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Archivo de la Categoría “208”

Argentina

La espiral se desplegaba lentamente y el tiempo se decantaba a su compás.

El cofre rojo latía sobre la silla.

Era el aniversario de su desalumbramiento, de su nuevo ser.

Y la espiral seguía decantándose.

Y el tiempo seguía latiendo.

Y el cofre rojo no cesaba de desplegarse.

Hacía nueve semanas-segundos que estaba de pie, frente a un cofre rojo que se decantaba lentamente, junto a una espiral que latía su intermitencia, en el centro de un tiempo que no cesaba de desplegarse.

Suspiró.

Decantándose a sí mismo, se desplegó en el latir de su cordura: loco, sano, loco, sano, tic, tac, tic, tac.

Esperó pacientemente los breves siglos-días que lo separaban de la próxima oleada de intermitencia roja.

Y en un instante deseó dejar de latir, y desplegarse en la decantación de una quietud, pero era imposible, ya no podía detenerse, era un río sordo y brutal que corría benévolo hacia su propia espiral: adentro, cada vez más adentro, extrañándose, alejándose, enloqueciendo.

Y el cofre rojo se cerró.

—¿Ha visto entonces, mi estimado ámigo? ¿Aún cree que puede vivir sin nosotrós?

El hombre acentuaba extrañamente las palabras: «ámigo», «nosotrós».

Su mente aún oscilaba entre este y aquel mundo de pesadilla.

Porque ambos lo eran.

Cerró los ojos y se concentró en un solo punto dentro de su cerebro.

Cuando los abrió, el hombre seguía mirándolo.

El otro policía a su derecha, se sentó a su lado y sujetó su mano.

—Vamos, amigo, relájese, eso sólo fue una muestra; únicamente 12 segundos de locura. Ahora piense. Imagínese una vida entera así.

Pensó por un momento en el asunto, recordó lo experimentado frente al pulso rojo que inhibía la hiperdroga, y sintió náuseas.

El hombre sentado frente a él le habló al policía a su lado.

—Le traeré agua, tú llévalo al baño para que se refresque. El pobre está aterrado.

Temblando y mareado, dejó que el policía lo condujese al baño, una vez allí se miró al espejo y vomitó.

El policía creyó que vomitaba por lo que había experimentado.

Él sabía que vomitaba por lo que era.

¿La realidad oscilante?

¿La locura consumiéndolo más allá de sí mismo, alienándolo, deshaciéndolo?

¿Es que eso era peor que la realidad?

Volvió a mirarse al espejo. Se concentró unos segundos en la imagen que tenía frente a sí, la cara que ahora portaba, la identidad que, se suponía, tenía en ese momento, la vida que encarnaba: Félix, Félix Kupka.

Soñó por un momento ser algo distinto, algo no humano, una estrella, una yubarta, una brizna de hierba. Cada cosa se experimentaba lenta y simple. Podía irradiarse ciegamente sin razón, luz pura escapando de sí misma; plasma, helio, gravedad… El canto melodioso y grave, la presión en la piel, el frío de las profundidades, los olores del agua… La tibieza del sol hecha azúcar, el viento, la nada.

Respiró profundamente. Allí estaba la hiperdroga. En las palabras que escucharía en unos instantes, en la radio, en cada información que recibía; rodeándolo, penetrándolo, sustituyéndolo ante sí mismo: la hiperdroga.

Y sin ella, la locura.

Así de simple.

—¿Ya se siente mejor, ámigo?

Miró al policía sin verlo, las pupilas en un punto sin foco más allá de la cabeza del sujeto que tenía frente a sí y que acentuaba extrañamente la palabra amigo.

¿Sería parte de la hiperdroga? Tal vez las palabras mal acentuadas eran marcadores, claves de reprogramación en su propio cerebro, detonantes de funciones grabadas inconscientemente en él.

—Mire, el suyo no es el primer caso que enfrentamos; no se preocupe, sabemos cómo tratarlo. Venga, acompáñeme, sólo está un poco confundido, ¿no le parece?

Félix caminaba sin ver por dónde iba, sólo miraba sin ver la cabeza de ese fulano que lo llevaba de vuelta al cuarto de donde habían salido.

Así solía mirar Félix a los hombres desde que había regresado; colocando siempre su mirada en un punto focal ubicado unos pocos centímetros más allá de la cabeza de su interlocutor, como si pudiera atravesarla pero sin poder hacerlo, fijando su vista en nada.

Lo ayudaron a sentarse nuevamente.

El hombre que lo había llevado al baño se dirigió al otro policía:

—Le decía a nuestro ámigo que no hay por qué preocuparse, que conocemos muy bien los casos como el suyo.

El otro asintió:

—Por supuesto. No es que sea un criminal ni nada de eso, lo suyo se enmarca más bien en un cuadro de… ¿cómo diríamos? «Negligencia».

Los policías intercambiaron sonrisas.

—A ver —retomó el primero—, vamos a ser claros. Usted es un hombre-afuera, un buen ciudadano que se dedica a explorar el espacio galáctico profundo. Va solo. Su mente divaga. Poco a poco deja de escuchar las cintas de lectura o los programas grabados. Se aísla. Se silencia. Y cuando vuelve, claro está, se ha desacostumbrado a la compañía humana, al modo social de vida, incluso al Lenguaje. ¿Es un delito? Sí y no. Lo es porque no se puede vivir al margen del Lenguaje. Y no lo es porque usted no lo hizo conscientemente, ¿no es así, ámigo?

Los ojos en donde estaría la nuca del tipo, aunque viéndolo de frente, Félix asintió en silencio.

—¿No te dije? Está tan acostumbrado a la soledad del espacio…

La frase detonó la memoria:

Truenos en el horizonte, truenos ensordecedores y regulares. Rítmicas descargas de energía. Pensó en el púlsar.

Treinta giros por segundo.

Como en una hojaldrada masa de realidad, este y aquel sitio se superponían y su mente se debatía por sostener los dos órdenes en simultáneo, una imposibilidad cósmica, una imposibilidad humana.

Había creído que huir sería suficiente, pero la locura iba con él, pacientemente sembrada por años de inoculación silenciosa. Quería escapar de la ponzoñosa combinación de ciertas locuciones.

Miles de millones de palabras tejidas de modo preciso y terrible: saludos, informaciones, lecturas, transmisiones, simples charlas… Cada palabra podía ser el vehículo de la hiperdroga, incluso aquella que pensaba secretamente, aquella con la que hablaba consigo mismo en su propia mente.

Sabía que había palabras terribles, combinaciones de términos que actuaban como detonantes, otras que lo volvían sumiso, interrupciones que lo sedaban y fonemas que lo enardecían. Sabía muy bien que la lingüística se había transformado en un arma política, en un instrumento de dominación, que el propio lenguaje era la cárcel en la cual habían logrado encerrar a la humanidad.

Sabía todo eso.

¿Lo sabía?

¿Y cómo lo sabía, acaso no era con palabras? ¿Y las palabras no eran el medio de su dominación?

Pero, ¿cómo pensar sin palabras? ¿Y cómo distinguir cuáles eran las palabras naturales del hombre y cuáles las que habían sido diseñadas para controlarlo?

El púlsar, ésa era su esperanza.

El ritmo básico del universo.

La frase terminó:

—…que ni siquiera contesta, sólo mueve la cabeza. ¡Vamos, ámigo, vuelva al redil! ¿Sí o no?

Por primera vez el tono del policía era agrio, feroz, brusco, como su mente.

Félix se sobresaltó y enfocó su vista en el rostro de su interlocutor.

Un solo segundo bastó y la náusea fue tan insoportable que volvió a vomitar.

—Bueno, bueno, cálmese, cálmese.

Una seña casi imperceptible coronó las palmadas que le daban en la espalda y el cofre rojo volvió a abrirse.

Todas las palabras superpuestas formaban un caos incesante.

Todas las palabras se superponían.

Era imposible descifrarlas. Eran todas ellas y todas juntas.

Cerró sus manos enormes y alternantes. Cerró sus ojos ondulantes. Cerró sus labios oscilantes y diminutos. Apretó con fuerza manos y ojos y labios y escuchó.

Por entre el caos algo latía treinta veces por segundo.

Como el aleteo de un colibrí, el púlsar lo llamaba.

Entonces todo cobró sentido, cada palabra llevaba a la otra, cada una conducía la siguiente en la trama de su pensamiento:

Apotegma, apoteosis, apofonía, apodíctico, apoastro, apocalíptico, apocromático, apostasía, apódosis, apocatástasis.

Abrió los ojos, las manos, los labios.

Se puso de pie e intentó hablar.

Un solo y simple sonido irracional salió de sus labios.

Los dos policías cayeron muertos.

 

La puerta del cuarto donde se encontraba parecía latir. Estiró la mano como quien desea algo muy lejano y sus dedos se estrujaron al chocar contra su superficie.

Asió el picaporte duro y esponjoso al mismo tiempo. Tomó una bocanada de aire y salió al pasillo.

La cordura lo golpeó de frente, fría y sin piedad.

Su mente casi se había acostumbrado a la ausencia de la hiperdroga, pero con las primeras palabras todo volvió a la «normalidad».

Salió del edificio con deliberada calma. No quería que lo notasen. Pero el terror le latía en las sienes y una lengua helada y porosa se deslizaba por su espina.

Alzó la vista y enfrentó al sol.

Un pulso homogéneo, constante, casi un continuo electromagnético emanaba del astro. Tan plácido, tan enorme.

Por unos instantes casi pudo ver, en su recuerdo, al púlsar: pequeño, denso, hecho de puros neutrones, girando furioso en el corazón olvidado de una vieja explosión. La materia apretada hasta el límite. Los chorros de energía radiando de su superficie, tiñendo de colores años luz a su alrededor. La estrella de pura furia girando treinta veces por segundo y emanando chorros de energía impía. Barriéndolo todo a su paso, destrozando, lanzando vientos de garras contra el universo entero. Gritando enardecida.

Fin y principio. Apocalipsis y apocatástasis a una.

Y el Sol tan calmo, tan gentil, tan condescendiente para con sus mundos… Al menos por un tiempo.

Era difícil mantener la vista fuera de foco, evitar los rostros, tratar de ignorar las voces.

Tras varios años de viaje interestelar, el mundo se había vuelto demasiado extranjero para él.

Su misión había sido extraña. La Autoridad Central de Metalingüística lo había seleccionado para explorar los confines de la galaxia en busca de la única fuente precisa de emisión estelar: un púlsar.

No era una misión astronómica, ni física, ni siquiera económica, sino lingüística y eso sólo significaba una cosa: dominio. Porque, quien descifrase la palabra esencial tendría a Dios en sus manos.

Un solo hombre en busca del origen del lenguaje, de su estructura.

La idea imperante que gobernaba toda la humanidad yacía en una simple propuesta: sólo pensamos con palabras y las palabras se forman en nosotros aún cuando no sabemos cómo se enhebran unas con otras. La estructura, la forma, la matriz del lenguaje es innata; nacemos con ella.

Pero la Autoridad suponía algo más, suponía que la lengua era anterior al mismo hombre, común a los animales e, incluso, anterior a la vida.

El universo visto como un enorme discurso consigo mismo.

Un fabuloso escrito hecho de materia-energía y vacío, no ya la música de las esferas sino la palabra del infinito mismo.

El Cosmos como soliloquio.

El nuevo gnosticismo lo había enviado, pues, a más de cinco mil años luz de distancia, al centro de la Nebulosa del Cangrejo, a visitar un púlsar cuyo ritmo seguía latiendo como un faro en el centro de su mente cada 0,032966464 segundos —allí, decían ellos, debía estar la palabra primordial, el Santo Grial de la lingüística, el lógos más poderoso— NP 0532 o PSR 0531 + 21 según los viejos catálogos astronómicos; PhKD 2882 según el catálogo metalingüístico, y la fuente de un código liberador para Félix. Un código que lo había transformado más allá de su propia comprensión.

Cruzó la calle trotando, cada regular paso a 0,65932928 segundos del otro.

Cuando entró en su departamento su pulso latía a exactamente 98,899392 latidos por minuto.

Trató de serenarse pero su mente sólo podía centrarse en una cosa:

¿Quién era él ahora?

Era la serpiente del Paraíso, lo sabía, traía un conocimiento para el cual el hombre no estaba preparado, uno que lo mataría. ¿O tal vez era el serafín con la espada flamígera, aquél que le impediría a la humanidad entrar en ese Paraíso en el que él había estado?

Corrió cuidadosamente la silla con ambas manos y la colocó frente al espejo. Se sentó y concentró sus ojos en su cara, con gran esfuerzo volvió la vista de la nuca imaginaria de su reflejo a su rostro reflejado.

Contuvo el aliento y tensó su estómago.

La náusea le era insoportable.

Cayó desmayado.

 

Despertó con su rostro hundido en un charco de bilis, evitó el nuevo vómito y se levantó tambaleante.

Había un pensamiento rondando por su mente, no sabía si era suyo, no sabía si pertenecía a La Autoridad, pero allí estaba y parecía estúpido ignorarlo: giraba sobre sí mismo y se copiaba una y otra vez en su consciencia: la palabra es anterior al púlsar pero el púlsar es anterior a la palabra – arbalap al a roiretna se raslúp le orep raslúp la roiretna se arbalap al – la palabra es anterior…

No tenía sentido.

No lo tenía.

No podía tenerlo.

Salió desesperado a la calle, la incómoda frase pugnando por roer su mente y él mismo pugnando por sacarla de allí: era una bomba lógica del gobierno, debía serlo; una simple frase plantada quién sabe cuándo en su inconsciente, lista para que, al detonar, destrozase a su huésped. Un «seguro» de la Autoridad, sin dudas.

Comenzó a caminar en círculos por una amplia plaza, la vista fija en el piso, golpeándose la cabeza con ambas manos, repitiéndose una y mil veces en su mente: No tiene sentido. No lo tiene. No puede tenerlo.

La lógica se caía hecha añicos y él la pisoteaba en cada giro, y cada giro era más rápido que el anterior. Pronto se encontró corriendo en círculos. La gente había comenzado a arremolinarse en torno a su órbita; pero él no los veía, no podía hacerlo: todos esos rostros, todo lo que él había sido y lo que ya no volvería a ser.


Ilustración: Valeria Uccelli

El golpeteo en la cabeza se volvió más preciso: 3,2966464 veces por segundo.

Corría tan rápido que el mundo se volvió borroso a su alrededor, y mientras todo parecía alejarse centrífugamente en un estallido de luz, Félix (si aún lo era) comenzó a sentir cómo todo dentro de él se derrumbaba.

Primero fue la lógica humana, tan limitada, tan pobre y pequeña. Luego fueron sus exiguos recuerdos. Finalmente su ya lejana identidad.

Entonces sus manos se hundieron en su cráneo, sin dolor, sin desmesura, de forma limpia y sincera. Sus pensamientos se enredaron en sus dedos casi como zarcillos cristalinos y humeantes. Su vida se escurrió brazos abajo, donde ya había una confusión de piernas y pulmones, sensibilidad y electrones, intestinos y memorias. Lo que alguna vez fue Félix se derrumbaba autísticamente sobre sí, como una serpiente que se come la cola y se deglute a sí misma. Ya nada en él tenía contorno: no había separación entre su conocimiento y su faringe, entre sus ideas y sus células epiteliales.

La presión de su propio ser se hacía más y más insoportable.

Caía sobre sí mismo porque él era la caída. Caía en sí. Caía en nada.

Y, finalmente, cuando ya no había nada más que unificar, cuando piel, hueso y pensamiento eran una sola cosa, sus electrones se derrumbaron sobre sus protones.

Y en un único sonido imposible —como dos chorros de radiación— dos extrañas e inarticuladas palabras surgieron desde los polos opuestos del ser que otrora fuese Félix: las primeras palabras que pronunciara desde su encuentro con el púlsar.

Y esa sola locución bastó para arrasar con todo un planeta.

 

 

Teresa Pilar Mira nació en 1972 y es argentina. Su experiencia en el campo de la literatura fantástica está relacionada con la investigación, ya que es Licenciada en Filosofía y para su tesis de doctorado trabajó con textos míticos y obras de ciencia ficción, género que para ella -confiesa- constituye una verdadera pasión. Hasta ahora su producción se había restringido a trabajos expositivos, artículos, informes y algunos ensayos, pero podemos garantizar que vendrán más ficciones de Teresa.

Hemos publicado en Axxón: INTERCAMBIO JUSTO (171), DEXTRÓGIRO (184)

 


Este cuento se vincula temáticamente con MÁQUINA DE SANGRE, de Hugo Perrone, LOS DIRIGIBLES, de Ricardo Curci, EL EFECTO TORTUGA, de Ricardo Giorno

 

Axxón 208 – junio de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Viaje espacial : Lingüística : Argentina : Argentina).