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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “221”

ARGENTINA

Aún me parece estar sufriendo el frío intenso de aquella noche oscura, aún creo escuchar el silbido del viento en los pinares y es extraño que así sea, lo habitual no deja marca en la memoria. (Intentando olvidar una ilusión, un sueño que el destino había dispuesto no concretar, caminaba hasta extenuarme. Solía llegar hasta los fiordos pero aquella noche no fui tan lejos, me demoré en una playa que entraba suavemente al mar. Adelantaba un pie sobre la arena húmeda y dura, luego el otro, mecánicamente, sin rumbo, carecía de la fuerza que hubiese requerido detenerme.)

—Si las nubes tapan el cielo mejor, estas estrellas me odian —dije entonces en voz alta.

Estaba solo, había hablado para nadie. Fui nadie hasta aquella noche oscura cuando eso apareció tirado allí, junto a la piel de oso curtida con la que para esa época del año envolvía mis sandalias. Lo que creí ver, valiéndome del tenue reflejo lunar que traspasaba las nubes, fue un trozo de vidrio con forma de lágrima. Al inclinarme para tomarlo creí que eso era lo que de tanto en tanto encontrábamos en las orillas de nuestro mar y se conoce como ámbar, pero cuando lo tuve entre mis manos un escalofrío me recorrió la sangre, vi que su luz no era un reflejo, eso emitía luz, una luz dorada, suave. Supe entonces, como si lo hubiese sabido desde siempre, que era miel, una miel pétrea, helada y venenosa, exudada por las mismas estrellas con las que me unía aquella vieja enemistad. Supuse que si trabajaba su miel de la manera correcta, lograría dominarlas.


Ilustración: Laura Paggi

Llegar a ser uno de los grandes herreros de la corte había sido mi gran sueño imposible. Sé que era un niño cuando lo soñaba porque aún era capaz de concebir una meta y sostenerla sólo con la fuerza de mi corazón. Ansiaba trabajar en uno de los grandes astilleros, o, mejor, en la armería del rey, eligiendo cuál de las barras disponibles sería el núcleo de la lanza, cuál el filo. Había logrado sumarme a uno de los grupos dedicados a la búsqueda del mineral de hierro en los pantanos, lo que, naturalmente, aumentó mis esperanzas. Entonces me sobraban las palabras que al final lloré por escasas, palabras que daban cuenta de la veta encontrada y la ganancia que se compartía. Cualquiera podía dibujar las líneas simples que grabadas sobre una piedra dirían su nombre para siempre, cualquiera podía integrar la reunión nocturna alrededor de la fogata, escuchar a los poetas, aprender de su riqueza y mecerse con sus melodías. «A realidad nueva, palabras nuevas» cantaba yo feliz, repitiendo el verso que, aún sin comprenderlo del todo, había hecho mi favorito, cuando alcancé la Edad Responsable y la orden de la Asamblea no dejó lugar a dudas, debía reemplazar a mi padre.

Mi única herencia estuvo constituida por un montón de trozos de vidrio más un horno al aire libre que servía para fundirlos. Herrero, no. Artesano. Pasé años realizando aros para las damas y collares de cuentas, las figurillas que se utilizan en los juegos y algún que otro mosaico de diseño sencillo. Hasta aquella noche oscura. En el antiguo hogar y con el mismo procedimiento con el que modelaba los abalorios, por fin dejé de ser el hijo de mi padre, me atreví, no alimenté la pila de chucherías, hice un broche digno de un dios, con forma de lanza, tan largo como mi dedo cuarto, el izquierdo, ese que dicen del corazón. Hice una lanza de miel estelar. Una lanza, en ese momento comprendí que algo feroz habita en los sueños imposibles. Pero esa era una noche especial y sentí en las entrañas que era necesario actuar rápido si quería concluir lo empezado. Había manejado la vara y los platillos de mi oficio soportando el viento del oeste, viento que trae el monótono, espantoso quejido moribundo del mar. Pero el mar está bien vivo y es un gran ojo que todo lo ve, mi pueblo, que forjó la grandeza de nuestros reyes y el terror de otros pueblos navegándolo, sabe: nada efectivo puede hacerse sin su complicidad. Volví a la playa donde había encontrado mi maravilla y frente al cielo invertido del mar puse en alto mi broche y pronuncié la palabra sagrada de mis ancestros. Odín, dije. Odín era la palabra que nombraba a nuestro dios. Odín, dios de la guerra, padre de dioses. Odín, palabra prohibida por el rey, por los nuevos sacerdotes y por los antiguos señores de siempre que jamás arriesgarían sus privilegios por una palabra. Odín, repetí, pero esa segunda vez fue un grito, un aullido y un reproche. Gungnir, dije. Gungnir era la palabra que nombraba a la invencible lanza de Odín. Gungnir, repetí frenético, dando saltos, bailando al compás del temible y mentiroso quejido mientras reía. Odín y Gungnir, Gungnir y Odín, Odín tiene a Gungnir y Gungnir jamás será vencida. Creo recordar que de a ratos, también lloraba. Cuando, exhausto por el esfuerzo, caí al suelo, mi broche ya no era un broche, tenía un talismán. Yo, que hasta esa noche oscura me había visto obligado a ganar mi comida con el trabajo de mis manos, que cazaba fieras para abrigar mi desnudez y que compartía una vivienda mínima con tres cabras contra las que me acurrucaba por las noches para no morir de frío, yo, de ahí en más, podría manipular al destino dispuesto por las estrellas, era un dios.

Nadie puede alejar a un dios de sus palabras, por eso nunca tenemos miedo. Antes de que la noche se deshiciera en día tomé para mí la palabra joya, mi talismán era una joya y merecía un cuidado especial. Recordé que algún tiempo atrás, al ir a entregarle al señor de mi región parte de mis abalorios con los que pretendería él, supongo, alegrar a sus mujeres, había observado que uno de sus viejos siervos los guardaba en una caja hecha con una madera que desconocía. Pregunté al señor el nombre de aquella madera y su procedencia. «Sándalo, Bizancio», susurró el siervo. Quiso la casualidad que, pasados algunos días, me reencontrara con un antiguo camarada de sueños con el que disfrutáramos en aquellas épocas lejanas, cantando mal a pesar de nuestro empeño, los versos aprendidos. El sándalo crece más allá de Bizancio me informó, más al este. Seguro, pensé, debía ser al este, donde nace el sol, donde los árboles pueden permitirse el lujo de sacar fuerza y perfume de su mucho calor.

El viento había llevado las nubes y pronto comenzaría a clarear. Con aquella joya espléndida adorné mi tosca, gruesa túnica. Refulgía. Siendo mi deseo volver a la hacienda de mi señor, decidí que sería más prudente ocultarla. Fui atendido por el mismo siervo. «Vengo a retirar la caja de sándalo», escuché que decía mi voz con autoridad. Me la entregó sin chistar. Estaba a punto de retirarme cuando ella entró a la habitación.

Era, evidentemente, una extranjera. El brazalete que adornaba su brazo había sido obra mía. Tenía una piel morena que presentí tan suave y maleable como vidrio fundido. Sus ojos se destacaban, grandes y negros, mansos y bellos. Sin embargo, su mirada parecía contradecir aquellos ojos, ser dueña de una lógica impar, tan extraña como una rebeldía serena, o un ansia guerrera aletargada.

—¿Sos de Bizancio? —pregunté.

—Más al este —respondió. Imaginé una tierra pródiga en plantas graciosas y de tallo flexible, con hojas plenas, cálidas, carnosas. Ante la mirada espantada del siervo, me volví y, con movimientos deliberadamente lentos, le quité el brazalete. Su piel se estremeció ante el contacto y, aunque el gesto permaneció inmutable, el fondo de sus ojos reía. Guardé el brazalete en la caja. Yo no la tomé, ella me siguió al salir. El siervo, pasmado, no intervino.

Cuando estuvimos bajo mi techo inmediatamente exigió que le devolviera el brazalete. Su voz sonó firme, con un acento extraño que exacerbó el deseo que ya sentía por ella. Su aliento olía a hierbas, a flores silvestres. Yo reí, saqué la joya que todavía estaba entre los pliegues de mi túnica, levanté la tapa de sándalo y deslicé mi lanza dentro, para, por último, depositar la caja alto, fuera de su alcance. Por conseguirla luchó con la fiereza de una valquiria. Pensé en lastimarla pero no lo hice. Jugué con ella como quien quiere hacer guardián bravo de un cachorro, quitándole sus vestidos pero no la piel. Había conocido mujer en mi vida como hombre, pero ninguna como Ingebolg, que así la nombré en honor a una princesa de nuestras sagas. Contra el sol que se colaba por la abertura del ingreso, Ingebolg fue liebre ligera y lobo hambriento, una gigante de hielo cálido, pronta a quemar y derretirse. Una luz fresca como agujas de pino habitaba sus ojos y la rechoncha serpiente que rodea y asfixia al mundo desde el fondo del mar, sus uñas afiladas. Ingebolg, palabra nueva que me multiplicó la sangre, burbuja dorada que blandía el aire. Por Ingebolg fui copa frondosa en regiones cálidas y amables donde jamás estuve, fui satisfacción de raíz que se abre paso entre las rocas y llega a beber de los nutrientes.

Esa oscuridad clara que anuncia al crepúsculo se había instalado ya, cuando, apaciguado mi ardor, sentí que haber bebido de la copa de sus senos sin su consentimiento me ponía en deuda, entonces decidí contarle, explicarme. Hablé de la esencia encontrada junto al mar y cómo, siguiendo una antigua costumbre, había logrado un talismán. Para que ella comprendiera cabalmente repetí palabras y gestos. «Ahora soy Odín», concluí.

Bajé la caja y la deposité en el suelo, entre nosotros. Ingebolg se acuclilló frente a ella. Para ponerla a prueba me levanté e hice unos pasos con la excusa de avivar el fuego que ardía en los leños. Permaneció quieta, no intentó abrirla, ni siquiera intentó cubrirse. Regresé a su lado y la vestí, con movimientos suaves y tiernos trencé sus cabellos. Ella no colaboró ni entorpeció mi trabajo. No daba muestras de miedo, ni de cansancio, ni de odio. Su indolencia me desesperaba. Por último, le restituí el brazalete y yo mismo lo ajusté a su brazo en un intento patético por acabar con esa actitud indiferente que sin embargo dio resultado: me habló. No en el tono de respetuosa súplica de la esclava, ni en el quejoso de una esposa. Mucho menos en el tono cariñoso del amor. De igual a igual, así me habló.

—Tu joya es un tesoro y los tesoros, para seguridad de su dueño, deben enterrarse —dijo. No confiaba en ella, pero pensé que así como me pertenecía su cuerpo también sus ideas debían pertenecerme. Tomé una herramienta y allí mismo cavé el pozo, en el centro de mi pequeña morada. Puse la caja con la joya dentro del hueco y la tapé con cuidado, apisonando bien la tierra. En ese momento un leño se partió con gran estruendo, provocando un golpe de luz. Noté que me miraba de un modo extraño, como adivinándome, como si intentara divisarme desde algún punto lejano. Entonces habló por última vez:

—A realidad nueva, palabras nuevas —comenzó diciendo. Me aterré, yo no había cantado esos versos para ella. —Y la realidad de estas tierras —continuó— dice que Odín es un dios depuesto, un dios en el exilio. Correrás con su suerte.

No pude defenderme, jamás había prestado atención a los representantes de la religión nueva impuesta a sangre y fuego por el rey, apenas sabía que respondían a una autoridad centralizada en la lejana Roma, desconocía sus palabras.

Sin esperar indicaciones hice lo que supe que debía hacer. Cavé un nuevo pozo, más profundo y más largo, al lado del anterior. Afuera era otra vez la noche cuando adentro las llamas del último leño se extinguieron. Sin embargo veía claramente la tierra recién apisonada, la tumba recién abierta, las pieles donde habíamos yacido juntos mientras el sol latía y mis pobres cabras a las que liberé de sus correas. Todo lo veía con la luz que ella generaba. Pregunté si alguna vez los dioses antiguos regresaríamos. Me dio la espalda y se alejó hacia la noche. Repetí la pregunta en su ausencia porque sabía que escuchaba.

—Cuánto tiempo he de esperar —exigí saber. Grité, con un aullido visceral e inclaudicable. Tanteando en la más absoluta oscuridad me acosté en el, por entonces, nuevo cuenco de tierra. Con el paso de los siglos mis huesos se unieron a esa tierra, a esta tierra, como cuentas a un collar. Los ojos huecos de mi calavera se abren paso a través del polvo y contemplan el cielo que tanto me desprecia. Si al menos pudiese esperar al modo de los abalorios que tanto he despreciado, sin ansias ni recuerdos, sería dichoso.

—Ingebolg, decime tu verdadero nombre, dame una señal que me indique cuál sos.

Cada noche despejada la invoco, inútilmente, con esta oración.

Ha publicado un libro de microrrelatos: «El manuscrito», 2001. Ha participado en distintas ediciones de La Feria del Libro de su ciudad. Tiene trabajos publicados en diversos blogs, como así también en revistas digitales. Colaboró y colabora con diversos medios gráficos: Otra Mirada (revista que publica el Sindicato Argentino de Docentes Particulares, Córdoba, Argentina), Aquí vivimos (revista de actualidad, Córdoba, Argentina) , La revista (revista que publica la Sociedad Argentina de Escritores, secc. Córdoba, Argentina), La pecera (revista/libro literaria, Mar del Plata, Argentina), Signos Vitales (suplemento cultural, Mar del Plata, Argentina), La Voz del Interior (Periódico matutino, Córdoba, Argentina), Página 12 (Periódico argentino), Tiempo Argentino (periódico argentino), La Jornada (periódico mexicano).

Participa, prologa y presenta «Cuentos para Nietos» antología de cuentos para niños, 2009. Ha ganado diversos premios literarios entre los cuales se nombran: Primer Premio concurso nacional Manuel de Falla categoría ensayo 2004, Alta Gracia, Argentina. Tercer Premio concurso iberoamericano de Cuento y Poesía Franja de Honor Sociedad Argentina de Escritores, 2000, Córdoba, Argentina. Finalista concurso internacional ESCUELA DE ESCRITORES en honor a Gabriel García Márquez, Madrid, 2004. Distinción especial concurso nacional «Diario La Mañana de Córdoba», cuento breve, 2004, Córdoba, Argentina. Segunda mención Concurso minificciones.com.ar, enero 2011. Ganadora por jurado séptima, octava y décima quincena Concurso Minificciones en Cadena, 2011. Ganadora Segunda Edición Concurso Minificciones con Imágenes.

En Axxón ya hemos publicado su cuento FUEGO.


Este cuento se vincula temáticamente con EL RECADO CUMPLIDO, de Claudio Damián Villarreal LA GEMA AMARILLA, de Carl Stanley y 1807, de Alejandro Alonso.


Axxón 221 – agosto de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Magia : Amuleto : Argentina : Argentina).