«Subsecretaría de Enigmas», Walter Claus
Agregado en 1 septiembre 2024 por richieadler in 307, Ficciones
ARGENTINA |
Frío y viento; una clásica noche invernal en la Patagonia. Es domingo, y en menos de media hora serán las nueve de la noche. Sobre el horizonte, Orión se alza en la bóveda nocturna. Lo acechan hoy los cuernos grises del cuarto creciente, actualizando así el drama zodiacal del hemisferio. Yo, por mi parte, acá abajo y con mucho menos glamour, me propuse sacudirme el domingo de encima con una sesión de trekking urbano.
Ahora bien, para que una buena caminata por la ciudad costera de Puerto Madryn sea considerada como tal, debe finalizar, como mínimo, a los pies del indio; cualquier cosa fuera de eso es, en mi opinión, pura holgazanería.
Para quien no esté familiarizado con la ciudad, cuando digo a los pies del indio no me refiero a otra cosa más que al Monumento al Indio Tehuelche, poblador natural de estas tierras. Erigida en bronce allá por mil novecientos sesenta y pico, la obra del renombrado escultor Luis Perlotti —una figura humana de algo más de dos metros de altura— se encuentra hacia el extremo sur del casco urbano, en la zona de Punta Cuevas, camino al Ecocentro Pampa Azul. De pie en su pedestal de roca, el indio escruta para siempre el acceso al Golfo Nuevo, allá donde las aguas de la bahía sin fondo delimitan el horizonte. Una de sus manos sostiene un arco tehuelche, la otra le hace sombra sobre los ojos.
En lo personal, la marcha hasta el indio tiene mucho, sino todo, de hábito saludable. Exige lo suficiente como para despabilar cuerpo y alma, y cualquiera que lo intente al menos dos veces por semana, desde el muelle Piedra Buena —unos nueve kilómetros en total, ida y vuelta—, comprenderá a qué me refiero.
Pero más allá de la apreciación subjetiva, la visita al indio goza de un encanto que le es propio. Tal es así que con el correr de los años parecería haber establecido una suerte de mandato en el ADN de los lugareños; una especie de ritual latente que, puesto en palabras, podría decir algo así: «Todo buen madrynense, nacido y criado —o adoptado—, debe dirigirse al indio en cualquier momento de la semana, del mes y/o del año, solo o acompañado, rodearlo y emprender el regreso».
Y es precisamente ese mandato el que pretendo cumplir esta noche.
Hace unos cinco o diez minutos estaba a la altura de la rotonda de la universidad —la octava, si no me equivoco, bajando desde el norte sobre el boulevard Almirante Brown (antes del hotel Territorio)—. Ahí, el frío viento en esta noche de junio me congeló los huesos. ¡Patagonia querida!
Ahora estoy algo más lejos; avancé unos trescientos metros por la kilométrica rambla hasta la rotonda siguiente, previa a la lomada que desemboca en el monumento.
No hay caso. El ventarrón helado y seco no da tregua —tres o cuatro grados afuera de mis ropas, no más—, se embolsa en la capucha de la campera anestesiándome la cara y sus componentes. Me pregunto si vale la pena. Quiero decir, podría venir mañana, este clima es cosa seria.
Podría, pero no.
Avanzo a barlovento otros cientos de metros (ya no siento las orejas ni la nariz). A mi derecha, San Francisco de Paola parece seguirme con la mirada. El calabrés fundador de la Orden de los Mínimos, santo protector de los hombres de mar, abre los brazos en lo alto de un pedestal. Tras él su cruz. Le hago una reverencia apenas perceptible, cruzo el boulevard y comienzo a trepar —¡por fin!— la pendiente, el último esfuerzo.
Me detengo a la altura del Museo del Desembarco. Me detiene, en realidad, una urgencia por lo primero celosamente contenida largos kilómetros (más o menos desde “la galesa”, o, mejor dicho, desde el monumento «A los Colonos Galeses»; otra obra de Perlotti, esta vez en la zona costera céntrica de la ciudad, a unos cuatro mil metros de donde me encuentro en este momento). Amenazado por una presión uretral sin nombre, rodeo el museo por las escaleras adyacentes, gano la playa y ahí mismo, al castigo del viento, doy por satisfecho el trámite. Frente a mí las luces de la rambla y del Rayentray resaltan en la oscuridad, reflejadas en la arena húmeda que dejó el reflujo de la última ola.
La imagen parece un óleo recién pintado.
El aire huele a… como a hielo y algas, y la arenilla que arrastra el viento me pega en la cara —se escurre por mis barbas y cae sin remedio en la bufanda—, echándome del lugar. Doy media vuelta y encaro la rambla, pero algo capta mi atención: un resplandor mortecino sobre la playa, entre el museo y la ermita de Nuestra Señora de Schoenstatt.
Curioso como un gato, no puedo con mi genio; me alejo de las escaleras y camino cautivado hacia la luz.
Sobre la playa, una pared de rocas arcillosas me cierra el paso.
Miro para arriba y veo claridad.
Estoy cerca.
Trepo los pedruscos, pero están húmedos; me resbalo y caigo de espaldas. La &*^% madre. Vuelvo a subir —esta vez fijándome dónde piso—. Salgo a un sendero de arena; lo sigo unos cuantos pasos hasta que me es imposible continuar. A mi izquierda, las espaldas de la ermita con su cruz en lo alto; a mi derecha el museo. Frente a mí una puerta doble, oscura y maciza. Sus hojas encierran una suerte de nicho. Una de ellas está entreabierta; la nubecita gris de mi respiración se hace visible contra la claridad del interior.
¿Y esto qué es? Conozco el lugar de memoria y juraría que ayer mismo no existía. Sin estar completamente de acuerdo conmigo mismo, estiro la mano hacia la hoja entornada; se mueve antes que la toque, supongo, por las ráfagas patagónicas que soplan ahora a mis espaldas.
Hacia el fondo del nicho, otro acceso, algo más angosto y bajo, deja ver un pasillo iluminado; al final, sobre el suelo, una compuerta abierta. ¿Y eso?
Miro alrededor pero no hay más nadie. Me inclino, estiro el cuello y miro de nuevo —la escena me atrae como un vaso de agua en el desierto—. Casi sin pensarlo empujo la hoja y avanzo. Para mi sorpresa, la escotilla da lugar a una escalera de servicio que baja recta y bien iluminada al menos tres o cuatro metros.
Supongo que en cualquier momento, en nombre de la propiedad privada alguien me va pedir que me retire, así que espero.
Los minutos pasan.
El viento aúlla como un lobo afuera del pasillo.
Los ojos se me van solos hacia la escalera y me siento un nene en una juguetería. La totalidad de mi instinto de aventura me incita a dar el primer paso y bajar. ¿Por qué no? Pero pienso en el ritual… no le puedo fallar al indio —estando tan cerca sería una picardía—. Otra vez será.
Sí, eso.
Giro sobre mis talones y retomo el camino que me trajo…
¿Qué está pasando?
Un impulso extraño me seduce, me doblega, y me dirige al pasadizo.
No ofrezco resistencia.
Estoy adentro. Una ola de calor parece reptar bajo mi piel, pero sé que es por el cambio repentino de temperatura. Me encuentro al final de un ancho pasillo inmaculado, iluminado con la luz más blanca que jamás hayan contemplado estos ojos míos. No se oye nada (aunque todavía tengo el eco del viento en las orejas). Avanzo con la timidez que me caracteriza hasta que una especie de callejón me sale al paso. ¿Un túnel?, ¿acá?
Gracias a mi sentido más honesto —el de la ubicación—, calculo que debo estar justo por debajo del museo y la ermita. O al menos eso creo… ¿No será todo esto alguna clase de sueño lúcido, mientras yo, en realidad, duermo plácidamente en mi departamento de la 28 de Julio al cien? Me pellizco el antebrazo para salir de la duda: me duele y suelto una puteadita que retumba en el pasillo (aparentemente soy el único que la escucha).
Y no, no es un sueño.
El lugar desprende ese extraño silencio perceptible, propio de espacios grandes y vacíos. Por lo visto, la construcción proviene del oeste con dirección al mar. —En realidad, lo contrario también podría ser cierto, quién sabe; no veo indicaciones de ningún tipo—. El túnel se ve impecable a pesar de estar pegado la playa; parecería no tener uso.
A simple vista diría que la vía está compuesta por alguna especie de plástico reforzado, color gris mate; aunque al tacto se asemeja más bien al acero, compacto y frío. Hacia el centro, sobre el suelo y en el cielo raso, se aprecian lámparas rectangulares de luz blanca empotradas en la estructura cada pocos metros; trazan dos líneas rectas de luz hacia uno y otro lado.
En cuanto a las paredes, en primera instancia parecerían de manufactura bastante ordinaria, como de hormigón común y corriente, pero una inspección más detallada me demuestra que no es así. Se trata de un material sintético de color pardo, tibio al tacto y sin poros. Todo en este lugar parece un pedazo de futuro incrustado en el presente. Miro alrededor y no puedo evitar pensar en Edward Bulwer-Lytton y su Raza Futura, aunque no veo ningún An dándome la bienvenida.
No sé qué hacer. Tanto hacia un lado como al otro reina la misma monotonía —me da la sensación de estar sobre una plataforma; tendrá, si no me equivoco, unos quinientos metros de largo, rectos como una flecha—. No veo la continuación del túnel hacia ninguno de los extremos y tengo la impresión que la construcción emerge de las entrañas del planeta. Podría tratarse de una parada, una estación o algo por el estilo. ¡Claro! El Museo del Desembarco.
Camino hacia el oeste, a mi derecha; los pasos y mi respiración interrumpen el silencio sepulcral. Avanzo por la plataforma hasta su fin. Confirmando mis sospechas, el túnel cae repentinamente en un ángulo demasiado pronunciado. Me acerco a la cornisa y miro. ¡Ah, la &*^%! Ninguna persona o vehículo podría remontar semejante pendiente. La estructura hace un codo a noventa grados sobre mi cabeza, y otro, cientos de metros más abajo —apenas creo ver el fondo—. Las luces en el techo y en la vía (ahora paredes) caen con el túnel, seccionándolo exactamente al medio.
Busco el celular en mis bolsillos y saco una foto del precipicio.
Según creo, debo estar en las inmediaciones de la última rotonda del boulevard Brown (o la anteúltima, si cuento también la del indio).
La temperatura acá abajo es estable, cálida y húmeda. Tanto que me sofoca (cara y manos parecen hervir). Me saco la bufanda, la campera y también el buzo; la arenilla que desprenden cae por el precipicio —¡el lugar está tan limpio que me da culpa!—. Sin alternativas emprendo el camino contrario.
Con el bulto de ropa bajo el brazo avanzo en dirección al mar.
Estaba en lo cierto: algo después del pasillo de acceso el túnel vuelve a bajar, aunque ahora en un ángulo apenas perceptible; se estira más y más, sin fin aparente, hasta donde alcanzan mis ojos.
Creería que estoy en estos momentos a la altura de las famosas cuevas en la playa —las mismas que, según cuentan, habitaron los galeses cuando bajaron del Mimosa—. Todo transcurre con normalidad, envuelto en una cierta armonía que me es familiar. Aun así, no termino de entender dónde estoy. ¿De qué se trata todo esto? ¿Una autopista subterránea?, ¿para qué?, ¿de dónde viene y a dónde va? Las preguntas se formulan por sí mismas en mi cabeza; preguntas, vale decir, absolutamente pertinentes.
Unos pasos antes del declive resalta en la pared un botoncito azul, carente de todo otro tipo de información visual (me llama tanto la atención como la escotilla en la entrada). Dudo, pero lo pulso al fin. Llamativamente, no se hunde como uno espera que lo haga un botón cualquiera, sino que se enciende, tiñéndome de azul el dedo índice y parte de la mano.
El sonido de un mecanismo neumático zumba sobre mi cabeza. Doy un paso atrás y observo. En el cielo raso, una puerta trampa se retrae sobre sí misma descubriendo un rectángulo oscuro. De él surge una escalera, idéntica a la que sirve de acceso desde la playa, que desciende y se afirma sobre la plataforma. Me acerco y la recorro con la mirada. Un pasaje se remonta unos cuantos metros. Veo claridad al final —debe ser una salida de emergencia al boulevard, o algo así—. Contra toda prudencia y todo sentido común, en desacuerdo con mis más racionales impulsos, subo primero un pie a la escalera, después el otro, y me afirmo con ambas manos del travesaño a la altura de mis hombros con la intención de escalar. Apenas cargo mi peso, sin embargo, la escalera tiembla y despega. Subo por el pasaje en penumbras. Hay poco espacio mas allá de mis hombros; el ambiente huele a ozono.
El mecanismo se detiene al final del recorrido y el silencio vuelve a llenar el espacio. Una luz blanca emana del techo, ¿dónde estoy? No en el boulevard, eso es seguro. A mis espaldas hay una cavidad rectangular, angosta y algo más alta que yo. Las paredes y el suelo parecen de acero (el lugar se ve tan higiénico como un quirófano). Con un paso estoy en su interior y siento una ligera claustrofobia.
Sobre el hermético muro frente a mí, a la altura de mis ojos resaltan dos protuberancias ovales. Están dispuestas horizontalmente, muy próximas entre sí, cubiertas por dos tapitas plateadas que se adaptan a sus contornos. En una de ellas, la imagen del Sol; en la otra, la Luna. Sobre ambas se lee: «Aurora Consurgens». A mi derecha, otro botón azul, igual al que encontré abajo. En cuanto mi dedo lo acciona, un zumbido sordo y las tapitas plateadas se retraen como párpados; al descubierto quedan dos óvalos relucientes como perlas. En su interior veo figuras en movimiento. Me acerco y focalizo. Reconozco lo que veo al instante: a lo lejos, la superficie del mar en el golfo azotada por los vientos. Algo más cerca, una escena típica: la rambla; las luces del boulevard; algunas personas caminando a pesar del viento. Más allá, el acantilado cae a las aguas.
Un momento; ¿este lugar…? El panorama me resulta familiar… ¡Los ojos del indio! Pero… ¿cómo? Creería que la imagen llega desde los ojos en la escultura hasta los míos a través de algún tipo de periscopio. Debo estar en el interior del promontorio de piedras que se ve desde afuera, inmediatamente debajo del monumento. ¡Ja! Estoy en el indio. De una u otra forma cumplí con el ritual.
Lo contemplo todo en el más absoluto silencio. Allá afuera, sobre la rambla, algunos van, otros vienen. Una pareja toma mates en un auto, otra se saca fotos en el monumento; hay un tipo con un termo bajo el brazo y un ciclista lucha contra el viento en dirección al Ecocentro. Todos ellos, conscientes o no, cumpliendo el mandato de la ciudad.
Ahora creo entender por qué el maestro diseñó al indio cubriéndose el sol con una de las manos. Resulta que es un puesto de observación camuflado de monumento, pero, ¿para observar qué, exactamente? Quién sabe.
El tiempo pasa y recuerdo dónde estoy.
Grabo un video del lugar con el teléfono y bajo del mismo modo que subí.
Desciendo junto al túnel. Por más que busco no veo huella alguna en la superficie, ni una mácula ni un indicio de nada. Después de unos cuantos cientos de metros doy por hecho que estoy aguas adentro.
Sobre las paredes, a la altura de mis hombros, una hilera de orificios circulares avanza en línea recta hasta donde puedo ver; tendrán no más de sesenta centímetros de diámetro cada uno, distanciados entre sí por algunos metros. Más allá de eso, el túnel mantiene su monótona impronta (y aparte de mis pasos y ocasionales silbidos no se oye más nada. Nada de nada).
Las perforaciones, de quizás un metro de profundidad, resultaron ser ventanas —si es que puedo llamarlas así—. Lo cierto es que veo el mar al final de ellas. En el agua la visión es casi tan clara como en el interior del túnel. Son exactamente las diez y veintiocho de la noche, por lo que la luz solar está descartada. Debe haber reflectores.
Pero eso no es todo. Estas «ventanas» merecen una mención especial. Según puedo apreciar, no disponen de vidrio alguno; en su lugar, alguna fuerza hidrorrepelente parece evitar el ingreso del agua. Estoy embobado por lo que veo. Es como si el túnel mismo perteneciera a otra dimensión, a una dimensión con la cual ni el polvo ni el sonido ni el agua del mundo exterior pueden mezclarse. ¿Y si meto la mano? Estiro el brazo, pero me contengo —quizás no sea una buena idea—; me conformo con tomar algunas fotos de las ventanas y del mar a través de ellas.
Las arenas se ven igual de pálidas que en las playas, aunque su aspecto es compacto y tieso. Acá y allá hay pedregones enormes. Están cubiertos por un musgo verde, opaco y espeso. Incrustados al lecho marino, dan la sensación de haber sido arrojados al golfo por algún gigante enfurecido.
¿A qué profundidad estoy?, ¿cincuenta metros?, ¿cien?
Imposible saberlo.
Un puñado de meros nada entre las rocas como en cámara lenta, en orden, en paz, tal vez atraídos por las luces. Cerca de la ventana algunos cangrejos se mueven entre las algas con su gracia particular, levantando a su paso una nubecita de partículas. Toda la escena parece sacada de algún documental de esos que pasan por el cable, y trae a mi mente las palabras de Emerson: «Hay aquí una santidad que avergüenza a nuestras religiones, una realidad que pone en tela de juicio a nuestros héroes. Descubrimos que la naturaleza es la circunstancia que empequeñece cualquier otra circunstancia y que juzga, como un dios, a cuantos hombres acuden a ella».
De pronto la calma se trastoca. Peces y cangrejos se dispersan.
¿Qué pasó?
En un santiamén la pecera natural quedó desolada, como si el simple hecho de observar hubiese disparado una alarma silenciosa. ¿O será que la naturaleza me juzgó indigno testigo de semejante obra?
Las luces en el exterior forman una burbuja de claridad que abarca unos veinte o treinta metros; más allá toda silueta se desvanece, toda forma es al instante devorada por una oscuridad inescrutable. Me da impresión de sólo mirar y devuelvo mis ojos a la franja iluminada —de todos modos, sin peces ni cangrejos el panorama parece un naufragio, apenas menos tétrico que el telón de ébano—. ¿Qué fue eso? Algo se mueve en la penumbra, ¿o no?
Un escalofrío me deja tieso. Lo que haya sido, fue fugaz.
No recuerdo haberlo dicho antes, pero el túnel tiene una disposición tubular con sendas estrechas a cada lado. Por una de ellas desciendo los pasos que me separan de la próxima ventana. ¡Ahí está otra vez! Definitivamente algo se mueve allá afuera. Una silueta se desplaza al otro lado del horizonte de luz. ¡Es enorme!Supongo que eso espantó a los peces.
Tengo la intención de correr hasta la próxima ventana, pero no lo hago; estoy magnetizado por el panorama.
¿Será…?
Algo de ese tamaño sólo puede ser… La imagen de una ballena cruza por mi mente. Inmediatamente después, como materializada a la velocidad del pensamiento, del oscuro telón surge un ejemplar. Frente a mí, el inconfundible morro de una franca austral ingresa poco a poco al área iluminada.
No sé cómo, pero estoy seguro que el submarino orgánico sabe de mi existencia. Lo veo avanzar en línea recta hacia mí. Estoy a salvo, lo sé, no hay contacto posible entre el animal y yo, pero mi mente reacciona más allá de la razón, por instinto, con baldazos de pánico. Tengo la garganta hecha un nudo; contengo la respiración. Siento los latidos del corazón agolparse en mi pecho y apreto bajo el brazo el bulto que hace la campera, el buzo y la bufanda. Una descarga de distintas impresiones nace en mi cabeza, me acaricia la columna y se dispersa por las extremidades.
Estoy tenso como un resorte; la ballena avanza…
A escasos dos o tres metros del túnel, sin embargo, el cetáceo vira a su izquierda. El nudo en mi garganta cede y cambio el aire de los pulmones con una profunda exhalación. Focalizo y recorro con la mirada los callos blanquecinos que se amontonan en la cabeza del animal. Su ojo, hundido en uno de ellos, se encuentra con los míos; nos contemplamos mutuamente hasta que escapa de mi campo visual.
El perfil de la bestia, de unos seis u ocho metros, bloquea el panorama como un paredón oscuro. Temblando de ansiedad, hurgo en mis bolsillos y saco el teléfono. Se me escurre entre los dedos y cae al piso… ¡la &*^% de la lora! Lo levanto y apunto a la ventana.
Tarde.
De un momento a otro el mamífero sacude su célebre cola y al otro lado de la ventana circular no veo más que un caos de arena y algas. Descargo la adrenalina corriendo hasta el siguiente orificio, aunque sólo veo al submarino perderse en la oscuridad.
Camino por el túnel como hipnotizado. Doy un paso tras otro como un autómata, sin poder pensar en otra cosa: fue el avistaje más particular de toda mi vida. El teléfono vibra en mi mano y me saca del trance. La pantalla me informa que son las veintitrés (la alarma para bañarme). La rutina me llama. El lunes, ese animal horrendo, empieza a mostrar el hocico.
Me doy cuenta dónde estoy y pienso en volver. Sí, por hoy es suficiente. De todos modos, la construcción avanza ininterrumpidamente hasta donde alcanzan mis ojos. Pego la vuelta y remonto el camino cuesta arriba.
Estoy de nuevo en la plataforma. El teléfono vibra —¿y ahora qué?—; lo busco entre la ropa. Son las veintitrés diez. «Ducha», dice la pantalla, otra vez.
Avanzo unos metros. Algo se acerca, puedo sentirlo. No veo ni escucho nada, pero estoy seguro que algo se acerca, tan seguro como que mi nombre es (…). Doy unos pasos y lo compruebo, no es una idea mía: algo asciende desde el abismo hacia el oeste. Veo luces. Dos reflectores surgen del precipicio iluminando el túnel aún más. Parece una suerte de… ¿vehículo?
Me encandilan esas mismas luces una vez que avanzan perpendiculares a la plataforma. Me cubro el resplandor con las manos y observo incrédulo. Distingo una gran ventana en el frente. Y poco más. Sea lo que sea, avanza en mi dirección. Corro hasta el pasillo.
Desde acá veo mejor. Agitado, tratando de controlar la respiración, apunto el celular como si fuera un arma y disparo la cámara un millón de veces. El aparato es un bloque rectangular —cinco o seis metros de largo por unos tres de ancho y quizás dos de alto—. La mitad inferior es gris; el resto marrón, igual que el túnel. No distingo ningún medio de locomoción. Como montado sobre rieles invisibles, el vehículo se desplaza invariablemente perpendicular al suelo; las luces del túnel parecen conectar con él de alguna manera y sospecho que tienen algo que ver con eso.
El ¿vagón?, o lo que sea, descansa ahora a mi lado. No emite el más mínimo vibrato audible y parece levitar en el aire. Me pregunto si es real. Estiro la mano para tocarlo pero un ruido me interrumpe. El sonido de una traba de aire resuena en el túnel; una puerta lateral se retrae frente a mí y tres escalones se posan sobre la plataforma. Intuyo que alguien —o algo— está por bajar y doy un paso al costado.
«Ciudad de Puerto Madryn, estación Del Desembarco. Próximo destino: Base Ultrasecreta en el fondo del océano».
Por unos instantes estuve convencido que alguna voz anunciaría algo así, pero no. Nada. El habitáculo permanece en silencio, inerte, y no baja nadie.
Me asomo por la puerta, está vacío. Adentro hay mucho espacio libre. No veo controles de ninguna clase, parece enteramente automatizado. Hay algunos asientos hacia la parte posterior. Se ven nuevos. Y cómodos. Hay carteles que señalan el uso de cinturones de seguridad.
Me agacho y veo debajo del móvil. ¡Lo sabía! Las luces empotradas en el túnel activan unos sensores sobre el piso del habitáculo; en el techo pasa lo mismo. No comprendo su tecnología, pero es evidente que esas luces sostienen y transportan el aparato. Tomo algunas fotos.
La estructura se ve liviana y resistente. Piso uno a uno los escalones y estoy en su interior —mis setenta kilos no la afectan de ninguna manera—. Mis espaldas dan al pasillo por el que entré hace algo más de una hora, y a la escalera, contra la pared del fondo. Arriba, la escotilla, la playa, el museo y la ermita; el viento, el frio, el golfo, la noche y el indio.
El teléfono vibra una vez más —«ducha» me informa que pasaron diez minutos desde la última vez que se activó—. De salvapantallas hay una panorámica aérea de la ciudad. La veo y pienso… el trabajo, el departamento, el auto; los amigos, la familia, los ahorros en el banco… Es un domingo de lo más extraño.
Adenda
El presente relato es una transcripción más o menos fiel de la información recopilada en el teléfono celular hallado el pasado domingo por la noche, junto a una campera, un buzo y una bufanda, sobre las piedras del Monumento al Indio Tehuelche, en la ciudad de Puerto Madryn, provincia de Chubut.
Nota
Tanto el propietario de los mencionados efectos personales (cuya identidad se mantiene en secreto por pedido expreso de su familia), como el acceso al mencionado túnel no han sido ubicados aún. Por su parte, numerosos testigos señalan que, en el lugar referido por el testimonio, no hay más que una pared.
Walter Claus tiene 41 años y vive en Villa Tesei (Hurlingham, Provincia de Buenos Aires). Es un escritor aficionado, que adquirió el gusto por la literatura, y en particular la ciencia ficción y el terror, en época reciente.
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: BENDITOS SEAN (nº 306).
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