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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “236”

MÉXICO

 

—Entonces volveré en una hora… aproximadamente… —dijo, mirando el reloj de pulsera sin poder evitar que la voz se le quebrara.


Ilustración: Duende

Observó a la mujer tendida en la cama. Entre sábanas, ella se movió apenas. Abrió los ojos. Lo miró con cariño. Sonrió. Asomaron las puntas de unos dedos de uñas rotas. El hombro se desnudó, mostrando las laceraciones costrosas. Un olor a carne podrida flotó breve, amenazante, luego descendió sobre todas las cosas. Abajo, al pie de la cama, los cuatro perros minúsculos estiraron las patas; desde los ojos, cerrados por legañas, volaron las moscas. El escenario de miseria era opacado por la presencia radiante del hombre: sus ropas limpias, la cara juvenil que contrastaba con el rostro macilento y avejentado de la mujer…

Salió, por fin, de entre la ruina, la peste. Le sorprendió la luz del día, le lastimó los ojos nuevos. El sol irradiaba una luz calurosa pero soportable que iluminaba enfermiza, declinante. Miró el cerco que lo separaba del río. Sobre la superficie del patio adornado por macetas de vivas flores se extendía una capa de hojas secas que crujían al paso del viento, arrastradas hasta el agua. Arriba la gran ceiba aún conservaba algunas hojas. Cubierta de epífitas, parecía un organismo parasitado por serpientes momificadas, que la envolvían hacia lo alto y largo de tronco y ramas.

Más allá del muro que apenas llegaba al río miró, entre las ramas de los arbustos, la extensión del parque venido a menos. Conservaba su poder de atracción para los adolescentes que salían de las escuelas. Por un instante que pronto se disipó, brilló en sus ojos el hambre: sobre una jardinera cubierta de líquenes una pareja fresca se besuqueaba boca y cara. Las manos del chico se engarfiaban bajo de la falda de ella, le desnudaban las piernas, se movían trazando círculos ansiosos.

Debajo de unos árboles la mano de otro chico había conquistado los pechos de su compañera y apretaban. A la sombra de arbustos, sobre las jardineras, las parejas otorgaban nueva vida al parque abandonado. En el muro del fondo gritaban los grafitis. Aullaban al pie de la pared bolsas de basura reventadas.

Llevándose una mano al bolsillo del suéter, en un gesto desperdiciado, se cercioró de que tenía aún el dinero. Giró la llave en el candado oxidado. El sonido de las cadenas le trajo imágenes desvanecidas de siglos de corrosión y vejez.

Ahí fuera, la calle.

Le apuñaló el miedo por un momento. Dio un paso en la acera. Miró al frente, inmóvil. Se volvió para cerrar el candado, echar la cadena. Decidido, comenzó a andar. Paseó los ojos sobre el pavimento. Estaba cubierto de flores machacadas por el paso de la gente. Caían del tulipán de la India que sombreaba a lo largo de la barda del parque. Había algo de magia en el hecho de caminar fuera. Algo de hechizo o sortilegio.

Rumores de besos, fragmentos de conversaciones, le asaltaron los oídos. A su lado pasaron dos parejas de chicos riéndose de algo que tenía que ver con muletas y patines de hielo. Aterrado, se movió hacia el muro bajo. Cerró los ojos, tensó los dedos sobre la pared. Desde arriba lo protegió la sombra del tulipán. Los chicos apenas le miraron. Se perdieron dentro de la humedad verde del parque. Alcanzó, aliviado, y dobló, la esquina.

Con aprensión se enfrentó a los tres amplios escalones que le llevarían al muelle, a la lancha, al río. Bajó. El lanchero lo miró con cierto disgusto en la cara, se apartó para dejarle abordar. Sobre los tablones que servían de asientos ya había gente.

Se preguntó por qué la gente se alineaba en un solo lado. La embarcación se ladeaba peligrosamente hacia el agua. Se sentó, sin atreverse a ver a nadie (sabía que le miraban con miedo), en el lado opuesto. La lancha apenas se movió un poco.

Ahora el suplicio del agua… el lanchero echó a andar el motor.

Se abrazó discretamente a uno de los postes de madera que sostenían el toldo de la lancha. Perdió la vista más allá del río, hasta el muelle, donde dos figuras envueltas en impermeables se movían impacientes. Tras unos segundos, la lancha golpeó los neumáticos vacíos como pieles mudadas clavados a las tablas del embarcadero. El lanchero corrió a la proa, saltó, tiró de la cuerda, la ató en una argolla prendida al suelo de concreto. Impacientes, los pasajeros se levantaron, saltaron al muelle. Se quedó sentado, aún abrazado a la madera —sin querer mirar—, una voz le hizo levantar la cara. Le veían, el lanchero, los envueltos en impermeables. Salió tambaleándose, hurgó en su bolsillo. Con dedos nuevos cogió con las yemas, como si le quemara, una moneda que soltó en la callosa palma de la mano del lanchero. La mano se cerró, apretando. Subió los diez escalones que llevaban a la calle. El viento de los autos que pasaban ajenos, veloces, le obligó a volver el rostro.

Subió el último escalón. Se encontró en la acera. En medio de la calle verdeaban pálidas las palmeras reales en el camellón. Al otro lado, la música estridente acuchillaba el aire, escapando de bocinas gigantes en la fachada de la tienda de ropa. Las bocinas vibraban desde dentro, al compás del estallido sónico. Escapó aprisa. Poca gente se atravesó en su camino. Cruzó la calle cuando el tráfico disminuyó un poco. Alcanzó el camellón. Se encontró sin aliento. Respiró profundamente antes de correr a la acera de enfrente. Huyó en seguida.

¿Dónde habría una farmacia cerca? La gente se alejaba de él, cubriéndose la boca, la nariz. Murmuraban. Señalaban. Entonces apareció la anciana. Se detuvo en la esquina contraria. Le miró como recordando algo. Abrió la boca. Y la cubrió con la mano.

En los ojos de la mujer hubo sorpresa, susto. Él le miró, escapó rápido por el lado contrario. La anciana señalaba con una mano de uñas largas. Atravesó la calle. Un auto frenó antes de atropellarla.

—¡Fíjate por dónde vas, vieja loca! —gritó un hombre joven desde el vehículo.

La anciana alcanzó la acera. Fue tras él tan rápido como podía. Él se escabulló entre la gente, intentando que nadie le tocara, le rozara siquiera. Perdió a la vieja al cruzar la calle. Sobre los hombros de un grupo de personas volvió a verla. Se acercaba temerosa, asombrada, tambaleante. Bajo sus manos la superficie de vidrio estaba helada. Un letrero le indicó qué hacer. Deslizó la puerta. El aire helado, artificial, le envolvió. Un lugar estrecho. Varias cabinas se alineaban sobre las paredes. Luces mortecinas alumbraban encima de cada cabina. Había personas en cada una, sentadas, la mayoría jóvenes. Llevaban audífonos enormes sobre la cabeza, cubriéndoles los oídos. Miraban algo delante de cada rostro. Muchos reían, se sorprendían. Desde detrás de la cabina de enfrente asomó la cabeza una chica, casi una niña. Le miró, se dirigió a él sin dejar de sonreír.

—¿Quiere navegar o solo imprimir un archivo? —dijo, amablemente.

—¿Cómo? —preguntó él, aterrado.

¿Dónde estaba, qué lugar era este, qué hacían detrás de esas cajas de las cuales surgían cables? Retrocedió dos pasos. Miró la puerta. Detrás, ahí fuera, la vieja se detuvo. Miró al frente, buscando. Buscando. Movía la cabeza mientras buscaba, mirando. Siluetas borrosas pasaban delante de la mujer, se perdían después. Por fin la anciana pasó de largo. Dentro, la joven se impacientaba.

—¿Señor?

Le encaró. Giró sobre los talones, se dirigió a la calle. Deslizó la puerta. Alcanzó a escuchar que detrás murmuraban: ¿Le has olido? ¡Tiene en las ropas un olor a podrido! Salió al calor declinante, volvió sobre sus pasos. En la esquina había una farmacia. Entró. El olor a vejez le resultó familiar. Los estantes estaban casi vacíos. Una muchacha acudió al golpeteo de sus dedos sobre el mostrador que yacía ahí, pesado, con una placa metálica deslustrada, que en otro tiempo había sido dorada: González Hnos. 1930.

—Formol —pidió.

—Creo que sí tenemos… déjame ver en la bodega…

La chica le hablaba de tú. Recordó su aspecto nuevo, sonrió. Deslizó los ojos por el lugar. Era vagamente conocido, como los recuerdos de un sueño por la mañana, antes de despertar. Lo único que era ajeno era un refrigerador con la puerta de cristal. Exhibía líquidos oscuros. Paquetes de cosas que, adivinó, eran pastelillos de chocolate fríos. En las botellas estilizadas reconoció refrescos. No logró identificar nombres ni marcas. La muchacha regresó con una botella. Era un litro de formol viejo, con una nata blanca que flotaba en el fondo.

—Sólo tenemos de este… —la muchacha pareció disculparse.

—Quiero todo el que tenga… —la chica iba a desaparecer por la puerta de barniz ennegrecido de la derecha cuando la voz de él le detuvo—. Señorita… había aquí… la dueña era una señora… —corrigió—, debe ser una anciana…

—¿Mi abuela?… Murió hace ocho años…

Bajó la vista. Lo miró brevemente, luego entró en la estancia contigua. Regresó con una caja. Él realizó la misma operación en el bolsillo. Pagó ante la mirada divertida de ella que miraba sus gestos afectados, lentos y torpes, como si estuviera aprendiendo a usar las manos y los brazos. Con la caja atravesó calles, aceras. En una esquina discutían dos personas, uno de los hombres extrajo una manopla metálica del bolsillo del pantalón y le asestó un golpe en la cara al otro. El hombre cayó al suelo. Haciendo muecas, escupió dos dientes. Desde la acera realizó un movimiento rápido, golpeó las piernas del atacante. Este, a la vez, cayó a la acera. Chorreando sangre, el primer hombre se levantó, comenzó a patear al otro. El policía que salió de una reluciente patrulla trató de separarlos. Un grupo de personas se hizo a su alrededor, todos ofrecían versiones del hecho. No quiso involucrarse, echó a andar. Autos de líneas aerodinámicas, modelos de colores metálicos; gente que llevaba aparatos rectangulares sobre las orejas y no paraban de hablar; adolescentes, aún niños, vestidos de negro, hombres, mujeres, que usaban los ojos delineados de negro; chicos en patinetas de formas extrañas; niñas vestidas como muñecas. Se mareó. Desde un árbol volaron varios tordos negreando, azulando el aire.

Comida. Se dijo. Todo esto me es ajeno pero no la comida. Un ruido intenso ralló el aire. Un avión gigantesco pasó como sombra entre las nubes quebradas. Miró asombrado. La nave dejó una línea humosa detrás. Buscó calles vacías. Olió montones de basura amontonada en aceras pintarrajeadas de grafitis. Curioso leyó letreros impresos a dos tintas: Se solicitan chicas mayores de edad. Amplio criterio. Comunicarse al móvil…

Se enteró muy poco sobre lo que querían comunicar. Apenas importaba. Siguió su camino. Una tienda enorme, fría, se abría en una calle. Entró temeroso. Un niño le habló desde detrás de un mostrador. Le pidió la caja que llevaba y le entregó, a cambió, una ficha. Largos estantes formaban —encerraban—, pasillos amplios. Cogió una canasta de plástico azul que alguien olvidara en el suelo. Olía a harinas, lácteos. Zonas de detergentes penetraron su nariz con una picazón que le hizo estornudar. Deambuló silencioso, leyendo etiquetas, revisando latas, cajas de té, productos nuevos. Llenó la canasta. Pacientemente se formó en la fila de una caja. Miró en derredor. Sonrió. Empezaba a gustarle. Respiró el aire frío del clima artificial. Cerró los ojos respirando, gozando. Suspiró. Se perdió en la contemplación de caras jóvenes, de hermosas niñas, niños… con avidez en la mirada bebió formas, olores, colores.

Al llegar el turno de la mujer delante de él observó bien lo que hacía para imitarla. La mujer colocaba las cosas que iba a pagar sobre una banda oscura que se movía sola. Las cosas llegaban hasta la cajera que las pasaba encima de un espejo negro que emitía un sonido. En un estante las portadas de varias revistas anunciaban actualidades a todo color: modelos casi desnudas le sonreían. Escogió varias publicaciones. Para no ser obvio no leyó demasiado. Al momento de poner sus cosas sobre la banda miró el deslizarse de objetos hasta las manos diestras de la cajera que apenas los miraba, buscando algo en las etiquetas, pasándolos luego sobre el vidrio negro. Una vez hecho esto la chica los echaba a deslizar sobre una superficie inclinada, hasta las manos de un niño que ponía las cosas dentro de una bolsa.

Todo le maravilló. Pagó. Imitando, puso sobre las manos del chico que empacaba una moneda. Cargando dos bolsas se dirigió a donde dejara la caja con las botellas de formol. Entregó la ficha. Dentro de la caja acomodó lo mejor que pudo las bolsas con la compra. Salió a la calle.

Se detuvo en seco. En sus labios se borró la sonrisa. La vieja le miró.

—¡Usted… es el vivo retrato de él…!

—Me confunde —dijo.

—No, claro que no… yo era casi una niña… pero ¿es usted el nieto…?

La caja pesaba, por eso correr le fue difícil. Detrás, la anciana le seguía.

—¡Espere, por favor! Usted se le parece tanto… ¡Espere!

Escuchó el impacto. Volteó. Una muchedumbre se estaba formando ante el cuerpo. Aprovechando la confusión, escapó por un pasaje oscurecido, iluminado apenas por luz artificial entre dos altos edificios. A los lados se abrían varios comercios. Por fin, el pasaje desembocaba en una pared de cristal. Letreros, carteles enormes, coloridos, anunciaban títulos chillantes. Parejas besándose impúdicamente. Camiones estallando. Luces provenientes de las estrellas. Naves de formas estilizadas. Adivinó un cinematógrafo, siguió de largo. Al salir a la calle miró el nombre del lugar. Solo decía Multicinemas: Salas familiares, salas eróticas, sensorama… Grabó mentalmente esa propuesta y continuó. Recordaba que la calle daba al río. Descendía suavemente. Todo estaba cambiado, pero eso era una obviedad. A la izquierda, abajo, se levantaba, temblorosa, una enorme lata de refresco. Supo que una máquina neumática inyectaba aire en la cosa porque vio mangueras y pistones de formas mínimas. Al pie de la lata varias adolescentes de ropa pegada como una segunda piel (abrió los ojos ante las formas sexuales que se insinuaban crueles debajo), bailaban sensuales. Entregaban latas húmedas a la gente que sonreía estúpidamente, vacía, al pasar.

Se le fueron segundos estirados mirando a las jóvenes. Apenas maquilladas, el color de los ojos extraño, el cabello demasiado brillante, demasiado largo, demasiado perfecto… Sosteniendo la caja bajo un brazo se pasó una mano sobre la cabeza. En unos días su cabello reluciría. Emitiría un aroma a manzanos silvestres. En unos días…

Miró el reloj. Se apresuró. Repitió ademanes, caminó buscando sus pasos. Puso la caja en el suelo de la lancha. Se abrazó al poste de madera. No miró el río. Al llegar a casa, buscó a la mujer. Con dos dedos entreabrió la puerta. El olor malsano le inundó. El rectángulo de luz alargada que le recortaba la silueta en la entrada alcanzaba la cama donde ella yacía. Acomodó la caja en una mesa cubierta de detritus. La mujer se volvió. La voz tembló desde debajo de las sábanas, ascendió en una curva imposible hasta sus oídos.

—Uno de los pequeños… —susurró— acaba de abrirse…

Buscó al pie de la cama. Entre las telas sucias encontró al perro. Estaba abierto por la mitad. Aún sangraba, supuraba. La piel vacía. Los agujeros donde estuvieran los ojos.

—Muy bien, querida… lo guardaré… prepararé la solución…

—Entonces encontraste las cosas…

—El dinero que nos proporcionó Omar era poco… me dieron unas botellas… ¡Oh… deberías ver la farmacia de Sarah! Está en plena decadencia —luego recordó—: ¡Ahí fuera hay mucho que ver! —. Vació agua en un frasco, vertió el formol. Dentro puso el despojo del perro. Detrás, sobre la puerta, algo rascó con patas pequeñas. Abrió.

—¡Mira qué aspecto tiene!

La mujer se incorporó un poco. Le llamó con los dedos goteando pútridos, las uñas casi desprendidas. El perro acudió. Estaba húmedo. Olía a líquido amniótico. Ella apestaba. Por entre las pestañas fluía el pus.

—Apresúrate —dijo él—, quiero que salgamos juntos. Alguien llamaba desde la entrada. Sonrió. Salió. Descorrió la cadena, abrió el candado.

—Omar…

—¿Estás bien? ¿Cómo está ella?

—Bien… acabo de volver…

—¿Has salido? ¡Necesitabas un guía!

—Pues he salido… necesitaba el formol, comida… ven, pasa…

El anciano llevó dos sillas. Fueron a sentarse a mirar el río.

—¿Te gusta? —El hombre joven le miró—: El mundo, allá fuera…

—Da miedo, ¿no? Como siempre…

Hablaron de lanchas, de muchachos en patineta, de tiendas, de refrescos en botellas estilizadas, de aviones gigantes. De que la calle olía a plástico, a basura, a cuerpos humanos.

—¡Mi amor…!

La voz de ella les obligó a voltear.

—Te ayudo con el cuerpo —dijo Omar—, ¿trajiste suficiente formol?

Le ignoró. Sólo tenía ojos para ella… Desnuda, relucía. Estaba mojada. Olía a líquido amniótico. Fue a su encuentro. Se abrazaron. Se besaron. Omar se perdió detrás. Les gritó que otro de los perros se había abierto. Que también iba a poner la piel en formol. Que pronto aparecería por ahí, con el sol lastimándole la mirada nueva, moviendo la cola. Se los dijo. Así fue.

—¿Encontraste la caja de metal? —gritó él. Omar respondió desde dentro. La voz lejana, empequeñecida.

—Dense su tiempo… si, aquí está. La que parece ataúd…

Ellos se besaban aún cuando Omar regresó, las manos arrugadas por el formol, oliendo a podrido. Rompieron el beso, lo miraron.

—Gracias por ser el guardián…

—¡No es nada! Les traeré más ropa actual y dinero… En una década más… bueno, ustedes me guardarán a mí, ¿verdad? La casona es enorme, tendrán que buscar personal para asearla y mantenerla. Pienso dormir dos siglos… ustedes —rió—, durmieron tan poco que el mundo deberá parecerles no muy distinto al que dejaron.

—Siempre es distinto —dijo él—, tú lo sabes… pero parece que todo ha acelerado su marcha…

La pareja comenzó a reír, luego se fueron hacia la cerca que daba al río. El hombre le señaló con la mano a los chicos del parque de al lado. Le habló de misteriosas cabinas, de cómo los viejos amores vuelven del pasado para atormentarlo a uno por calles y plazas, mientras los ojos de ambos recorrían las formas adolescentes con un hambre pronta a ser saciada.

 

 

Pé de J. Pauner es un narrador, ensayista, crítico de cine y biólogo mexicano que ha hecho activismo y performance. Ha publicado novela erótica y ha sido antalogado en latinoamérica, Australia y España. En el género de la Ciencia Ficción ha publicado el ensayo “Las cinco grandes utopías del Siglo XX” en la web española Alfa Eridiani

Hemos publicado en Axxón, además de varias ficciones breves: EL HOMBRE EQUIVOCADO, EL OTRO MESÍAS, NOCHES DE BANTIAN y LA NOCHE DE TEMPOAL.


Este cuento se vincula temáticamente con EL MONSTRUO, de M. C. Carper; EL ELIXIR DE LA LARGA VIDA, de Honoré de Balzac y EL BAILE DE LAS VÍCTIMAS, de Carlos Gardini.


Axxón 236 – noviembre de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Prolongación de la vida : Vampiros : México : Mexicano).