Revista Axxón » «Lambach, 1897», Juan Keller - página principal

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—¡No! ¡No pueden encerrarme! —gritó el reo con marcado acento extranjero. Los guardias lo empujaban por el pasillo de la cárcel—. Ese monstruo mató a mi familia, mató a millones —concluyó entre sollozos—. ¡Esperen!

Violentamente ntentó zafarse, tenía las manos y la ropa con sangre seca. Uno de los guardias dudó por un instante.

—Llévenselo —le dijo el cabo. Todavía no lograba creer que algo así hubiera ocurrido en el pequeño y tranquilo pueblo austriaco. Se preguntó si alguna vez podrían desprenderse del horror.

—¡Insensatos! —chilló el reo con más fuerza que antes—. ¡Yo los salvé! ¡Yo salvé al mundo!

El golpe seco de una cachiporra, y el pasillo se inundó de silencio. Los guardias arrastraron al detenido y lo arrojaron en la última celda.

—¿Ese es el asesino? —preguntó una voz aguda a espaldas del cabo.

Ampliación

Ilustración: FRAGA

—Sí, comisario.

—Todavía no tengo su informe.

—Disculpe, señor. No he tenido tiempo de terminarlo.

Los guardias salieron, dejándole la llave del calabozo al cabo.

—Descríbame los hechos —ordenó el comisario.

—La directora del coro infantil de la iglesia fue testigo. Vio a un hombre de aspecto amable que detuvo al grupo de niños que salían del ensayo. Les daba caramelos mientras les preguntaba los nombres. A uno de los más chicos, un pequeño de ocho años, pálido y débil, lo separó unos pasos. Delante de todos, le destrozó el cráneo con una barreta que escondía en su abrigo.

—¿Quién es el detenido? No lo había visto antes en el pueblo.

Para el comisario los foráneos solo significaban problemas. Esperaba que el nuevo siglo ordenara la situación.

—No es de aquí —dijo el cabo—. Hablé con él brevemente. Después de cometer el crimen tuvo la posibilidad de escapar, pero se quedó sentado junto a la víctima. Aunque lo rodearon, los vecinos no se atrevieron a acercarse demasiado.

—¿Cómo se enteró del incidente, cabo?

—Yo estaba en mi puesto de guardia frente a la abadía, con Klaus, el novato. Nos alertó el griterío de los niños que huían. Fuimos hasta la escalinata del coro. Al llegar y ver lo que había pasado Klaus se desmayó. No puedo acusarlo de cobardía. En veinte años de servicio nunca fui testigo de algo así. Parece que el chico levantó los brazos para protegerse del ataque. Los golpes le arrancaron varios dedos. Había dientes, mechones de pelo y restos de cráneo esparcidos por la calle, la vereda y hasta las paredes. —Los ojos del veterano policía se volvieron líquidos. Recuperó la compostura y, como si no quisiera pensar en la víctima, continuó—: Fue raro. Cuando me acerqué, el asesino temblaba, pero a la vez… se veía feliz. No, feliz no: aliviado. Jugueteaba con los caramelos.

—Continúe —dijo impaciente el comisario.

—Estaba desarmado. El hierro había quedado clavado en la cara del niño, en un ojo. —Se estremeció—. El hombre estaba lleno de sangre. Sus manos tenían… partes del cerebro del chico. No se resistió cuando le puse las esposas. Lo revisé, no tenía documentos. La única seña particular que noté fue un número inscripto en el antebrazo izquierdo. Lo interrogué: dijo llamarse Jacob Bronowski y ser un científico polaco que había llegado a Lambach el jueves pasado. Después mencionó algo muy extraño.

—¿Qué? —presionó el comisario.

—Que nuestro futuro era su pasado. Que venía del año 1949 —el cabo hizo una larga pausa y tragó saliva—, que había inventado una máquina que le permitía viajar en el tiempo y que la guardaba en una habitación que alquiló.

—¿Le preguntaron por qué mató al chico?

—Eso no lo alcancé a preguntar. Yo estaba confundido. En ese momento apareció el padre del niño, un funcionario de aduanas. No sé quién le habrá avisado. Se abalanzó sobre el extranjero, pero pude contenerlo. Entonces unos vecinos tomaron coraje e intentaron linchar al homicida. Por suerte Klaus ya se había repuesto. Nos costó mucho separarlos. Lo trajimos aquí.

El comisario suspiró y se pasó las manos por la cara. Un demente, pensó.

—No parecía loco —dijo el cabo como si pudiera leer la mente de su superior—. De hecho, se comportó bien en la comisaría. Eso fue hasta que llegó el juez y le contó que una turba había dado con su habitación y quemado todas sus pertenencias. Entonces sí enloqueció. Se volvió incontrolable, desquiciado. Intentó golpear a un guardia y escapar. Fue cuando usted llegó.

—¿Ya trasladaron al niño a la morgue?

—Sí, ¡pobre criatura! Sus…

Un tumulto que provenía del exterior los interrumpió. Abrieron la puerta de la oficina y se toparon con dos guardias que forcejeaban con un joven de unos dieciocho años. Se lo veía enajenado, la cara roja, echaba espuma por la boca, sostenía un revólver que apuntaba al azar. Rápidamente el cabo se adelantó y le dio un golpe en un costado de la cara, eso lo desmayó. Uno de los policías tomó el arma y la guardó en su ropa. El otro sostuvo el peso muerto y lo apoyó contra la pared.

—¿Conoce a este loco? —preguntó el comisario.

—Es Klaus.

Al escuchar su nombre, el joven pareció volver en sí.

—¡Debemos organizarnos! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Acabar con estos cerdos que nos contaminan!

—Pónganlo en el calabozo —ordenó el cabo.

Los guardias levantaron al joven y lo arrastraron, pero este no dejaba de aullar.

—¡Hay que acabar con los extranjeros! ¡Con los judíos!

El comisario le hizo una seña al cabo, y volvieron a la oficina.

—¿Quién es este Klaus? Todo el mundo ha enloquecido hoy.

—Es el novato que estaba conmigo esta mañana. Voy a tener que exonerarlo. Quizá contemplar el asesinato del niño fue demasiado para él.

—Sí, el niño, ¿cómo dijo que se llamaba?

—No lo dije: Adolf Hitler.


Juan Keller (Mendoza, Argentina) se describe como músico, escritor, nihilista. Lidera la banda Las Flores del Mal con la cual grabó los álbumes Plasma, Orgánico y Bi. Como solista, realizó una serie de EPs titulados Híbridos compuesta por nueve volúmenes a la fecha. Administra el sitio https://www.sondarecords.com. Apasionado de la ciencia ficción y el terror. Ha publicado textos en diarios, revistas y antologías de Argentina, México, Colombia, Chile, Venezuela, Uruguay, Perú, Ecuador, Bolivia y España.

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Una Respuesta a “«Lambach, 1897», Juan Keller”
  1. Nicolas Delacarta dice:

    Me gusta como empezo. Muy bueno!!!

  2.  
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