al «héroe de guerra» herido y loco, y después…
—¿Hace cuánto que estás en la Tierra?
—Hace algunos años, desde que empezaron a dejar que mi gente viniera. Por lo general el recibimiento no ha sido muy cálido. Pero al menos aquí podía tocar mi música. Ferias, números secundarios, restaurantes de carretera… toqué donde pude. A los residentes nunca les gusta que me quede mucho en un lugar, pero tengo tu música, igual que tú tienes la tuya… ¿o es a la inversa?
Willie rió y la criatura respondió con su propia carcajada ultraterrena que terminó en una tos espantosa. Cuando se calmó la tos Willie le tendió la tripeta.
—Supongo que esto es tuyo.
—Ya no —dijo el extraterrestre, y levantó la armónica—. Después de todo, fue un intercambio justo.
En su rostro se formó una sonrisa inhumana sólo para que la interrumpiera otro acceso de tos incontrolable. La criatura se ahogó y tomó aliento con dificultad.
—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
—Me estoy muriendo. —El ser se detuvo por un momento, como si estuviera tratando de calmarse y buscar fuerzas—. La gravedad más alta de tu planeta, su atmósfera arruinada, se han cobrado su precio con mi fuerza vital. Por eso vine. Esperaba verte antes de…
Otro espasmo lo interrumpió, y Willie supo que el extraño estaba luchando por controlar su propio cuerpo.
—Mira, tengo tanto dinero que no sé qué hacer con él. Seguramente algún médico podrá…
—No, no hay médico en tu mundo o en el mío que pueda cambiar lo que debe ser. Mi raza reconoce cuando le llega el final. Es instintivo. Nos preparamos para ello.
—No hay nada que «deba ser» en todo esto —dijo Willie furioso—. Lamento que…
—No me toques un blues, Willie Solman. Recibo a la muerte sin lamentar nada. Viví por mi música y moriré por ella, al igual que tú algún día. Pero nuestra música vivirá después de que nos hayamos ido. Quizá, algún día, nuestras dos razas tocarán juntas.
Otro acceso de dificultad respiratoria dejó tambaleante a la criatura. Willie la detuvo antes de caer.
—¡Willie! Ahí estás. —Willie giró y vio a Bottfeld resoplando por el callejón como si estuviera a tres zancadas de un ataque al corazón.
»Por lo que más quieras, Willie, apúrate. Sales en treinta segundos.
—¿Sabes qué? Voy a llegar tarde. Avísales que estoy en camino. Vete —exhortó, haciéndole gestos al representante para que se fuera.
El extraterrestre se puso de pie sin ayuda, haciéndole gestos a Willie para indicar que se sentía bien.
Willie levantó la tripeta y trató de sonar animado.
—Ven. Te mostraré cómo se toca de verdad esta cosa.
La criatura volvió a calzarse en la cabeza el sombrero de alas caídas, se levantó el cuello del sobretodo más cerca de la cara, y dijo:
—Por supuesto, por el amor de Cripe.
El aplauso creció a nuevas alturas cuando Willie subió al escenario. Sonriéndole a la audiencia, levantó las manos, fingiendo que su adoración era inesperada. Hizo una reverencia, exhibió la tripeta a la multitud y alentó más aplausos para el instrumento. Luego, riendo, levantó la otra mano para pedir silencio. La ovación murió a regañadientes.
—Quiero… —empezó Willie, y luego esperó a que el ruido se acallara—. Ya que este concierto se titula «Canciones de la Galaxia» y se transmite por todo el sistema, quiero dedicar la música de esta noche a la paz galáctica. Paz entre todas las razas, todos los seres.
El llamado a la paz recibió un aplauso entusiasta.
—Ahora les tengo un regalo muy especial. Tras bambalinas está el músico que me dio la primera lección con esta cosa —dijo, levantando de nuevo la tripeta—. Digámosle que venga para ver si se acuerda de cómo se toca.
Willie apladió para iniciar una ronda cortés de aplausos e hizo gestos para que la criatura se le uniera. Él vaciló, levantando el cuello del sobretodo lo más alto que pudo. Mientras Willie seguía exhortando y la audiencia seguía aplaudiendo, el extraterrestre, oculto en sus ropas, entró cojeando al escenario. Su vestuario maltratado por los elementos inspiró algunas risas, y Willie escuchó a alguien de la audiencia exclamar: «Parece una babosa. ¡Creo que lo es!»
No tuvo dudas de que las luces brillantes habían revelado la identidad de su invitado misterioso a la gente que estaba cerca del escenario y a las cámaras que alimentaban los enlaces satelitales. No sabía cómo reaccionarían, y no le importaba. Le tendió la tripeta al extraterrestre, y las manos enguantadas del extraterrestre acariciaron el instrumento con familiaridad. Willie le hizo un gesto alentador con la cabeza y la criatura empezó a tocar.
Interpretó la misma melodía seductora que había llevado a Willie a través de la selva para encontrarse con su destino. La misma canción que lo había perseguido desde ese día. Sólo que ahora, por primera vez desde entonces, volvía a ser hermosa; ya no era un espectro de la culpa.
Cuando llegó a una pausa natural de la pieza, la criatura se metió la mano al bolsillo y le tendió a Willie la armónica. Entonces, para el placer de la audiencia, y después de un amague de aplauso, tocaron juntos. Dos músicos, en un mundo propio, ajenos a todo, salvo a su música… hasta que un ruido de ahogamiento trajo a Willie de vuelta a la realidad.
El extraterrestre se llevó inútilmente la mano al pecho, como intentando abrirse en dos al caer al piso del escenario. Se le había caído el sombrero y eso dejó sin aliento a los miembros de la audiencia que no habían notado ya sus facciones inhumanas.
Willie se arrodilló y acunó la cabeza grotesca en su regazo. El ser escupió y tosió antes de poder hablar.
—Les gustó mi música, ¿verdad?
—Estuviste sensacional. Les encantó.
El extraterrestre le tendió a Willie la tripeta, luego abrió la mano, esperando. Willie no supo qué hacer, empezó a preguntar y luego se dio cuenta de lo que quería. Le entregó la armónica y la criatura la aferró cerca de su pecho.
—Ni siquiera sé tu nombre —dijo Willie, procurando contener las lágrimas que no esperaba.
—No podrías pronunciarlo.
—Qué caja extraña tiene ahí.
—Hecha a medida.
—¿Y qué tiene adentro?
—Es sólo un viejo instrumento.
—¿Instrumento?
—Tengo una reserva a nombre de Solman.
—Sí, un momento, por favor. —El auxiliar de vuelo completó la búsqueda del archivo, y al encontrar lo que buscaba enarcó las cejas. —¿Se va a ir a lo más lejano del Exterior?
—Así es.
—Es territorio peligroso, señor, con las babosas en pie de guerra. Tiene todos los permisos y visas de viaje que necesita, así que supongo que sabe en dónde se mete. Aunque no sé para qué iba a querer ir allá, a menos que tenga muchas ganas de suicidarse.
—No es suicidio. Digamos que quiero ver qué tan bueno son realmente, y hay sólo un lugar donde puedo averiguarlo. ¿Puedo subir a bordo ya?
—Si, señor. Ya preparamos su camarote y lo codificamos personalmente para usted. Que disfrute su viaje.
—Gracias, así lo haré.
(N. del T.: El título original, Common Time, alude tanto al tiempo que comparten los protagonistas, como a la forma habitual de referirse en inglés, en música, al compás de cuatro por cuatro. El título actual fue la mejor aproximacion que encontré.)
Traducción de Marcelo Huerta San Martín
Bruce Edward Golden nació en San Diego, California en 1952. Escritor, satírico y periodista, tiene una extensa carrera como autor de ciencia ficción. Sus obras con frecuencia incluyen temas de crítica social que hacen uso de los recursos del género y de muchos otros.
Ha aparecido en numerosas antologías. Su novela más reciente es Red Sky, Blue Moon (2013).
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: EL MARCHITAMIENTO (nº 295)