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Puerto Rico  PUERTO RICO
La fortaleza de Alcalá de la Cima hoy no es más que una ruina abandonada en un pico remoto de la Alpujarra, pero dicen en la aldea que apenas perdura en su sombra que fue, hace más de quinientos años, el último reducto moro que resistió contra los tercios de Fernando e Isabel durante la Revolución de los Mudéjares. No sólo eso, se dice que jamás se rindió.

Si visita algún día esa aldea, medio abandonada también, vaya al atardecer al Café El Último Suspiro y siéntese en la terraza, de donde verá el viejo castillo perfilado contra el cielo bermejo andaluz, y sobre los baluartes de la torre más alta, verá la constelación de Acuario y su estrella más brillante, Sadelmelik. Y si no hay mucha clientela, el propietario, Don Xavier, apuntará a esa estrella, la Suerte del Rey, con su dedo arrugado y le contará toda la historia, dizque repetida tras las generaciones desde que primero la relató un tatarabuelo morisco, del fin de los moros de Alcalá de la Cima.

Contará que al comienzo de la sublevación, cuando la guerra y el hambre todavía no habían tocado a Alcalá de la Cima, llegaron unos refugiados de Granada con noticias de los acontecimientos en esa ciudad.

Ampliación

Ilustración: Pedro Bel

Entre ellos había un moro granadino de nombre Ustad Suleimán. No tenía más de veinticinco años, joven para ser profesor, pero sus compañeros aseguraban que él sí se había graduado de la universidad en Fez, donde había leído Aristóteles y Avicena, Bacon y El Biruni, Heródoto y El Idrisi, como de costumbre en esa época y en ese ilustre lugar. Sabía mezclar elixires y armar relojes que contaban no sólo horas y minutos sino también los ciclos de sol y luna. No había tema filosófico ni científico que no pudiera discutir con los jeques, frailes y alquimistas más sabios de Europa y África.

Nadie entendía por qué Suleimán hubiera dejado un porvenir de fama y prosperidad en Fez, o hasta en Cairo, Damasco o Samarcanda, para volver a Andalucía, que ya sufría bajo el yugo castellano. Como suele ser el caso, había vuelto por el amor de una mujer.

Rebeca de Jesús era una hermosa conversa de unos diecinueve o veinte años, hija del antiguo rabino Isaac Abén Yuçuf, quien había sido el primer maestro de Suleimán. Los jóvenes no se atrevían a casarse en Granada, donde el matrimonio de moros y cristianos se había prohibido, pues Rebeca y su padre se habían fugado al monte con Suleimán y miles de otros moros.

—¿Por qué traes a estos nazarenos a nuestro castillo?—los rebeldes le preguntaron a Suleimán, impidiéndole el paso con sus alabardas. Pero los andaluces siempre han tenido alma de poeta, aún en tiempos de guerra, y cuando Suleimán les contó su historia, los rebeldes recibieron a los tres refugiados con afán. —Pasad, pasad—dijeron—. Musulmanes, cristianos o judíos, los amantes fugitivos siempre encontrarán albergue en nuestro Alcalá.

—Gracias, mis hermanos—dijo Suleimán—. Ojalá la guerra quede lejos de vuestros muros. Mas si llegase hasta aquí, prometo defender vuestro hogar como si fuera el mío.

Suleimán había traído un dinerito de Granada y resolvió usarlo para celebrar su boda ahí mismo en el castillo de Alcalá, con el permiso, claro está, del caudillo del lugar, Cid Mustafá. Según la costumbre del país, las mujeres festejaban en el harén y los hombres en el gran salón. Mientras su linda novia, alheñados las manos y los pies, disfrutaba de pastelillos y jarabes con las damas y doncellas de castillo y aldea, Suleimán se encontró sentado entre Cid Mustafá y su propio suegro, Isaac. Como suele suceder cuando se reúnen los hombres, la conversación se tornó a la política y la guerra.

—Después del motín en Albaicín—dijo Suleimán—, a los moros de Granada nos dieron tres opciones: el bautizo, el destierro o la espada.

—Las mismas opciones que nos dieron hace siete años—añadió Isaac.

—¿Elegirás la misma que tu suegro?—preguntó Cid Mustafá, fijando sus ojos en Suleimán.

Avergonzado, el antiguo rabino bajo la cabeza, pero Suleimán le tocó el hombro con cariño filial. —Mi Cid—dijo—, me he casado con una hija de las gentes del Libro, como nos permite nuestro Santo Alcorán, mas Alá me ha bendecido con el Islam y ¿quién somos nosotros para rechazar los dones del Señor? Antes de apostatar, me iría allende, mas antes del destierro lucharía.

—Bien dicho, hermano—dijo Cid Mustafá—. Si quieres luchar, has venido al lugar indicado. No tenemos muchas armas, mas nuestros muyahidines son valientes y conocemos estas montañas como las curvas de nuestras mujeres.

Todos rieron menos Suleimán, todavía virgen, e Isaac, quien tal vez pensaba en lo que le esperaba a su santa hija esa noche.

—Si vuestra merced me permitiera—dijo el novio para esconder su vergüenza—, tengo muchas ideas para mejorar la producción de armas.

—Mañana veremos—dijo el caudillo—. Ahora, goza de tu boda.

Así mismo sucedió. Ustad Suleimán se reunió con los jefes rebeldes y luego con los herreros y mecánicos de la comarca. Les enseño a modificar sus arquebuses y arbalestas para cargarse más rápido y disparar más lejos que los de los castellanos, y de las ollas y sartenes de las vecinas él fabricó cañones que tiraban bombas explosivas llenas de chatarra y fuego griego.

Un día, Cid Mustafá lo encontró en el jardín, sentado bajo un árbol de granadas con un cuaderno abierto sobre sus rodillas, tan concentrado en su dibujo que no escuchó al caudillo acercándose.

—¿Qué es eso?—preguntó Cid Mustafá.

—Una máquina—dijo Suleimán cuando se había recuperado del espanto—. Es una máquina de volar. Con materias adecuadas, podríamos construir una armada aérea para soltar bombas sobre el enemigo.

—¿Quieres decir que un hombre podría volar en tal ingenio? ¡Ya Alá!

—¿No es Alá quien sostiene los faluchos sobre el mar? Las aves vuelan por Su infinita gracia, pues ¿por qué no el hombre?

—Alá hizo al ave para volar y al hombre para caminar, ya Ustad. Y Alá no ama a los transgresores.

—Cierto, mi Cid, mas ¿diríais que por no ser pez el hombre no debería navegar en falucho?

Cid Mustafá no tenía respuesta, y a lo mejor le agradaba la idea de llover fuego del cielo sobre las cabezas de los castellanos. Pero Suleimán ya se había perdido en sus pensamientos.

—¿No es el cielo simplemente un mar de aires?—se preguntaba. —¿Y qué habrá allende el aire? ¿Y allende las estrellas?

Queriendo guardar sus oídos de escuchar cualquier blasfemia, Cid Mustafá dejó a Suleimán a solas, murmurando sobre la naturaleza del vacío y de la luz, del espacio y el tiempo.

Así transcurrieron varios meses. Suleimán pasaba sus días en el jardín con sus dibujos y sus ideas, y sus noches entre los brazos de su querida Rebeca.

Pero el avance castellano no paraba. De oriente y occidente se acercaban los tercios, bajo el mando del Conde de Tendilla y del mismísimo Rey Católico. Día tras día, llegaban más refugiados, muchas bocas para poca comida, y el hambre se hizo vanguardia del ejército cristiano.

Para ese entonces los sublevantes salían de razia contra los castellanos, montando emboscadas en los desfiles nevados de la sierra, llevándose cuantos caballos y reses pudieran y despojando cuantos vagones agarraran, sean de pan o pólvora. Ante las armas ingeniosas de Suleimán, caían diez cristianos por cada mártir musulmán, pero los castellanos venían más bravos y numerosos que hormigas. Tomaron ciudad tras ciudad, fortaleza tras fortaleza, hasta que sólo Alcalá de la Cima quedara, rodeado por sus enemigos como lancha entre los tiburones.

Al principio, los castellanos quisieron tomar el castillo por asalto limpio, ya que su artillería no alcanzaba y no podían minar en la piedra viva debajo de los muros. Los tercios se tiraban contra los baluartes con furia, pero sin resultado. Antes de que lograran treparse o batir los portones, cientos cayeron a las flechas y balas de los moros, que perforaban las corazas más fuertes como si nada.

Pero bala y flecha poco valían contra la hambruna. El castillo en que habitaban apenas cien almas en tiempos de paz casi estallaba con la gente de la aldea y los refugiados de ciudad y campo, más de mil hombres, mujeres y niños. Hacía tiempo se habían acabado las granadas, las naranjas y los dátiles del jardín, como también el pan y las viandas y todo animal lícito. La gente apenas sobrevivía de la grama y las ratas, y gracias al Más Alto que no había cerdos en el castillo o se los habrían comido también.

Cid Mustafá convocó a sus jefes, entre ellos Ustad Suleimán.

—Mis hermanos—dijo el caudillo—, la hora ha llegado de reconocer la realidad. Los castellanos son muchos y nuestros muyahidines pocos, y los refuerzos que esperábamos de África no aparecen. Nuestras mujeres y niños mueren de hambre, y nuestros soldados también. Pronto no tendremos la fuerza ni para defender el baluarte. Si los cristianos toman a nuestro Alcalá por asalto, nos acabarán a la espada. Nuestras mujeres terminarán en los lechos de sus captores y nuestros hijos se criarán como cristianos.

—¿Y entonces, mi Cid?

—Si nos rendimos ahora, tal vez nos den las opciones que ha mencionado Ustad Suleimán. Los que pueden irán allende, a África, y los que no pueden viajar, si se bautizan a la fuerza no es ningún pecado, que Alá Santo conoce lo que guarda el corazón.

Hubo un murmullo entre los jefes, pero hasta el muyahidín más fiero sabía que tenía razón.

—Id a vuestras casas, hermanos. Besad a vuestras mujeres y abrazad a vuestros hijos. Pasad la noche en oración, rogándole al Santísimo que nos abra otro camino, que Alá de todo es capaz.

Siguieron su orden. Después de su zalá nocturno, Suleimán se sentó junto con su Rebeca y con Don Isaac. Cada cual según su rito, rezaron al Altísimo que les sacara de ese abismo. Luego se acostaron a dormir, sin saber qué les aguardaba al amanecer.

Tal vez dos horas más tarde, Suleimán despertó. Estaba seguro de que no había sonado el azán de madrugada, pero una luz azulada entraba por la ventana.

Sin despertar a su esposa o su suegro, Suleimán corrió hacia afuera, donde los guardias y cuanto insomne deambulaba por la calle quedaban boquiabiertos, mirando al cielo.

Ahí en medio del patio flotaba algo como un ave enorme, rodeada de un aura azul como el fuego de San Telmo.

—¡Un ángel!—decía la gente—¡Alá nos ha contestado nuestras súplicas!

Suleimán miró al ave, recordando sus dibujos de máquinas voladoras, y sabía que se trataba de otra cosa enteramente.

—Es…una nave—dijo—. Una nave aérea.

La nave bajó lentamente al suelo. Una vez en tierra firme, se veía que no era más grande que una lancha común, sin contar las alas, que Suleimán notó que no eran como alas de pájaro, sino fijas como en sus dibujos. En lo que sería el pico del ave, abrió una escotilla.

El gentío aguantó la respiración, esperando tal vez que saliera Yibril o Mikal para anunciar el Día de Juicio, pero la que salió era una mujer. Era joven, morena, más alta de lo normal y vestida de manera extraña, pero sin nada que la denotara como más que una hembra mortal.

Habló en castellano, con un acento raro pero inteligible. —Buenas noches, mi gente. ¿Conocen al que le dicen Ustad Suleimán?

Suleimán jamás había visto a esa joven, quien no era granadina ni africana por su forma de hablar y vestir, pero no se sorprendió al oír su nombre. —A vuestro servicio, mi señora.

—Me llamo Sara Bint Ismail. He viajado desde muy lejos para verlo.

—¿En esa nave aérea?—preguntó—. Volasteis desde África me imagino, allende el mar.

—No de África, Ustad Suleimán. De mucho más lejos, en espacio y tiempo.

—No parecéis china… ¿Sois del Nuevo Mundo?

Sara se rio. —De un nuevo mundo. Usted no me va creer, pero nací en el planeta Darussalam, cerca de la estrella Sadelmelik, en el año 1492 de la hégira.

—¿1492 según los cristianos?—preguntó Suleimán. —Sólo estamos en el 906 de la hégira.

—De la hégira—dijo Sara otra vez—. De su futuro.

En otro momento, tal vez Suleimán hubiera dudado, pero ahí en el patio del castillo sitiado, mirando a la nave aérea que todavía chispeaba con fuego de San Telmo, nada le parecía increíble. —Le creo. Pedimos un milagro, una salida de este maldito hoyo. ¿Vos venís a salvarnos?

—Algo así. Me imagino que deberíamos ver al Cid Mustafá para explicarle la situación, pero según nuestras historias, son usted y Señora Rebeca los personajes que nos interesan.

—¿Mi Rebeca? ¿Por qué?

—Les explico luego.

Mientras tanto, los guardias habían levantado la alarma, y, acompañados de una multitud creciente, Suleimán y Sara procedieron al salón donde los esperaba Cid Mustafá.

—Traigan a Señora Rebeca—dijo Sara cuando se había presentado a Cid Mustafá—, para contarlo todo de una vez.

Cid Mustafá asintió y dos guardias salieron y volvieron después de unos minutos con Rebeca y su padre, los dos todavía sacudiéndose el sueño.

—Cid—dijo Sara—, Ustad, señora. Cómo les he dicho, vengo de un planeta lejano y de un tiempo futuro. Y sí, vine para sacarlos de aquí, a todos que aguantan en este castillo. Ya quisiera salvar a todos los moros de Andalucía, y a los judíos, conversos y moriscos también, pero no está en mi poder.

—He visto vuestra máquina—dijo Mustafá—. Apenas cabéis vos.

—Es sólo un transbordador, como la lancha que cuelga del galeón. Mi nave interestelar es más grande que este castillo. Ahora traza una órbita baja, lista para aterrizar en el momento indicado.

—¿Todos viajaríamos en vuestra nave?—preguntó Cid Mustafá.—¿Mas adónde?

—A Darussalam—dijo—. Pero les aviso. Es un viaje muy largo. Serán sus nietos los que primero pisen su nuevo mundo. Por eso quería que la Señora Rebeca estuviera presente. Según nuestras historias, es su nieto Uzmán Ibn Amín quien ha de ser el capitán de la nave y primer califa de Darussalam.

Suleimán y Rebeca se quedaron mirando, callados.

—No pretendo ser profeta ni adivina—dijo Sara para romper el silencio—. Para mí, recuérdense, esta historia ya sucedió.

—No—dijo Cid Mustafá—. Sería dejar todo lo que conocemos, todo lo que queremos ¿para qué? ¿Terminar nuestras vidas aborde de vuestra nave celestial? Alá nos salve de tal transgresión.

—Mi Cid—dijo Suleimán—. Le hemos pedido a Alá Santo una salida y Él ha respondido. Si nos rindiésemos a los castellanos mañana, nos espera la conversión, el destierro o la muerte…

—Con permiso—interrumpió Sara—, la conversión es un alivio fugaz. Dentro de ciento y pico de años, los castellanos van expulsar todos los moriscos de España, bautizados o no.

—Vamos allende, entonces, a África.

—África no les dará albergue permanente tampoco. Los españoles, portugueses y luego hasta los franceses e italianos van a conquistar a África. Va a ganar su independencia otra vez, sin duda, pero sólo después de siglos de esclavitud y colonización.

—Mi Cid—dijo Suleimán otra vez—, la Señora Sara nos ofrece algo mejor. Vamos allende, sí. Allende el mar, allende el cielo, allende las estrellas, para hacer un nuevo mundo de paz y prosperidad para todos.

—Veamos la nave entonces—contestó Cid Mustafá—. Quien quiera ir irá y quien quiera quedar se quedará, y que Alá ampare y proteja a todos.

La historia cuenta que en la primera noche de Noviembre de 1501 e.c., los tercios españoles rodeando el castillo de Alcalá de la Cima vieron un fenómeno celestial que los historiadores y astrónomos siempre han identificado como meteorito.

Lo que no cuenta es que los castellanos quedaron tan aterrorizados por el globo de fuego que cayó sobre el monte que abandonaron el sitio por varias horas, imaginando tal vez que se trataba de un hechizo diabólico africano o de la venganza del dios musulmán que había salvado a Meca de los abisinios y sus elefantes con una lluvia de roca fundida.

Lo que no cuenta es que cuando el fuego se había apagado y por fin los castellanos se atrevieron a escalar hasta el castillo, lo encontraron completamente vacío, como si Dios Santo se hubiera llevado a sus habitantes, así como promete la Biblia para los fieles cristianos.

Lo que no cuenta es que mientras los soldados de Fernando e Isabel se escondían las caras de tal hecho espantoso, los moros de Alcalá de la Cima se subieron uno por uno a una nave espacial tan grande que contenía alcobas y estudios, granarías y jardines, alcantarillas y fuentes como una pequeña ciudad.

Lo que no cuenta es que cuando Ustad Suleimán llegó al final de la pasarela con su esposa, lo paró Sara Bint Ismail.

—Lo siento—le dijo—. Usted tiene deberes importantes aquí en la tierra.

—Pero dijisteis que Rebeca tiene que viajar…que ya ha viajado.

—Ella sí. Usted no.

—Pero nuestro nieto… ¿No queréis decir que Rebeca debe casarse con otro?

—Claro que no. Es su nieto… tu nieto, Suleimán.

—Entonces ¿cómo?

—No te quise decir hasta que estuviese segura—dijo Rebeca—. Estoy encinta.

—¡Al-lahu Akbar!—dijo, su gozo por la noticia templado por la idea de separarse de su amada esposa, la idea de nunca conocer a su hijo. —Mas ¿por qué me debo quedar?

—Eres un genio, Suleimán. Debes formular los principios científicos que harán posible el vuelo espacial. Debes conservar la memoria de lo que ha pasado aquí y transmitirlo a las siguientes generaciones.

—Pero ¿cómo?

—Vete a Granada. Bautízate si no hay remedio. Darussalam no es para los musulmanes solamente. Estudia, trabaja, búscate un discípulo que siga el trabajo cuando te has ido.

Lo que no cuenta es que Suleimán lloró más por quedarse que Boabdil por irse.

En El Último Suspiro, Don Xavier le contará la historia de Ustad Suleimán y su Rebeca, pero no la leyó en ningún libro, ni lo escucho de ningún tatarabuelo morisco. En realidad, Don Xavier es descendiente de gallegos que colonizaron el valle después de la partida de los moros. La historia se la conté yo la primera vez que vine a ver el castillo de Alcalá de la Cima con mis propios ojos.

Le contará la historia de Ustad Suleimán y Rebeca, pero no la historia de aquel extranjero que pasa casi cada noche en la terraza del café, esperando una llamada que nunca viene.

Es que no le conté esa parte de la historia. Es la historia de un Ustad Suleimán derrotado, quien cambió su nombre a Juan Pérez y embarcó para las Indias, su cabeza llena de ideas y su corazón de soledad.

Es la historia de sus discípulos que han pasado quinientos años estudiando la física y astronomía, la química y metalurgia, en búsqueda de la solución del viaje interestelar. No hemos logrado todavía construir una nave espacial, pero he resuelto otro aspecto del problema.

La nave de Sara Bint Ismail partió del planeta Darussalam en el año 1492 de la hégira, que es 2070 e.c. Sabemos que viajó al pasado en su trayectoria a la Tierra, pero no en su vuelta a Darussalam. Entiendo que la energía requerida para el viaje era tanto que no se pudo producir dos veces. Entonces ¿en qué año llegarían a Darussalam? ¿Tendrían tiempo para desarrollar la base intelectual e industrial como para fabricar naves espaciales y máquinas de tiempo? Creo que por eso encargaron a Ustad Suleimán a seguir la investigación aquí en la Tierra.

Por fin he logrado resolver las ecuaciones del viaje temporal, y sé cómo implementarlo. He preparado un mensaje para transmitir a Darussalam, aunque tardará décadas en llegar.

Tenía un puesto en el Observatorio de Arecibo, y logré enviar el mensaje hace tiempo, pero después del desplome del radiotelescopio, me quedé sin medio de recibir cualquier respuesta. Gracias a dios, unos amigos encontraron trabajo en el Observatorio Allen, dedicada a la búsqueda de inteligencia extraterrestre, y prometieron avisarme si detectan alguna señal de la dirección de Sadelmelik.

Ahora paso las noches en el café de Don Xavier, mirando al cielo sobre el castillo de Alcalá de la Cima, donde Sadelmelik brilla como un pequeño sol, esperando la señal que dirá que la nave ha llegado, que la Andalucía celestial se ha realizado, que mis esfuerzos y los de mis predecesores no han sido en vano. Ahora, como anda el mundo, Darussalam hace más falta que nunca ¿no?

Hasta que no me llamen ¿cómo sé si la historia realmente sucedió o si fue cuento de hadas?

El tiempo se está acortando. Si no llega mi mensaje a Darussalam, tal vez la historia no ha de acontecer, no habrá acontecido.

Esta noche, como todas las noches, me quedo aquí en la terraza, escuchando a Don Xavier contarles el cuento de Rebeca y Suleimán, mientras espero la llamada.

Don Xavier deja el cuento y me echa una mirada.

Me está sonando el celular.


Jibril Stevenson se graduó de la Universidad de Puerto Rico hace más tiempo de lo que quisiera reconocer y ahora cursa estudios graduados en lingüística en el este de los EEUU. Su ficción especulativa se ha publicado en Toyon Literary Magazine (en inglés y español), y en Sci-Fi Lampoon, Cosmic Horror Monthly, New Maps y unas cuantas antologías en inglés. Además de ficción especulativa, escribe wésterns, notablemente la novela corta The Pasha of Texas, publicada en la antología Revenge in Three, inspirada por El Conde de Montecristo.

Búsquenlo en https://jibrilstevenson.wordpress.com o @JibrilStevenson en Twitter, IG y varias plataformas sociales emergentes.

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