ARGENTINA |
—Usted tiene un muy buen pasar, señora Bristol. ¿Es así?
—Es así. Aunque por razones muy dolorosas. Se debe a una compensación. Mejor dicho, a una indemnización por la muerte de mis padres.
—¿Cuando quedó huérfana, señora?
—Llámeme Helena. Era una niña. Tenía dos años cuando ellos murieron.
—¿Qué les pasó?
—Fue un 1954. Vinieron a Japón para festejar su décimo aniversario de bodas. Yo me quedé con mis abuelos maternos. Si no, también habría fallecido.
—Un accidente.
—No. No exactamente. Fue cuando Godzilla irrumpió en Tokio.
—Disculpe la pregunta, pero, ¿murieron aplastados?
Meneo la cabeza.
—Fueron un, como se dice, daño colateral. Un cabo disparó una bazooka y el proyectil fue a dar en la boca del subterráneo donde se refugiaban mis padres. Murieron junto a otras diecisiete personas.
—¿Sabe el nombre del cabo?
—Claro: Kin Suzuki.
—Disculpe por tantas preguntas, señora Bristol, pero debo estar bien preparado para hacer bien mi trabajo. Me va la vida en ello. Y también a usted.
—Le pagaré lo acordado, no se preocupe por ello.
—Aún tengo dudas con respecto a su encargo. No sé si lo aceptaré.
Bajo a mi mascota y ato su correa a la pata de una mesa. Los perros son lobos atrofiados, pienso. Su violencia es mínima, casi decorativa. Va a observar lo que el asesino va a hacerme. No ladrará, no emitirá sonido alguno. Es un animal pequeño, inútil para defenderme. Una compañía estética, un exdepredador domesticado, casi como todos nosotros.
—Aceptará, señor Maddox. Su tarifa es adecuada. Además, tengo más que dinero para ofrecerle.
Sé que parte del oficio del asesino es llevar una vida discreta. Y solitaria. No puede confiar en nadie y mucho menos involucrarse sentimentalmente. Debe recurrir a prostitutas, pero esa profesión tiene límites muy claros. Me recuesto en el sillón. Abro mi vestido para que pueda contemplar el delicado tatuaje de la serpiente mordiéndose la cola en mi cuello, mis pechos y los aros que atraviesan mis pezones y ombligo. Separo las piernas para enseñarle mi entrepierna depilada.
—Puede penetrarme por dónde y cómo desee. Pero primero debe lamerme.
Aún en éxtasis, el rostro del señor Maddox es hierático. Como el de un mal actor o el del eficiente ejecutor que se supone que es. Volteo mi cabeza, en el televisor transcurre sin volumen uno de esos crueles programas de concurso japoneses. Dirijo la mirada al techo, la esmerada iluminación de las habitaciones de hotel es uno de los tantos puntos altos de la cultura nipona. Veo la luz y, por un tiempo, ya no veo nada más.
El señor Maddox se ha recompuesto. Vuelve a estar sentado frente a mí, frío, distante. Yo he dejado de sangrar. La mascota está sobre mi regazo, dócil, estúpida. Él ha aceptado el encargo. Queda ajustar detalles, por supuesto. Se aclara la voz.
—Entonces quiere eliminar a Suzuki, el asesino de sus padres.
—No. —Está confundido. No lo culpo, mi historia aún no ha terminado. Debo ser más precisa—: Al comprender que su error había causado la muerte de muchos inocentes, el cabo Suzuki cometió seppuku.
—No soportó la culpa.
—Más bien creo que el suicidio estaba en el contrato laboral. De no hacerlo, su familia se sumergiría en la deshonra y no cobraría pensión alguna.
—¿Entonces…?
Saco de mi cartera la foto de un hombre. Un japonés de setenta y tantos años y rostro afable. Viste pantalón claro y camisa a cuadros de mangas cortas. Se la alcanzo.
—¿Lo conoce?
—Jamás lo he visto.
—En realidad, al igual que millones de personas, debe haberlo visto decenas de veces. Aunque no así. Su nombre es Haruo Nakajima. Nació en 1919, es actor, una celebridad desconocida. Personificó a Godzilla en múltiples películas. Se retiró en 1973. Es el verdadero responsable de la muerte de mis padres.
Maddox sigue perplejo.
—¿Es que aún no lo entiende? Antes del CGI, el cine japonés usaba para filmar un misterioso proceso mágico o técnicas secretas. Despreciaban el stop-motion y otros procesos occidentales. Sus dioses, o sus expertos, transformaban a los actores de traje en kaijus verdaderos. Monstruos enormes que eran liberados en mares o ciudades. La destrucción que causaban era real. En épocas de alto desempleo, la reconstrucción era una buena alternativa. Las fuerzas armadas japonesas colaboraban en las filmaciones. Poco tenían que hacer bajo la estricta mirada del ejército de ocupación. ¿Se ha fijado alguna vez en el realismo de las escenas de las víctimas? El miedo, las corridas desesperadas… no eran una actuación. Los extras, las multitudes aterrorizadas, eran personas normales que estaban en el lugar incorrecto en el momento inapropiado. Bajas aceptables. Como mis padres.
La mirada del Señor Maddox está vacía. Aun sin fijar su vista en la luz, no ve.
—Le recuerdo que aceptó matar a quien yo le indicara. ¿Va a echarse atrás ahora?
—No. Cumpliré el contrato. Mataré al viejo. Solo una pregunta más.
—¿Sí?
—¿Por qué dejó pasar tanto tiempo?
—Cuestiones personales que no le incumben. Tengo un pedido que hacerle.
—¿Cuál es?
—Quiero ver cuando lo ejecute.
El viejo camina con paso lento, sujeta con su mano izquierda una bolsa de papel. Los pantalones beige le quedan un poco cortos. Lleva medias grises, gastadas zapatillas claras. No luce amenazante sin su traje de reptil atómico.
La taza de café yace helada entre mis manos inmóviles. Maddox me dijo que sería fácil conseguir algún punto elevado en las cercanías. Alquileres sobran en la zona. Comienza a hacer calor, las calles se pueblan, temo que haya demasiada gente alrededor del objetivo y el plan falle. El ruido del ambiente crece.
El anciano hace algo inesperado. Se detiene frente a una vidriera y entra a la tienda. Tarda interminables minutos en salir. ¿Habrá visto al tirador? Ser víctima de tantos disparos debe haber curtido su instinto. Aprieto la taza con todas mis fuerzas, pero se niega a quebrarse. Entonces Nakajima sale del local. Ha comprado un pequeño auto azul de madera. Quizá para su nieto varón.
El niño nunca lo recibirá, al menos no de las manos de su abuelo. No escucho el disparo, solo veo sus efectos. La cabeza de Nakajima se sacude en un espasmo seco. Se inclina hacia atrás por el impacto que recibe en su frente. Su nuca estalla en una nube roja por donde sale el proyectil. No emite un rugido poderoso, ni siquiera gime. No hay reflejo alguno, la muerte es instantánea. “Pulcra”, tal cual prometió Maddox.
El contenido de la bolsa se desparrama en la vereda. Su cuerpo inerte se desploma. Nakajima cae sobre el auto azul sin romperlo, más bien es el juguete el que parece incrustarse en sus costillas, intacto. El cuerpo viejo no aplasta a multitudes inocentes al caer, solo a un par de flores amarillas en un cantero. De los orificios de su cráneo brota humo blancuzco. Su boca no emite ningún rayo destructor, solo deja salir una dentadura postiza. Aunque no alcance a verlo, no habrá una lengua reptiliana bífida escapando de sus labios, más bien será seca, gastada y oscura.
Los transeúntes, esos que décadas atrás huyeron de él, se acercan asombrados. Si supieran quién es, patearían y escupirían el cuerpo del mayor asesino de la historia reciente de Japón. El ambiguo dios salvador-destructor yace muerto en una calle cualquiera. Pero no lo reconocen. Inútilmente, tratan de ayudar. Ha valido la pena cada una de las cicatrices que me dejó el encuentro con el asesino. El dinero del gobierno nipón ha servido para suplir la falta de justicia por una venganza eficiente. Llamo al mozo, por señas le pido otro café para presenciar el final de la historia. Se escucha, lejos, una sirena policial.
Pinku Eiga es un género de cine japonés que combina porno soft y violencia. [N. del A.]