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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “229”

COSTA RICA

 

El concejal Paolo Folengo era una de las pocas personas de la Luna que todavía sabía cómo escribir a mano y prefería redactar de esa manera la exposición que pronunciaba anualmente en la principal actividad conmemorativa de la Federación. La tenía casi lista, únicamente le faltaba el pensamiento inspirador con el que, por tradición, acostumbraba a finalizar su discurso. Concentrado en evocar viejas máximas pascalianas, se sobresaltó al sentir el abrazo de Camila. Se dejó envolver por el exquisito perfume de la joven, atenuado apenas por las partículas de la pasión satisfecha que permanecían en su piel, tersa y firme como un luminoso recuerdo infantil que no sucumbe al peso acumulado de la memoria. Era veinticinco años menor que él y conocía la Tierra solo por fotos y filmaciones.

—¿Terminaste?

—Casi…

Decidida a no permitirle inventar una excusa que le permitiera permanecer sentado frente al escritorio un rato más, acarició sus sienes y le dijo:

—Ven.

Se tendió en el amplio sofá, con el camisón de seda artificial estampada —un costoso regalo con el que él había tratado de sorprenderla el primer fin de semana que pasaron en el exclusivo Esam Spa— a punto de resbalar de sus hombros; una vez que Folengo se acostó a su lado, Camila acomodó la cabeza en su pecho y susurró:

—Dudo que el regreso sea posible.

Sin contestar, la besó demoradamente. Para él darse por vencido no era una opción, pero no iba a terminar la noche de un día casi perfecto con un debate que podía perturbar a su asistente personal y arruinar el ánimo que precisaba para que su participación en las inminentes actividades oficiales fuera esperanzadora. Confió en que el silencio bastara para olvidar el tema y se refugió en un pasado cada vez más lejano. Era un joven ingeniero de sistemas, que formaba parte del equipo que supervisaba la ampliación de la base europea en la Luna, cuando empezó el fin.

—¿Tuviste alguno?

La voz de Camila interrumpió su evocación.

—¿A qué te refieres?

—Ghosties.

—Varios.

—¿Cómo eran?

—En esa época, divertidos.

—¿Nadie previó el peligro?

—Mi vida, eran juguetes.

La primera vez que Folengo supo de su existencia fue al cumplir nueve años: varias semanas antes de la Noche de Brujas, los diversos medios de comunicación informaron que Ghost & Fun, una división de World Energy Corporation (WEC), se proponía vender fantasmas, fabricados con base en las nuevas formas de energía inteligente, a partir del 30 de octubre. Poco después, una vasta campaña publicitaria que se extendió por todo el planeta, cultivó la expectativa de los eventuales consumidores, al difundir contrastantes indicios de cómo serían los anunciados espectros.

Ilustración: Tut

—Mi tío Piero, únicamente por el gusto de molestar a mi papá, que por entonces militaba en el Nuevo Partido de los Comunistas Italianos, me regaló el primer ghosty. Consistía en un cubo parecido al de Rubik pero elaborado con plástico biodegradable y bellamente decorado con sirenas, gárgolas, brujas, dragones, unicornios y otras figuras de los bestiarios de distintas partes del mundo. Para activar el proceso era necesario acomodarlas, de modo que el Ojo de Fátima, en la versión del pintor Muley Ali, quedara ubicado en el ángulo inferior izquierdo de cada cara.

—¿Tardaste mucho?

—No era fácil; me llevó casi una semana. Después que logré alinearlas, escuché un sonido metálico y, de inmediato, el cubo se abrió y una siniestra carcajada estremeció los vidrios de la sala de estar.

—¿Te asustaste?

—Lo suficiente para que mi mamá dejara un furibundo mensaje en la contestadora del tío Piero; sin embargo, pronto me acostumbré al ghosty. En un área de unos veinte cuadrados alrededor de donde liberé la energía, se escuchaban voces y ruidos y se producían leves movimientos de objetos a intervalos irregulares y en combinaciones aleatorias.

—¿Cuánto duró eso?

—Varios días, pero la fuerza de las manifestaciones era decreciente y, al final, desapareció.

—¿Por eso se decía que los fantasmas eran disolubles?

—Las primeras generaciones definitivamente lo eran; después, empezaron a vender modelos más sofisticados que se podían recargar en tiendas específicas, al inicio por un número limitado de veces, y luego de manera indefinida.

—¿Los convirtieron en versiones actualizables como los juegos holográficos?

—Comercialmente, la estrategia era la misma, pero el trasfondo científico y tecnológico era completamente diferente: los ghosties no eran proyecciones. Por eso tardó un poco el paso de los fantasmas genéricos, que únicamente se diferenciaban por sus sonidos, movimientos y duración, a los que reproducían personajes históricos o imaginarios.

—¿Ya estabas en el Liceo cuando comenzaron a venderlos?

—Iba a ingresar.

Casi de manera automática, su cerebro empezó a recuperar fugaces imágenes de las vallas publicitarias que proliferaron a los lados de las supercarreteras europeas, en las que se promocionaban figuras específicas: «Napoleón 1.5.9. El fantasma preferido de los franceses, ahora con nuevas capacidades y atributos»; «Hitler 6.0.5. Todavía más infame»; «Mata Hari 4.3.2. ¿Podrás resistir su nueva sensualidad?». «Convierta su Torquemada básico en uno profesional y experimente la diferencia». «Scrooge 2.0.1. La Navidad nunca fue tan espeluznante».

Impulsada por una demanda extraordinaria, la fabricación de espectros se expandió exponencialmente y se diversificó con rapidez. El proceso se intensificó todavía más cuando fue posible ordenar fantasmas personalizados, elaborados con base en parientes que tuvieran —por lo menos— cincuenta años de fallecidos.

—¿Te volviste adicto a los ghosties?

—No me tuvieron que llevar al psicólogo, si a eso te refieres; pero sí tuve una colección bastante selecta, que comprendía, entre otros, los fantasmas de Mozart, Colón, Borges, Garibaldi, Savonarola, Boccaccio, Morrison y Tesla.

—¿Quién era ese último que mencionaste?

—Nikola Tesla, un ingeniero. El principio básico que posibilitó los ghosties fue vislumbrado por él y consistía en convertir la electricidad en una onda de radio, lo que después se conoció como «witricity» y, más tarde, como energía inteligente.

Los ojos atentos de Camila dieron a entender que una pausa sería bienvenida.

—¿Te explico más?

Con una sonrisa, la joven declaró:

—Tal vez me diste demasiada información técnica; pero entendí el punto.

Sorprendido, Folengo olvidó lo que iba a decir y la joven aprovechó esa vacilación para aclarar:

—Antes de interrumpirte, imagino que ibas a decir que la energía inteligente, aparte de inalámbrica, puede ser programada para que, en función de cada contexto específico de demanda, regule su propio consumo.

Con fingida adustez, Folengo respondió:

—La telepatía es incompatible con el puesto de asistente de concejal.

—¿Me vas a delatar con mi jefe?

—Quizá.

Por un instante, Camila pensó en seguir la broma y preguntar cómo podía convencerlo de que no la denunciara, pero se detuvo súbitamente: acusado por sus adversarios políticos de coordinar una red de tráfico de influencias, Folengo se encontraba actualmente bajo investigación.

—¿Pasa algo?

—A veces pienso —improvisó Camila— en lo que era vivir en la Tierra: alzar la vista y encontrarse todos los días con un cielo azul o gris, experimentar el cambio de las estaciones, dejarse invadir por el aroma de la tierra recién llovida y escuchar el ir y venir del viento.

—Todo eso era algo tan natural que uno no le prestaba atención.

—¿De veras lo extrañas?

—Infinitamente.

La nostalgia con que pronunció esa palabra conmovió a Camila, que esperó a que Folengo recobrara el ánimo antes de volver a un territorio más técnico:

—¿El avance en la programación de la energía inteligente fue lo que posibilitó la fabricación de los ghosties?

—Esencialmente. Los códigos que regulaban la transmisión y el consumo fueron modificados para producir acumulaciones de tensión independientes, capaces de efectuar tareas prefijadas en un espacio y durante un tiempo delimitados; en un sentido estricto, los fantasmas eran robots inmateriales.

De una conferencia sobre las nuevas corrientes de filosofía radical, a la que asistiera en su primer año universitario, una frase —que no olvidó porque tuvo que comentarla en un examen— se impuso a las otras respuestas que ponderaba Camila:

—La inmaterialidad del ser fue el concepto que fundamentó los nuevos paradigmas epistemológicos.

Entre circunspecto y divertido, Folengo contestó:

—Sin duda, pero los debates teóricos empezaron bastante tiempo después; en lo inmediato, los ghosties fueron un éxito comercial y, a mediano plazo, el eje de una inesperada revolución tecnológica.

Pocas palabras le bastaron para contarle a Camila que, cuando se preparaba para iniciar su práctica profesional con una prestigiosa firma de consultores venecianos, el planeta entero se enteró de que una compañía japonesa, especializada en confeccionar componentes para naves espaciales y ubicada en la isla de Shikoku, acababa de reemplazar, con un éxito sorprendente, las actividades automatizadas a cargo de máquinas por espectros que ejecutaban las mismas funciones pero con una productividad más elevada, un costo operativo increíblemente menor y una eficiencia sin precedente, que evitaba que las diversas etapas del proceso de fabricación fueran afectadas por accidentes e interrupciones.

—De Japón, el nuevo modelo se extendió sin demora al resto del mundo.

El propósito de fascinar a Camila con los detalles de la visita que realizó a la primera planta europea operada íntegramente por fantasmas, fue sustituido por el recuerdo de una canción distante; en voz baja, Folengo dijo:

 

«Immaterial workers,

submitted to an endless task,

stop,

and ask:

who wins

with each command

performed by your

invisible hands».

 

Incorporada a medias, Camila lo emplazó con una mirada dominada por el asombro; abrió la boca, se contuvo y, finalmente, preguntó:

—¿De dónde viene eso?

—Maite Agbo. ¿La conoces?

—No.

—Fue una actriz y cantante senegalesa.

Pacientemente Camila esperó por más información; sin embargo, Folengo parecía estar demasiado absorto en sus propias cavilaciones; después de acostarse otra vez a su lado, él —como si despertara de un profundo sueño— agregó:

—»Immaterial Workers» fue todo un éxito; pero quedó en el olvido una vez que el fin comenzó, quizá porque su crítica al alza en el desempleo, producida por el uso industrial de los fantasmas, se convirtió en una ominosa profecía.

Camila lo escuchó con atención, pese a que ya conocía los acontecimientos básicos. La utilización de los fantasmas como obreros suponía dotarlos de una programación crecientemente sofisticada, indispensable para garantizar las tareas especializadas que debían cumplir; además, fue preciso asegurarles fuentes de recarga estables y permanentes y ampliar su capacidad de desplazamiento, estratégica en particular para los espectros que ejecutaban funciones de control y supervisión de los distintos procesos productivos.

—El antropólogo laboral québécois, Mélikah Heine, fue el primero que observó, en los flujos de comunicación entre obreros y supervisores inmateriales, yuxtaposiciones cifradas de metadatos que, una vez procesadas, evidenciaron procesos incipientes de construcción de una inteligencia colectiva, con capacidad para aprender, recordar e innovar.

—¿Por qué a nadie le preocupó eso?

Sin poder evitar fruncir el ceño, Folengo contestó:

—La razón principal, según declaró después una comisión investigadora de las Naciones Unidas, fue que los científicos y ejecutivos de las corporaciones que fabricaban los fantasmas industriales consideraron que esos inesperados procesos de expansión cognoscitiva podían conducir a una disminución abrupta en los ya muy elevados costos de programación.

—¿A qué se debía que fueran tan altos?

—En los fantasmas fabricados para entretenimiento, el sistema operativo y las aplicaciones específicas eran corridas desde los nanoprocesadores y microdiscos instalados en el cubo; en los industriales, en contraste, los componentes físicos fueron virtualizados y, junto con los lógicos, convertidos en una partición específica que se practicaba a cada unidad de energía inteligente. El procedimiento necesario para lograr esto era sumamente caro; en tales circunstancias fue que la expectativa de producir espectros con un «cerebro» mínimo y más barato cautivó de inmediato a las corporaciones. La teoría era que la capacidad cognoscitiva de los nuevos modelos, como resultado de su inserción en contextos laborales con un intenso flujo de metadatos, crecería de manera natural y rápida.

—Al final ocurrió así, pero con un resultado totalmente imprevisto.

Con una emoción contenida, Folengo musitó:

—Ciertamente.

Los terribles eventos posteriores ocurrieron en un plazo muy corto. Folengo tenía apenas una semana de laborar en la Luna cuando, en la Tierra, las fábricas y los sistemas a cargo de fantasmas dejaron de operar; después de quince minutos de silencio e inactividad, en las pantallas de todos los equipos y artefactos de comunicación, alrededor del planeta, se podía leer un mensaje que, cada diez segundos, cambiaba de idioma: «No somos esclavos». En los días siguientes, expertos de diversos campos científicos dialogaron con la inteligencia colectiva construida por las distintas comunidades de espectros, pero nada se logró, dado que su única demanda era inaceptable: ser libres.

—Impulsados por la desesperación, la estrategia conjunta de los gobiernos consistió en tratar de desconectar físicamente las centrales que abastecían las fuentes de recarga, con el propósito de que los fantasmas insurrectos desaparecieran por falta de energía y pudieran ser sustituidos por nuevas unidades, cuyas particiones imposibilitaran toda manifestación de inteligencia independiente.

Luego de acomodarse en una nueva posición, Camila dijo:

—Pero eso no funcionó.

—Las centrales también eran operadas por espectros, por lo que la única forma viable de desconectarlas era mediante un bombardeo sistemático. La destrucción fue una estrategia resistida por las corporaciones propietarias, dado que únicamente se les resarciría una proporción del valor de las instalaciones, y por diversos expertos, que señalaron que la escasez de energía posterior conduciría a una crisis económica sin precedente. La indecisión proporcionó a los fantasmas un decisivo margen de maniobra.

—¿Fue entonces que liberaron los virus?

—Primero paralizaron indefinidamente las actividades y servicios que controlaban y exigieron que se detuviera toda medida que pudiera amenazar su existencia; cuando esta condición no se cumplió, los espectros que operaban en laboratorios militares secretos, especializados en la investigación de nuevas armas biológicas, desactivaron los controles de seguridad y esparcieron cepas de virus extraordinariamente agresivos, que se transmitían por el aire y para los cuales no se disponía de cura.

Desde la Luna, Folengo contempló cómo, en unos pocos días, las epidemias acababan con un mundo al que, aunque se resistía a aceptarlo, sabía que ya no podría volver. De miles de millones, los seres humanos quedaron reducidos a decenas de miles, dispersos en las seis estaciones espaciales que todavía orbitaban la Tierra y en las cinco bases lunares: la estadounidense, la europea, la china, la brasileña y la japonesa-canadiense.

Superada la tremenda conmoción inicial, las colonias espaciales, que desde décadas atrás eran sostenibles, acordaron prescindir de los fantasmas y volver a las máquinas, proceso favorecido porque, por razones de costo, los espectros que operaban fuera de la Tierra no eran tan avanzados como los disponibles en el planeta. El liderazgo de Folengo, en esa sustitución, fue el eje de su posterior carrera política, que avanzó a medida que la cooperación entre las bases se ampliaba y las estaciones eran reubicadas en la órbita de la Luna.

Torpemente, Folengo trató de disimular un inesperado bostezo; atenta, Camila avanzó una discreta invitación:

—¿Vamos a dormir?

Miró el viejo reloj de colección colgado detrás del escritorio y contestó con otra pregunta:

—¿Tan tarde es ya?

Se levantó lentamente y dejó que la joven lo condujera a oscuras a la cama. Se sentía agotado, pero presumía que le iba a ser difícil conciliar el sueño. Mañana, la Federación de Colonias Lunares conmemoraría el vigésimo séptimo aniversario de su fundación, acuerdo político que fue la base del Día de la Esperanza: una efeméride establecida para confirmar que en un futuro —evidentemente indeterminado— los seres humanos regresarían a la Tierra. El discurso que tenía preparado, al insistir precisamente en la certidumbre del retorno, evocaba majestuosos amaneceres que, a medida que ascendían sobre el horizonte, devolvían el color a vidas y cosas, permitían que los mares brillaran nuevamente y dejaban que los caminos disolvieran las distancias.

Folengo sabía que el origen de su insomnio no era la investigación por corrupción, que podría culminar con su destitución y posterior enjuiciamiento; tampoco los cincuenta mil misiles nucleares de última generación que, después de la extinción, los espectros reprogramaron para —en caso de que se les volviera a amenazar o agredir— destruir las bases y las estaciones lunares; y menos aún la situación del planeta que, bajo la nueva administración, deslumbraba diariamente a los moradores de la Luna con verdes que se expandían y azules cada vez más intensos. El motivo del desasosiego del concejal era una frase: en el curso de las fallidas conversaciones sostenidas antes de que los virus fueran liberados, uno de los expertos en comunicación, quizá vencido por el agobio y la fatiga, enfatizó que las formas de energía inteligente eran creaciones humanas. La respuesta de los fantasmas fue contundente y concisa:

—No más dioses en la Tierra.

 

 

Iván Molina Jiménez (Alajuela, Costa Rica, 1961) es historiador y escritor de ciencia ficción. En este último campo, ha publicado cuatro libros de cuentos: La miel de los mudos (2003), El alivio de las nubes (2005), La conspiración de las zurdas (2007) y Venus desciende (2009). Ha colaborado también en las antologías de ciencia ficción Posibles futuros (2009), Objeto No Identificado (2011) y Marte inesperado (2012).

Esta es su primera aparición en Axxón


Este cuento se vincula temáticamente con LA PEQUEÑA DIOSA, de Ian McDonald; NOVALIS, de Fabián Dorado y EFECTO CAMPO, de Víctor Conde.


Axxón 229 – Abril de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Tecnología, Inteligencia Artificial : Exilio : Costa Rica : Costarricense).