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¡ME GUSTA
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Archivo de la Categoría “240”

ESPAÑA


Ilustración: Duende

Oí abrirse la puerta. Eras tú. Noté algo diferente en tu rostro. Sonreías.

—¿No ibas a estar de viaje durante toda la semana?

—Se ha cancelado. Quería volver contigo. Por cierto, quiero contarte algo muy importante.

—Dime.

Fue entonces cuando me lo contaste. No todos los días te cuentan que tu novio tiene dos hijos de una relación anterior.

Por supuesto, me enfadé. Después de ocho meses de relación y tres viviendo juntos, pensaba que era el tipo de cosas que tendría que saber ya de ti.

Tras mucho insistir, finalmente me convenciste de que te perdonase por no haberme dicho nada hasta ese momento. Me propusiste presentármelos. Acepté.

Aquel encuentro con tus hijos fue extraño. El pequeño, de tres años, era una ricura. Respecto al mayor, de doce, su reacción al verme fue difícil de describir. Me miraba fija y constantemente con sus ojos abiertos como platos, como si yo fuera una extraterrestre. Pensé que ese niño tenía algo raro.

Los siguientes días estuviste simpatiquísimo conmigo. A pesar de nuestro desencuentro inicial, fueron maravillosos. Recuerdo que fue uno de esos días cuando me regalaste mi colgante, esta baratija con nuestros nombres inscritos de la que nunca me he desprendido desde entonces.

Pero apenas unos días después, cambiaste. Empezó tu locura. Cierto día, poco después de que entraras a casa, te hablé de las cosas que habíamos hecho durante los últimos días. Sorprendentemente, parecías no recordar nada. Decías que realmente te habías ido de viaje y que acababas de volver en ese momento.

Aquella noche fue rara. Cada uno decía al otro que debía recibir tratamiento porque probablemente se había vuelto loco. Te hablé del día en que me presentaste a tus hijos. Me dijiste que no tenías hijos. También te enseñé el colgante que me habías regalado. No lo reconociste, dijiste que me lo habría comprado yo. Nada tenía sentido. Discutimos.

La situación fue tensa hasta que unos días después volviste a irte a otro de tus viajes de trabajo, que supuestamente te tendría fuera una semana. No sabía cómo serían las cosas cuando volvieras.

Sin embargo, volviste a presentarte en casa apenas unas horas después de irte. Venías con tus hijos. Me dijiste que el viaje se había suspendido y que habías aprovechado para recoger a los niños. Volvías a estar amabilísimo conmigo, como si nunca hubiéramos discutido. Volví a notar algo diferente en tu rostro, como si hubieras trabajado mucho últimamente, pero no te recordaba así cuando saliste por la puerta.

De nuevo, los días siguientes fueron maravillosos. Cada vez traías más a tus hijos a casa y, poco a poco, fui acostumbrándome a ellos.

Pero aquello duró poco. Unos días después, cuando entraste a casa, volviste a decir que en realidad regresabas de un viaje de una semana. Volviste a no recordar nada de los últimos días que habíamos pasado juntos. Negabas que hubieras estado en casa y ni siquiera admitías la existencia de tus hijos. Volvimos a discutir y a llamarnos loco el uno al otro.

Continuamos instalados en esta extraña rutina durante meses. Cada vez que volvías de un supuesto viaje, que obviamente no había tenido lugar porque habías estado conmigo, tu rostro volvía a estar pletórico, pero tu espíritu enloquecía, no recordabas nada y me gritabas. Llegué a preguntarme si utilizabas algún tipo de cosmético que te estaba afectando al cerebro. Por tu parte, tú no dejabas de llamarme loca, decías que me inventaba amigos imaginarios. Nuestras discusiones se oían en toda la planta del edificio, y más de una vez nuestro vecino de planta, aquel señor tan mayor y tan amable, llamó a la puerta preocupado, intentando mediar. Incluso hubo algunas veces en que, cuando su hijo estaba de visita en su casa, se presentaban ambos en nuestra puerta ante nuestros gritos, siempre con rostros compungidos, tratando de evitar la disputa.

En realidad, sólo nuestras fogosas reconciliaciones conseguían que nos aguantásemos mutuamente durante esos días. Pero los momentos posteriores al sexo eran extraños: sabíamos que el otro seguía creyendo su propia versión, totalmente incompatible con la otra. Seguíamos pensando que el otro estaba loco, así que evitábamos hablar para no volver a discutir. No te sale discutir con quien acabas de hacer el amor. Al menos, no inmediatamente.

Cada vez que te ibas de viaje, volvías de repente al cabo de unas horas, con tu rostro más curtido pero con tu alma más amable y cariñosa, y hacías como si jamás hubiéramos discutido. Volvía a ver a tus hijos, a esas pobres criaturas de las que renegabas en tus momentos malos. Les tomé verdadero cariño, y tras unos meses se atrevieron a llamarme mamá. Se les veía faltos de cariño por parte de su propia madre. Los pobres habrían llamado mamá a cualquier mujer adulta que les hubiera tratado como yo lo hacía.

Tu otra personalidad, la que volvía de los viajes, aumentó su paranoia. Un día me confesaste que, viendo que alguien usaba tu ropa y tus cosas en tu ausencia, contrataste a un detective privado para que vigilase nuestra casa. No obstante, admitiste que el detective no vio entrar en casa a nadie que no fuera tú mismo. Incluso mandaste a analizar restos de pelo en la casa para demostrar que tenía un amante. Todos los restos que encontraste en la casa eran tuyos o míos, salvo unos pocos que, según los tipos de la clínica de análisis genéticos, eran de un familiar directo tuyo. ¡Por supuesto, eran de tus hijos, tal y como te decía una y otra vez sin que me escucharas! ¡Tus hijos! ¡Tenías que reconocerlos, maldita sea!

Cierto día, hablando con tu yo amable, el que siempre volvía cancelando sus viajes, el que tenía el rostro cada vez más envejecido, me revelaste que tu padre era, en realidad, uno de mis compañeros de trabajo. Se trataba de un tipo con barba y gafas, muy afable, al que le faltarían un par de años para jubilarse. Llevaba años coincidiendo con aquel tipo en el descanso para el café, y de hecho solíamos charlar. ¡Menuda sorpresa! Él mismo me lo pudo confirmar al día siguiente en la hora del café, cuando le pregunté por su familia. Se mostró muy gratamente sorprendido de que yo fuera aquella novia de la que su hijo le hablaba.

Pero, tal y como me imaginaba, la siguiente vez que «volviste» de viaje negaste que tu padre fuera tal persona, e incluso negaste que tu padre viviera en la ciudad. Decididamente, vivíamos en realidades paralelas. Tuvimos más discusiones y más reconciliaciones.

Mi embarazo desató la euforia de tu personalidad amable, que por aquel entonces ya aparentaba unos diez años más que la otra. Tu otra personalidad también se ilusionó, y esto sirvió para rebajar el nivel y la frecuencia de nuestras discusiones. Llegamos a un punto en que los dos aparentamos aceptar la locura del otro y evitábamos cualquier tema de conversación que la recordase. Cuando «volvías» de tus viajes, ninguno de los dos comentaba los días anteriores. Sabíamos que, si lo hacíamos, volveríamos a discutir.

Siempre ocurría que, horas después de irte a cada viaje, regresaba tu yo algo envejecido y maravilloso. Tus hijos se entusiasmaron cuando mi tripa empezó a ser visible. Se pasaban el rato acariciándomela, especialmente el mayor. El chico miraba a su hermano y, volviendo su mirada hacia ti, te decía que se acordaba de todo. Era bonito ver el entrañable recuerdo que parecía tener de cuando su madre había quedado embarazada de su hermano pequeño.

El día del parto ocurrió en una de tus fases de aspecto juvenil en las que me tomabas por loca. No obstante, me trataste muy bien. Hacía tiempo que evitábamos totalmente cualquier tema de conversación que nos hiciese discutir. Aquel día era importante y nada podía estropearlo. Tras un parto sin complicaciones pero agotador, conociste a tu bebé.

En tu siguiente viaje, tu yo algo envejecido se dedicó con devoción al cuidado de su nuevo hijo. Tus otros dos hijos recibieron con entusiasmo a su hermano, especialmente el mayor, que era capaz de estar largos ratos contemplándolo sin decir nada.

Un día, mirando al bebé y a tus otros dos hijos, no pude contenerme.

—Antonio, dime la verdad —conseguí articular al fin.

—¿Qué quieres decir? —respondiste.

—El bebé no se parece mucho a sus dos hermanos. Esa no es la palabra apropiada.

Callaste.

—No se parece mucho —volví a hablar— porque, de hecho, el bebé es ellos. Los tres son la misma persona exactamente.

Seguías en silencio.

—Y el mayor de los tres lo sabe —continué—. Sabe que se mira a sí mismo cuando mira a su supuesto hermano de cuatro años o cuando mira al bebé.

Tu rostro se transfiguró. No esperabas que me diera cuenta. Subestimaste la capacidad de una madre para reconocer a sus hijos.

—Explícamelo todo, Antonio. La maquinita esa que estabais haciendo en tu empresa… ésa que por la que tanto tenías que viajar a los laboratorios y a las fábricas… funcionó finalmente, ¿verdad?

Inicialmente no lograste articular palabra. Poco después, por fin hablaste.

—Vale, creo que debes saber la verdad —admitiste, finalmente—. La máquina funcionará.

Ahora todo cuadraba en mi mente.

—¿Cuántos años más tienes?

—Cuando vine por primera vez, hace año y medio, tenía tres años más. Ahora tengo doce años más. Todo este tiempo he estado yendo y viniendo desde mi tiempo hasta aquí. No puedo quedarme aquí porque tengo que pasar tiempo allí, en el futuro. Es su verdadero tiempo —dijiste mientras señalabas al bebé, y luego a los otros dos chicos—, no puedo robarles su tiempo. No puedo permitirme envejecer aquí, le debo a él mi tiempo de juventud, y su verdadero tiempo es aquél. Pero cada dos o tres meses viviendo allí vuelvo aquí, donde sólo han pasado una o dos semanas. No puedo evitarlo. A veces me voy a sus respectivos tiempos —dijiste, mientras señalabas al chico de trece años y al niño de cuatro— y me los traigo para que te vean.

Guardé silencio.

—¿Por qué? ¿Tan mal envejeceré? —pregunté entre risas nerviosas—. ¿Tan fea seré en el futuro como para que tengas que volver para recordarme joven? ¿Por qué no te quedas en el futuro envejeciendo conmigo?

Miraste al suelo. Entonces sentí una punzada en el corazón. Fui incapaz de pronunciar una palabra.

—Ya te has dado cuenta… —dijiste por fin—. Solo aquí estás. Allí nos dejaste. Quería volver a verte. Y ellos… quiero decir, él merecía volver a verte.

—¿Cu…cuándo ocurrirá?

Me tapaste la boca con la mano.

—No… Dejémoslo en que aquella máquina funcionará un par de años después de… no, es mejor que no lo sepas.

Mi hijo de trece años se acercó para abrazarme. Su versión de cuatro años se sentía confusa. Su versión de bebé seguía feliz en su cuna.

—¡Cuánto te eché de menos cuando nos dejaste…! ¡Cuánto…! —dijiste, mientras me acariciabas la cara—. No podía evitar hacer todo lo posible para volver a verte. ¡No podía! Al poco de que lográsemos hacer funcionar aquella máquina, recordé y lamenté todo el tiempo que había pasado durante los años anteriores sin ti por culpa de mis viajes de trabajo, todo el tiempo que perdí sin pasarlo contigo. Recordé también lo que siempre creí que fue tu locura, todas aquellas historias que me decías de que yo volvía poco después de irme y me quedaba contigo. Por aquel entonces, yo pensaba que todo aquello era un truco de tu mente para hacerte olvidar que te encontrabas sola. Nunca lo admití, pero en esa época me sentía culpable porque creía que era mi actitud, mi tendencia a dejarte tanto tiempo sola, lo que te había vuelto loca. Pensaba que esos supuestos hijos míos de los que me hablabas eran tu proyección del deseo de tener hijos… Recuerdo también que, durante algún tiempo, me planteé que quizás la explicación fuera más simple y que tuvieras un amante, pues mis cosas siempre estaban desordenadas cuando volvía de mis viajes de trabajo. Cuando el detective me dijo que sólo yo entraba en casa, pero que había restos genéticos de alguien que parecía un familiar directo mío, pensé que la cosa no tenía sentido pues ni siquiera tengo hermanos. Pero años más tarde… cuando ya no estabas con nosotros… cuando por fin logramos que aquella máquina funcionase… recordé aquello y descubrí que todo cuadraba. No sólo podía hacerlo: iba a hacerlo. Era más plausible que todo fuera el resultado de lo que iba a hacer y no el fruto de tu locura. La posibilidad de que aquel misterioso visitante siempre hubiera sido yo mismo tenía mucho más sentido que cualquier otra explicación.

Me sentía aturdida por lo que decías. Seguiste hablando.

—Decidí que me presentaría en tu tiempo cada vez que mi yo de tu tiempo se fuera de viaje. Literalmente, aprovecharía el tiempo perdido. Me di cuenta de que, cada vez que me presentase en casa y te dijera que el viaje se había cancelado, sólo podrías creerme mientras yo no fuera mucho más viejo que mi yo de tu época. Sólo podría presentarme como yo mismo hasta una determinada edad. Sé que, cuando tenga más edad, ya no podré presentarme como yo mismo. Me tendré que limitar a tenerte cerca y a mirarte. Si piensas un poco, sabrás de quién estoy hablando.

Entonces recordé a mi compañero de trabajo, aquel tipo que estaba a punto de jubilarse.

—¡Mi compañero de trabajo, el que dices que es tu padre!

—Efectivamente, no es mi padre. Seré yo. Y más adelante seré el anciano que ahora tienes como vecino en la puerta de enfrente. Cuando nuestro hijo sea mayor y ya no me necesite constantemente a su lado, empezaré a vivir en este tiempo permanentemente para seguir estando junto a ti. Siempre contigo.

Me llevé la mano a la boca.

—Entonces, el hijo del vecino, aquel hombre que viene a veces a visitarle, es… —logré articular mientras miraba la cuna, luego al niño de cuatro años, y luego al de trece.

—Efectivamente.

No pude contener mis lágrimas. Me abracé al chico de trece años, que ya no podía ocultar su propia emoción. Luego, me abracé a ti.

—¿Cómo moriré? —pregunté por fin.

—No es bueno que te hayas enterado. Cuanto menos sepas, mejor. Sólo sé que no puede evitarse. Lo intenté, muchos yo lo intentamos. No pudimos, no podremos. La línea del tiempo es única, el futuro es consecuencia del pasado y, desde que aquellas máquinas entrarán o entraron en juego, el pasado también es consecuencia del futuro. No se puede cambiar. Por ejemplo, no puedo viajar al pasado y matar a mi madre antes de concebirme, pues entonces yo no habría nacido y no podría haber llegado a viajar al pasado para asesinarla. Si viajo desde el futuro al pasado, al llegar al pasado sólo podré hacer cosas que de hecho den lugar al futuro del que efectivamente procedo. Sólo hay una línea temporal en la que el futuro es consecuencia consistente del pasado y el pasado es consecuencia consistente del futuro. Me temo que lo de ir al pasado para cambiarlo y crear líneas temporales alternativas es sólo cosas de las películas. No funciona así.

Medité sobre aquello. Tenía que prepararme.

Al día siguiente, al llegar la hora del café en el trabajo, esperé a quedarme sola con tu yo mayor que estaba a punto de jubilarse, tu yo de sesenta y pico años al que había tomado por tu padre. Sin mediar palabra, te dije que me acompañases a los baños de la empresa. Allí comencé a besarte y cerramos con llave. Llorabas de alegría.

Aquel día me despedí del trabajo.

Al volver a casa, llamé a la puerta del vecino. Saliste, anciano, leal y enamorado como siempre. Te besé en la boca. Nunca he visto un rostro de mayor felicidad en un ser humano.

Entonces sacaste un colgante de tu bolsillo. Era igual que el que llevaba puesto yo misma desde que me lo regalaste tanto tiempo atrás.

—No es igual, es el mismo —dijiste, con tu voz quebrada por la edad—. Lo guardé cuando nos dejaste, y desde entonces lo he tenido siempre conmigo.

Me llevé la mano al cuello para tocar mi propio colgante. Mientras tanto, tu mano nudosa y arrugada mostraba, extendida, el otro colgante.

—Estará conmigo hasta el día en que yo mismo muera —continuaste—. Ese día, mi yo más joven vendrá y lo tomará para regalártelo a ti el día que recuerdas que él te lo regaló. Fue así como llegó a ti, así que procedía del futuro. Pero, en el futuro, yo lo tendré porque tú lo tuviste. Así que en el pasado procede del futuro y en el futuro procede del pasado. Nunca fue forjado y nunca será destruido. Es tan eterno como nosotros —dijiste, mientras me cogías la mano.

Me emocioné mientras miraba mi propio colgante, que era el mismo que el que tú sostenías en tu mano aunque unos años más viejo… o unos años más joven, según se mirase.

—¿Cómo es posible que tenga nuestros nombres inscritos?

Te encogiste de hombros.

—Supongo que, si no los hubiera tenido, no habría decidido regalártelo —respondiste.

No creo que las personas estemos hechas para entender la causalidad circular ni las cosas sin principio ni fin, así que simplemente decidí que no perdería el tiempo que me quedaba intentando entender aquello. Por el contrario, pasé las siguientes semanas tratando de aprovechar cada momento, cada segundo, contigo y con el niño (los niños). Salimos, reímos, hicimos pequeñas cosas que siempre había deseado, disfrutamos, nos amamos.

Esta mañana, una versión tuya apenas algo mayor que la que corresponde a este tiempo se presentó en casa y, acalorada, se empeñó en que me tomase una pastilla y en que nos fuéramos al hospital. Entonces, tu yo anciano salió del apartamento de enfrente y trató de frenar a tu yo más joven, diciéndole que sería inútil. No logró hacerle desistir.

Ya en la calle, nos encontramos con otro tú que cargaba con un desfibrilador. Otros tús más mayores se presentaron y trataron de convencer a los dos más jóvenes de que era inútil. Se sumaron a la escena más tús de diferentes edades.

Ahora me encuentro en el coche, yendo hacia el hospital, acompañada por otros cuatro tús. Varios coches nos acompañan y tú vas en todos ellos. Comprendo que no has podido evitar volver una y otra vez a este momento.

Me encuentro rodeada por la persona que más me ha querido y me querrá jamás.

Sonrío. No podría estar más plena.

Admito mi destino. No tengo miedo.

Ismael Rodríguez Laguna es profesor universitario en la Facultad de Informática de la Universidad Complutense de Madrid. Es editor de Sci-Fdi, la revista de ciencia ficción de su facultad, donde publicó dos cuentos. El resto de sus relatos accesibles al público están disponibles en su blog, Historias tras salir del Mundo Ciénaga. Respecto a sus gustos literarios afirma que, tanto cuando lee como cuando escribe, siente especial debilidad por las historias de ciencia ficción algo desconcertantes que, súbitamente, cobran una armonía diáfana al llegar a un desenlace sorprendente, así como por la ciencia ficción donde la ruptura de la realidad y los casos extremos se utilizan para mostrarnos algo sobre la naturaleza humana, algo que quizás no podría expresarse tan bien desde un mundo normal.

Con este cuento se presenta ante nuestros lectores.


Este cuento se vincula temáticamente con SOBRE LOS DIVERSOS USOS DEL CEDRO, de Geoffrey W. Cole; DESHECHO, de James Patrick Kelly y MUERTE, de Eduardo Carletti.


Axxón 240 – marzo de 2013

Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Viajes en el tiempo: Amor: España: Español).