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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “237”

ARGENTINA


Ilustración: Guillermo Vidal

 

Petiso, rechoncho, algo jorobado y de ojos saltones, el fumigador causó en Riccardi la impresión de parecerse a los mismos bichos que venía a liquidar.

«Qué hijo de puta», pensó Riccardi de sí mismo, por semejante ocurrencia. Se arrellanó en su asiento y, observando al fumigador parado frente a él, le dijo:

—Bueno, Alberto: esto es un laboratorio, así que hay que extremar cuidados con el veneno, especialmente en las áreas productivas. En la cocina es donde hay más cucarachas. Por supuesto que ahí también hay que andar con cuidado, no sea cosa de que me adereces las ensaladas con pesticida.

Alberto sonrió y dijo:

—No se preocupe. Esa parte podemos tratarla con gel, así lo aplicamos donde no haya ningún riesgo de contacto.

—Excelente —dijo Riccardi entrechocando repetidas veces las yemas de sus dedos, imitando al señor Burns—. Dale para adelante.

Con su mochila fumigadora a cuestas, Alberto salió de la oficina.

 

 

A la semana siguiente:

—Señor Riccardi —dijo la voz del mono de Vigilancia en el interno—, ya vino el que baña a las cucarachas. Le dije que usted quería verlo.

—Que suba a mi despacho.

Instantes después, el fumigador estaba frente a su escritorio.

—Alberto —dijo Riccardi después de aclararse la garganta—, pasó algo raro. Creo que es raro, vos dirás. Los bichos que plagaban la cocina se esfumaron.

—Eso es bueno.

—Eso es bueno, sí. Pero aparecieron muchos en la parte de Producción, y eso ya no es tan bueno. Es muy malo, a decir verdad. Es como si, en lugar de morirse, las guachas se hubieran mudado. ¿Es normal eso?

—Y, a veces sí. Depende. Pueden tener un comportamiento impredecible.

—Bueno, tratemos de que tengan sólo un comportamiento: patas pa’rriba y bien quietitas, ¿dale?

El fumigador asintió.

 

 

Otro día, Riccardi recorría la Sala de Máquinas en plan estos negros siempre dejan las herramientas en cualquier parte, cuando se le cruzó una cucaracha enorme, más grande que una tarántula, que salió de entre los flecos de un lampazo. Estaba por encajarle un buen pisotón, cuando el miedo lo detuvo: aquella bicha era algo realmente monstruoso; si lograba aplastarla —asunto harto discutible—, se le enchastrarían los mocasines de Guido. Sería peor que pisar una morcilla, que por lo menos ya estaba bien muerta.

La cucaracha, por su parte, parecía desafiarlo: se había quedado quieta y lo miraba desde su corpulencia agitando las antenas.

Súbitamente envalentonado, Riccardi cazó una llave inglesa de uno de los estantes y fue hasta el bicho. El llavazo resonó contra el piso metálico mientras el vestiglo escapaba indemne para desaparecer debajo de un equipo de aire, no sin antes alzarse en dos patas, volverse hacia Riccardi y echarle una mirada burlona.

 

 

Tres días más tarde, el de Vigilancia anunció por el interno:

—Acá viene el que les da de comer a las cucarachas.

—Directo a mi oficina —dijo Riccardi con sequedad.

Cuando tuvo al fumigador delante, le dijo:

—Mirá, Alberto: yo no sé cómo toman ustedes el asunto de los bichos. Entiendo que es la razón de su trabajo. Para Laboratorios Murano (para mí, especialmente), los bichos son un problema—aquí Riccardi se levantó, y, ampuloso, desplegó una imaginaria pancarta—. Y yo no quiero tener problemas—repitió la mímica—. ¿Se entiende?

—Se entiende.

—El otro día, en la Sala de Máquinas, se me cruzó algo parecido a una cucaracha. Digo «algo parecido», porque aquello no era una simple cucaracha. Era una… un… —sacudió la cabeza, tratando de dar con el término adecuado que describiera a tal criatura del infierno—. Un alien, eso. Por poco relincha, la hija de mil puta. Así era —con las palmas enfrentadas en vertical, Riccardi bosquejó una especie de suricata—. Lo único que le faltaba era ponerse a gritar Freedom!, como Mel Gibson.

—No se preocupe, Riccardi. ¿Sala de Máquinas, me dijo? Ya mismo voy a reforzar esa parte.

El fumigador se estaba yendo, cuando Riccardi agregó:

—Eh, Alberto… Decime: ¿es posible que una cucaracha…? —tragó saliva, sopesando la lógica de lo que iba a preguntar—. Digo: ¿pueden llegar a pararse en dos patas? —Con el dedo índice y el medio emuló a un hombrecito caminando—. ¿Si se sienten… amenazadas? —Le pareció que los protuberantes ojos de Alberto lo observaban como a un idiota. Aunque ya no había vuelta atrás, trató de zafar con una sonrisa y concluyó—: Dejá, dejá. Seguí con lo tuyo.

 

 

Una hora después, tentado por la idea de buscar en Internet una empresa de fumigación más eficiente, Riccardi abrió la página principal de Yahoo. Lo primero que vio en el recuadro de noticias fue la fotografía de una cucaracha, tomada desde un repulsivo primer plano. Al pie de la imagen se leía:

 

 

Alarma mundial: una especie desconocida de cucarachas ataca a los seres humanos. Detalles >>

Estaba por hacer clic en Detalles >>, cuando una sirena lo interrumpió. ¡La sirena de emergencia!

Riccardi levantó el handy de su escritorio, abrió el canal y dijo:

—Carlos, qué está pasan…

—¡Ingeniero!—le contestó una voz aterrada a través del intercomunicador— ¡Hay una plaga enorme de…! ¡Lo están atacando a Rojas, se lo están… comiendo!

—¿Qué decís? —susurró Riccardi. Involuntariamente, su mirada regresó al titular en Internet.

—¡Hay que evacuar, ingeniero, hay que… aaaarghhh!

—¿Carlos? ¡Carlos!

Después de un segundo ¡aaaarghhh!, Carlos ya no contestó, y Riccardi supo que jamás volvería a hacerlo.

Se levantó de un salto y corrió hacia la salida, pero una descomunal mancha oscura que se desparramaba por el piso y las paredes lo obligó a detenerse. La mancha, compuesta por una densa infinidad de élitros, patas nervudas y caparazones, se derramó dentro de la oficina, rodeó a Riccardi y se detuvo a pocos centímetros de sus pies.

En ese momento, el fumigador apareció en la entrada de la oficina.

—¡Alberto!—chilló Riccardi—. ¡Hacé algo, la puta que te…!

—Acá está el que les da de comer a las cucarachas —dijo Alberto—. Cuántas veces habrá dicho eso el boludo del vigilador, sin saber cuánta razón tenía. —Palmeó la mochila colgada en su espalda—. Los alimentos transgénicos obran maravillas en estas criaturitas. Aceleran su evolución, orientándola en el sentido adecuado. Preciosuras —miró con ternura a la multitud de insectos—, tan maltratadas durante milenios… Pronto ocuparán un lugar más justo en la cadena de la vida. ¡Y tomarán venganza contra la patética raza que las persiguió desde sus mismos comienzos!

El «fumigador» emitió un sonido sibilante, y la aterradora mancha volvió a moverse, trepó por las piernas de Riccardi y le cubrió todo el cuerpo. Y él gritó cuando las feroces mandíbulas le desgarraron la carne. Y alcanzó a ver, antes de que la plaga le cubriera también los ojos, que Alberto le daba la espalda, caía al suelo en cuatro patas y se alejaba con rapidez… con la sorprendente rapidez de un insecto.

 

 

Adrián Lorea (Buenos Aires, 1971) es colaborador literario de la Comisión de Cultura del CACW (Centro Argentino Cultural Wolgadeutsche) e integrante del Taller de Corte y Corrección, taller de narrativa coordinado por Marcelo di Marco. Su relato «Dhalia» recibió en 2012 una mención especial en el certamen literario «Palabras escritas – Palabras dichas», de Ediciones El Escriba. Si desea conocer más sobre el autor, puede visitar su blog literario.

Hemos publicado en Axxón: DÍA DE PRIMAVERA y UN NOMBRE APROPIADO.


Este cuento se vincula temáticamente con CONDONAUTAS, de Yoss; ROBO HORMIGA, de Hernán Domínguez Nimo y SUEÑO KAFKIANO, de Luisa María García Velasco.


Axxón 237 – diciembre de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia ficción : Ingeniería genética : Argentina : Argentino).