«Ofrenda a las bestias», Noelia Emmi
Agregado el 24 marzo 2013 por dany en 240, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
Sus compañeros ya se agrupan a su alrededor. La dejan deleitarse ante la perspectiva de ese manjar que será su primera comida auténtica.
Ella avanza alrededor de la caja transparente, le enseña los colmillos a su trofeo y lanza un rugido desde lo más profundo de las entrañas. Clava los ojos en la presa y prueba su poder: la chica se sacude convulsivamente.
Sabe que pronto será devorada.
La celda de cristal parecía frágil, pero mi experiencia probaba que era inexpugnable, de paredes imposibles de quebrar o astillar siquiera. Veía que afuera no había más que una simplona planicie gris extendiéndose más allá del infinito. Pero aún me dolía cada músculo. Sobre todo las manos, seguramente por intentar abrirme paso, a los golpes, hacia aquella sosa libertad.
Al principio, rogué a gritos que me socorrieran. Suponía que alguien debía vigilarme. Pero nadie vino. Y, con las semanas, habría de asumir que nadie vendría.
En esos primeros días me resultó difícil ¿»difícil»? Ilógico, antinatural, demente aceptar la carencia de necesidades fisiológicas: no precisaba alimentarme ni evacuar. Respecto a aquellos asuntos, me encontraba siempre satisfecha. Incluso el estado de mi higiene se mantenía inalterable: ni mi sexo ni mis sobacos apestaban, mi pelo no se enredaba, mis uñas no se quebraban, los arañazos que me infligía a mí misma no sangraban. El ciclo femenino parecía haberse cancelado. Me había convertido en una perfecta muñeca de porcelana, encerrada en su perfecto cofre de cristal.
De modo que ocupaba mi mente en un único pensamiento: la soledad. Aquella soledad que se me metía por los poros y se incorporaba a mi torrente sanguíneo. Aquella soledad que me obligaba a tararear melodías, sólo por oír mi propia voz, siempre inalterable.
Soledad que duró hasta la noche de las bestias. La noche en que llegaron.
Patrullaban rondando mi prisión. Les chorreaba sangre de los hocicos, enseñaban sus colmillos en medio de tonantes rugidos. Se enfrentaban entre ellas a dentelladas y zarpazos, pero jamás perdían su foco de atención: el cubo de cristal. Esa primera noche no repararon en mí: sólo merodeaban alrededor de mi transparente calabozo mientras yo temblaba y contenía el llanto. Recién se fueron al despuntar la mañana. Visto en perspectiva, esa no había sido una mala noche.
Y volvieron.
Todas las noches volvieron.
Esa primera vez no me mostraron su poder, pero no tardaron en revelarlo: cuando sus ojos ambarinos se fijaban en mí, una descarga eléctrica me sacudía y me dejaba convulsionando durante horas. Así, los días transcurrían enloquecedores y confusos, pero las noches se perpetuaban en salvajismo y atrocidad.
Pasaron las semanas y los meses al menos, en lo que yo creía medir el «tiempo» , y ya no buscaba escapar: después de centenares de intentos, admití que sería imposible. Los moretones y los arañazos evidenciaban mi encierro, pero el daño psicológico era mil veces más duro. Y cuando las fieras regresaban, yo sólo deseaba estar muerta.
Y, a pesar de que lo intentaba, no lograba quitarme la vida: no disponía de elemento alguno, y mucho menos de uno cortante o contundente. Llegué a pegarme la cabeza contra las paredes, a morderme las muñecas… pero no hubo magulladura ni sangre. Ayunar para morir de inanición no funcionaba: siempre mis necesidades se encontraban satisfechas, sin importar que mis captores sean quienes fuesen, si es que existían no me proveyeran del más mínimo alimento.
Luego de uno de esos intentos fallidos de machacarme los parietales contra el cristal, recuerdo haberme desvanecido. Al volver en mí, me encontré atada de pies y manos, vaya a saber por quién o por qué ser innombrable. Durante dos días no pude moverme.
Un mensaje aleccionador.
Jamás olvidaré mi última noche de cautiverio. Solamente sé que sobreviví, aunque no podría explicar cómo o por qué.
Las bestias se arrojaban contra el cristal y me enseñaban sus dientes, y esa mueca asesina me hizo desear que mis paredes fueran indestructibles. Intenté superar sus aullidos con los míos:
¡Déjenme! ¡Déjenme en paz!
Cuando me recuperé, las bestias ya no estaban. Encontré a mi lado un marcador negro. Me asombré tanto que retrocedí hasta la pared contraria y me quedé vigilándolo, como a una bomba a punto de estallar. Pasada la impresión, entendí que era un simple rotulador, entonces me acerqué y lo sostuve entre mis manos: un tesoro. Lo acuné durante horas, sin siquiera atreverme a destaparlo.
No se me ocurría cómo sacarle ventaja. ¿Era otro experimento de quienes me vigilaban?
Lo evalué detalladamente: su peso, su longitud, su dureza. Recordé haber visto alguna vez la técnica de romper tablas utilizando sólo las manos o un objeto de estas características. Quizás el marcador funcionara como un arma. Lo empuñé con el pulgar en un extremo y medí la distancia imaginando un punto en la pared transparente. Respiré profundo y concentré toda mi fuerza en el golpe del marcador contra la pared. Nada pasó, ni un rasguño. Lo intenté una docena de veces, hasta que me puse a gritar de pura frustración.
Supuse que mis carceleros deseaban eso: ver cómo enloquecía de a poco. La única manera de ganarles era consiguiendo lo imposible, lo que ellos procuraban que yo no pudiera hacer: matarme. Traté de clavarme el marcador en el pecho, pero no era un instrumento punzante, así que sólo conseguí un sufrimiento adicional, a pesar de que ningún moretón se hizo visible en mi inmaculada piel. Se me ocurrió tragarlo, hacerlo pasar por la garganta y sofocarme. Pero era de buen tamaño, y las arcadas me hacían expulsarlo.
¿Fue mi locura de tantos días allí encerrada lo que me hizo reaccionar, lo que despertó esa ocurrencia imbécil? Instintivamente, me levanté de un salto, destapé el marcador y dibujé una puerta en el vidrio. Y sobre ella escribí SALIDA, como si fuese un cartel, y delineé un pomo redondo. Retrocedí unos pasos. Al mirarlo parecía resbaloso. ¿Realmente creía que podría salir de allí abriendo aquella puerta de mentira, de dibujo animado? Me acerqué despacio con la mano estirada, cerré los ojos y tomé el picaporte. Estaba frío.
La puerta se abrió sin resistirse, y la brisa en la cara vino acompañada de un hedor que me hizo tambalear.
Dudé en salir. Y no tanto por la posible visita de las bestias: reconocí con horror que me estaba acostumbrando al cautiverio. Con la libertad tan al alcance de mis manos, no sabía si aceptarla o volver a encerrarme. ¿Cuál sería mi plan, una vez afuera? ¿Hacia dónde correría? Era curioso: había pensado más en cómo matarme que en cómo huir.
Sacudí la cabeza para quitarme aquellos pensamientos nefastos, y avancé de a poco, procurando que mis rodillas no temblaran.
Lentamente di algunos pasos cinco o seis, no más que eso hasta que me di de frente contra… ¡contra otra pared de cristal! Con la respiración entrecortada, extendí mis manos hacia los costados y seguí el contorno de aquel muro invisible. Y lo confirmé: cuatro lados. Otra prisión transparente, más grande que la anterior.
Me tapé la boca a dos manos para contener el chillido que me subía por la garganta, y apoyé la cabeza en la pared. Horas después aunque podrían haber sido pocos minutos o incontables días me volteé. No sé si buscaba la seguridad de la puerta abierta del cubo más pequeño, o si en realidad quería volver a encerrarme en él. Pero al ver que allí no había ninguna puerta ni abierta ni cerrada y que el primer cubo de cristal volvía a hallarse perfectamente infranqueable, se me revolvió el estómago y debí doblarme sobre mí misma para contener las náuseas.
Encerrada. Encerrada otra vez. Pero entre dos prisiones.
Persistía ese hedor a noche, a vísceras, a muerte, pero al menos aún contaba con el marcador: podría dibujar otra puerta y avanzar. Este no sería mi fin. Existía una esperanza.
Procesaba aquel pensamiento, cuando un desgarrador bramido hizo que soltara el marcador. Helada, la sangre se arrastraba por mis venas, transformada en algo pegajoso y espeso.
Sin que mi mente hubiera acabado de relacionar aquellos rugidos con su presencia, las bestias prorrumpieron de la nada, y en cuestión de segundos me sitiaron. Por delante de mí, ellas, y por detrás mi vieja prisión, cerrada herméticamente. Ni siquiera portaba el marcador, que acaso hubiera podido usar como arma. No hacía falta ser un genio para descifrar lo que me sucedería: pronto sería devorada. Imposible volver a refugiarme en mi eternidad de cristal.
Una de las fieras se adelantó despacio, sus movimientos felinos, hasta quedar a solo un par de metros de mí. Los ambarinos y brutales ojos, clavados en los míos, al menos no me provocaban convulsiones. Y en ese momento final, ridículamente, me pregunté por qué.
La bestia se relamió y se agazapó, con todos sus músculos en tensión.
Y lo supe: mis segundos estaban contados.
No sé por qué lo hice quizá por ese incumplible deseo de morir, pero abrí los brazos y le sonreí con perversidad. Aceptaba la muerte con la frente en alto, orgullosa. No me quedaba más que eso. Mi última y única victoria. Y, por un momento, me pareció que la fiera me devolvía el gesto, aunque todo pasó muy rápido para poder afirmarlo. Se abalanzó sobre mí con las garras abiertas, preparadas para dar el zarpazo.
Después no recuerdo nada.
Hasta que abrí los ojos.
Dolor, sí.
Después vino el calor: me abrasaba como si me hubieran lanzado a una hoguera.
Estaba hambrienta, pero no de comida. Estaba hambrienta del sufrimiento y del terror ajeno. Necesitaba hacer sufrir, necesitaba devorar.
Estudié qué sucedía a mi alrededor, intentando que mis sagaces ojos se acostumbraran a aquel velo que cubría todo. Me relamí de deseo y avancé hacia la prisión de cristal frente a mí. Mi cuerpo había cambiado. No caminaba erguida, sino que amblaba. Fuerte y ágil, los músculos de mis piernas se contraían y se estiraban con cada paso.
Y la divisé: una chica vestida de gris aporreaba una de las paredes del cubo.
Cuando husmeé su impotencia, su miedo desesperado, mi apetito llegó a un punto que no podía tolerar. Me acerqué lo suficiente para que me descubriera.
Retrocedió gritando palabras incomprensibles y se cayó al suelo. Ella tiritaba, yo avanzaba. Quería que me viera a través del cristal, quería que se desmayara de terror. Así sería más fácil alimentarme de ella cuando llegara el tiempo de mi primera victoria.
Sí: la presa sería mía.
Veo que mis compañeros se agrupan a mi lado: vienen a acecharla junto a mí.
Noelia Emmi nació en Buenos Aires hace 29 años. Su pasión por los libros le ha generado una sobredosis literaria y hace unos cinco años, casi sin proponérselo, comenzó a escribir. Su primer intento creativo dio como resultado una novela: Ciudad Oscura. Y a partir de allí ya no pudo parar de escribir. Cursó el Taller de Escritura Fantástica de la Universidad del Salvador y actualmente forma parte del Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco.
Está preparando una segunda novela y escribiendo cuentos, siempre con algún toque fantástico o de ciencia ficción para realzar un poco sus colores.
Aquí, su primera obra publicada en Axxón.
Este cuento se vincula temáticamente con LA GARRA DEL JAGUAR, de Ricardo Giorno; BLANCO Y NEGRO, de Natalia Andrea Cáceres; ELLA, de Gustavo Courault y LA NOCHE DE TEMPOAL, de Pé de J. Pauner.
Axxón 240 – marzo de 2013
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Sacrificio : Seres fantásticos : Bestias abominables : Argentina : Argentina).