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Archivo de la Categoría “214”


ARGENTINA

 

El sonido inconfundible de madera astillándose selló su destino.

Donald sabía que estaba atrapado. La policía no iba a tardar mucho más en tirar abajo su puerta. Su única esperanza era terminar de programar la máquina. Un solo error le costaría una vida en la cárcel.

Muy concentrado, casi ni se percató de que la puerta era derribada. Una sola instrucción más. Bien, ya estaba. Se paró. Ahora, si sólo pudiera…

El peso de dos policías corpulentos lo tiró al suelo. Estaba consciente de que si trataba de resistirse sólo iba a empeorar su situación, ya que el único ejercicio al que estaba acostumbrado era la caminata desde su casa a su laboratorio. Sometiéndose sin luchar, permitió que lo esposaran y se lo llevaran. Ya no quedaba nada por hacer más que rezar para que las cosas salieran bien.

 

Lyons miró ansioso al primer testigo. Le habían confiado este juicio, el primero para él, porque a priori parecía que era pan comido, una oportunidad ideal para demostrar que merecía su ascenso reciente a la posición de asistente del Fiscal de Distrito. Todos los implicados habían confesado, esperando que las autoridades redujeran sus sentencias. Todos, excepto Donald Healey.

Montañas de evidencia documentada, así como todos los dedos acusadores apuntaban directamente a Healey. Sin embargo, él insistía terminantemente en que iba a probar su inocencia.

En la opinión profesional de Lyons, la causa de Healey era desesperante, lo que ponía al fiscal en una posición en la que era imposible ganar. Si lograba la convicción que esperaba, todos dirían que era por la naturaleza simple del caso. Pero si las cosas salían mal…

Decidió avanzar de una buena vez.

—Doctor Ferdinand —dijo—, me gustaría comenzar por establecer sus credenciales para el beneficio del jurado. ¿Es cierto que usted es el jefe de investigación neurológica en el Hospital Militar Warrenfount?

—Es correcto. —A diferencia del fiscal, el Dr. Ferdinand parecía estar completamente relajado en el corral de los testigos. Estaba acostumbrado a ser llamado como deponente experto en lugares tan dispares como cortes de ley y agencias de publicidad, así que claramente no había nada nuevo o excitante en este caso. Hasta los aspectos que interesaban a los medios de comunicación se habían diluido luego de las confesiones y el dictado de sentencias reducidas. Este juicio en particular sólo era una cuestión de atar cabos. Parecía que estaba haciendo un esfuerzo por disimular su aburrimiento por todo el proceso.

—En su opinión experta —continuó Lyons—, ¿diría que es posible influenciar artificialmente los procesos de pensamiento de un ser humano?

—Creo que esto ha sido bien documentado por los medios de comunicación a lo largo de las últimas semanas. Sé que yo he atestiguado más veces que las que puedo contar.

—Entiendo que usted es un hombre ocupado, doctor, pero, por favor, téngame paciencia. Con un poco de suerte, éste será su último testimonio acerca del tema.

—¡Eso espero!

—Así que si fuera tan amable de responder la pregunta…

El doctor Ferdinand suspiró.

—Sí. En mi opnión profesional, no sólo es posible, sino que se ha logrado —respondió.

—¿Cómo se haría una cosa así?

—Me gustaría decir que se haría con aquella máquina que está allá —dijo el doctor, señalando con el dedo un elemento de la evidencia exhibida— pero supongo que me pediría una explicación más detallada, así que ahí va.

Miró al jurado antes de comenzar. Lyons recibió la impresión de que estaba tratando de juzgar qué tan técnica debía ser la explicación. No parecía estar muy impresionado por lo que vio.

—Para simplificar un tema complejo —comenzó— los pensamientos y emociones humanas son generados por procesos químicos y eléctricos. Pulsos eléctricos fluyen a través del cerebro y afectan otros pulsos y también la actividad química. Es por eso que podemos usar sensores para monitorear la actividad mental. Lo que estamos midiendo, en realidad, son la frecuencia y la intensidad de los pulsos eléctricos dentro del cerebro. Localizando esta actividad, podemos inferir cuáles son los sectores del cerebro que están asociados a diferentes estímulos.

El doctor miró a su alrededor y pareció darse cuenta de que su explicación se había vuelto demasiado técnica para la mayoría del jurado.

—Lo que quiero decir es que podemos visualizar qué parte del cerebro está más activa cuando uno se siente feliz, o triste, o enojado. Podemos establecer exactemente qué relación tiene cada una de estas actividades con los pulsos eléctricos dentro del cerebro. ¿Estoy siendo claro?

Esto último fue dirigido a Lyons.

—Clarísimo —respondió—. Mi próxima pregunta es: ¿cómo está ligado esto a la posibilidad de modificar lo que la gente piensa o siente?

—En realidad es bastante simple. Como dije, toda emoción o pensamiento depende del movimiento de corrientes eléctricas dentro del cerebro. De esto se desprende que cualquier modificación de estos pulsos resultaría en un cambio de los procesos de pensamiento o emociones de la persona en cuestión. Como dije, eso es lo que aquella máquina puede lograr.

—Antes de detenernos en la máquina misma, me gustaría entender un poquito más acerca de la posibilidad de modificar los pensamientos de los individuos. ¿Es fácil de lograr? —preguntó Lyons.

—Bueno…—comenzó el doctor Ferdinand. A esto le siguió una pequeña pausa.—. Depende de lo que quiera decir con ‘fácil’. Hemos estado usando drogas como el litio y otras más modernas, para modificar las emociones durante décadas. Lo que estamos discutiendo aquí, sin embargo, es más difícil.

—¿De qué manera?

—Para modificar la actividad eléctrica, uno tendría que afectar el pulso dentro de los caminos neurales. Esto es difícil de lograr, ya que habría que usar un campo magnético poderoso para afectar la dirección de la descarga eléctrica. Es casi imposible identificar un pulso individual. Y aun si lo puede hacer, no se puede lograr un resultado específico, sino sólo un ataque disruptivo.

—¿Y eso es lo que hace la máquina?

El doctor Ferdinand negó con la cabeza, con una mueca de asombro.

—No. Esta máquina no sólo identifica el camino neural correcto, sino que logra guiar pulsos múltiples de una manera tal que logra el efecto deseado. Es fantástico. Aun si ignoramos el hecho de que los datos publicados al respecto no están lo suficientemente completos para predecir el efecto de una modificación de este grado de precisión, el poder computacional necesario para el control de los campos magnéticos sería increíble.

—¿Podría explicarlo con mayor detalle?

—Por favor, tenga en cuenta que esta pregunta no está, estrictamente, dentro de mi área de mayor conocimiento —dijo el doctor Ferdinand.

—Lo tendremos en cuenta.

—Bueno, entonces. Por lo que yo entiendo del tema, los campos magnéticos deberían tener una cierta intensidad y orientación en un punto específico de tamaño microscópico. Este punto se tendría que mover en tándem con la cabeza del sujeto y el progreso del pulso mismo. Para generar el punto, la máquina tendría que generar tres campos magnéticos que interactúen precisamente en el lugar, cuya suma generaría el efecto deseado sin tener un efecto secundario sobre los caminos neurales adyacentes.

—¿Y esto es lo que hace la máquina?

—La máquina hace esto con miles de pulsos de manera simultánea en condiciones mucho menos favorables que las de un laboratorio. Como dije antes, es increíble. —El doctor hizo otra mueca de incredulidad—. Mataría por tener una de ésas en el hospital.

—¿Y qué haría con ella?

—Estudiaría su efecto y arrastraría el conocimiento humano de la actividad cerebral doscientos años hacia el futuro. Estudiaría cómo las distintas funciones crean distintas reacciones en la gente. Y después, construiría un millón de copias.

—¿Para qué?

—Las usaría para dominar el mundo.

 

—Buen día, señor Dreyfus —dijo Lyons.

—Buen día.

Dreyfus ciertamente no parecía estar cómodo con los acontecimientos. Sabía que la sentencia extremadamente reducida que había recibido, y especialmente la corta estadía en la cárcel, no se debían a que era inocente sino que respondían solamente a haber podido pagar a un abogado carísimo y a su gran colaboración con las autoridades. Además, estaba consciente de que su cooperación en el juicio era una de las condiciones impuestas para que continuara en el estado de gracia relativo del que gozaba.

Las gotas de transpiración en la cabeza calva de Dreyfus eran toda la evidencia que Lyons necesitaba para saber que aquellas consideraciones estaban en la mente del testigo en todo momento. Lyons esperaba que fuera muy cooperativo.

—¿Es correcto afirmar que usted era el presidente de la compañía Amplex hasta diciembre del año pasado? —preguntó.

—Sí, así es.

—Y, además, ¿es cierto que usted fue responsable de la decisión de usar el invento del señor Donald Healey para manipular a los consumidores e inducirlos a comprar sus productos?

—Lo es.

—¿Podría decirnos — continuó Lyons— cómo ocurrió esto? ¿Estaba colaborando con el señor Healey? ¿O su compañía ordenó su producto y él lo diseñó siguiendo sus especificaciones?

—En realidad, ninguna de las dos opciones. Yo no conocí al señor Healey hasta que el proyecto estuvo bastante avanzado. Él ofreció el uso de su máquina a un par de pasantes en Marketing. Al principio pensaron que estaba loco, pero luego de una serie de demostraciones que, me dicen, fueron bastante espectaculares, finalmente le creyeron. Desde ahí, el proyecto llegó a mi escritorio bastante rápido. ¡Se podrá imaginar que nadie quería hacerse responsable por él! —Dreyfus se rió con ironía y sacudió la cabeza—. ¡Gente inteligente!

—¿Así que su compañía no ordenó que se construyera la máquina?

—No. Ni siquiera sabíamos que una cosa así podía existir. Y yo probablemente no la hubiera aprobado si no fuera porque estábamos al borde de la quiebra. Sentía una responsabilidad hacia los accionistas, y aunque lo que hacíamos podía ser de mal gusto, pensábamos que no era exactamente ilegal.

Lyons lo miró críticamente.

—Un jurado de sus pares pensó lo contrario —dijo.

Lyons permitió que el silencio se extendiera unos momentos, sólo por su efecto dramático. Estaba empezando a disfrutar el interrogar a los testigos y éste era, después de todo, su testigo estrella.

—¿Qué esperaban ganar con el proyecto? —preguntó.

—Bueno, como usted puede saber, Amplex comercializa un rango de aparatos electrónicos personales. Usted sabe de los que hablo. Tienen capacidad de comunicación, fotografía y filmación, música, recepción de radio satelital y funciones de computadora y organizador.

—Así que básicamente venden teléfonos celulares.

—Técnicamente no han sido sólo teléfonos por años, y ya no usan tecnología celular, pero sí, así es como la mayoría de las personas llama a nuestros productos —respondió Dreyfus—. El problema, usted verá, es el achicamiento de la tecnología. Históricamente, el reemplazo de los celulares era muy frecuente, ya que la industria constantemente encontraba maneras de hacerlos más pequeños y agregarles funciones. Cosas como cámaras de mayor resolución o mayor capacidad de almacenar música. Nadie soportaba no tener la última innovación, y eran buenas épocas para la industria.

Dreyfus hizo una pausa para tomar agua.

—El problema comenzó hace unos cinco años —continuó—. En ese momento habíamos incorporado todas las funciones que la gente quería en un solo paquete, y la única manera de diferenciar los productos era hacerlos más atractivos desde el punto de vista del diseño. Estábamos compitiendo con eso en mente en un mercado que se estaba tornando cada vez más homogéneo. Intentamos hacer teléfonos implantables, pero tuvimos problemas con las funciones complementarias, así que eso nunca prosperó. Todas las compañías del mercado empezaron a fusionarse hasta que quedaron tres: Amplex y sus dos competidoras principales. Hace dos años íbamos a la quiebra.

Éste era el momento que Lyons había estado esperando.

—Y entonces el señor Healey entró con su solución mágica —dijo.

—Exactamente. Su solución realmente nos pareció mágica. Nos dijo que su máquina podía, si la usábamos en combinación con nuestros avisos de televisión, convencer a cualquier consumidor para que fuera directo a la tienda y comprara uno de nuestros teléfonos. No le creímos, pero nos demostró una y otra vez que funcionaba. Así que compramos todas las máquinas que él pudo producir.

—¿Y cuántas fueron?

—Al principio era sólo esa máquina, así que alquilamos una tienda en la Quinta Avenida, pusimos una tele en la vidriera con nuestros comerciales, y esperamos. Vendimos todos los productos en menos de dos horas. Fue increíble.

—¿Así que funcionó?

—Funcionó tan bien que dos meses después, cuando apenas teníamos tres máquinas que movíamos para llegar al mayor número de clientes potenciales posible, las ventas eran suficientes para afectar el precio de las acciones. Y la bancarrota estaba muy, muy lejos.

—Hasta que los agarraron.

—En realidad, eso sí me hizo enojar. No estábamos haciendo nada que fuera específicamente ilegal. La única legislación remotamente pertinente tiene que ver con la publicidad subliminal, y es algo completamente distinto. Bueno, parece que uno de los camioneros, moviendo las máquinas de una tienda a otra, preguntó si no sería más barato comprar una tele para cada tienda. Alguien le explicó por qué eso no funcionaría. El tipo se ofendió y el resto de la historia es lo que usted ya conoce.

—Luego de su experiencia con la máquina y con la nueva evidencia que ha salido a la luz, ¿estaría de acuerdo en que su uso debería ser penalizado?

—Por supuesto. Esa cosa es peligrosa.

—Muchas gracias.

 


Ilustración: Valeria Uccelli

Donald Healey no parecía un criminal peligroso. De hecho, pensó Lyons, parecía un poco pequeño comparado con el majestuoso edificio del siglo XIX del tribunal, como si hubiera sido construido en escala de 9/10. El hecho de que su traje era de un talle demasiado grande tampoco ayudaba.

Healey estaba nerviosísismo. A diferencia de sus socios corporativos, él no había intentado negociar una sentencia reducida, y el hecho de que se hubiera declarado inocente era considerado ridículo por todos. Hasta su abogado era de segunda, designado por la corte, a pesar de las ofertas de abogados poderosos que querían estar asociados con un caso tan mediático. Lyons pensó que había dos opciones: o no confiaba en el sistema de justicia, o estaba tramando algo. Pero a estas alturas, su confianza en ganar el caso era muy alta. Casi se podría haber dicho que albergaba esperanzas de que Healey intentara algo extraño.

—Buenas tardes, señor Healey —dijo Lyons.

—Hola.

—¿Es usted el hombre que diseñó y construyó aquella máquina? —Lyons señaló la evidencia.

—Sí.

—¿Es cierto que se la vendió a la compañía Amplex?

—Sí.

Lyons se estaba cansando de respuestas de una sola palabra. Podía entender los nervios de una persona obviamente condenada, pero también pensaba que un hombre debía, por lo menos, encarar su caída con la dignidad intacta. Pero ése no era su problema. Tenía un trabajo por hacer.

—¿Y admite que les enseñó cómo usar la máquina para estafar a los consumidores y hacerles comprar los productos de la compañía?

—Yo no creo que sea fraude si el consumidor quiere comprar algo.

—Sí, pero usted estaba haciendo que quisieran comprarlo. Es lo mismo que si los hubieran drogado sin su consentimiento, ¿o no? —preguntó Lyons.

—No. Creo que si yo sólo acaricio los impulsos ya existentes, no es lo mismo que introducir una sustancia extraña en sus cuerpos.

Lyons lo miró fríamente.

—Por el bien de todos nosotros, espero que el jurado esté en desacuerdo.

Después de una larga pausa, continuó:

—¿Podría explicarle a la corte cómo funciona esa máquina, por favor?

Healey lo miró, resentido, pero respondió.

—La máquina está diseñada para ser colocada dentro de un televisor plasma de pantalla plana. Es por eso que luce tan extraña. Para poder colocarla, hay una grampa al lado de la bobina magnética principal, que es esa pieza debajo de la carcasa.

—Perdón —dijo Lyons—. No tengo idea de qué es lo que usted está describiendo.

—Si me permite acercarme a la máquina, le muestro. —El juez parecía tener sus dudas, pero Lyons intercedió.

—Su Señoría —dijo—, estoy seguro que si todos nosotros salimos mañana y compramos un teléfono celular Amplex, la transcripción del juicio mostrará que el señor Healey fue el responsable, y lo podremos agregar a su condena. Además, creo que este testimonio será valioso para la Fiscalía. Yo recomiendo que se le permita al acusado acercarse a la máquina. ¿Qué daño puede hacer?

Al ser autorizado por el juez, Healey se paró, caminó hasta la máquina y comenzó a indicar los componentes del aparato y cómo se enganchaba dentro de un televisor.

—¿Así que tenían esto dentro de un televisor apuntando a cualquiera que estuviera pasando por la Quinta Avenida? —preguntó Lyons—. Estaban afectando sus pensamientos. Podrían haberlos obligado a hacer cualquier cosa que Amplex quisiera. ¿Éste es el poder que usted decidió darle a una compañía al borde de la bancarrota? ¿Qué era lo que los frenaba de hacer que la gente les diera los ahorros de sus vidas? ¿O cambiar sus testamentos para dejarle todo a Amplex y luego suicidarse?

—Usted no termina de entender. Lo que está describiendo se podría hacer usando la misma tecnología, pero las máquinas que yo le vendí a Amplex estaban progamadas mucho más simplemente que lo que describió el doctor Ferdinand. Lo único que podían hacer era establecer una necesidad en el consumidor de enfocarse en lo que estaba viendo en ese momento. Esto significa que la persona sentiría una necesidad incontrolable de comprar lo que estuviera en el televisor de la vidriera. En este caso, el comercial de los celulares.

—¿Así que Amplex no podría haber modificado la programación para que la gente se suicidara?

—Jamás. El poder computacional que hubieran necesitado para hacer algo más complejo simplemente no estaba disponible en esas unidades.

—¿Y en esta unidad? La encontramos en su laboratorio. ¿Estaba planeando vendérsela a Amplex?

—No. Éste es el prototipo —dijo Healey—. Externamente es idéntica a las unidades que compró Amplex, así que mi explicación sigue siendo válida. Una diferencia es que las unidades de Amplex estaban diseñadas para correr de manera continua y actuar sobre toda persona que se parara delante del televisor, mientras que ésta se activa con este botón de acá.

Healey indicó el botón, que era pequeño y rojo.

Miró a su alrededor como si estuviera tratando de asegurarse de que todos habían entendido la explicación.

Y entonces apretó el botón.

 

Donald salió del edificio del tribunal y bajó rápidamente por las escaleras al frente del mismo. Estaba feliz de ver que no había reporteros cubriendo el caso ese día, ya que el veredicto y la sentencia habían sido agendados para la semana siguiente. Un auto deportivo negro estaba estacionado en doble fila en la avenida justo en frente de él. Una joven estaba sentada en el asiento del conductor, teniéndole la puerta del pasajero. Healey se sentó.

—¿Y?¿Cómo te fue? —le preguntó ella.

—Inocente.

Se estiró y le dio un fuerte abrazo.

—Ahora sácame de aquí antes de que alguien lea la transcripción y se dé cuenta de que algo anduvo seriamente mal con el sistema de justicia hoy —dijo Healey. Ella le dio arranque al auto.

Mientras avanzaban por la avenida, él comparó su rostro angelical y la frescura de su juventud con su propia realidad: edad media y sin ningún punto que lo hiciera resaltar. Sabía que en condiciones normales, ella no hubiera querido saber nada con alguien como él. Tuvo que reprimir un arranque de culpa, pero sólo uno pequeño.

Después de todo, ¿de qué servía tener tanto poder si uno no lo podía disfrutar?

 

 

Gustavo Bondoni es un autor argentino que escribe principalmente en inglés. Su obra ha sido editada (impresa y en internet) en Europa, Canadá y Estados Unidos. Sus cuentos de ciencia ficción fueron publicados en «Ruins Extraterrestrial», «Escape Velocity», «Jupiter», «Scribal Tales» y «Science Fiction» (Dinamarca). También ha publicado obras de otros géneros.

El cuento Tiempo de descuento fue publicado originalmente como Borrowed Time en la antología de ciencia ficción «Ruins Extraterrestrial» por la casa estadounidense Hadley Rille Books. Es la primera vez que la obra de Gustavo aparece en castellano. Su sitio en internet (en inglés) es Bondoni.

En Axxón ya hemos publicado sus cuentos TIEMPO DE DESCUENTO y DÉCIMA ÓRBITA.


Este cuento se vincula temáticamente con EL LADRÓN DE TIEMPO, de Steve Stanton; RADIO MALDITA, de Fernando José Cots y EL MATE TE HACE PENSAR CUANDO ESTÁS SOLO, de Rodolfo García Quiroga.

Axxón 214 – enero de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Experimentos : Control de la mente : Argentina : Argentino).