Revista Axxón » «Radio maldita», Fernando José Cots - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

Baltasar observó la excavación, donde un grupo de albañiles del pueblo preparaba el piso para colocarle cemento.

—Grande el sótano…

—Es para el transmisor. Mis socios dicen que es un equipo muy delicado, tiene que estar frío siempre…

—Debe ser un equipo muy caro.

—¡Espero que no pierdan plata!

—No se la van a reclamar a usted, don Pedro. Parece gente que sabe lo que hace.

—Sí, por lo menos de radio saben mucho.

—Imagínese. Una radio potente, en esta zona rica, puede llegar a dar mucho más de lo que usted piensa.

—Sí, lo sé, Baltasar; pero están trabajando como si fuera una radio de Buenos Aires y no una radio de pueblo.

—¡Bueno! ¿Qué más queremos? Acuérdese que su radio no se escuchaba más allá de los Peralta… ¡Ahora hasta los Rossi la van a poder oír!

—Los Rossi, esos son casi del otro pueblo…

—¿No cree que ahora pueden llegar a ser más de este pueblo si pueden oír nuestra radio?

—Sí, tenés razón.

 

Cuando Baltasar Fussari llegó a su casa, encontró a Liliana, su mujer, con mal gesto.

—¿Pasó algo?

—No sé… decímelo vos.

Baltasar vio que el clima era de tormenta. Revisó primero sus actos de los últimos días, sus tres años de matrimonio después… y no encontró motivos para un inmediato disgusto.

—No sé de qué estás hablando —ensayó como única respuesta posible.

—Me refiero a «Chichita». ¿O me vas a decir que no la conocés?

Baltasar acusó el impacto, pero no por los motivos que Liliana esperaba.

—¿Chichita? ¿Qué sabés vos de ella?

—Te escribió una carta.

La cara de sorpresa de Baltasar fue única.

—¿Chichita… me escribió… una carta…?

Lo dijo como quien se encuentra ante lo imposible.

—¡No me hagás teatro! ¡Quiero saber quién es esa mujer!

Baltasar era un hombre pacífico, pero decidido. Cambió de actitud y enfrentó a su mujer.

—Dame esa carta —dijo con firmeza que Liliana pareció no captar. Ésta sacó de su bolsillo carta y sobre, abiertos y arrugados.

—Estuve a punto de tirarla al inodoro, pero quise que dieras la cara.

Baltasar comprobó que no había remitente. Carta y sobre estaban escritos a mano, con excelente letra y prolija diagramación.

—Quisiera saber si te falté en algo… —continuó Liliana, ya con un amague de llanto.

—¡Callate un poco, querés!

Lo dijo con firmeza, pero sin violencia. Liliana quedó perpleja y con los ojos brillantes de lágrimas, pero muda. Baltasar leía con seriedad, casi con furia contenida. El texto decía lo siguiente:

 

«Querido Baltasar:

Espero que me recuerdes, soy Chichita. Sabías visitarnos con tus amigos hace tiempo. ¡Cómo nos hemos divertido juntos!

Sólo lamento de nuestra relación que me hayas presentado a Ávila. ¡Pobrecito chico! Por él, como sabrás, debí mudarme. Y te agradezco tu ayuda en mi mudanza.

Supe de vos por circunstancias largas de explicar, y me dieron enormes ganas de verte. Tengo algo importante para darte y sé que lo vas a apreciar.

Sigo en el mismo lugar de siempre, donde me mudé hace tantos años. Vos sabés dónde es. Te espero el día veinte de este mes, a las diez de la mañana. Te pido que no faltes, sé puntual. Es muy importante y después me lo vas a agradecer.

Un beso grande de quien te quiere, pese a todo.

Chichita.

 

Cuando Baltasar terminó de leer estaba pálido, tenso. Sus manos estaban agarrotadas sobre el papel. Liliana seguía mirándolo con reproche.

Miró a Liliana con ojos duros, tanto que ella casi sintió miedo.

—¿Vos querés saber quién fue Chichita? Bien, te lo cuento. Chichita era una prostituta. Una chica de Entre Ríos, creo.

Liliana, aún dentro de su tristeza, se asombró por la crudeza de la respuesta. Baltasar continuó.

—Ella estaba en un prostíbulo, cerca del cuartel cuando yo hice la colimba. Íbamos todos los francos.

—Esto fue hace…

—Hace bastante. Lo de Carrasco fue dos años después, así que no me salvé. No fue un paraíso, pero sé de tipos que la pasaron peor. Volviendo a Chichita… era una pobre chica del campo, me consta que no sabía leer ni escribir. Para ser una analfabeta, tiene una letra muy linda y un lenguaje muy cuidado. ¿No te parece?

—Puede haber aprendido….

—No después de Ávila, el de la carta. Por él tuvo que «mudarse»…

—¿Quién es ese Ávila?

—Un enfermito… un hijo de puta… o una víctima de otros hijos de puta, si te parece. No me lo voy a perdonar en mi vida.

Baltasar tomó asiento. Liliana observó que tenía los ojos brillantes, mordía las palabras, todo en Baltasar era furia e impotencia.

—Este Ávila se había pasado la vida en un colegio de curas. Le hicieron la cabecita, pero los viejos no eran tan chupacirios como para dejar que se metiera a cura. Pero ya estaba mal. A uno de nosotros se le ocurrió que era demasiado pelotudo, que tenía que «verle la cara a Dios». Lo llevamos a la rastra al prostíbulo y lo encerramos con Chichita…

A Baltasar se le ahogó la voz.

—Claro… los pelotudos éramos nosotros… con dieciocho años… ¿qué podíamos saber? No sabíamos lo que pueden hacer los curas con un pobre chico… el asunto es que Ávila se volvió loco y la mató.

Esta vez fue Liliana la que se sentó. Miraba a su esposo casi con pena y algo de culpa. Baltasar seguía en sus evocaciones.

—Le partió la cabeza contra el marco de la puerta, gritaba como loco cosas de la Biblia… ¡Qué sé yo! Lo pudimos sujetar, pero ya el mal estaba hecho, el despelote estaba armado.

Baltasar volvió a mirar a Liliana.

—No sé quién, pero alguien tapó todo. Nadie se enteró, salvo unos pocos. A nosotros nos dejaron ir al entierro, pero después nos levantaron en peso y nos quitaron varios francos. Cuando volvimos, ninguna de las chicas de antes estaba. Había otras y no querían decir nada.

Baltasar volvió a mirar la carta.

—Esta carta la escribió alguien que sabe la historia… y quiere verme.

—¿Es peligroso?

—No lo creo. El veinte es… pasado mañana. Me daría tiempo de hacer algo… aunque no sé qué.

—¡No vayas!

—Se tomó mucho trabajo para pasarme un mensaje que sólo yo podía entender. Si no voy, se va a venir para acá… y no sé con qué intenciones. Voy a ir, pero, por las dudas, prestá atención.

Baltasar y Liliana se acomodaron en sus respectivos asientos.

—Después de la reunión, si todo está bien, te hablo por teléfono a las doce o la una. Te voy a decir que agregués al pedido fierros del doce.

—Fierros del doce, sí.

—Si te digo cualquier otra cosa, que estoy bien o algo así, o directamente no te hablo, hacete la tonta y después vas y hablás con el comisario. Le mostrás la carta y le contás todo.

Esta vez la palidez de miedo correspondió a Liliana.

 

Con un ramo de flores en la mano, Baltasar cruzó la entrada del cementerio por primera vez en muchos años. El cementerio había cambiado mucho, pero el viejo paisaje de su memoria se superponía con el nuevo y fue buscando el camino. Habían construido otros nichos en lugares antes libres.

Cuando llegó al lugar buscó, pero sólo había nichos abiertos, algunos ocupados por ataúdes relativamente nuevos. Ninguna señal del «cajón de pobre» en el que habían colocado a la pobre Chichita. Baltasar había llegado al límite de sus intuiciones.

—¿Dónde está Chichita?

—Depósito por un año —dijo una voz desde atrás. Se sobresaltó y giró sobre sí.

A sus espaldas había un hombre vestido de cuidador. Tenía gorra bien calzada y lentes de marco grueso, un modelo algo viejo. Sólo el bigote recortado evidenciaba su naturaleza militar. Toda su actitud era la de ocultar su rostro.

—Hacete el boludo, Fussari —continuó diciendo—. Sentate en el banquito dándome la espalda y escuchame tranquilo.

Baltasar obedeció automáticamente. Por ser día hábil y por la hora, el cementerio estaba casi desierto.

—Depósito por un año. Cuando se muere un pobre no ocupan un nicho, lo dejan para el que puede pagar. Lo ponen acá y al año lo reducen. De la pobre Chichita no quedan ni las cenizas a esta altura.

—Ni justicia para ella.

El cuidador sonrió con ironía.

—No te creas, Fussari. Algo de justicia hubo.

Baltasar giró levemente.

—No te des vuelta. Te cuento: Ávila, finalmente, se metió a cura. Hace como un año y medio que murió. Está en el panteón de la Orden.

—¡Vaya con el castigo! ¿Vos crees en el infierno?

—Creo en la pateadura que le dieron.

—¿Le dieron? ¿Quiénes?

—Los padres de los chicos que manoseó. Se juntaron entre todos y le dieron como en bolsa… estuvo como dos semanas en terapia intensiva hasta que crepó. Por supuesto, se tapó todo; pero algo de justicia hubo.

—Me das una buena noticia… pero no me llamaste para eso. ¿Quién sos?

—Vos me conociste como Cervera, era compañero tuyo en el cuartel.

—¿Cervera? Me acuerdo poco de vos… pero sí.

—Gracias, por eso no quiero que me mirés mucho. Cervera no es mi verdadero nombre, ni era un chico cualquiera haciendo la colimba. Era subteniente y empezaba a trabajar en la S.I.D.E.

Baltasar sintió un frío corriéndole por la espalda.

—Pero… ya estábamos en democracia…

—Si la querés llamar así… todavía había algunos que creían en volver, hacer un golpe de estado. No estaban tan viejos… por eso nos ponían en esos lugares. Había que marcar a los subversivos para cuando fuera el momento.

—¿Y yo… estoy marcado?

—Fussari, yo marqué sólo a dos o tres. Pero porque estaban marcados de otros lados. Si les hubiese hecho caso, todos estarían marcados, hasta vos. Y en cuanto a esos que marqué, si te sirve, están vivos, sanos, libres… y bastante olvidados de lo que jetonearon en su momento.

«Cervera» hizo una pausa que a Baltasar se le antojó interminable.

—Digamos que seguimos levantando información… pero las acciones pasan por otro lado. A veces tenés que tomar decisiones sobre qué informás y qué no, qué te callás y qué no, a quién se lo decís y a quién no… Es jodido esto de ser de Inteligencia, por eso te cité acá.

—¿Qué está pasando?

—Hay un operativo en tu pueblo. Una cosa muy sucia, te lo aseguro. Cuando me enteré, no me gustó para nada.

—¿De qué se trata?

—Están haciendo una radio nueva. ¿No es así?

—Es la misma radio de siempre. Lo que pasa que a don Pedro…

—Pedro Recabarren… electricista, estudió algo de radio y se olvidó el cincuenta por ciento. El otro cincuenta por ciento es obsoleto.

—Bueno, don Pedro sabe algo… él tenía esa FM. Aparecieron unos porteños y le ofrecieron asociarse. Están poniendo equipos nuevos, van a ampliar la cobertura, traen material nuevo.

—Eso es lo que dijeron. ¿Nunca te preguntaste si tu zona da para una radio con tantos chiches?

—No lo sé… yo tengo mi ferretería…

—Y vos anunciás con canje. Ponés elementos para la radio y te pagan con los avisos.

—Bueno…

—Te la hago corta, eso es todo un verso.

Baltasar intentó girar su cabeza nuevamente, pero se contuvo a tiempo.

—¿Qué me querés decir? ¡Ahí están poniendo mucha plata!

—Plata que no van a recuperar, pero no les importa. Están haciendo un experimento hijo de puta y es gente de muy arriba la que está bancando eso. Levantá tu mano.

Baltasar obedeció y desde su espalda llegó una carpeta gruesa y opaca, de cartulina barata, que asió casi por instinto. Estaba muy ajada, manchada y tenía su nombre escrito con marcador en la tapa. La letra era muy parecida a la propia, a tal punto que habría podido jurar que él lo había escrito.

—Leelo con tranquilidad cuando estés solo, pero no donde te puedan ver. Son fotocopias; pero si alguien llega a reconocer los sellitos, vamos a tener quilombo.

Baltasar, que había comenzado a abrir la carpeta, la cerró de inmediato.

—Pero te anticipo de qué se trata. Con la antena van a instalar un emisor de bajas frecuencias. Esas bajas frecuencias alteran la mente de las personas. Están experimentando para ver cómo pueden controlar mentalmente a la población.

—Pero… ¿por qué en mi pueblo?

—Porque tiene pocos habitantes… y la mitad está repartido en los campos. Si lo llegasen a hacer en una ciudad, sin saber realmente qué pueden conseguir con eso… bueno, el despelote sería tan grande que todo se podría salir de madre.

—Y se pondrían en evidencia…

—Claro, en una ciudad grande hay gente preparada; gente que al ver el quilombo empezaría a sacar conclusiones. Si alguien encontrase una forma de detectar las ondas de baja frecuencia… estarían descubiertos antes de empezar. Quieren tener bien probado todo antes de usarlo en una ciudad.

—¿Por qué me buscaste, qué puedo hacer yo?

—Vos sos de ese pueblo, conocés a todos. Sos un tipo inteligente y, por lo que me acuerdo de vos, buen tipo. Tengo un operativo para cagarles el experimento a estos hijos de puta, pero no me puedo aparecer por allá. Necesito que juntés gente para organizar un comando de acción.

—Escuchame «Cervera»… o como te llamés. Yo no soy Indiana Jones… ¿Qué puedo hacer? ¿Juntar unos cuantos vecinos, caer sobre las obras y romper todo? ¡Termino en cana por loco!

—No te voy a pedir nada de eso. En la carpeta tenés una segunda parte. Ahí hay un plan y los nombres de unos cuantos vecinos tuyos que te pueden ayudar. Juntalos en secreto y mostrales eso. También hay un sobre con plata… no demasiada, pero no pude más. Te puede ser útil. Y otra cosa… hay que dejar que las obras terminen y el experimento se inicie.

—¡¿Qué?!

—Calmate. Por lo que sé del experimento, es jodido pero no es dañino en forma permanente. La idea no es abortarlo, sino arruinarlo.

—No te entiendo…

—Si estos hijos de puta saben que hubo un sabotaje, van a rodar varias cabezas, entre ellas la mía, la tuya, la de todos los que estén metidos. Y se van a ir a otro pueblo para repetirlo, con condiciones de seguridad mayores. Ahí, si aparece otro como yo, no va a poder hacer nada. Deben hacerles creer que el experimento es inútil, que no sirve para nada. Así no sólo van a abandonarlo sino que, si aparece en el futuro otro científico con la misma idea, lo van a mandar a la mierda.

—¿Por qué estás haciendo esto?

Hubo una pausa.

—Mirá, Fussari… te podría decir que es un secreto; pero lo que te estoy pidiendo es jodido y creo que tenés que conocerlo todo. Los que hacen esto son los mismos de siempre.

—¿Quiénes son «los mismos de siempre»?

—Los que le llenaron la cabeza a mis jefes con el plan internacional de la subversión y todos esos versos. Los que buscaron que el terror acabase con las iniciativas en el país. Quieren tener el control de todo. Lo tuvieron con el terror, ahora lo tienen con la corrupción y el circo de la boludez. Pero va a llegar un momento en que la gente se ponga las pilas, no coma más vidrio… y se les haga difícil seguir manteniendo el negocio. Para entonces… bueno. Les ha aparecido esto… van a probar. Van a probar cualquier cosa que les permita tener la manija para siempre.

—Está bien… lo leo en el hotel. Vuelvo hoy a casa y veo cómo junto a esa gente. ¿Cómo te hablo?

—Hay un apéndice en la carpeta. Un correo electrónico y una serie de claves. Me vas a escribir a nombre de Lombardi y yo te voy a responder. Lo veo todos los días. Otra cosa…

—Decila.

—Olvidate de Cervera. Si se te llega a patinar, me vas a vender. En algún archivo debe estar mi nombre de pantalla de entonces y alguien puede juntar dos más dos. Desde ahora soy Lombardi.

—Comprendo. ¿Algo más?

—Nada más, cualquier cosa te hablo por teléfono.

—Está bien… Lombardi. Voy a hacer como digas.

—Ahora esperate un rato que me vaya. Cinco minutos, no más.

 

—Mi amor… salgo en el ómnibus de esta tarde. ¿Podrías agregar al pedido unos fierros del doce?

—Sí, mi amor. Lo hago —contestó la voz de Liliana del otro lado.

Y no pudo disimular su alivio.

 

Baltasar revisó la carpeta en su habitación del hotel. Lo primero fue ver el sobre con dinero… y casi se cae de espaldas. Era cantidad suficiente para comprar una casa nada modesta, aún en la ciudad. Con eso, en su pueblo, podía hacer mucho si lo administraba bien.

El proyecto del emisor de ondas era monstruoso, aún con detalles técnicos que escapaban a su entendimiento. El amplio sótano que estaban construyendo al lado del edificio de don Pedro era algo más que protección para equipos delicados; era un centro de operaciones donde los autores del experimento estarían a salvo de sus propias ondas y podrían ver, por medio de cámaras, las consecuencias de sus pruebas.

Aún con nombres en clave, los títulos indicaban que había médicos e ingenieros metidos en el proyecto. Médicos neurólogos, evidentemente, e ingenieros especialistas en ese tipo de ondas. Y el Alma Máter del proyecto, alguien que tenía el nombre clave de «Tarragona». En el apéndice de claves de Lombardi, «Tarragona» figuraba como «El Gaita».

Los socios de don Pedro eran, en total, cinco personas; dos matrimonios y una mujer mayor, ciega. Habían comprado la vieja casa de los Lipari y allí se habían instalado. Habían dicho que la vieja ciega era la madre de las dos mujeres, quienes compartían la casa con ella. Uno de los hombres era ingeniero y era quien se había asociado con don Pedro. ¿Sería él «Tarragona»?

Lo que más asombró a Baltasar fue la lista de posibles colaboradores que «Lombardi», ex «Cervera», le proponía.

Estaba Alejo, su amigo de la infancia y dueño de un campo. Alejo era un tipo muy ingenioso para la mecánica y la electricidad. Tenía manos de oro y muchos decían que, si no se hubiese quedado en su campo, habría sido un ingeniero de primera.

Seguía el doctor Cardales, médico jubilado que había vivido y ejercido en su pueblo. Un patriarca muy respetado que había llegado a ser intendente. Cada tanto despuntaba el vicio de la Medicina en emergencias, cuando el médico de la localidad no estaba disponible de inmediato.

También estaba Luchito. Era un muchacho discreto que trabajaba haciendo de todo un poco, había llegado casi un año atrás al pueblo y ya se lo consideraba uno más. Era, precisamente, uno de los albañiles en la obra de la nueva radio.

Pero lo más sorprendente era la inclusión de Teresita, una de las prostitutas del pueblo. Por su matrimonio con Liliana —en un pueblo chico se sabe todo— no había podido conocer en persona a Teresita. Sabía que no era muy bonita, pero bastante entusiasta, aparte de no saber hacer otra cosa. Teresita había llegado haría menos de un año y se había integrado al paisaje. Era habitual verla por la parada de camiones.

En el «Plan de acción» estaba detallado lo que debería hacer cada uno. Nada imposible, pero se preguntó si estarían a la altura de las circunstancias.

Comenzó a armar su equipaje. Guardó en su bolso la carpeta, pero el dinero lo guardó en un pantalón especial que, por costumbre, se había traído. Lo usaba cuando debía trasladar dinero fuera de su pueblo.

 

Apenas llegó, casi a la madrugada, Liliana lo recibió con un abrazo y llorando. Él la consoló como pudo.

—Escuchame, cielo… esto es algo difícil. Sé que estás muerta de curiosidad por saber lo que ha pasado… pero debés escucharme con mucha atención y, sobre todo, hay que guardar absoluto silencio.

—¡Dale, contame!

—Primero, mirá esto.

De una mirada, se aseguró que ninguna ventana estuviese abierta, que ninguna cortina estuviese corrida. Entonces se quitó el pantalón y vació su contenido sobre la mesa.

Liliana quedó muda de asombro.

—Esto lo vamos a poner bajo la baldosa del dormitorio…

—¿Con los ahorros?

—En una bolsa aparte. Es para hacer un trabajo difícil… y tengo que usarlo en forma discreta. Nadie se debe enterar de esto. ¿Está claro?

—Sí… claro… pero… ¿qué tenés que hacer?

—Bueno, me tengo que reunir con Luchito en su casa. Ahí también tienen que estar Alejo, el doctor Cardales y… bueno… Teresita.

La mirada de Liliana se endureció de repente.

—¿Qué? ¿La loca esa?

—Mi amor, no es lo que pensás. Y posiblemente te digan que me han visto con ella. Cervera no me dijo de mezclarte a vos…

—¿Quién?

—Cervera. El tipo que me escribió haciéndose pasar por «Chichita». Aunque no lo tengo que llamar «Cervera» sino «Lombardi». Mirá, mi amor… más vale que te sentés porque es largo y complicado. Sos mi mujer y no te puedo dejar afuera.

 

Cuando Baltasar llegó a la casa de Luchito, una construcción humilde pero sólida en las afueras del pueblo, ya Teresita estaba ahí. Y por lo que apreció, Luchito se había tomado atribuciones extras con el dinero que él le había dado.

—¿Vos también, Baltasar? ¡Y tan muerto que parecías con Liliana!

—Sigo enamorado, Teresita. Lo que vamos a hacer esta noche es hablar. Pero falta que vengan los otros.

—¿Qué vamos a hablar?

—No me preguntés —contestó Luchito—. A mí me dijo que te diera esa plata, para una noche completa a partir de hoy. Y que íbamos a ser varios.

—Claro, vos sos soltero. ¿Los otros son casados?

—Alejo es casado. El doctor Cardales es viudo.

—¿Pero qué voy a poder hacer con el viejo?

—Hablar, Teresita. Con nosotros sólo eso. Lo que hagas después con Luchito… es cosa tuya.

—Bueno… por lo que pagan, si quieren me pongo en bolas y les bailo.

—No va a ser necesario.

Momentos después cayeron juntos los únicos que faltaban. Habían llegado con el mayor de los disimulos posibles, pero sabía que las eternas comadres los habrían visto. ¿Qué podían hacer? Cuando se encontraron con Teresita, se pusieron más que incómodos; Alejo, sobre todo.

—Macho… ¿Qué le digo a mi mujer?

—Que viniste a jugar al truco conmigo, Luchito y el doctor. Teresita se va a ir de madrugada, cuando nosotros ya estemos en nuestras casas.

—Pero la vieron entrar…

—Hace bastante que está, no vas a tener problemas. Ahora, por favor, juntémonos todos.

 

Cuando Baltasar terminó de contar la historia, todos estaban desconcertados, casi temerosos. Alejo, sobre todo.

—Baltasar… sí, yo sé de electricidad y mecánica. Puedo hacer lo que pide el plan de «Lombardi» o como se llame. Pero todo el mundo sabe que yo no estoy trabajando en la obra.

—Yo sí —intervino Luchito—. Y te puedo hacer pasar.

—Luchito, no lo tomés a mal. Pero vos sos albañil, vivís de esto. Nadie se va a extrañar que vos trabajés ahí. Pero ¿por qué yo? Tengo un campo, todo el mundo sabe que me va bien… bueno, lo que me puede ir. Y si tuviese algún problema no lo iba a arreglar trabajando de albañil… ¡antes vendo unas reses!

—Debés entrar como de visita, de curioso.

—Y el capataz me va a estar vigilando todo el tiempo.

—Es ahí donde interviene el doctor. Usted va a conseguir un laxante fuerte, así el capataz va a estar confinado en la letrina. Entonces entrás vos, Luchito te saluda, los demás van a pensar que estás con permiso del capataz…

—¿Y si después lo comentan?

—Van a tener otras cosas para comentar. Ahí es donde entrás vos, Teresita. Cuando todo haya terminado y Alejo se haya ido, vas a la obra y te ponés a discutir con Luchito. Arman un escándalo bien fuerte. Toda la gente se va a fijar en eso y se van a olvidar que Alejo estuvo de curioso.

—Lo que no me queda claro… —dijo el viejo médico— es cómo vamos a hacer que el capataz tome el laxante.

—De eso me encargo yo —intervino Teresita—. La noche antes me encuentro con él y se lo mezclo con la ginebra.

 

Una semana después, las cosas estaban sucediendo por los carriles planeados. El capataz no había podido venir a trabajar, índice claro del esmero que el doctor había puesto en su parte de la misión.

En la obra estaban armando el encofrado. Alejo se había acercado de curioso, Luchito lo había invitado a entrar y él se había dispuesto a proceder apenas tuviese la oportunidad. En una bolsa llevaba el aparato listo para instalar.

Baltasar, desde una prudente distancia, observaba todo. Él debía estar en su ferretería, pero se pasaba la mayor parte del tiempo en la puerta, confiando la atención de los pocos clientes a Liliana.

Por momentos pensó que tanta presencia en el frente podía llamar la atención, pero confiaba en los sucesos posteriores, capaces de inhibir todo comentario adicional.

En un momento el ingeniero, el principal socio de don Pedro, se asomó por la obra estando Alejo todavía dentro; pero como él no conocía a la gente del pueblo, no se extrañó de ver una cara nueva, aunque tampoco se fijaba en las caras viejas.

Don Pedro, el único que podría haber notado la irregularidad, hacía su programa desde la vieja instalación.

Un tiempo después Alejo salió de la obra y, disimuladamente, se fue retirando hasta salir del área de visión del ingeniero. La bolsa iba vacía.

Ahora correspondía que entrase en escena Teresita. Fue al mediodía cuando los albañiles salían de la obra y se disponían a almorzar. Baltasar había cerrado ya su negocio pero ambos, él y Liliana, espiaban por unas rendijas lo que pasaba. Habían preparado una comida de emergencia para poder permanecer allí.

Apareció Teresita con un vestido muy ligero. Estaba iniciando la primavera y no extrañó a nadie. Algunas de las eternas comadres la miraron con desprecio.

Desde el frente de la obra, sin entrar, Teresita comenzó a hablar en voz alta, casi gritando. Baltasar y Liliana no podían oírla con claridad, salvo algunas palabras sueltas; pero la reacción de Luchito fue bastante clara. Éste se levantó de la rueda del asado ante la mirada burlona de los demás albañiles. De inmediato ganó la vereda y se quedaron discutiendo frente a frente, con tonos y ademanes cada vez más violentos.

Ninguno de los presentes se perdía la escena. Ni siquiera el ingeniero, que los miraba con un gesto de desprecio. Las comadres, instintivamente, se habían agrupado para comentar mejor lo que estaban observando.

Hasta que Luchito, en un supuesto ataque de ira, tomó a Teresita por su vestido y la empujó sin soltarlo. El vestido se desgarró en la espalda y Teresita hizo dos o tres pasos hacia atrás para no caer, mientras su ropa quedaba en manos de Luchito.

Teresita no llevaba otra ropa que ese vestido. Ahí estaba, a la vista de todo el mundo, completamente desnuda. Luchito había quedado perplejo, paralizado, mudo, con los restos del vestido en la mano. Teresita no parecía darse cuenta y seguía increpándolo a los gritos.

Y ella era la única que producía sonidos. Los comentarios por lo bajo, tanto de las comadres como los albañiles, habían enmudecido. La cara del ingeniero, por su parte, era la encarnación de la sorpresa. Todo duró algunos segundos hasta que Teresita pareció reparar en lo que tenía Luchito en su mano, se miró a sí misma y calló apenas dos segundos, los suficientes para taparse como pudo con sus brazos y dar un grito de espanto.

Pero no duró mucho la posición, de un manotazo le quitó el vestido al paralizado Luchito y tapándose con él corrió desnuda por la calle sin que nadie dejase de mirarla.

Cuando Teresita se hubo perdido de vista, Baltasar vio a Alejo y al doctor, divertidos ambos, entre los testigos de la escena. Alejo no tardó en retirarse en tanto el doctor se acercó a las comadres y, con actitud indignada, se sumó al comentario reprobatorio.

Baltasar y Liliana dejaron de espiar y concluyeron su comida. Podían decir que habían tenido éxito. Nadie se acordaría de Alejo y su presencia, momentos antes, en el interior de la obra. Todo el episodio sería comentado por el resto del año… o al menos hasta el día de la inauguración de la radio.

Día en el cual, según le había informado Lombardi, se haría la primera prueba. Y allí sucederían cosas todavía imposibles de prever.

 

Más tarde, cerca del anochecer, Baltasar visitó al doctor Cardales.

—¿Qué le comentó Alejo, doctor?

—Pudo colocar el aparato, como lo habían planeado.

—¿Tuvo problemas?

—Sólo cuando apareció el ingeniero, pero Luchito lo distrajo y Alejo pudo hacer lo suyo.

—¿Qué hay de Luchito y Teresita? Se pasaron un poco, me parece…

—Lo habían planeado la noche anterior, pero no nos dijeron nada. Ahora están seguros de que es comentario público. Para más, han decidido irse a vivir juntos. Teresita va a dejar los camioneros y se va a convertir en ama de casa…

—¿Qué?

—Lo que oíste. No es la primera vez que una chica de vida alegre deja lo que hace y se va a vivir con un hombre… aunque sea un hombre pobre como Luchito.

—Sí, pero… Luchito trabaja en la obra. De los albañiles, creo que todos han pasado su rato con Teresita. ¿Cómo va a encararlos?

—Y… él dice que es teatro, que va a hacer como que no le importa. Que con la plata que le has dado, alcanza para seguir el teatro largo rato. Luego, cuando todo se acabe, hacen que se pelean y chau. Teresita vuelve a los camioneros y Luchito vuelve a vivir solo.

Baltasar quedó pensativo un momento, luego volvió a encarar al médico.

—Ahora viene la peor parte. Deben probar ese aparato nefasto… ¿qué cree que puede pasar?

—Mirá, Baltasar. Esto es nuevo… lo sería hasta para un médico actualizado. Yo me jubilé y… bueno… si tengo que hacerle caso a los papeles de Lombardi, en esta primera prueba la gente va a perder el control… o al menos eso se espera.

—O sea que no sabe nada.

—Mi temor es que perdamos el control nosotros y hagamos una macana, o sea confesar en voz alta lo que sabemos.

Baltasar tragó saliva con miedo.

—¿Qué podemos hacer?

—Yo le recomendé a Alejo que no venga a la inauguración, que se haga el enfermo, pero no tan grave como para que la mujer no venga. Si las ondas estas alcanzan al medio del campo, lo que él haga no lo verá nadie. Lo mismo le dije a Luchito y Teresita, pero a ellos nadie los va a extrañar. Somos nosotros dos los que no podemos faltar.

El doctor Cardales hizo una pausa, su rostro evidenciaba preocupación.

—Vos tenés la ferretería justo al frente de la radio, yo soy amigo de años de Pedro, no le puedo fallar. Lo único que se me ocurre como solución…

—Diga, doctor.

—De todos los presentes, nosotros somos los únicos que sabemos lo que va a pasar. Podemos hacer un esfuerzo de voluntad para contenernos.

—O por lo menos, intentarlo. ¿No es así?

—No queda otra.

 

Apenas salió de la casa del doctor, Baltasar fue al cyber y escribió a Lombardi:

«Lombardi. Calentador incubadora listo. Espero. F.»

Deseó que Lombardi entendiese su texto telegráfico y volvió a su casa.

 

Y llegó el gran día. La primavera estaba dejando lugar al verano. Baltasar y Liliana, con sus mejores galas, se presentaron frente a la nueva planta transmisora. Habían improvisado un estudio sobre una tarima, donde don Pedro transmitiría el acto de inauguración.

Por supuesto, muy pocos lo escucharían en sus casas. Todo el pueblo estaba allí para la fiesta.

Sobre la tarima, ya sentado, estaba el doctor Cardales al lado del comisario, el intendente, el jefe de correos y el cura, además de otros notables.

Por supuesto, faltaba el ingeniero, el socio de don Pedro; pero no tardaría en venir. Baltasar buscó con la mirada y encontró a la esposa de Alejo con sus hijos.

—¿Y Alejo?

—Está en casa, no se siente bien; pero me pidió que viniera con los chicos… no quería que me perdiera esto. Él se quedó escuchando la radio.

—Bueno, que se mejore.

Ahora sólo quedaba que él y Liliana se contuvieran mutuamente. Miró al doctor en la tarima y ambos se cruzaron una mirada severa de común entendimiento.

Y entonces aparecieron el ingeniero, su mujer y la parentela de ésta. Entre las dos mujeres conducían a la anciana ciega hacia la tarima. El esposo de la otra mujer se mantenía a cierta distancia. La ciega caminaba con dificultad, como si el calor, bastante fuerte para la fecha, la estuviese agobiando.

En un momento la anciana pareció desmayarse.

—¡Mamá! —gritó una de las mujeres. Entre ambas la sujetaron.

—¡Llévenla al sótano, con el transmisor! ¡Hay refrigeración ahí! —gritó el ingeniero.

El doctor Cardales se levantó por instinto, pero el ingeniero lo detuvo con un ademán.

—Está bien, doctor. Es el calor, no es la primera vez.

El pequeño grupo llevó a la ciega hasta la puerta de acceso. El ingeniero subió a la tarima y se acercó al micrófono.

—Les pido disculpas, a mi suegra le afectó el calor. Por favor, sigamos con la ceremonia. Don Pedro, por favor…

Don Pedro avanzó orgulloso y sonriente hacia el micrófono, mientras el ingeniero volvía a su asiento. Baltasar, Liliana y el doctor Cardales no perdieron de vista su palidez y su leve gesto de angustia. Los del sótano pondrían en marcha el experimento y él, inevitablemente, quedaría expuesto como todos los del pueblo.

Baltasar volvió a mirar hacia el edificio de la radio, hacia la antena y, bajo ella, la segunda antena disimulada que emitiría las terribles ondas. En algunos rincones del edificio había cámaras de vídeo que sólo él, conocedor de su existencia, podía identificar. Esas cámaras estaban enviando sus imágenes al sótano donde el grupo las estaría viendo y grabando para analizarlas después.

Ilustración: SBA

Baltasar y Liliana se aferraron entre sí. Don Pedro comenzó su discurso.

—Autoridades, queridos amigos… hoy comienza una nueva era en esta radio de todos. Una era de más potencia, mejor alcance, mayor fidelidad en el sonido…

Baltasar comenzó a sentir una opresión en el estómago. Se aferró más a Liliana y notó que ella también lo buscaba. El tono de don Pedro se hizo seco, casi agresivo.

—Recuerdo mis inicios… cuando nadie daba dos pesos por mí ni por mi radio. Con todo el esfuerzo la instalé, yo tuve que poner todo el dinero, el trabajo… porque ustedes se me cagaban de risa…

Había empezado. Vio cómo Mercedes, una de las mujeres más amargas del pueblo, comenzaba a reírse con risa contenida. Más allá Gloria, una solterona, comenzaba a suspirar y a tocarse su cuerpo con cada vez menos disimulo.

—¡Hijos de puta! ¡Tenía que venir alguien de afuera que creyese en mí, para que pudiese crecer! ¡Estaba en la lona, manga de pijoteros! —aullaba Pedro.

Pero nadie le hacía caso. Baltasar se sorprendió cuando la mano de Liliana se posó en su entrepierna, donde ya había una erección apenas disimulada por su traje. Se dio cuenta que sus manos se deslizaban por el interior del vestido de ésta buscando sus senos, mientras que ambas bocas se buscaban febriles.

—Mi amor… —dijo en medio del jadeo— las ondas…

Se contuvieron lo que pudieron. Miraron en derredor y comprobaron el caos que se había desatado. En la tarima, Pedro parecía la reencarnación de Hitler en un discurso furioso que ya nadie entendía ni atendía. El comisario lloraba como un chico, el cura y el jefe de correos estaban prendidos en un beso apasionado. El ingeniero estaba en posición fetal, con expresión de máximo terror.

En la explanada de la plaza era peor. En algunas partes se estaban desarrollando batallas campales, muchos niños lloraban, otros se reían, otros estaban furiosos. Mercedes se reía a carcajadas en tanto que Gloria había comenzado a sacarse la ropa. Comenzaron a sonar disparos.

Sólo el doctor Cardales, sin moverse, observaba hacia un punto fijo.

Baltasar y Liliana ya no pudieron contenerse. No se desvistieron, pero en un abrazo intenso llegaron al orgasmo. Allí recuperaron algo de su control, pero era evidente que el aparato seguía funcionando.

Gloria estaba tirada en la calle, completamente desnuda y con la ropa en derredor desparramada, masturbándose con entusiasmo digno de mejor causa. Mercedes reía a los alaridos. Un tropel de vecinos pasó corriendo en una pelea de todos contra todos. Sonaban disparos de distintos calibres en medio de la gritería, incrementando el miedo o la furia que todos parecían sentir.

Dentro de la lucidez que pudieron conservar, Baltasar y Liliana se retiraron unos pasos, afirmándose contra una pared.

Y de pronto, la sensación terminó.

Baltasar pudo comprobar no solamente que había eyaculado, sino que tanto Liliana como él se habían orinado encima. La gente parecía volver en sí de un sueño, miraba a sí misma y en derredor con espanto y vergüenza. Algunos cuerpos yacían muertos por distintas causas, entre ellos el más pequeño de los hijos de Alejo. La mujer de éste, al lado del cadáver del pequeño, lloraba a los gritos. Los gritos se multiplicaban por todos lados, ya no a causa de las ondas de baja frecuencia, sino a la conciencia súbita del caos que rodeaba el lugar.

Baltasar, ya dueño de sí, concentró su atención en la tarima.

El ingeniero tenía la cabeza partida por el pie del micrófono, que permanecía en manos de Pedro. Él también estaba muerto, de un balazo que el comisario le había dado sin dejar de llorar. El cura y el jefe de correos, desnudos y en pleno acto homosexual sobre el escenario, miraban en derredor espantados sin atreverse a hacer movimiento alguno.

Y el doctor Cardales permanecía sentado, sus manos apoyadas en un bastón, su mirada perdida a lo lejos con una expresión de total sorpresa.

Baltasar se olvidó de todo. Dejando a Liliana atrás cruzó por encima de muertos y semimuertos hasta llegar al lado de su amigo. Bastó tocarlo para que su cuerpo cayese inerte sobre el asiento vecino.

 

Pocos estaban en el velorio del hijo de Alejo. Quienes no tenían sus propios muertos para enterrar, tenían demasiadas vergüenzas para esconder. Esos pocos minutos de la inauguración se habían transformado en un carnaval trágico inolvidable en el peor de los sentidos.

A la mujer de Alejo ya se le habían secado las lágrimas, pero permanecía abrazada a su amiga Liliana. Al otro lado, el hijo más grande se aferraba a su madre con expresión de pena y miedo. Alejo era contenido por Baltasar.

Éste, por la ventana, vio aproximarse a Luchito.

—Vení, hermano —dijo Baltasar a Alejo—. Vamos afuera un rato.

Cuando salieron, ambos se acercaron a Luchito. Tenía la cara cruzada de arañazos y una costra de sangre en el labio.

—¿Dónde estabas? Desde ayer que no te vemos.

—Estaba… cavando.

No necesitó decir más. Once fosas nuevas necesitaba el cementerio, las que serían ocupadas a la mañana siguiente, en ceremonias privadas, donde cada cortejo procuraría no mirar al otro.

—La Gendarmería se ha hecho cargo de todo, yo tuve que trabajar porque estaba sano.

—Y otros están presos.

—Están tratando de averiguar qué pasó. Se habla de droga, de locura colectiva… La Gendarmería y la prensa están por todos lados. El cura y el jefe de correos no quieren ni asomar a la puerta.

—Y nosotros perdimos al doctor —dijo Baltasar—. Necesitamos reunirnos.

—De noche imposible, hay toque de queda. Pero podemos reunirnos en mi casa… ya no le va a importar a nadie si está Teresita o no.

—Pero ahora…

—Háganlo mañana, después de… bueno, después.

 

Al día siguiente, Liliana quedó acompañando a la esposa de Alejo. Éste y Baltasar fueron a la luz del día a la casa de Luchito, donde la misma Teresita les abrió la puerta. Ella tenía un ojo morado.

—Pasen…

—Tendría que haber reventado yo ese aparato antes…

—No, Alejo. Se habrían dado cuenta…

—¡Y mi hijo estaría vivo!

—Tal vez… pero el muerto entonces serías vos.

Aún dentro de su furia, Alejo miró a Baltasar con desconcierto.

—Ya lo dijo Lombardi. Si ellos averiguan que hay sabotaje, no sólo repetirán el experimento en otro pueblo, sino que van a tirar del hilo hasta nosotros.

Baltasar apoyó sus manos sobre los hombros de su amigo.

—¿Te crees que a mí no me duele tu hijo? ¡Nadie sabía que una cosa así iba a pasar! Pero si no seguimos con ésta… ni tu otro hijo se va a salvar. Lo pueden matar a él también, por las dudas, como nos van a matar a nosotros si se enteran.

Baltasar hizo una pausa y luego continuó, más sereno.

—No, Alejo. Nadie quería bailar este baile, pero tenemos que seguir bailando. Ponen a funcionar un monstruo de éstos en una ciudad… y van a ser muchos los nenes que van a morir.

En eso intervino Luchito.

—Perdoná, Alejo… sé que no es momento pero ¿qué te pasó a vos cuando la transmisión?

Alejo miró casi con odio a Luchito, mientras Teresita se acercó por detrás de éste como conteniéndolo.

—Nada… no me pasó nada.

—No estás diciendo la verdad, Alejo —dijo Teresita—. Es muy serio esto que está pasando. Si algo te pasó, decilo. Necesitamos saberlo.

Alejo, con la cabeza gacha, dio la espalda al grupo y fue hacia un rincón. Los demás estaban expectantes.

—Me cogí a la chancha —respondió con un hilo de voz.

—¿Qué? —fue el tono general de sorpresa. Alejo se crispó furioso.

—¡Que me cogí a la chancha! ¡Me agarré una calentura padre, mi mujer no estaba! ¡Me puse en bolas y me zampé al chiquero! ¿Conformes?

En otras circunstancias, y como parte de un cuento de asado, Baltasar se habría reído a carcajadas. Pero ahora no tenía ganas de reírse. Prefirió desviar la mirada.

—Si vos que estabas lejos te viste afectado, quiere decir que el aparato tiene un alcance tremendo. Habría que ver si alguien de más lejos…

Baltasar detuvo su monólogo y miró a Luchito y Teresita.

—¿Y ustedes?

Teresita se fue a un rincón en tanto que Luchito se recomponía.

—Y… ya lo ves. Nosotros también le dimos a la matraca, pero a lo bestia. Cerramos todo con llave, para que nos tomara tiempo salir a la calle. Aún así… mirá lo que nos hicimos.

—Comprendo. Bien… ahora que Gendarmería está controlando el pueblo, no sé si voy a poder comunicarme con Lombardi. El cyber está cerrado.

—Mañana abre, creo…

—Eso espero. Mientras tanto, cada uno a su casa y esperemos instrucciones.

—¿Y de mi pobre hijo qué?

—Mirá, Alejo… nos vamos a salir un poco del plan de Lombardi, pero te juro que esos tipos la van a pagar.

El respingo de Teresita fue demasiado evidente, pero Baltasar no le prestó atención y continuó hablando.

—No sé si «Tarragona» era el ingeniero o es cualquiera de los otros. No van a salir vivos de acá.

—No, Baltasar… —dijo Teresita con voz de miedo—. Ahí sí se van a dar cuenta… digo… podemos caer nosotros.

—No te preocupés, Teresita. No vamos a hacer una estupidez. Pensar que esto se pueda repetir en otros pueblos y ciudades me da miedo. No dije que vamos a dejar el plan de Lombardi, sino que nos vamos a salir un poco. Creo que él me va a entender. Y si no me entiende, lo siento. Mañana veremos.

 

Esa noche, la radio volvió a funcionar. Ya no podía oírse la voz de don Pedro, salvo en algunas promociones grabadas. Era la voz de la viuda del ingeniero. Baltasar y Liliana prestaron atención.

—No sé quiénes de este pueblo me escuchan ahora. Sé que todos tienen motivos de dolor. Lo que debió ser una jornada de fiesta, un canto al progreso, se convirtió en un día de espanto, de horror. Yo misma perdí a mi marido… once personas ya no verán la luz del sol. Una oración para ellos.

Hizo una pausa. Había puesto de fondo música sacra.

—Hubo momentos difíciles que nadie olvidará. No les pido que olviden, porque yo misma no olvidaré jamás el horror que vi cuando salí del sótano. Pero no podemos dejar que nuestros sueños mueran, no podemos dejar que dolores y vergüenzas nos quiten las ganas de seguir viviendo.

Otra pausa. Baltasar y Liliana escuchaban con atención y una luz terrible en la mirada.

—Esta radio seguirá funcionando. Seguirá uniendo a la gente de este pueblo. Hará todo lo que pueda para que este trago amargo pueda dolernos menos algún día. Por favor, no dejen de escucharnos. No dejen de enviarnos mensajes. Que esta radio sea el origen del perdón que todos nos merecemos.

Ambas manos fueron hacia el switch de la radio, pero fue Liliana la que cortó el funcionamiento.

—Bien… ahora se viene la segunda parte.

—¿Ahora?

—No… por lo que dice la carpeta, tienen que probar distintas frecuencias para ver los resultados. Y están todavía los de Gendarmería… ¿Te imaginás si llegan a disparar como locos?

—Sí… se les acabaría el secreto.

—Van a esperar. Hasta que los gendarmes se vayan, van a esperar.

 

Al día siguiente Baltasar fue el único en un cyber vacío. Todavía muchos no se atrevían a salir de sus casas. Se sentó y abrió su casilla. Apareció una señal diciendo que Lombardi estaba en línea. Cambió inmediatamente a «chat».

—Lombardi, no pude antes.

—Leo las noticias. Se están diciendo muchas cosas raras de tu pueblo, hasta dicen que la D.E.A. está metida en el asunto.

—Todo feo. Hablar negocios.

—Sí, Fussari. Dejemos las noticias para la prensa y vamos a lo nuestro. ¿Tenés algo para comunicarme?

—Perdimos 1 pata incubadora. Otra floja. Si paramos perdemos todo. Seguir difícil.

—Hay que seguir, Fussari. Es mucho lo invertido y el resultado es el mejor que podemos obtener. Hagan un esfuerzo, vean qué puedo hacer desde acá. Si les hace falta más dinero…

—No + $$$. Gaita debe pagar.

Hubo una pausa, una leve demora, y apareció el texto de Lombardi.

—Por supuesto que va a pagar. Se ha portado mal con nosotros y perderá su empresa…

—Gaita paga acá y ahora.

La pantalla hizo otra pausa, esta vez mayor.

—De acuerdo, Fussari. No hagan macanas que arruinen el negocio. Yo me encargo del Gaita. Ustedes sigan probando el calentador, pónganlo en el primer punto. Chau.

—Chau. F.

 

—¿Ponerlo en el primer punto? —preguntó Teresita.

—Sí… cuando enciendan nuevamente el emisor de baja frecuencia, éste no va a funcionar.

—¿Pero y si lo revisan?

—Les funcionó hace poco, nadie más lo tocó. Lo primero que van a pensar es que la nueva onda no tiene efectos. Luego van a probar otra, y otra… y ninguna les va a servir.

—Claro, van a creer que están emitiendo ondas, pero en realidad no van a estar emitiendo nada.

—Así es. Y por lo que dice Lombardi, de algún lado les van a tirar de las bolas.

—Pero ahí se pueden desesperar y comenzar a revisar todo… ¿no te parece?

—Para eso está el segundo punto.

—¿Cuándo harán la segunda prueba?

—Cuando se vaya Gendarmería, eso será el viernes, pero hay una forma de saberlo con precisión.

—¿Cuál es?

—Cuando entren todos en el sótano. Será cuando la vieja López haga su programa de poesía. Ahí sólo estarán ella y el operador

—¡Eso es el sábado a la tarde! ¿No se arriesgan demasiado?

—Lo más que puede pasar es que tenga que volver Gendarmería… pero acordate que van a probar con una frecuencia diferente. Esperarán que los resultados sean diferentes, no tan… espectaculares.

—Y cuando vean que no hay resultados, se van a desesperar.

—Así es, van a estar gatillando en el vacío.

—Y no lo sabrán.

—No lo sabrán.

 

Mientras el intendente, milagroso sobreviviente, despedía a Gendarmería, Alejo se acercó a la entrada de la radio. Allí fingió sacar algo de su bolsillo y que se le caía. Comenzó a «buscarlo» con cierta actitud febril, en cuatro patas, por si alguien lo estaba observando.

Y así encontró el tubito metálico que asomaba por el exterior del sótano. Por él asomaban dos arandelas, cada una sujeta a un alambre que desaparecía en el interior. Era un alambre galvanizado, resistente al óxido. Tiró de la arandela más grande y un sonido le confirmó que el trabajo había funcionado bien.

 

A todos los comían los nervios esa tarde de sábado. Desde su negocio cerrado, Baltasar y Liliana vieron cruzar a la vieja López con sus libros de poesía hacia la radio.

Pocos instantes después, por el medio de la calle, venían caminando Luchito y Teresita, tomados de la mano como cándidos novios, pero mirando como al descuido hacia el edificio de la radio. Desde donde estaban, Baltasar y Liliana no podían ver la entrada al sótano; pero Luchito y Teresita sí.

En cuanto estos últimos vieron que al sótano entraban la viuda, su hermana y su cuñado, hicieron a sus amigos la señal convenida. Se besaron furiosamente y luego Teresita salió corriendo dejando a Luchito solo.

Baltasar y Liliana se prepararon. Habían recomendado a Alejo que estuviese a esa hora lejos, incluso de su familia, por precaución. También Luchito y Teresita, previniendo un estallido de mutua violencia, pusieron distancia entre sí.

Pero ellos estaban juntos. No obstante, considerando lo que había ocurrido la última vez, no eran demasiados sus temores. En la radio, la vieja López remembraba las clases de declamación de su infancia.

Y esperaron.

Y esperaron.

Y nada.

Volvieron a mirar a Luchito, de pie en medio de la calle, tratando de disimular la tensión, pero sonriente.

Unos chicos pasaron jugando, sin tener entre ellos ninguna actitud fuera de lo habitual. Otros pocos transeúntes caminaban, con la vergüenza por lo pasado como única señal de ausencia de rutina.

Habían triunfado.

 

Esa misma tarde, Baltasar escribió en el cyber.

Lombardi. Punto 1 bien. 2? Gaita? F.

No escribió más, no consideró necesario extenderse. Al día siguiente le llegaría la respuesta. Ahora debía reunirse con Alejo en la casa de Luchito y Teresita.

 

—Pregunté a mis vecinos si habían escuchado a la vieja López…

—¿Qué te dijeron?

—Que si estaba loco… la verdad, desde… bueno, no tienen ganas de escuchar nada. No encendieron la radio.

—Pero estuvieron bien…

—¡Sí, claro! Por lo que sé…

—Ustedes, Luchito y Teresita, ¿escucharon algún comentario?

—Nada, pero me enteré de una cosa.

—Decí, Luchito.

—Yo me quedé un rato. Los tres salieron y fueron a ver la antena. La revisaron y se fueron. Una hora después vinieron con la vieja, la llevaban entre las dos mujeres, pero se me hace que la vieja es tan ciega como yo.

—Sospecho lo mismo, Luchito. Seguí.

—Se metieron los cuatro en el sótano. Estuvieron un rato, pero al momentito nomás salió la viuda y se metió en el edificio.

—Eso quiere decir que no volvieron a encender el emisor de bajas frecuencias. La viuda se tenía que hacer cargo de la programación.

—La «ciega» debe ser «Tarragona». Ella debió estar revisando todo.

—A ver, Alejo, Luchito… piensen bien y contesten con la verdad. ¿Pueden descubrir el problema?

—No, en absoluto. Lo metí en el encofrado antes de que colaran el hormigón. Y sale justo a la salida del cable a antena. Van a tardar en descubrir el puente. Como dijo Lombardi, si la radio normal funciona bien, lo que menos van a pensar es que el cable de la otra antena está mal.

—Claro… antes van a revisar bien los aparatos, pero no los van a encender hasta que no estén todos en el sótano…

Luchito se sobresaltó.

—Baltasar… ¡la ciega no estaba cuando hicieron la prueba esta tarde!

—No podía estar, Luchito. En realidad, se jugaron mucho al traerla después de la prueba. ¿Qué haría una vieja ciega en un sótano todo el tiempo? Está lo menos posible y del trabajo se encargan los otros tres.

—¿Qué te dijo Lombardi de reventarlos a éstos?

—Eso va a ser con el punto dos. Cuando hagan la tercera prueba. Acordate que tienen que combinar con la central de ellos… la idea es que el proyecto fracase y no quieran verlos ni en fotos. Después… no podemos tocar al que sobreviva…

—Eso lo veremos.

—Alejo… no te mandés ninguna macana… acordate que si sospechan algo raro, van a repetir la prueba y nos van a cazar como a ratas.

—Tranquilo, Luchito… no me pienso volver loco.

 

Al día siguiente, aunque el cyber estaba cerrado, Baltasar convenció al dueño que lo dejase entrar un momento. Dijo que esperaba una noticia importante de su hermano. El dueño, tal vez inspirado por el billete que le ofreció, no tuvo problemas.

Pero en su casilla sólo había un mensaje de Lombardi.

«Fussari. Acá las cosas marchan bien, como nosotros queremos. Prueben el calentador en el punto dos el martes a la mañana, cuando estén todos los huevos acomodados. Lombardi.»

No pudo esperar a que entrara en «chat». Volvió a su casa.

 

En la tarde del lunes, Alejo visitó a Baltasar.

—¿Querías hablarme?

—Sí. ¿Saben Luchito y Teresita que vos estás acá?

—No, vos me dijiste que no les dijera nada… pero no entiendo por qué los dejás afuera.

—Porque quiero programar algo extra para mañana, algo exclusivamente nuestro. Ellos se van a enterar después.

 

A la mañana del martes, Alejo y Luchito rondaban por la radio, cada uno por su lado. Vieron entrar al edificio al chico que hacía el programa agropecuario, luego vieron salir a la viuda que se dirigió al sótano. Momentos después el otro matrimonio también entraba.

No pensaron más. Alejo y Luchito encararon hacia la puerta del sótano. Luchito iba a tomar un fierro corto que traía bajo la campera, cuando Alejo lo detuvo.

—Esto es mío.

Luchito lo miró y pareció comprender, le entregó el fierro. Alejo sólo bajó la escalerita y lo colocó trabando la puerta, de modo tal que de adentro fuese imposible abrirla.

Luchito iba a dirigirse al lugar de las arandelas, cuando Alejo lo detuvo nuevamente.

—Eso también es mío.

Luchito se encogió de hombros, le cedió el paso. Alejo llegó a la arandela más chica y la tomó entre sus dedos.

—Por mi hijo… y por mi dignidad.

Dio el tirón y de inmediato corrió nuevamente hacia la escalerita. Desde ese lugar, ambos podían ver la puerta.

No demoró la puerta en sacudirse. Golpes de desesperación, apagados, sacudían el fierro. Un humo pesado asomó por los bordes. Luego vino la quietud.

Alejo se volvió hacia Luchito. Tenía la mirada apagada de amargura.

—Esperá un ratito, sacá el fierro y andate. Guarda con el humo. Nos vemos más tarde.

Luchito se limitó a asentir. Alejo se retiró a paso normal, pero firme. Todavía necesitaba llegar a su camioneta. Baltasar lo esperaba en el camino.

 

—¿No te siguieron?

—No, es fácil saberlo. Saben que nos reunimos más tarde en la casa de ellos. Prendé la radio.

En la radio local seguía el noticiero agropecuario, pero cuando llegaron a la casa Lipari, tras un tema musical, un improvisado locutor pedía ayuda. Avisaba a todos de la tragedia que había ocurrido, había reventado uno de los tanques refrigerantes del transmisor y la viuda del ingeniero, su hermana y su cuñado habían muerto asfixiados en el sótano donde estaba el equipo. Habían intentado huir pero habían muerto antes de lograr abrir la puerta.

—No hay tiempo que perder.

La puerta de la casa estaba abierta. Entraron y comenzaron a recorrer las estancias vacías.

—¿Señora?

—¡Aquí, socorro! —gritó una voz en falsete que pretendía ser femenina. Siguieron la voz y salieron a una galería que daba a un jardín inmenso.

Allí estaba la «vieja ciega», sentada en un sillón. Cerca de ella, la radio seguía transmitiendo la desesperación del locutor. Baltasar y Alejo enfrentaron a la «mujer» y comprobaron que estaba atada con cadenas a un sillón pesado.

—¿Qué pasó, señora? ¿Por qué la ataron?

—Ehh… ¡Mis hijas, señor! ¡Me atan para que no haga nada! ¡Dicen que estoy vieja, me tratan mal!

—Claro, ¿dónde está la llave?

—¡Ahí! —dijo señalando una repisa demasiado alta y lejana para que pudiera alcanzarla. Ambos hombres sólo debieron elevarse un poco para ver la llave unida a un llavero barato.

—Bien, señora —dijo Baltasar —. Para ser ciega, señala bastante bien.

Y le quitó los anteojos. Se encontró con unos ojos furiosos, sorprendidos, pero bien vivos.

—Puedo explicarlo…

—Ya lo creo… como va a explicar por qué, pese a no ser tan vieja, necesita afeitarse.

Y le arrancó la peluca. Era un hombre que abandonó toda la impostura.

—Escuchen… ustedes son vecinos del pueblo. No saben lo que está pasando, es secreto de estado. Suéltenme, les aseguro que no se van a arrepentir. Hay… hay dinero en cantidad. ¡Hay mucho efectivo en la casa! Si me permiten hablar por teléfono, se va a aclarar todo. No se van a arrepentir.

—Yo… —dijo Alejo con voz ahogada— Yo me arrepiento de haber esperado tanto, señor «Tarragona».

Y clavó un cuchillo en el corazón del hombre atado. Éste abrió los ojos con sorpresa y angustia. Tuvo conciencia, en un instante, de los últimos momentos de su vida.

—Por mi chiquito, que tuvo la misma oportunidad que yo te doy a vos, hijo de puta.

Baltasar, si bien esperaba una reacción así de Alejo, no la creyó tan inmediata.

—Alguien deberá avisarle a esta señora de la desgracia… espero que no se esté enterando ahora —dijo la radio, lo que quitó a Baltasar de su perplejidad.

—No hay tiempo, alguien va a venir. Hacé lo tuyo, Alejo, que yo hago lo mío.

Baltasar se metió en la casa, mientras Alejo tomaba la llave de la repisa.

 

La camioneta de Alejo estacionó frente a la casa de Luchito. Baltasar bajó con un maletín fino, aunque no pudo evitar mirar con aprensión hacia la caja, donde había una carga tapada por la lona.

En la puerta apareció Luchito, miraba a ambos con seriedad. Baltasar se acercó a Alejo y le habló por lo bajo.

—¿Vas a estar bien?

Alejo tuvo una terrible mirada de reojo hacia la carga.

—Sí, hago eso y luego voy por tu casa, a buscar a mi señora y los… mi chiquito.

La camioneta arrancó dejando a Baltasar en medio de la calle. Todo estaba desierto. La gente debería estar toda en frente a la radio, no tardaría en aparecer otra vez Gendarmería. Algunos, seguramente, habrían ido a la casa Lipari para encontrarse con un panorama insólito, pero nada trágico.

—Ahí voy, Luchito.

Cuando estuvieron dentro de la casa, Baltasar abrió el maletín ante los ojos de Luchito y Teresita. Había algunos papeles, pero mayormente había mucho dinero en billetes grandes.

—¿Esto es lo que te dio Lombardi?

—No, esto es lo que estaba en la casa de Lipari, era del hombre que se hacía pasar por la vieja ciega. «Tarragona», supongo.

No se le escapó la cara de espanto de ambos.

—¿Qué hiciste?

—Tranquilícense ambos, no hay tiempo que perder. ¿Conocés el galpón de Flores?

—Sí, está abandonado.

—Bueno, ahí dejamos uno de los autos de estos tipos. Adentro hay valijas con ropa y otros papeles. Se cambian, toman el auto y se aseguran que los tomen con este documento en algún control policial. Va a quedar como que el tipo se escapó cuando vio que se le venía la noche, así que nadie va a saber que está muerto. Al cadáver se lo están comiendo ahora los chanchos de Alejo. Teresita, o como te llamés. Si te considerás inteligente, bajá esa arma.

Baltasar no podía ver a Teresita, pero la había visto retirarse momentos antes. Ella, sorprendida, la guardó pero no se desprendió de la misma.

—Así está mejor. Como decía, si le cambiás la foto al documento por una tuya, Luchito o como te llamés, podrás rajar de la provincia como si te fueras a la frontera. Una vez fuera de la provincia, se borran.

Baltasar hizo una pausa, pero la perplejidad de Luchito y Teresita no desaparecía.

—Ya no tienen tiempo de matarme, ni a los demás, y que parezca un accidente. Sería muy sospechoso que yo aparezca muerto acá. Y si pierden el tiempo, te pueden interceptar. Se van a dar cuenta que el tipo está desaparecido y la misión de Lombardi fracasó.

—¿Cómo lo supiste?

—Decile a Lombardi que me hable mañana a la noche… voy a estar en el teléfono de mi casa. Ahí le voy a contar todo. Se tienen que ir los dos antes que Gendarmería controle los caminos… ah, de la plata de Lombardi, lo que queda, Alejo y yo la consideramos una compensación por las molestias. Ustedes aprovechen esto.

—¿Y yo qué?

—No te entiendo, Teresita.

—¿Sabés los tipos que me cogieron todo este año? ¡Tipos que no se habían bañado en semanas! ¡Y no te digo de las pijas que tuve que chupar! ¡Cada vez que me acuerdo se me revuelve el estómago!

—Forma parte del oficio… de agente secreto —comentó Baltasar con ironía amarga. Teresita no pudo menos que mirarlo con odio.

—No me metí en la SIDE para esto…

—Posiblemente no… pero mirá a Alejo. Nunca quiso meterse… y le mataron al hijo más chico.

—¡Yo le decía a Lombardi! ¡Con dos meses que esté, va bien! Pero él me decía que necesitaba un año para que la gente se acostumbrase a mí… sobre todo vos y Alejo. ¡Mirá lo que pasó!

Hubo una pausa molesta.

—Consolate con que ya se acabó. Les salió bien en parte… del resto le van a echar el fardo a Lombardi. No pierdan tiempo, váyanse antes de que no puedan cruzar el límite provincial.

 

A la noche del día siguiente, tanto Baltasar como Liliana hacían una nerviosa guardia ante el teléfono. Ambos tenían un revólver cada uno y lo acariciaban periódicamente con nerviosismo.

Hasta que llamó. Baltasar lo dejó sonar dos veces antes de atender.

—Hola…

—Resultaste menos pavo de lo que esperaba, Fussari.

—Gracias, viniendo de quien viene.

—¿Cómo te diste cuenta?

—No fue fácil. Cuando Teresita se puso en bolas delante de toda la gente, te digo que me pareció exagerado; pero nada más. Fue después, cuando el doctor Cardales me dijo que se habían ido a vivir juntos y que Teresita dejaba la prostitución.

—¿Qué te pareció raro? Hay gente que lo hace.

—No en un pueblo chico, donde se conocen todos. Se van a donde no los conozcan. No estamos hablando de gente de ciudad, Lombardi. Estamos hablando de un presunto chico de pueblo, que tiene que vivir y trabajar con tipos que le han cogido a la mujer… ¿vas entendiendo?

—Sí, ahí sospechaste.

—No lo tenía claro, pero le pedí a Liliana que prestara atención al chusmerío, que hiciera algunas preguntas inocentes… y me fui enterando. Tanto Luchito como Teresita habían llegado al pueblo casi al mismo tiempo, bastante antes de que llegaran los porteños de la radio. Luchito era un tipo discreto, como lo eras vos en la colimba; ni siquiera se ponía en pedo los sábados, no se aparecía por los evangelistas para justificar esa vida tan sana.

—Sí… Luchito se pasaba de discreto. Fue un error.

—No fue el único, Lombardi. Luchito parecía vivir para el trabajo… y para coger con Teresita, que la buscaba todas las semanas. Incluso cuando estaba ocupada, iba con otra para no despertar sospecha; pero después la buscaba de nuevo a ella. ¡Qué energía!

—¿Qué suponés vos que pasaba?

—En realidad, uno de los camioneros era su contacto, les traía mensajes y plata. Ella lo recibía y después repartían, pero tenían su pantalla. Luego, cuando la plata vino de mí, ya Teresita no necesitaba la pantalla de la prostitución. Técnicamente yo mantenía a Luchito y él la mantenía a ella.

—¿Y cómo me vinculaste a mí?

—Empecé a pensar en vos. Me habías dado mucha plata, Lombardi. Tenías mucha información, demasiada para estar solo en todo esto. Alguien de acá te debía estar contando cosas. Después, estabas demasiado disponible a cualquier hora, como si estuvieras a cargo de la operación. Sólo que estuvieras al frente de un equipo podías proceder así. ¡Y cómo escribías en el «chat»! ¡Como un dactilógrafo profesional! ¿Dictabas?

—Seguí, por favor.

Me acordé que tenías cara más de viejo cuando estábamos en la colimba. En ese momento, pensé que serías así. Hoy me di cuenta que no tenías dieciocho como nosotros, sino más. Así se me fue formando la idea de un milico del alto rango, alguien al frente de un operativo grande, del cual nosotros, Alejo, el doctor y yo, éramos los peones. Luchito y Teresita eran piezas más importantes, pero también descartables si se daba el caso. Ellos necesitaban saber cómo había afectado la onda a Alejo, para decírtelo después.

—¿Qué conclusión sacás?

—Después del desastre revisé tu plan, Lombardi. Si la idea era hacer fracasar el experimento, con colocar un interruptor habría sido suficiente. No habría funcionado nunca. Cada vez que los porteños quisieran probar el aparato, se cortaría. Si querían examinar con un tester, se volvía a conectar y ellos se habrían roto la cabeza sin entender por qué fallaba. Ahí nomás les habrían dado una patada en el culo por chantas, no sé si… declararlos descartables.

—O sea que tenés en claro nuestro propósito…

—Sí, Lombardi. La idea era saber si funcionaba, pero después quitárselo a los creadores. Si al tipo no lo… bueno, si Alejo no se encarga de él, ustedes le habrían pasado la factura.

—Bueno, tenías razón en algo. Queríamos ese aparato y sabemos que funciona. Tenemos los planos. Ya aparecerá por allá un «heredero» del grupo, que se llevará los equipos. Ahora bien… arreglaste las cosas para que no te pudiéramos… declarar prescindible en ese momento. ¿Qué nos impediría hacerlo ahora… es decir, dentro de un tiempito prudencial?

—No tenés idea de cómo hemos distribuido esta historia, Lombardi. Yo me comunico por Internet con mucha gente. Ellos, a su vez, se la han pasado a otros que yo no conozco. En este momento la están pasando… no sería extraño que te llegue a vos. Está con todos los nombres, los documentos escaneados, nada falta.

—Pero es demasiado fantástica la historia, salvo para nosotros que sabemos que es verdad. Pasó una sola vez… ¿qué te hace pensar que la gente va a creerlo? Pueden creer que es sólo una leyenda, como las que publican esas revistas de cuarta.

—Si pasa una segunda vez, muchos van a empezar a creerlo. Hasta puede que alguien importante lo esté tomando en serio ya… ¿no creés?

—Todavía podemos experimentar en otro lugar, con otras ondas. El resultado puede ser diferente.

—Ese es otro error. El doctor analizó tus papeles antes del experimento… y tenía razón. Lo que hizo esta onda fue despertar el inconsciente de las personas. Cada quien, ese día de la inauguración, hizo lo que no se atrevía a hacer en público. Todos estuvimos como borrachos. Se ve que tanto Luchito como Teresita se inflaron a golpes y podrían haberse matado. Lo único que van a conseguir ustedes es caos, pero no un control completo de la gente.

—Podemos conseguir ese control.

—Con los creadores, tal vez, Lombardi. Con ellos, que ya habrían hecho pruebas antes de hablar con ustedes, que tenían muchas cosas fuera de los papeles. ¿Creen que tienen todo? El que agarre esto ahora tiene que empezar de cero y sin saber qué va a encontrar. Y tiene que saber lo que ellos sabían. Si ellos perdieron al ingeniero… ¿qué puede llegar a pasar cuando prueben los que no saben?

—Podemos todavía crear un caos localizado, algo que justifique una intervención por la fuerza.

—Y va a ser noticia, como fue noticia lo de este pueblo. Ahí todos los que tienen la historia van a saltar. No va a faltar gente que les crea y que se ponga a trabajar en contra de ustedes, con toda la ciencia que tenga a mano.

—¿Tendrán bolas? No tenés ni idea de quién está detrás de mí…

—No sé quién está detrás de vos, pero todos lo suponemos. Tenemos miedo, mucho miedo… demasiado miedo a un futuro desesperante, como para que nos importe morir hoy. Vos deberías saberlo mejor que nadie, Lombardi. Al miedo lo mata la desesperación. Y a un desesperado no lo manejás ni con diez aparatos de esos.

—¿Sabés que me estás metiendo miedo, Fussari?

—Sería justicia, vaya un pollo por tantas gallinas. A propósito… ¿también me mentiste con lo de Ávila?

—No, en eso no te mentí. Yo fui uno de esos padres… y fue algo más que una pateadura.

—¿De veras? Claro… necesitabas estar cerca de Ávila por si hacía falta apretarlo con lo de Chichita. Pero te pusiste demasiado cerca. ¿Me equivoco?

Hubo un silencio del otro lado de la línea.

—Está bien, Fussari. Ganaste, nadie te va a joder de ahora en más. Ni a vos, ni a tu mujer ni a nadie de los que estaban en esto. No vale la pena a esta altura.

—Disculpame si no te creo.

—Hacé lo que quieras. Chau, que te garúe finito.

El ruido del otro lado de la línea se hizo ominoso. Baltasar también cortó y quedó un instante tomando aliento. Sólo cuando levantó la mirada descubrió los ojos temerosos y ansiosos de Liliana.

—¿Y…? —fue la pregunta que todo lo sintetizaba.

—Dijo… que no nos van a joder más.

—¿Le creés?

Baltasar miró el revólver en su mano. Miró a su vez, el otro revólver en la mano de Liliana. Se limitó a alzar el suyo, exhibiéndolo con determinación.

—Tal vez… pero por las dudas, tengamos esto siempre a mano.

 

 

Fernando José Cots Liébanes nació en Córdoba, Argentina, a mediados de 1950 y viene publicando desde hace ya tres décadas. Quienes leen ciencia ficción argentina desde hace tiempo seguramente recordarán su Los invasores del sábado (1987), cuento que de haber existido Axxón en aquel momento nos hubiese gustado publicar, pero claro, pasa el tiempo y ya tenemos esa historia en el número 179.

Hemos publicado en Axxón sus ficciones: QUILINO (119), CARACOLES (123), LA NOCHE DE LA RATA (137), RECHAZO (146), OBERTURA PARA DIOSES LOCOS (147), PROCÓNSUL (160), LA TRAMPA (166), SI MARTE FALLA (177), LOS INVASORES DEL SÁBADO (179), MADUREZ (186)

Hemos publicado en Axxón sus artículos: LAS MALAS COPIAS (192), ECOS Y SILENCIOS (195)

 


Este cuento se vincula temáticamente con LA PRISIÓN, de Vladimir Hernández y Yoss, JUGAR CON FUEGO, de Marcelo di Marco, EL MATE TE HACE PENSAR CUANDO ESTÁS SOLO, de Rodolfo García Quiroga

 

Axxón 204 – enero de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Conspiración : Experimentos : Control de la mente : Argentina : Argentino).