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 ARGENTINA |
En ese verano de 1972, la calma chicha de la selva correntina se deslizaba calurosa y pesadamente por San Bartolomé. Pero para Alcides Tolosa, comisario del pueblo, negros nubarrones parecÃan cubrir el ambiente de la cocinita en la que temperaba el agua del mate para el desayuno.
—¿Un marciano, decÃs, che cabo?
—Asà mesmito, mi comesario.
Maldita fuera la hora en que mandó al retén a investigar a la zona de tareferos, donde se habÃan visto raras luces de madrugada. Su primera intención habÃa sido seguir durmiendo, pero hubo dos asuntos que no le permitieron esquivar el bulto. Uno la EloÃsa, su casera, que vino a los gritos con cuentos de la luz mala. Otra, el hecho de que andaba en lÃos con la Departamental y mejor serÃa que hiciera buena letra por un tiempo.
—¿Y dónde lo han guardao?
—Acá en la primera, mi comesario. Tan esperándolo a usté.
—¿Quiénes están?
—Quiñones y Barragán, que fuimos al campo, y el Andresito ques escribiente de turno.
Bueno, al menos lo habÃan puesto en la primera celda, que era la que tenÃa el cerrojo sano; a las otras hubo que meterles candado. Llenó su cuidado termo brasilero, manoteó la cesta con las cosas del mate y se emperchó la gastada gorra en la cabeza.
—Vamo yendo, pué.
El marciano tenÃa la cara tristona y estaba arrumbado en el catre de la celda como si hubiera pasado ahà un lustro. Pero a los ojos del comisario no parecÃa más que un tipo algo estrafalario que seguramente se habÃa metido donde no le convenÃa. De seguro no era un tarefero, pero no parecÃa tampoco un paisano, y difÃcil un turista perdido en una zona donde no habÃa nada turÃstico. Apenas asomado a la entrada de las celdas, Tolosa miraba desconfiado al extraño y meditaba en lo que debÃa hacer a continuación.
Luego de un rato caminó por el pasillo hacia su despacho.
—Che, cabo —al pobre Argañaraz siempre le decÃa cabo, porque era más breve y porque asi evitaba decirle Argarañás por error.
—SÃ, mi comesario.
—¿Por qué decÃs ques un marciano?
El cabo evitó la mirada del superior y explicó medio tartamudeando, pasando su peso de un pie al otro.
—Juimo’ vichando las luces entre la maleza y a poco de llegar se subieron pa’rriba. No hacÃa ruido a licótero, y no era un avión porque salió pa’rriba. Pa mà era un platovoladó. Justito antes de agarrarlo a él.
Tolosa respiró hondo y echó una mirada por el pasillo.
—¿Le pediste documento?
—SÃ, dice Juan Pérez. TraÃa un bolsito que lo dejé en su escritorio, comesario.
—¿No será otro contrabandista, nomás?
—No le vimos contrabando, comesario. Ni cigarro, ni licor, ni nada.
—Metele esposas y me lo traés al despacho en diez minutos.
El bolsito fue un chasco. Los documentos tenÃan pinta de legÃtimos; habÃa una botellita con agua, una pomada en pote y otras tonterÃas. Lo más raro era una cajita negra del tamaño de un mazo de cartas que no era de metal pero lo parecÃa por el tacto, y que no pudo abrir. Tal vez no se abriera.
También un mapa de Corrientes, doblado en ocho. Un mapa excelente, como los del Ejército o de GendarmerÃa. Le encantó el mapa y se quedó un buen rato mirándolo, buscando los mojones conocidos. Embuchó otra tortafrita y se limpió los dedos en la pernera del uniforme para no engrasar el papel. Años hacÃa que venÃa pidiendo mapa de la provincia para el muro de la comisarÃa. En fin, tampoco era buena pista para saber con quién estaba tratando.
Por fin apareció el cabo con el sospechoso. Tolosa lo hizo sentar al otro lado del escritorio, mientras plegaba el mapa con un suspiro.
—¿Quiere un mate, amigo?
—No, gracias, señor.
Tolosa volvió a mirar detenidamente al marciano. Un tipo raro, frÃo, educado, vestido con un trajecito liviano gris, camisa blanca, zapatos y un corbatÃn negro. Demasiado rubio para el monte.
—Asà que Juan Pérez.
—SÃ, señor, ése es mi nombre.
—¿A qué se dedica, Juan Pérez?
—A los negocios. Vivo en Buenos Aires, andaba por aquà y salà a dar un paseo nocturno cuando me encontré con los agentes.
—¿Y qué negocios hace por acá, Juan Pérez?
—Estaba viendo una chacra para comprar. TodavÃa no encontré una que me convenga.
—¿Anda a pata buscando chacra usté?
—Tengo un automóvil.
—Ah, ¿s� ¿Y dónde lo tiene?
—En las afueras de San Bartolomé.
—¿Tiene la llave ah� —dijo Tolosa, y señaló el bolso.
—No, está en el automóvil. No querÃa extraviarla durante mi paseo.
El comisario arrugó la cara y meditó un momento. El mapa de Corrientes, que aún no habÃa devuelto al bolsito, le hacÃa guiños. Eso le dio una idea. Se alzó de la silla.
—Cabo.
—Ordene, mi comesario.
—Acá el señor le va a indicar dónde dejó el coche. Vaya y tráigalo. —A espaldas del marciano, le guiñó un ojo al cabo, que asintió con mirada cómplice—. Quiñones, devuélvalo a la celda.
—Señor, yo quisiera…
—No se preocupe, amigo, todo va a estar bien. Es para que no se lo roben.
Tolosa salió del despacho y caminó hacia la puerta de la comisarÃa. Al pasar por el escritorio le hizo una seña al escribiente, que salió tras él. Ya bajo el amplio alero de la entrada, le dijo en voz baja:
—Che Andresito, ¿vos tenés máquina de fotos? —El sobrino del intendente asintió con la cabeza—. Traétela entonces. Fijate que tenga rollo y sinó comprale uno a la Juana. —Le pasó unos pesos que sacó de su bolsillo—. Y te voy a encargar otra cosa.
Luego de buscar un rato en sus cajones, Tolosa encontró la tijera. Se puso entonces a recortar el mapa fÃsico-polÃtico en blanco de Argentina que le trajo el Andresito, quitándole prolijamente todos los bordes, donde estaban las escrituras. Apenas habÃa terminado y se regodeaba del resultado cuando oyó llegar a Argañaraz.
—¿Qué encontraste, cabo?
—Nada de contrabando, mi comesario. Un bolso con comida en el asiento de atrás, ropa nueva en el baúl y esta plata en la guantera.
Tolosa abarajó el fajo de billetes nuevos y silbó asombrado. El de 500 pesos ley con el Cerro de la Gloria todavÃa no lo habÃa visto. Eran muchos miles de pesos, tal vez un millón. ¿Para la chacra?
—Andá a poner la pava de nuevo, che cabo. Tengo que pensar.
—¿Quiere un mate, amigo?
—No, gracias, señor.
—Asà que Juan Pérez.
—Señor, yo quisiera…
Tolosa levantó una mano y el marciano calló instantáneamente.
—Verá usté, es muy raro que haya aparecido donde lo encontró mi gente. Pero no tengo mucho que decir más que eso. Lo que sÃ, para dejarlo ir tengo que estar seguro de que no se coló por la frontera. Usté tranquilamente puede ser paraguayo, ¿no?
Pérez sonrió por primera vez.
—No, soy argentino, señor, como puede ver por mis documentos.
Ahora fue Tolosa quien sonrió.
—Bueno, eso será fácil de comprobar. —Tendió el fÃsico-polÃtico hacia el sospechoso, y le facilitó una birome—. Hágame el favor de marcar Corrientes en el mapa.
Juan Pérez tomó la birome con la izquierda y se enfrentó al papel. Por detrás de él, y a una señal de Tolosa, Andrés Iturbe, sobrino del intendente, comenzó con las fotos.
El supuesto marciano hizo una x sobre la provincia y levantó la mirada hacia el comisario.
—Ya que estamos, márqueme también de dónde viene. ¿Buenos Aires, dijo?
Pérez hizo otra x sobre el sÃmbolo circular allende la desembocadura del Paraná.
—Muy bien, señor Pérez.
—¿Puedo irme?
—Ahora vamos a preparar unos papeles, usté los va a firmar y sigue su camino. Quiñones, devuélvalo a la celda.
—Pero…
—No se preocupe, Pérez. Es el procedimiento.
Cuando Quiñones regresó al despacho, ya estaban todos ahÃ. Entonces el comisario repartió las tareas.
—Barragán, traéte los candados de las otras celdas y ponéselos todos a ésta. Andresito, andá hasta la Municipalidá y pedile al César el teléfono del coronel Lombardi; llamalo y decile que hay problema de subversivos y que te mande un pelotón de milicos con un camión de seguridá. El cabo y Quiñones llamen a los otros agentes; vayan casa por casa. Y los quiero a todos armados. Éste no se me va de acá.
Tras de tan ardua mañana, el mediodÃa era todo sonrisas para Alcides Tolosa, comisario del pueblo. Luego de junta secreta en su despacho habÃa podido convencer a las autoridades: Juan Pérez ya no era asunto suyo. Y su comando se verÃa fortalecido; pasarÃa la inspección seguramente.
Desde debajo del alero veÃa cómo metÃan a Pérez dentro del camión, esposado y apuntado por medio pelotón. En ese momento, el coronel Lombardi y el intendente César Iturbe comenzaron a despedirse. Entonces Tolosa juntó coraje.
—Mi coronel, ¿me podrÃa quedar con un recuerdo?
Lombardi, alto como una torre, lo miró suspicaz de arriba abajo.
—¿Qué recuerdo? —preguntó.
—Esto nomás —y metiendo la mano en el bolsito que llevaba el coronel, extrajo el mapa de Corrientes.
Lombardi no dijo nada. Solo le dio la manaza, se estiró el tejido pegado al pecho por la transpiración y partió. Tolosa los contempló retirarse en medio del polvo y luego se volvió hacia la entrada.
—Che, Andresito.
—Mande, comisario.
—Volvé a la librerÃa y pedile a la Juana que mande hacer un cuadro con esto —le tendió el mapa—. Que le pongan un buen marco. —Y en un rapto de inspiración, agregó:— Decile que lo paga tu tÃo.
Andrés Iturbe tomó el mapa y comenzó a caminar, pero se dio la vuelta.
—Mi comisario, dÃgame usté, ¿cómo se dio cuenta de que era en serio un marciano?
Tolosa sonrió de costado.
—No sé si será marciano, pero no es de por acá. Le di el mapa patas pa’rriba y nunca lo enderezó.
El autor vive en Ituzaingó, ciudad del conurbano bonaerense, tiene 53 años y se desempeña como diseñador mecánico en un instituto cientÃfico dependiente del Gobierno, pero entre sus facetas estuvo la música (formó parte de una banda de rock fusión por diez años), las traducciones (tanto técnicas como literarias), la revisión estilÃstica de textos, la investigación numismática y el coleccionismo, tanto filatélico como modelÃstico. Gustador de los clásicos en literatura, ha leÃdo desde poesÃa hasta ensayo histórico, pero ha decidido escribir solo en el género de la CF.
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: EL HUÉSPED DE ANTARES (nº 267)
Muy bueno!